Si la economía se deteriora y la crisis sigue su curso en forma de L, según
pronostican muchos economistas, ¿qué precio político
pagarán el presidente Obama y los demócratas por haber
devuelto las llaves de las finanzas a los cargos
republicanos designados por Bush que fueron los primeros que
tiraron la casa por la ventana?
Nombrar de nuevo a Ben Bernanke como presidente de la Reserva Federal puede
terminar dañando por años no sólo a la economía, sino al
propio Partido Demócrata. Percatándose de ello, los
republicanos hicieron piruetas populistas oponiéndose a
este nombramiento en las sesiones de confirmación del
Senado desarrolladas el pasado jueves, 27 de enero, el día
siguiente al discurso de Obama sobre el estado de la Unión.
Una vez que los republicanos tuvieron la certeza del sentido mayoritario de
la votación, se avilantaron a dar algún que otro sonoro
mordisco populista mirando de reojo a las elecciones de
mitad de mandato del próximo noviembre. Jeff Sessions, de
Alabama, y Sam Brownback, de Kansas, votaron contra la
confirmación de Bernanke. Jim de Mint, de Carolina del Sur,
advirtió de que volverlo a nombrar “podría ser el peor
error que cometamos en mucho tiempo”. Y añadió:
“confirmar a Bernanke es una continuación de las políticas
que llevaron al desplome de nuestra economía”.
Entre los demócratas que aspiran a la reelección, Barbara Boxer, de
California, señaló que, al alimentar la inflación de
precios de activos, la política pro–burbuja de la Fed (es
decir, su política pro–deuda) hundió a la economía y
aumentó el desempleo. Se supone que la Fed tiene que
proteger a los consumidores, pero Bernanke es un expreso
opositor a la institución de una Agencia de Consumo de
Productos Financieros, aduciendo que la desreguladora Fed
debería ser la única instancia reguladora de las finanzas.
Las sesiones del Senado se centraron en el papel de la Fed como desregulador
y lobista mayor de Wall Street. A despecho de que su Carta
fundacional comienza asignándole la tarea de promover el
pleno empleo y estabilizar los precios, la práctica de la
Fed ha sido de todo punto hostil al mundo del trabajo. Alan
Greenspan, como es suficientemente conocido, llegó a decir
que la causa de la pasividad de los sindicalistas a la hora
de promover huelgas a favor de mejores salarios
–o aun de mejores condiciones laborales– fue el
miedo a ser despedidos y a ser incapaces de subvenir a los
pagos de sus hipotecas y sus tarjetas de crédito. “Sin
paga y sin techo”, o una degradación en la calificación
del crédito personal –con la consiguiente suba de los
intereses– se convirtieron en una fórmula corriente de
gestión de las relaciones laborales.
En lo tocante al papel que tiene expresamente prescrito de promover la
estabilidad de precios, la burbuja generada por el crédito
fácil de la Fed lo que hizo fue convertir la inflación de
los precios de los activos en vía de acceso a la riqueza,
no a la inversión en capital tangible. Eso trajo buenas
dosis de alegría y jolgorio a los departamentos de
marketing, puesto que los propietarios de vivienda, los
consumidores, los tiburones a la caza de empresas para
comprar, los estados federados y los gobiernos municipales
se fueron endeudando más y más, a fin de mejorar su
posiciones sirviéndose de deuda apalancada. Pero la economía
descuidó por completo su base industrial, y el empleo va
con el sector manufacturero. La consigna que el maestro
mayor burbujero de la Fed, Allan Greenspan, pasó a su
sucesor Ben Bernanke fue ni más ni menos que ésta:
“Inflación de precios de activos, bien; salarios e
inflación de precios de las mercancías, mal”.
Obama sostiene a Bernanke, y su discurso sobre el estado de la Unión evitó
cuidadosamente la mención de la Agencia de Productos de
Consumo Financiero a la que otrora había atribuido el papel
central en su programa de reforma financiera. Los lobistas
de Wall Street le han dado la vuelta. Y su lógica se resume
en el mismo mantra que el Senador y portavoz del sector de
los seguros por Connecticut, Chris Dodd, repitió en las
sesiones de confirmación: Bernanke ha “salvado a la
economía”.
