En
1976, la Corte Suprema de los Estados Unidos decidió, en el
caso Buckley v. Valeo, que los gastos de dinero constituyen
un tipo de expresión protegido por la Primera Enmienda. Las
implicaciones de este caso llegaron a un final absurdo y
desafortunado con la decisión del 21 de enero de 2010, en
el caso Citizens United v. Federal Election Commission.
Mientras Buckley permitió que las personas gasten de manera
ilimitada en procura de fines políticos, Citizens United
reconoce este mismo privilegio a las corporaciones, e
incluso algo más.
Es
un momento extraño en el derecho. Por un lado, las
corporaciones restringen con frecuencia la expresión de sus
empleados o de otra gente bajo su órbita: qué vestimenta
pueden vestir, qué leyendas pueden contener sus camisetas,
o qué mensajes políticos pueden colocar en los carteles de
sus cubículos. Por otro lado, la entidad inanimada que es
una corporación se beneficiará ahora con una serie de
ventajas derivadas de la Primera Enmienda. Estas ventajas no
están limitadas por principios basados en el debate o la
sustancia, sino sólo por el tamaño de su capital al poner
en funcionamiento el dispositivo tecnológico que tenga la
mayor chance de barrer a todo el resto.
Por
ende, las preguntas que surgen es por qué la “libertad”
(como la de discurso) se ha vuelto el equivalente funcional
del “gasto” (como el de dinero) y por qué, para
empezar, las corporaciones son consideradas “personas”.
En
primer lugar, la decisión en el caso Buckley ha sido
siempre controversial, aunque hasta ahora ha sido
interpretada como permitiendo los gastos como una sub–categoría
del poder expresivo de las personas físicas exclusivamente.
No es sólo que una empresa sea no humana. Es simplemente
propiedad. Una corporación no tiene un periodo normal de
vida, no vota y muchas de ellas son incluso multinacionales.
Las corporaciones, incluso las organizaciones sin fines de
lucro, se basan necesariamente en la exclusión, en el
sentido de que su propia existencia gira en torno a cálculos
presupuestarios, ataques de poder competitivos, el mercadeo
y la auto–promoción. Una corporación está obligada por
sus estatutos a promover el propósito allí designado y
ningún otro. No cambia de opinión (su mente es
inexistente), no responde con compasión ni siente empatía.
Por ende, la “ciudadanía corporativa” sobre la que la
mayoría en Citizens United vocifera tan livianamente es una
bestia bastante diferente de la ciudadanía fundada en una
constitución de individuos con derecho al voto [franchised],
basada en un electorado de espíritus unidos en alianza
alrededor de un ideal de comunidad, un igualitarismo social,
la protección mutua de una nación.
En
segundo lugar, quisiera decir unas palabras sobre la
historia de las “personas” jurídicas: por más de cien
años, a ciertas entidades inanimadas se les ha reconocido
el estatus de persona ficta para ciertos propósitos
limitados. El concepto nació de la necesidad de las
empresas de negociar en el mercado, pero de poder al mismo
tiempo ser hechas responsables. Cuando, por ejemplo, una
compañía fabrica un producto deficiente y se lo vende,
usted puede iniciar acciones legales contra la compañía, y
no contra los ejecutivos individuales o sus empleados (salvo
que haya existido algún acto de incorrección extrema de su
parte). En otras palabras, la compañía es una especie de
sustituto jurídico de una persona, y ese estatus se basa en
intereses relacionados con la eficiencia del derecho de
contratos y de propiedad.
Se
requiere la mente más simplista o el estado mental más cínico
para concluir, a partir de esta base, que las corporaciones
deberían gozar del mismo conjunto de derechos civiles y con
fundamento en la dignidad que la gente real, completamente
dotada (como en “Nosotros, el…”). La decisión en
Citizens United incurre en una petición de principio: ¿para
quién es nuestra Declaración de Derechos? ¿Es una
corporación realmente un “quién” o un “de quién?”
