El 21 de enero de 2010 quedará registrado como un día oscuro en la
historia de la democracia de Estados Unidos y su declive.
Ese día, la Corte Suprema dictaminó que el Gobierno no
puede prohibir que las compañías hagan aportaciones económicas
en las elecciones.
La decisión afecta profundamente a la política gubernamental, tanto en el
plano interno como en el internacional, y anuncia incluso
mayores conquistas de las corporaciones sobre el sistema político
de EEUU. Para los editores de The New York Times, el fallo
"golpea el corazón mismo de la democracia" al
haber "facilitado el camino para que las corporaciones
empleen sus vastos tesoros para inundar [con dinero] las
elecciones e intimidar a los funcionarios elegidos para que
obedezcan sus dictados".
La Corte estuvo dividida, cinco contra cuatro. A los cuatro jueces
reaccionarios (engañosamente llamados conservadores), se
les sumó el magistrado Anthony M. Kennedy. El magistrado
presidente, John G. Roberts Jr., tomó un caso que se podía
haber resuelto fácilmente sobre bases más limitadas y
maniobró en la Corte con el fin de hacer aprobar un
dictamen de gran alcance que revierte un siglo de
restricciones a las contribuciones de las empresas en las
campañas federales.
Ahora, los gerentes de las compañías podrán, de hecho, comprar
directamente comicios, eludiendo vías indirectas más
complejas. Es bien sabido que las contribuciones
empresariales, en ocasiones envueltas en paquetes complejos,
pueden inclinar la balanza en las elecciones y, así,
dirigir la política. La Corte acaba de entregar mucho más
poder a ese pequeño sector de la población que domina la
economía.
La Teoría de inversiones de política, del economista político Thomas
Ferguson, ha constituido durante mucho tiempo un exitoso
pronóstico de la política gubernamental. La teoría
interpreta las elecciones como ocasiones en las que
segmentos del poder del sector privado se unen para invertir
en el control del Estado. La decisión del 21 de enero
refuerza los medios para socavar la democracia funcional.
El trasfondo es revelador. En su disensión, el juez John Paul Stevens
admitió que "desde hace tiempo se ha sostenido que las
corporaciones están amparadas por la Primera Enmienda [la
garantía constitucional de la libertad de expresión, que
incluye el derecho a apoyar a candidatos políticos]".
A principios del siglo XX, teóricos legales y tribunales implementaron un
fallo de la Corte de 1886 mediante el cual las corporaciones
–esas "entidades colectivistas legales"– debían
tener los mismos derechos que las personas de carne y hueso.
Este ataque al liberalismo clásico fue condenado con
rotundidad por la especie en extinción de los
conservadores. Christopher G. Tiedeman describió el
principio como "una amenaza a la libertad del individuo
y a la estabilidad de los estados americanos como gobiernos
populares".
En su trabajo de historia sobre la ley, Morton Horwitz escribe que el
concepto de personalidad corporativa evolucionó a la par
que el desplazamiento del poder de los accionistas hacia los
gerentes y, finalmente, condujo a la doctrina de que
"los poderes de la mesa directiva son idénticos a los
poderes de la corporación". En años posteriores, los
derechos corporativos se expandieron mucho más allá que
los de las personas, particularmente mediante los mal
llamados "acuerdos de libre comercio". Bajo esos
acuerdos, por ejemplo, si General Motors establece una
planta en México, puede exigir ser tratada igual que una
empresa mexicana (trato nacional), a diferencia de un
mexicano de carne y hueso que pretendiera en Nueva York un
trato nacional o, incluso, los mínimos derechos humanos.
Rivales
del gobierno
Hace un siglo, Woodrow Wilson, en aquel entonces un académico, describió
un Estados Unidos en el que "grupos comparativamente
pequeños de hombres", gerentes corporativos,
"ejercen un poder y control sobre la riqueza y las
operaciones de negocios del país", convirtiéndose en
"rivales del propio Gobierno". En realidad, esos
grupos pequeños se han convertido cada vez más en los amos
del Gobierno. La Corte Suprema les da ahora un alcance aún
mayor.
El fallo de 21 de enero llegó tres días después de otra victoria para la
riqueza y el poder: la elección del candidato republicano
Scott Brown para reemplazar al finado senador Edward M.
Kennedy, el león liberal de Massachusetts.
La elección de Brown fue presentada como una "rebelión
populista" contra los elitistas liberales que manejan
el Gobierno. Los datos de la votación revelan una historia
diferente. Una asistencia alta de votantes de los suburbios
ricos y baja en las áreas urbanas demócratas contribuyeron
a la victoria de Brown. "Un 55% de los votantes
republicanos dijo estar muy interesado en la elección, en
comparación con un 38% de los demócratas", según la
encuesta de The Wall Street Journal/NBC. De manera que los
resultados fueron, en realidad, una revuelta contra las políticas
del presidente Obama: para los ricos, no estaba haciendo lo
suficiente para enriquecerlos aún más, en tanto que para
los sectores pobres estaba haciendo demasiado en favor de
los poderosos.
La ira popular es perfectamente comprensible, dado que los bancos están
prosperando gracias a los rescates, mientras que el
desempleo se ha elevado al 10%. En el sector de la
manufactura, uno de cada seis está sin trabajo: un
desempleo en el nivel de la Gran Depresión. Con la
financialización creciente de la economía y el desplome en
la industria productiva, las perspectivas de recuperar los
tipos de empleo que se perdieron son sombrías.
La
salud pública
Brown se presentó como el voto 41 contra el programa de salud pública;
esto es, el voto que podría socavar el dominio demócrata
en el Senado de EEUU.
El programa de atención médica de Obama fue, en efecto, un factor en la
elección de Massachusetts. Los titulares están en lo
correcto cuando informan de que el público se está
volviendo contra el programa. Las cifras de la encuesta
explican por qué: porque la iniciativa no llega lo
suficientemente lejos. El sondeo de The Wall Street Journal/NBC
reveló que la mayoría de los votantes desaprueba el manejo
del sistema de salud tanto por los republicanos como por
Obama.
Estas cifras están en la línea de otras encuestas nacionales recientes. La
opción pública de la salud es apoyada por el 56% de los
encuestados y el acceso a Medicare a los 55 años de edad,
por el 64%; pero ambas iniciativas fueron abandonadas. Un
85% opina que el Gobierno debería tener el derecho de
negociar los precios de los medicamentos, como en otros países;
sin embargo, Obama garantizó a las grandes industrias
farmacéuticas que no elegirá esa opción.
Amplias mayorías de ciudadanos están a favor del recorte de costes, lo que
tiene sentido: el coste per cápita en EEUU por atención médica
es aproximadamente el doble que en otros países
industrializados y los resultados en términos de salud están
en el extremo inferior.
Pero el recorte no puede ser emprendido seriamente cuando se trata con gran
generosidad a las compañías farmacéuticas y el sistema de
salud está en manos de aseguradores privados prácticamente
sin regulación –un sistema costoso, peculiar de EEUU–.
El fallo del 21 de enero eleva nuevas e importantes barreras para superar la
grave crisis del cuidado de la salud o para afrontar asuntos
tan críticos como las inminentes crisis ambiental y energética.
La brecha entre la opinión pública y la política pública
es cada vez mayor. Y el daño a la democracia estadounidense
es tan grande que difícilmente se puede exagerar.
(*) Noam Chomsky es profesor emérito de lingüística en el Instituto de
Tecnología de Massachussets en Cambridge y autor del libro
“Imperial Ambitions: Conversations on the Post–9/11
World”.