¿Cómo puede decirse que la Fed hizo tal cosa, si el volumen de la deuda
sigue creciendo exponencialmente, más allá de toda
capacidad de pago? “Salvar la deuda” rescatando a los
acreedores –añadiendo mala deuda del sector privado a los
balances del sector público– daña a la economía, no la
salva. La política en cuestión no hace sino posponer la
crisis, incrementando el volumen de una deuda destinada
verse más y más desvalorizada, lo que hará más traumático
el ineluctable proceso de desvalorización de la partida del
Debe y llevará a anular el correspondiente volumen de
ahorro en la partida del Haber (pues lo que de un lado son
ahorros, del otro son deudas).
Lo que está realmente en cuestión es la filosofía económica que habrá
de aplicar Bernanke en los próximos cuatro años.
Desgraciadamente, los adversarios de la confirmación de
Bernanke no acertaron a plantear las cuestiones pertinentes
sobre su línea política y sobre la teoría económica que
subyace a su enfoque básico de los problemas. Lo que había
que haber cuestionado no era su actitud desregulatoria ante
la economía de la burbuja y la explosión del fraude a los
consumidores, ni siquiera su registro de errores. El Senador
republicano Jim Bunning hacía sonrisitas maliciosas y ponía
carita contristada mientras Bernanke estaba con la mano en
la barbilla, como diciendo: “Voy a tener paciencia, y
decid lo que os acomode”. Los demás Senadores rayaron en
la apología.
Una descripción común (y de todo punto errada) de Bernanke, citada ad
nauseam para promover su confirmación en el cargo, es que
es un experto en las causas de la Gran Depresión. Si vas a
crear un nuevo crash, te será, desde luego, útil estudiar
el último. Pero los historiadores que han comparado los
escritos de Bernanke con la historia real han encontrado que
es, precisamente, su incomprensión de la Depresión lo que
le llevó a repetirla.
Como teórico del derrame y apologista de las altas finanzas, el profesor
Bernanke ha sacado conclusiones sistemáticamente erradas
sobre las causas de la Gran Depresión. El prejuicio ideológico
que nubla su vista es, ni que decir tiene, lo que le llevó
al cargo, pues, como han destacado numerosos observadores,
una condición necesaria para ser nombrado presidente de la
Fed es no entender cómo funciona realmente el sistema
financiero. En vez de reconocer que la deuda creciente, los
bajos salarios y la inyección a chorro de riqueza a la cúspide
de la pirámide económica eran las causas primarias de la
Depresión, el profesor Bernanke atribuye simplemente el
grueso de los problemas a una falta de liquidez causante del
desplome de los precios.
Como ha escrito recientemente mi colega australiano Steve Keen en su
DebtWatch Nº 4, los argumentos contra Bernanke deberían
centrarse en su enfoque neoclásico, olvidadizo del hecho de
que el dinero es deuda. Él ve el problema financiero como
un problema de nivel precios
de activos demasiado bajo como para sostener la
colateralización en el préstamo bancario.
Para Bernanke, “riqueza” es sinónimo de lo que
los bancos prestarán en las condiciones del crédito
existente.
En 1933, el economista Irving Fisher escribió un artículo, convertido en
clásico –“The Debt–Deflation Theory of the Great
Depression” (La teoría de la deflación por deudas de la
Gran Depresión)–, en el que se retractaba del credo neoclásico
que le había llevado a perder su fortuna en el desplome
bursátil de 1929. Explicaba en ese artículo cómo la
incapacidad para pagar las deudas traía forzosamente
quiebras, con la consiguiente evaporación del crédito
bancario y de la capacidad de gasto, el encogimiento de los
mercados y la desaparición de los incentivos para invertir
y contratar trabajadores.
Bernanke rechaza esta idea, o al menos la caricatura que de ella hace en sus
Essays on the Great Depression (Princeton, 2000, p. 24),
citada por el profesor Keen
“La idea de Fisher fue, sin embargo, menos influyente en los círculos
académicos, debido al contraargumento de que la deflación
por deudas no representaba sino una redistribución de un
grupo (deudores) a otro (acreedores). A falta de diferencias
implausiblemente grandes en las propensiones marginales al
gasto entre los grupos, se objetó, la pura redistribución
no debería tener efectos macroeconómicos
significativos.”