Si el concepto de “persona” pública es lo
suficientemente amplio como para involucrar una pluralidad
“corporativa” privatizada, ¿no sucede entonces que unos
feudos de propiedad apiñados detrás de una fachada de
republicanismo “libre” terminan reduciendo el ideal de
“Nosotros, el pueblo”? Si, alguna vez, la concesión del
derecho al voto fue calculada de acuerdo a una métrica tan
degradante como “tres quintos de una persona”, ¿no
confiere esta decisión una desproporción matemática
similar, aunque magnificada, sobre las prótesis
organizacionales que conocemos como corporaciones?
En
1935, el gran realista legal Felix S. Cohen escribió un artículo
maravillosamente esclarecedor, titulado “Transcendental
Nonsense” [“Sinsentido Trascendental”], en el que
desacreditó (al menos para su generación) la noción de
que las corporaciones son personas. Cohen desafió el
razonamiento de la Corte de Apelaciones de New York cuando
el tribunal formuló la pregunta “¿dónde está la
corporación?”, en una decisión sobre el lugar apropiado
para una demanda legal radicada en el estado de New York
contra la Susquehanna Coal Company (una compañía minera de
Pennsylvania). "Nadie ha visto nunca a una corporación",
señaló Cohen. "¿Qué derecho tenemos a creer en las
corporaciones si no creemos en los ángeles? Ciertamente,
algunos de nosotros hemos visto fondos corporativos,
transacciones corporativas, etc. (del mismo modo en que
algunos hemos visto hechos angelicales, expresiones
angelicales, etc.) Pero esto no nos da derecho a… suponer
que una corporación viaja de estado a estado como viajan
las personas mortales”.
Cohen
denunció un pensamiento semejante como “sobrenatural”.
Recordó a los juristas que una corporación no tiene
realmente un cuerpo con una sola cabeza fija; que puede
tener un cuerpo de empleados en varios estados simultáneamente.
Y agregó: “Cuando las ficciones y metáforas vívidas de
la doctrina jurídica tradicional se piensan como razones
para las decisiones, en vez de como dispositivos poéticos o
mnemónicos para formular decisiones a las que se arriba por
medio de otros fundamentos, entonces el autor de la opinión
o argumento, tanto como su lector, está destinado a olvidar
las fuerzas sociales que moldean el derecho y los ideales
sociales por medio de los cuales el derecho debe ser
juzgado”.
En
Citizens United, la Corte Roberts desplegó un dispositivo
poético delirante de este tipo: "prosopopoeia", o
una figura discursiva que confiere a una entidad abstracta
el poder del discurso. Los señores Snap, Crackle y Pop, por
ejemplo [Una serie de mascotas de la marca de cereales
Kellogg’s]. El señor Gecko Geico [Gecko es la mascota de
la empresa de seguros Geico]. Dotar de los atributos
constructivos del discurso a tales figuraciones es una
empresa imaginativa común de la mente humana. Pero la
transferencia de tal poder expresivo siempre está guiada
por, y debe ser reconocida como, una ficción al servicio de
fines no imaginarios muy específicos. Cuando no exista tal
base en el propósito práctico, estaremos humanizando un Gólem.
Pensaremos que el Sr. Limpio [Mr. Clean, una marca de
productos de limpieza] se dirige a nosotros en tiempo real.
Alucinaremos.
(*)
Patricia J. Williams, profesora de derecho en la Universidad
de Columbia y miembro del Colegio de Abogados del estado de
California, escribe la columna "Diary of a Mad Law
Professor" [“Diario de una profesora de derecho
loca.”] Sus libros incluyen
“The Rooster's Egg” (1995), “Seeing a Color–Blind
Future: The Paradox of Race” (1997) y, más recientemente,
“Open House: On Family Food, Friends, Piano Lessons and
The Search for a Room of My Own” (Farrar Straus and Giroux,
2004.)