Una concentración celebrada
en 1773 en el Faneuil Hall de Boston, en donde miles de personas se
congregaron para protestar contra un nuevo impuesto colonial británico que
gravaba el té, terminó convirtiéndose en un acontecimiento con una fuerte
carga simbólica en la prehistoria de la Revolución Americana. Algunos de los
manifestantes –que se llamaban a sí mismos “Hijos de la Libertad”–
abandonaron el lugar de reunión, subieron a bordo del Darmouth, un barco
cargado de té, y lanzaron toda su mercancía por la borda.
Uno de los rasgos más
chocantes de ese Tea Party [Partido del té] bostoniano, en el que se inspiran
los populistas del actual Tea Party, era el de que aquellos antiguos
partisanos iban vestidos con ropajes de mohicanos, descargaban su ira lanzando
gritos de guerra indios y empuñaban hachas con la que abrían las sacas de té.
Esta mascarada consistió en un compendio de hechos que reflejan la
ambivalencia fundamental que siempre ha caracterizado el auge de los
populismos. Al fin y al cabo, del mismo modo que en los Estados Unidos de
finales del siglo XVIII los indios ya podían ser vistos como un símbolo de
pueblo oprimido y ser instrumentalizados por otros que creían encontrarse en
una situación parecida, no deja de ser cierto que los ascendientes de
aquellos patriotas bostonianos habían tratado de exterminar por todos los
medios una considerable proporción de la población de nativos indios
americanos para su propio enriquecimiento.
El actual movimiento del Tea
Party, como la mayoría de sus antecesores “populistas”, es un amasijo de
contradicciones, una desconcertante red de emociones, ideas e instituciones
políticas entrecruzadas. Sin embargo, lo que conecta vigorosamente a
los miembros actuales con aquéllos que se atrincheraron en el puerto de
Boston es un fuerte sentido de rebeldía ante la injusticia a la que se creen
sometidos: “No me pisotees”.
A pesar de que los
movimientos populistas han tenido en común el tratar de resistir ante las
imposiciones de poderosas fuerzas externas –el anti–elitismo había sido
algo axiomático para este tipo de movimientos insurgentes–, entre ellos han
diferido enormemente sobre la etiología de las fuerzas que les amenazaban y
sobre qué era necesario hacer para liberar a la gente de su yugo. Aquí puede
ser interesante recordar que, por ejemplo, en el año 1973 hubo una invocación
al Tea Party de Boston en una concentración popular a bordo de una réplica
del Darmouth; se trató de una manifestación para pedir la destitución del
entonces presidente Richard Nixon.
De los Know–Nothings
al People’s Party
En toda la historia de
Estados Unidos el instinto populista, hoy redivivo en el movimiento del Tea
Party, ha oscilado entre un deseo de transformación, y por tanto de creación
de un nuevo orden de cosas, y un deseo de restauración de un viejo orden
deseado (o soñado) durante largo tiempo.
Antes de la Guerra Civil, una
de los movimientos que aunó ambos impulsos fue el coloquialmente apodado
“Know–Nothings” (cuya apelación ignorante no tenía que ver con ningún
tipo de anti–intelectualismo, sino con que sus miembros llevaban a cabo sus
actividades deliberadamente en secreto; por eso, en caso de que alguien les
preguntara algo, tenían instrucciones de responder: “I know nothing”
[“No sé nada”]. El know–nothing–ismo reflejaba el deseo de avanzar y
retroceder al mismo tiempo. Durante las décadas de 1840 y 1850 estuvo
presente en gran parte del país, tanto en el norte como en el sur. Existieron
los caramelos “know–nothing”, los mondadientes “know–nothing” y
las diligencias “know–nothing”.
En poco tiempo, el movimiento
evolucionó hasta convertirse en un partido político nacional, el American
Party, que atrajo a pequeños granjeros, modestos hombres de negocios y gente
trabajadora. Su atractivo era doble. El partido se oponía ferozmente a la
inmigración católica irlandesa y alemana que entraba en los Estados Unidos
(también a que hubiera trabajadores inmigrantes chinos y chilenos en los
campos de oro de California). Sin embargo, en el norte también denunciaba la
esclavitud. Como piezas integrantes de un mismo programa político, lo cierto
es que nativismo y anti–esclavismo podían parecer una extraña pareja, pero
para los seguidores del partido era algo perfectamente compatible. Tal como lo
veían los “know–nothings”, tanto el Papado como la elite de
propietarios de plantaciones esclavistas del sur conspiraban para socavar la
posibilidad de que existiera una sociedad democrática de hombres sin dueño
al que servir.