Todo lo que hace un gasto por deuda es transferir capacidad de pago de los
deudores a los acreedores. Bernanke recuerda aquí a Thomas
Robert Malthus, en cuyos Principios de Economía Política
se sostenía que los terratenientes (la clase social a la
que él pertenecía) contribuían necesariamente a mantener
el equilibrio económico con argumentos parecidos a los de
los actuales teóricos del derrame o goteo del sobrante de
riqueza, de los ricos a los pobres. ¿Qué sería del empleo
inglés, decía Malthus, sin terratenientes que gastaran sus
rentas en cocheros, finas telas, mayordomos y criados?
Gracias al gasto del ingreso rentista de los terratenientes
(protegido por los aranceles agrícolas ingleses, la Leyes
del Grano, hasta 1846), podían trabajar bien los
fabricantes de sillas de montar y otros proveedores. Idéntica
lógica aplican hoy los financieros de Wall Street al dinero
que ganan con préstamos que permiten hacerse ricos a los
propietarios de viviendas y a los ahorradores merced a las
ganancias de capital dimanantes de la inflación de precios
de sus activos.
La realidad es que los financieros ricos de Wall Street que se hacen con
remuneraciones en efectivo y bonos multimillonarios gastan
su dinero en trofeos, arte, apartamentos de lujo o mansiones
en barrios residenciales cerrados, yates, bolsos de fantasía,
alta costura y fiestas de cumpleaños. (“Veo los yates de
los intermediarios en el mercado de valores, pero ¿dónde
están los de sus clientes?”) No es la clase de gasto que
refleja el perfil productivo de la economía “real”.
Bernanke no ve aquí el menor problema, a menos que los ricos gasten una
menor porción de sus ganancias en bienes de consumo y en
los productos del trabajo que el promedio de los
asalariados. Huelga decirlo, esa propensión al consumo
tiene precisamente que ver con la tesis de John Maynard
Keynes en su Teoría General (1936). Cuanto más rica se
hace la gente, menor es la proporción de sus ingresos que
destinan al consumo (y tanto más ahorran).
Esa decreciente propensión al consumo es lo que inquietaba a Keynes de cara
al futuro. Se figuraba que, a medida que las economías
ahorraran una parte cada vez mayor de sus crecientes
ingresos, menor sería la proporción gastada en bienes y
servicios. De modo que el producto y el empleo no serían
capaces de mantenerse a la par, a menos que el gobierno
interviniera para cerrar el hiato.
El gasto en consumo está, en efecto, cayendo, pero no porque las economías
estén experimentando una tasa de ahorro neto más elevada.
La tasa de ahorro de los EEUU ha caído casi a cero, porque,
aun cuando el ahorro bruto sigue siendo alto (cerca de un
18%), el grueso del ahorro se presta y pasa a convertirse en
deuda de otros. El resultado es, entonces, de tablas para el
conjunto de la economía (18% de ahorro menos 18% de deuda
es igual a ahorro neto cero).
El problema es que los trabajadores y los consumidores se han ido endeudando
más y más, y ahorrando cada vez menos. Estamos, pues, en
el extremo opuesto al pronosticado por Keynes. Sólo el 10%
más rico de la población ahorra cada vez más,
generalmente en forma de préstamos al 90% situado más
abajo. Ahorrar menos, no obstante, va de la mano con
consumir menos, a causa de la renta extraída por el sector
financiero del flujo de la economía “real” (de los que
ganan un salario y gastan su ingreso en la compra de los
productos que producen) en forma de servicio de la deuda
contraída. El sector financiero extiende su tentáculo
alrededor de la economía de producción y consumo. Así que
la incapacidad de consumir es parte del problema de la
deuda. La base de la política monetaria hoy en todo el
mundo debería consistir en salvar a las economías de un
estrangulamiento dimanante del crecimiento exponencial de
los gastos de deuda.
