"La
guerra es la paz" era uno de los tres lemas de la
implacable dictadura planetaria presidida por un personaje
simplemente llamado El Gran Hermano, que imaginó el
escritor británico George Orwell a mediados del siglo
pasado en su novela 1984.
Un
postulado muy semejante pronunció ayer el presidente Barack
Obama al recibir el premio Nóbel de la Paz en la capital
noruega, en una ceremonia magna y solemne que no bastó para
menguar el azoro de amplios sectores de la opinión pública
mundial que asistieron a la conversión de esa medalla en
una exaltación de virtudes guerreras.
En
la circunstancia, Obama, comandante en jefe de un abrumador
aparato bélico que durante ocho años ha causado miles de
muertos inocentes entre las poblaciones de Irak y de
Afganistán, buscó justificar la insólita incongruencia de
haber recibido el galardón mediante piruetas conceptuales,
mentiras llanas –como en el caso del aserto de que Estados
Unidos nunca ha peleado una guerra contra una democracia,
como si no hubiesen sido actos de guerra las sangrientas
intervenciones de Washington contra las presidencias democráticas
de Francisco Madero, en México; de Jacobo Árbenz, en
Guatemala, y de Salvador Allende, en Chile, por citar sólo
tres casos en América Latina– y una oratoria brillante,
pero carente de sentido.
Y es
que no hay forma de disfrazar a la población afgana,
regularmente masacrada por las fuerzas aéreas de las
naciones ocupantes, como equivalente moderno de las huestes
hitlerianas; argumentar que la presencia bélica de Estados
Unidos en Irak es una medida "defensiva" o que la
proyección militar de Washington en diversas regiones del
mundo corre pareja con una preocupación por la defensa de
los derechos humanos, cuando Obama, quien está próximo a
cumplir un año en el cargo, no ha conseguido ni siquiera el
cierre del campo de concentración establecido en Guantánamo
por su antecesor.
No
hay escrúpulo posible en la mención de figuras como
Mahatma Gandhi, Martin Luther King o Nelson Mandela como
justificaciones para la sórdida y violenta historia del
intervencionismo estadounidense en el mundo, y menos aún
como inspiradores de las guerras de rapiña que el gobierno
de Obama heredó de la administración pasada y que mantiene
y agudiza hoy día.
Hasta
ayer, el presidente Obama se había mantenido ajeno, en sus
discursos, a la sistemática distorsión de valores éticos
y de hechos históricos. Pero, al recibir un premio de paz
defendiendo la pertinencia de la guerra, y en concreto de
guerras neocoloniales y depredadoras que no garantizan la
seguridad nacional de nadie, sino que sirven para generar
oportunidades de negocio a los aparatos industriales,
comerciales y financieros de los países atacantes, el
mandatario exhibió la magnitud de su abdicación frente a
los intereses de tales aparatos y la continuidad, en Estados
Unidos, de las principales distorsiones introducidas por la
administración Bush en la concepción y la práctica del
derecho internacional, los derechos humanos y la justicia.
En
suma, en casi un año de ejercicio del poder, Obama no ha
podido o no ha querido convertir en hechos las
singularidades positivas de su figura política
–parcialmente afroestadounidense, liberal, antiguo
activista social comprometido–, singularidades que
generaron desbordadas expectativas de cambio, tanto en
territorio estadounidense como fuera de él.
Por
lo contrario, ante el Comité Nóbel de Oslo se presentó un
hombre moralmente derrotado que ha empezado a asumir los
argumentos chovinistas y mentirosos de quienes eran –se
suponía– sus adversarios, discurso con el que a todo lo
largo el siglo XX y en la década actual se ha pretendido
dar un barniz de respetabilidad a una trayectoria nacional
de saqueo violento del mundo y a una hegemonía que se
traduce en esquemas de dominación ignominiosa de otras
naciones.
Por
otra parte, la decisión de los académicos noruegos de
entregar a Obama una suerte de "Nóbel preventivo"
que habría de contribuir a reforzar las tendencias antibélicas
en el poder público de Estados Unidos, se ha revelado como
profundamente equivocada; por el contrario, el premio ha
significado una suerte de permiso para matar, es decir, una
espléndida coartada con la cual el jefe de Estado de la
superpotencia podría justificar cualquier acto de guerra y
de barbarie en nombre de la seguridad nacional, la promoción
de la democracia o, simplemente, la paz.