Piénsese que el pensamiento
conspirativo ha estado profundamente arraigado en los movimientos populistas
estadounidenses (como ocurre hoy con el Tea Party). En la vida política de
los Estados Unidos del siglo XIX era común la sospecha de supuestos complots
urdidos por jerarcas vaticanos. En el norte, una oleada de crímenes y el
aumento del “auxilio a los pobres” y de otras formas de dependencia
–incluido el trabajo asalariado, que acompañó la llegada de un torrente de
inmigrantes católicos empobrecidos– pareció amenazar la promesa
estadounidense de una sociedad de individuos libres, iguales y seguros de sí
mismos (algo supuestamente nocivo para la elite sacerdotal de la iglesia católica).
En el sur esclavista, donde se consideraba que la clase dominante trabajaba a
destajo para subvertir la Constitución, siempre se suponía que estaban en
marcha todo tipo de maquinaciones conspirativas. Pero a mediados de la década
de 1850, muchos de los “know–nothings” del norte habían transitado hacía
el Partido Republicano, que combinaba su hostilidad contra la esclavitud con
una forma templada de anti–catolicismo.
El populismo con “P” mayúscula,
la gran insurgencia económica y política del último tercio del siglo XIX
que cubrió los Estados Unidos rurales desde el sur algodonero hasta las montañas
rocosas occidentales pasando por las grandes llanuras cerealistas, mostraría
su característica y distintiva ambivalencia. El People’s Party [Partido del
Pueblo] acusó al capitalismo corporativo y financiero de estar destruyendo
los medios de supervivencia y las vidas de granjeros y artesanos
independientes. También combatió a las grandes empresas por subvertir los
fundamentos de la democracia por haber secuestrado las tres ramas del poder público
y haberlas transformado en instrumentos coercitivos al servicio de una nueva
plutocracia. Algunas veces los populistas atribuyeron lo que ellos llamaban
“contrarrevolución” estadounidense a las tramas conspirativas del “gran
pez raya de Wall Street”, sospechoso de aliarse con la elite británica para
deshacer la Revolución Americana.
Sin embargo, los remedios que
proponían no eran precisamente los de los luditas. Bien al contrario,
anticiparon muchas de las reformas fundamentales del siglo siguiente,
incluidos los subsidios públicos a los agricultores, los impuestos
progresivos sobre los ingresos, la elección directa del Senado, la jornada de
ocho horas, e incluso la propiedad pública de los ferrocarriles e
infraestructuras públicas. Como movimiento trágico de los desposeídos, los
populistas anhelaban restaurar una sociedad de productores independientes, un
mundo sin proletariado y sin trusts empresariales. También imaginaron algo
nuevo y transformador, una “comunidad cooperativa” que escapara de la
competitividad y la explotación brutales del capitalismo de libre mercado.
Las
grandes llanuras del resentimiento
Durante las siguientes cuatro
décadas, el populismo continuó poniendo énfasis en su lucha contra el
capitalismo corporativo y persistió en su resentimiento contra los foráneos
poderosos, así como en su afición realizar atribuciones sobre la autoría de
supuestas conspiraciones. Sin embargo, durante la década de 1930 la ubicación
de la Central Conspiradora empezó a desplazarse desde Wall Street y la City
londinense a Moscú (e incluso al Washington del New Deal). El anticomunismo añadió
un nuevo ingrediente a una política estadounidense ya enturbiada por el miedo
y la paranoia, un elemento tóxico que actualmente inflama la imaginación del
Tea Party dos décadas después de la caída del muro de Berlín.