La
apología bernankesca del capital financiero: las economías
parecen necesitar más deuda, no menos
Bernanke piensa que las “caídas de la demanda agregada” constituyeron
el factor dominante en la Gran Depresión (pág. IX, en la
cita de Steve Keen). Eso es verdad en cualquier desplome de
la actividad económica. En su interpretación, sin embargo,
la deuda parece no tener nada que ver con la caída del
gasto en los productos del trabajo. Adoptando una
perspectiva de banquero, opina que el problema más grave es
el de la demanda de acciones y de bienes raíces. Bernanke
promete no volver a dejar caer la demanda de activos (y por
lo tanto, los precios de los activos). Su antídoto pasa por
inundar con crédito la economía, como viene haciendo en
emulación de la política burbujera de Allan Greenspan.
El 10% más rico de la población lo que hace, en efecto, es ahorrar el
grueso de su dinero. Prestan sus ahorros –y crean nuevo crédito–
al 90% restante, o juegan con derivados financieros u otras
actividades de suma cero en las que sus ganancias (si las
tienen) hallan su contrapartida en las pérdidas de algún
otro. El sistema se mantiene en funcionamiento, no merced al
gasto público, al estilo keynesiano, sino a través de
creación nueva de crédito. Eso sostiene al consumo y, en
efecto, el préstamo para adquirir bienes raíces, acciones
o bonos permite a los prestatarios pujar al alza por los
precios, lo que posibilita a los propietarios conseguir
ulteriores préstamos respaldados en unos activos más y más
sobreapreciados. La economía se expande…, hasta que los
ingresos corrientes no bastan a cubrir los gastos dimanantes
de las deudas.
Eso trae consigo el desplome de la economía de la burbuja. La inflación de
precios de los activos da paso al derrumbe de los precios y
a la quiebra técnica (cuando el activo poseído llega a
valer menos que la deuda contraída para comprarlo) en el
sector inmobiliario, así como en buena parte de la deuda
financiera apalancada. Por eso culpa Bernanke a la Depresión
de la caída de precios. Cuando los precios de los bienes raíces
o de otros colaterales caen, ya no pueden seguir usándose
como colateral para seguir obteniendo préstamos a fin de
mantener en movimiento el flujo circular del préstamo y la
devolución de la deuda.
El flujo financiero circular es harto diferente del flujo circular estudiado
por Keynes (y por la Ley de Say), la circulación en la que
los trabajadores y sus empleadores gastaban,
respectivamente, salarios y beneficios en bienes de consumo
y de inversión. El flujo financiero circular se da entre
los bancos y sus clientes. Y ese flujo circular va hinchándose
a medida que detrae más y más gasto del flujo circular de
la economía “real” entre el ingreso y el gasto. El
capital financiero se expande en relación con el capital
industrial.
Unos precios más elevados en la economía “real” pueden ayudar a
mantener el flujo circular financiero, proporcionando a los
prestatarios más ingresos corrientes para pagar sus
hipotecas, sus préstamos estudiantiles y otras deudas.
Agarrado a eso, Bernanke interpreta la devaluación del dólar
practicada por Franklin D. Roosevelt como una medida
tendente a rehinchar los precios.
En nuestros días, sin embargo, un dólar a la baja haría más costosas las
importaciones (incluidas las materias primas, no menos que
los bienes de consumo). Eso significaría la estrangulación
del presupuesto de muchas familias, dada la creciente
dependencia de sus importaciones de una economía
norteamericana postindustrializada y financiarizada, Así
pues, la política favorecida por Bernanke pasa por
conseguir que los bancos vuelvan a prestar, no por que el
gobierno gaste más en diespendios de déficit o en
infraestructuras, servicios sociales u otros proyectos
relacionados con el pleno empleo. El gasto público aceptado
por Bernanke es el del rescate de los bancos, compañías de
seguros, empaquetadores de hipotecas y otras instituciones
de Wall Street, a fin de que puedan sostener los precios de
los activos y, por esa vía, salvar los balances financieros
de la economía, no sus niveles de empleo y de vida.
Así pues, en la perspectiva de Bernanke, la deuda no es el problema; es la
solución. Y eso es lo que hace tan peligrosa su confirmación
en el cargo.
