La
sociedad norteamericana está enferma, en un sentido metafórico,
por muchas razones. Hace más de tres décadas que paso
algunos meses por año en los Estados Unidos y he podido
observar una progresiva acumulación de “enfermedades”,
pero no es sobre ellas que quiero escribir hoy. Quiero
escribir sobre la enfermedad en un sentido literal, a propósito
de la reforma del sistema de salud que acaba de ser aprobada
por el Congreso norteamericano.
Las
lecciones de esta reforma para otros países son evidentes.
Los EE.UU. son el único país del mundo desarrollado en que
la salud fue transformada en una mercancía y su provisión
entregada al mercado privado de las aseguradoras y las
empresas de servicios médicos. Los resultados son
escalofriantes.
En
salud gastan anualmente dos veces más que cualquier otro país
desarrollado y, pese a eso, 49 millones de ciudadanos no
tienen ningún seguro de salud y, por esa carencia, 45 mil
personas mueren cada año. Además, a cada paso surgen
noticias aterradoras de personas con graves enfermedades a
quienes las aseguradoras les cancelan sus coberturas, les
rechazan el pago de tratamientos que podrían salvar sus
vidas o les niegan la cobertura al conocer sus
“condiciones preexistentes”, es decir, sus enfermedades
crónicas o la probabilidad de que en el futuro necesiten
tratamientos muy costosos.
La
perversidad del sistema radica en que las ganancias de las
aseguradoras de salud son tanto mayores cuanta más gente de
clase media–baja o trabajadores de pequeñas y medianas
empresas son excluidos, es decir, sectores sociales que no
pueden soportar los constantes aumentos de las cuotas, que
no tienen nada que ver con la inflación. En medio de una
grave crisis económica y con altas tasas de desempleo, la
aseguradora Anthem Blue Cross –que el año pasado declaró
un aumento del 56 por ciento en sus ganancias– anunció
hace semanas un incremento del 39 por ciento de las cuotas
en California, lo que provocaría la pérdida de cobertura
para 800 mil personas. La medida fue considerada criminal y
escandalosa por algunos miembros del Congreso
norteamericano.
Por
todas estas razones, hay consenso en los EE.UU. de que es
necesario reformar el sistema de salud, y ésa fue una de
las promesas centrales de la campaña de Barack Obama. Su
propuesta se basaba en dos medidas principales: crear un
sistema público, financiado por el Estado, que, aunque
residual, diera una opción a quienes no pueden pagar las
coberturas privadas; y regular el sector de modo que los
aumentos de las cuotas no pudieran ser decididos
unilateralmente por las aseguradoras. El proyecto de ley se
tramitó en el Congreso durante un año y acaba de ser
aprobado. Pero no contiene ninguna de las propuestas
iniciales de Obama. Por la simple razón de que el lobby de
las aseguradoras gastó 300 millones de euros para pagar a
los legisladores encargados de elaborar la ley (para sus
campañas, para sus iniciativas públicas y, finalmente,
para sus bolsillos). Hay seis lobbistas del área de salud
registrados por cada miembro del Congreso.
Lobby
es la forma legal de lo que en el resto del mundo se llama
corrupción. El proyecto quedó tan desfigurado que muchos
sectores progresistas (es decir, sectores un poco menos
conservadores) piensan que hubiera sido mejor no promulgar
la ley. Entre otras cosas, la ley “entrega” a las
aseguradoras cerca de 30 millones de nuevos clientes sin
ningún control sobre el monto de las cuotas. La razón por
la que el Partido Demócrata quiso promulgar la ley no es
una razón de política pública de salud. Es una razón política
tout court: crear en la opinión pública la idea de que la
promulgación de la ley es una victoria del presidente Obama
y que eso ayudará a su reelección en 2012. Los EE.UU. están
enfermos porque la democracia norteamericana está enferma.
¿Cuáles
son las lecciones para otros países? Primero, es un crimen
social transformar la salud en mercancía. Segundo, una vez
que dominan el mercado, las aseguradoras muestran una
irresponsabilidad social aterradora. Son responsables ante
sus accionistas, no ante los ciudadanos. Tercero, tienen
armas poderosas para dominar a los gobiernos y la opinión pública.
Dependiendo de los países, o impiden la creación de un
sistema público de salud por temor a que les haga
competencia u organizan campañas contra el sistema público
existente hasta quitarle lo que queda de las clases medias,
más sensibles a la falta de calidad. Nunca llegan al punto
de eliminarlo pues, de otro modo, dejarían de tener el
“tacho de basura” donde tirar a los enfermos que
rechazan (porque no pueden pagar los aumentos de las cuotas,
porque necesitan cuidados continuos o dispendiosos).
En
los casos en que hay sistemas públicos confiables, una de
las tácticas es contraponer la eficiencia privada a la
ineficiencia pública, las pérdidas de los hospitales públicos
contra las ganancias de los privados. Parten de la suposición
de que la opinión pública no se dará cuenta de sus
criterios de selección de los enfermos y de que, por lo
tanto, las pérdidas de los hospitales públicos, por más
eficientes que sean, serán cada vez más la causa de las
ganancias de los hospitales privados.
(*)
Doctor en Sociología del Derecho.