Durante la campaña
presidencial de 1936, en medio de la Gran Depresión, tres movimientos
populistas –los clubes “Share Our Wealth” [“compartir nuestra
riqueza”] del senador de Luisiana Huey Long, la Union for Social Justice
[Unión por la Justicia Social], dirigida por el carismático “sacerdote
radiofónico” Charles E. Coughlin, y la campaña de Francis Townsend en
favor de las pensiones públicas para los ancianos– se coaligaron, aunque
brevemente y no sin dificultades, para formar el Union Party. Concurrieron
desde la izquierda contra el presidente Franklin Roosevelt, y designaron como
candidato presidencial al congresista de Dakota del Norte William Lemke,
antiguo portavoz de granjeros radicales (el candidato a vicepresidente era un
abogado laboralista de Boston).
El Union Party expresó una
amplia insatisfacción con respecto al fracaso del New Deal de Roosevelt en
punto a mitigar la angustia económica y la injusticia. El senador Long, el último
de una nutrida saga de populistas demagogos sureños, había estado
menospreciando el poder de los barones terratenientes y las grandes petroleras
desde sus días como gobernador de Luisiana. Su plan “Share Our Wealth”
reclamaba pensiones y educación públicas para todos, así como impuestos
confiscatorios sobre ingresos superiores a un millón de dólares, un salario
mínimo y proyectos de obra pública que dieran trabajo a los desempleados. El
plan de Townsend estaba diseñado para solucionar el desempleo y las penurias
de las personas mayores de 60 años mediante pensiones públicas mensuales de
200 dólares, financiadas con impuestos sobre la actividad empresarial.
Coughlin, un antiguo partidario de Roosevelt, arrojó toda su artillería
contra el capitalismo financiero, lanzando todo tipo de invectivas contra su
“parasitismo” usurero contrario a los valores cristianos.
Pero Long, y muy
particularmente Coughlin, se afanaban en distinguir su forma de radicalismo
del colectivismo y ateísmo de la amenaza “roja”. El padre Coughlin expresó
su apoyo a los sindicatos y a un salario justo. Sin embargo, era un implacable
enemigo del sindicato izquierdista de trabajadores del sector automovilístico
(United Automobile Workers), y no tuvo empacho en condenar las huelgas de
brazos caídos que se propagaron como el fuego en una pradera tras la
aplastante victoria de Roosevelt en la campaña presidencial de 1936, cuando
trabajadores de todo el país ocuparon desde plantas de montaje de automóviles
hasta supermercados reclamando el reconocimiento de los derechos sindicales.
De hecho, en sus alocuciones
radiofónicas y en su periódico, Social Justice, el sacerdote despotricaba
contra una incongrua conspiración de bolcheviques y banqueros para traicionar
a Estados Unidos. Más adelante añadiría unas gotas de antisemitismo a sus
advertencias sobre el contubernio de Wall Street. Su creciente simpatía por
el nazismo no era del todo sorprendente. Al fin y al cabo, el fascismo echó
raíces como una versión europea de populismo que canalizó el descontento de
la etapa posterior a la Primera Guerra mundial, caracterizado por un hastío
contra el egoísmo y la incompetencia de las elites cosmopolitas gobernantes,
un virulento nacionalismo racial y un odio hacia los banqueros, y
particularmente hacia los bolcheviques.
Los seguidores de Long y
Coughlin rechazaban de plano las grandes empresas y la existencia de un sector
público demasiado potente, aun cuando el voluminoso sector público era el
que controlaba –respaldándolas– las grandes empresas. Para ellos, el
“No me pisotees” significaba una defensa de las economías locales, de los
códigos morales tradicionales y de los estilos de vida establecidos que
resultaban seria y crecientemente perjudicados por las corporaciones de
alcance nacional, así como por las burocracias estatales que empezaron a
proliferar bajo el New Deal. La oratoria de campaña del Union Party estaba
repleta de referencias al “hombre olvidado”, una imagen que anteriormente
había invocado Roosevelt para referirse a los trabajadores pobres.
Al cabo de los años,
resurgieron imágenes parecidas durante la confusa época de finales de la década
de 1960, cuando Nixon apeló a la “mayoría silenciosa” del
“estadounidense medio”; y, más recientemente, ha aparecido a través del
mensaje victimista sobre los excluidos del Tea Party. El populismo del
“hombre olvidado” canalizó la airada política de resentimiento de los
estadounidenses que vivían en una situación de precariedad contra los
bloques de poder organizados de la sociedad industrial moderna: las grandes
empresas, los grandes sindicatos y un sector público fuerte.