La devaluación del dólar al estilo de Roosevelt hará más baratos para
los inversores globales extranjeros los bienes raíces, las
empresas y otros activos norteamericanos. Tendrá, pues, los
mismos efectos “positivos” (si es que puede llamarse un
efecto “positivo” a la construcción de viviendas y
edificios de oficinas más caros para los compradores) que
un aumento del volumen del crédito, y sin necesidad del
servicio de la deuda, a detraer de la economía. Es una política
similar a la de “estabilización” y a los programas de
austeridad propugnados por el FMI, que tanto daño causaron
en las pasadas décadas. Es la política que se quiere
imponer a los Estados Unidos. Y eso es también lo que hace
tan peligrosa la confirmación de Bernanke en el cargo.
El problema es una combinación de la peligrosamente ignorante interpretación
que Bernanke hace de la historia económica con la
perspectiva de banquero que determina su punto de vista: y
esa amalgama acaba de ser promovida para el cargo de
planificador central en el comité de la Reserva Federal. El
apoyo de Obama al nombramiento sugiere que la retórica que
le hemos venido oyendo recientemente a la Casa Blanca es
falsariamente populista. El presidente promete que esta vez
será diferente. Los cargos anteriormente nombrados por Bush
–Geithner, Bernanke y los ejecutivos prestados por
Goldman Sachs al Tesoro– estarán deseos de mantenerse
firmes ante Goldman Sachs y los otros banqueros. Y esta vez
los chicos de la era Clinton–Rubinomics no harán a la
economía de los EEUU lo que le hicieron a la economía de
la Unión Soviética.
Con una actitud así, no es extraño que los demócratas de Obama estén
regalando la carta populista anti–Wall Street a los
republicanos.
El
albatros de Bernanke
Bernanke pasa por alto el problema de que las deudas han de ser honradas, o
al menos mantenidas al día. Ese servicio de la deuda
deprime a la economía “real” no financiera. Pero el análisis
de la Fed se detiene precisamente en el umbral del crash. Es
una teoría sólo consiente en procesar “buenas
noticias” y que se limita a los buenos tiempos de la
burbuja en expansión y los compradores de vivienda tomando
más y más préstamos de los bancos para hacerse con ellas
(o, más precisamente, con los emplazamientos de las
mismas), que no paran de aumentar de precio. Eso fue, en
suma, la burbuja Greenspan–Bernanke.
No necesitamos remontarnos a la Gran Depresión de los años treinta. El Japón
posterior a 1990 es un buen ejemplo. Tras el estallido de su
burbuja, los precios del suelo bajaron ininterrumpidamente,
trimestre tras trimestre, durante 15 años. El Banco de Japón
hizo entonces lo que está haciendo ahora la Reserva
Federal. Rebajó los tipos de préstamo a menos del 1%. Los
bancos “lograron salir de la deuda” prestando a
especuladores internacionales que se servían de los préstamos
en yenes para, tras convertirlo en moneda extranjera,
comprar por doquiera activos que dieran mayores intereses
–los bonos islandeses pagaban el 15%– y embolsarse la
diferencia por el arbitraje.
Esa constante conversión, por parte del dinero especulativo, de yenes a
moneda extranjera mantuvo baja la tasa de cambio japonesa,
lo que ayudó a sus exportaciones. Análogamente en nuestros
días, la política de tipos bajos practicada por la Fed
lleva a los bancos norteamericanos a tomar prestado aquí
para darlo en préstamo a profesionales del arbitraje que
compran bonos de alto rendimiento u otros títulos
denominados en euros, libras esterlinas u otras monedas.
El problema del cambio de divisas extranjeras se plantea cuando esos préstamos
han de ser devueltos. En el caso japonés, cuando los
mercados financieros globales se desplomaron y los tipos
japoneses de interés comenzaron a subir en 2008, los
profesionales del arbitraje decidieron revertir su
actividad. Para devolver los yenes, tomaron préstamos de
los bancos japoneses, vendieron los bonos denominados en
euros o en dólares y compraron moneda japonesa. Eso obligó
a los japoneses a elevar la tasa de cambio del yen, lo que
trajo consigo la erosión de su competitividad exportadora y
el desjarretamiento de su economía. El Partido
Liberal–Democrático, inveteradamente en el poder, perdió
las elecciones cuando el desempleo se disparó.
En el caso de los EEUU de hoy, el régimen de tipos bajos impuesto a la Fed
por su presidente, Bernanke, ha levantado una ola de
comercio especulativo con divisas (carry trade) estimado en
1,5 billones de dólares. Los especuladores toman prestados
dólares a bajo interés y compran bonos de elevados
intereses denominados en moneda extranjera. Eso debilita la
tasa de cambio del dólar en relación con las monedas
extranjeras (cuyos bancos centrales ofrecen tipos superiores
de interés). El debilitamiento del dólar lleva los
gestores estadounidenses del dinero sacar más fondos de
inversión de nuestra economía buscando ganancias en
mercados de valores en las divisas extranjeras.
La perspectiva de un hundimiento de esa creación de crédito amenaza con
precipitar a los EEUU en una trampa de tipos de interés
bajos. El problema es que, en cuanto la Fed comenzara a
elevar los tipos (por ejemplo, para desacelerar la nueva
burbuja que Bernanke está tratando de hinchar), los
especuladores globales devolverían sus deudas en dólares.
En cuanto se ponga fin al comercio especulativo
estadounidense con divisas, el precio del dólar se disparará.
Eso es convierte en un sueño irrealizable la promesa de
Obama de doblar las exportaciones norteamericanas en cinco años.
Los consumidores norteamericanos se enfrentan a la perspectiva de un golpe
por partida triple. A medida que cae el dólar y las
importaciones resultan más caras, tienen que pagar precios
más altos por los bienes que compran. Y el gobierno
pretende gastar menos en el flujo circular de la economía a
causa del congelamiento por tres años del gasto público a
que ha procedido el presidente Obama para desacelerar los déficits
presupuestarios. Entretanto, los estados federados y las
ciudades están elevando los impuestos para equilibrar sus
presupuestos, menguados por la caída de ingresos fiscales.
Los consumidores, y en verdad la economía toda, tiene
endeudarse más profundamente todavía simplemente para
mantener el umbral de rentabilidad (o ver cómo se desploman
los niveles de vida).
Para Bernanke, la recuperación económica exige la resucitación de la
calma de Goldman Sachs, debidamente protegida por la Fed.
Los bancos prestarán más para mantener en crecimiento la
pirámide de la deuda, lo que posibilitará a los
consumidores, a las empresas y a los gobiernos locales
escapar a la contracción.
Todo eso enriquecerá a los bancos, siempre y cuando las deudas puedan
devolverse. Y si no, ¿volverá a rescatarlos una vez más
el gobierno? ¿O “será diferente” esta vez?
¿Se mantendrá precariamente a flote nuestra economía cuando con la
confirmación de Bernanke los ricos se hagan más ricos y
las familias norteamericanas se vean sometidas a una
creciente presión financiera, con ingresos decrecientes y
deudas crecientes? ¿O serán más ricos los norteamericanos
gracias a una nueva burbuja dimanante de la reinflación de
activos puesta por obra por la Fed?
El
camino hacia la servidumbre por deudas
La pasada semana, el Senador John Kerry, de Massachusetts, reconoció la
indignación de muchos norteamericanos con los rescates de
los grandes bancos: “Se comprende que haya un debate, que
se cuestione, incluso que haya un sentimiento de indignación”
con la confirmación de Bernanke. “Con todo”, añadió,
“fuera de eso que rayó en la calamidad, creo que el
presidente Bernanke ofreció un liderazgo que era urgente,
ágil, robusto y vital a la hora de evitarnos un desastre
todavía mayor”.
Desgraciadamente, lo que el Senador Kerry parece entender por “desastre”
son pérdidas para Wall Street. Comparte con Bernanke la
idea de que las ganancias dimanantes del incremento de los
precios de los activos son buena cosa para la economía
(porque permiten, por ejemplo, pagar jubilaciones con los
fondos de pensiones y construir “riqueza” para los
ahorradores norteamericanos.
Mientras que el equipo Bush–Obama espera rehinchar la economía, los 13
billones de dólares del rescate, gastados en el intento de
alimentar la destructiva burbuja, cobra la forma de la teoría
económica del derrame. No se ha manejado la deuda pública
al modo keynesiano, con gasto público, salvo en el pequeño
paquete de “estímulos”
para aumentar el empleo y el ingreso. Y no se han
proporcionado mejores servicios públicos. Se ha pretendido,
simplemente, hinchar los precios de los activos, o, por
decirlo más precisamente, prevenir su caída.
Esto es lo que significa la reconfirmación de Bernanke en el cargo: una política
concebida para aumentar el precio de la vivienda a crédito,
con el consiguiente incremento de la proporción de ingresos
del consumidor destinada a pagar a los banqueros como
servicio de la deuda hipotecaria.
Entretanto, el incremento de los precios de las acciones y los bonos
aumentará el precio de la compra de un ingreso de jubilación.
Un aumento del precio de las acciones significa menores
dividendos. Lo mismo vale para los bonos. Así pues, inundar
los mercados de capitales con crédito para empujar al alza
los precios de los activos mantiene bajo el rendimiento de
los activos de los fondos de pensiones, llevándolos al déficit.
Eso permite a los ejecutivos empresariales amenazar, al
estilo de General Motors, si los sindicatos no renegocian
sus contratos de pensiones con la bancarrota de sus planes
de pensiones o aun de toda la empresa. Y eso “libera”
todavía más dinero para que los ejecutivos financieros
paguen a acreedores situados en la cúspide de la pirámide
económica.
¿Cómo puede superarse esa polarización financiera? La solución
aparentemente obvia pasa por seleccionar administradores de
la Fed y del Tesoro que no procedan de las filas de los ideólogos
apoyados –en verdad, aplaudidos– por Wall Street. La
creación de una Agencia para Productos de Consumo
Financiero, por ejemplo, carecería por completo de sentido,
si fuera a manejarla un desregulador como Bernanke. Pero eso
es precisamente lo que él exige cuando declara que su
Reserva Federal debería ser la única instancia regulatoria,
con desprecio nulificatorio de los esfuerzos de otros en
caso de que otra agencia de un estado, alguna agencia
federal o algún comité del Congreso quisiera moverse para
proteger al consumidor contra el préstamo fraudulento, las
penalizaciones y los cargos extorsionadores y las tasas de
interés usureras.
La pugnaz oposición de Bernanke a las propuestas de agencias regulatorias
para proteger del préstamo predatorio a los consumidores
es, así pues, una segunda razón para no confirmarle. ¿Cómo
puede Obama hacer campaña en su favor y aceptar la propio
tiempo la agencia de protección del consumidor? Sin echar a
Bernanke y a Geithner, no parece importar mucho lo que diga
la ley. Los demócratas han aprendido de las
administraciones Bush y Reagan
que todo lo que tienes que hacer es nombrar a
desreguladores en posiciones clave, y lo que diga la ley
resulta irrelevante.
La
independencia de la Reserva Federal es un eufemismo para la
oligarquía financiera
Esto nos lleva a la tercera premisa aducida por los defensores de Bernanke:
la muy alabada independencia de la Reserva Federal. Se
supone que ella es una salvaguardia de la democracia. Pero
la Fed debería estar sometida a la democracia
representativa, ¡no ser independiente de ella! Lo correcto
es que formara parte del Tesoro, representando el interés
nacional, y no el de Wall Street.
Esto ha terminado por convertirse en un problema mayor del sistema político
bipartidista de los EEUU. Como el equipo Republicano, la
administración Obama también pone por delante el interés
financiero fundándose en la premisa de que la riqueza fluye
de las actividades crediticias, el marco temporal financiero
tiende a ser cortoplacista y económicamente corrosivo.
Apoya el crecimiento de los gastos de deuda a expensas de la
economía “real”, adoptando así una posición políticamente
hostil al mundo del trabajador, del consumidor y del deudor.
¿Y por qué narices debería ser independiente del proceso electoral lo que
constituye el sector más importante de las economías
modernas, el financiero?
Por encima y por debajo de la cuestión de la independencia, digámoslo
todo, está el problema de que el propio gobierno ha puesto
bajo el control del sector financiero. El Secretario del
Tesoro, el presidente de la Fed y otros administradores
financieros están, sobre todo, atentos al consejo y a la
anuencia de Wall Street. El poder de los lobbies dificulta
la defensa del interés público, como hemos tenido ocasión
de ver con Paulson y Geithner. Yo no creo que Obama o los
demócratas (por no hablar de los republicanos) estén para
nada prontos resolver este problema.
Ligada a la cuestión de la “independencia” hay una cuarta razón para
rechazar a Bernanke personalmente: el secretismo de la Fed,
que ha impedido la supervisión del Congreso, como se vio
emblemáticamente en su negativa a proporcionar a los
representantes los nombres de los destinatarios de las
decenas de miles de millones de dólares gastados por la Fed
en rescates bancarios y compra de títulos basura
¿Importa?
Ahora que todos los argumentos en contra de la reconfirmación de Bernanke
han sido rechazados, ¿qué significa de cara al futuro?
En el frente político, su persistencia en el cargo se ha invocado como una
prueba más de que los demócratas se preocupan más por los
banqueros que por las familias norteamericanas y los
trabajadores. Por consiguiente operará en un sentido que
habría parecido imposible hace sólo un año: permitirá a
los candidatos del GOP [Great Old Party, como se conoce al
Partido Republicano; T.] darse un aire a lo Roosevelt,
sabedores de la indignación de la cuitada clase media
trabajadora. No ofrece dudas: otra década de abyectos
yerros económicos del GOP volverían a hacer aparecer una
vez más a los proempresariales demócratas como una
alternativa. Y así sucesivamente…, hasta que hagamos
algo.
El problema no es solamente que Bernanke haya dejado de hacer aquello a lo
que la Carta de la Fed le obliga, y es a saber: promover el
empleo en un ambiente de precios estables. Los republicanos
–y algunos demócratas– recitan la letanía de los
abusos de Bernanke. La Fed podría haber elevado los tipos
de interés para desacelerar la burbuja. No lo hizo. Podría
haber frenado el fraude hipotecario. No lo hizo. Podría
haber protegido a los consumidores limitando los tipos de
las tarjetas de crédito. No lo hizo.
Para Bernanke, el actual sistema financiero (o más exactamente, el gasto en
deuda) ha de salvarse, a fin de que prosiga la redistribución
hacia arriba de la riqueza. El Servicio de Investigación
del Congreso ha calculado que entre 1979 y 2003 el ingreso
dimanante de la riqueza (rentas, dividendos, intereses y
ganancias de capital) para el 1% más rico de la población
se disparó del 37,8% al 57,5%. Esas rentas les han sido
expropiadas a unos asalariados norteamericanos empujados al
molturador de la deuda por unos salarios estancados.
Entretanto, el gobierno está permitiendo que las grandes empresas privadas
levanten puestos de peajes por todo el país, y encima,
desgravándoles los beneficios para que puedan
capitalizarlos en forma de riqueza financiera y limitarse a
pagar un 15% de impuestos sobre las ganancias de capital.
Impuestos que se pagan, no a medida que crecen esas
ganancias, sino sólo cuando las realizan. Y el impuesto ni
siquiera ha de pagarse, ¡si la recaudación por ventas de
esos activos se reinvierte! Así pues, la política
financiera y la política fiscal vienen a reforzarse
mutuamente de modo tal, que la economía se polariza entre
el sector financiero y la economía “real”.
(*) Michael Hudson es ex economista de Wall Street especializado en balanza
de pagos y bienes inmobiliarios en el Chase Manhattan Bank
(ahora JPMorgan Chase & Co.), Arthur Anderson y después
en el Hudson Institute. En 1990 colaboró en el
establecimiento del primer fondo soberano de deuda del mundo
para Scudder Stevens & Clark. El Dr. Hudson fue asesor
económico en jefe de Dennis Kucinich en la reciente campaña
primaria presidencial demócrata y ha asesorado a los
gobiernos de los EEUU, Canadá, México y Letonia, así como
al Instituto de Naciones Unidas para la Formación y la
Investigación. Distinguido profesor investigador en la
Universidad de Missouri de la ciudad de Kansas, es autor de
numerosos libros, entre ellos Super Imperialism: The
Economic Strategy of American Empire.