Raza,
resentimiento y auge del populismo conservador
Durante el último medio
siglo, el populismo ha virado claramente hacia la derecha, tornándose cada
vez más restauracionista y menos transformador, cada vez más anti–colectivista
y menos anti–capitalista. Los asuntos que en el populismo de antaño eran
considerados secundarios –ortodoxia religiosa, chovinismo nacional,
xenofobia y la política del miedo y la paranoia– hoy se han convertido en
los temas fundamentales. En términos muy generales, las actitudes insurgentes
de la década de 1960 de Barry Goldwater y George Wallace ya señalaban esta
dirección.
Goldwater, el senador por
Arizona y candidato republicano a la presidencia en 1964, ¿un
“insurgente”? Sí, si se tiene en cuenta su condena de la elite que
gobernaba en aquellos tiempos el Partido Republicano, a la que consideraba
demasiado liberal; desde su punto de vista, se trataba de gentes que
representaban a grandes banqueros, políticos corruptos, dueños todopoderosos
de medios de comunicación y que no apostaban lo suficiente por la
singularidad estadounidense en el mundo. O piénsese por un momento en su
flirteo con la extravagante John Birch Society (que consideraba que el
presidente Dwight Eisenhower fue un “ardiente y consciente agente del
Partido Comunista” y que advertía de la existencia de una trama “roja”
para debilitar las mentes de los estadounidenses mediante un aumento de los
niveles de flúor en el canal de suministro de agua potable). O la alarmante
predisposición del senador para pulsar el botón nuclear en defensa de la
“libertad”, que podría entenderse como una versión para la Guerra Fría
del “No me pisotees”.
Por encima de todo, Goldwater
era el epítome de la actual política favorable a un Estado mínimo. Por su
oposición a una legislación sobre derechos civiles podría ser considerado
el “decimario” original, es decir, el primer citador en serie de la Décima
enmienda de la Constitución de Estados Unidos, la cual reserva a los estados
todos los poderes que no están expresamente asignados al gobierno federal, y
mediante la que justificaba cortar de raíz cualquier pretensión de
Washington de corregir las injusticias sociales o económicas. Para Goldwater,
la derogación de las leyes Jim Crow [que fijaban jurídicamente la segregación
racial en el ámbito público, n. del t.] suponía una seria infracción de
los derechos constitucionalmente protegidos de los estados. Además, era un
inveterado enemigo de cualquier forma de colectivismo, entre las que
obviamente incluía a los sindicatos y el Estado de bienestar.
Puesto que la oposición que
representaba Goldwater hundía sus raíces en el exuberante territorio del
Sunbelt [“cinturón del sol”, región de Estados Unidos que se extiende
desde la costa altántica del sureste hasta la costa pacífica del suroeste,
n. del t.], resultaba muy palpable su deseo de restaurar un antiguo orden de
las cosas. En una época en la que el liberalismo del New Deal era la
ortodoxia reinante los impulsos reaccionarios del senador parecían una extraña
y al mismo tiempo temible desviación de la corriente principal.
Los respondones electores de
Goldwater constituían un bando de rebeldes de una composición que parecía
ciertamente extraña. A diferencia de la variada mezcla de gentes que se
sintieron atraídas por el Union Party, los partidarios del senador provenían
mayoritariamente de sectores sociales emergentes del Sunbelt, una nueva clase
media significativamente nutrida por el crecimiento vertiginoso del complejo
militar–industrial: técnicos e ingenieros, promotores inmobiliarios,
gestores empresariales de niveles medios y emprendedores también de nivel
medio que recelaban de la interferencia de un sector público demasiado
potente, aun cuando en realidad dependían en gran medida del mismo.
Podría describírseles como
reaccionarios modernos, para quienes el liberalismo se había convertido en un
nuevo comunismo. Resultó sorprendente ver cómo este “disidente” de
Arizona –que se merece mucho más el calificativo de lo que jamás se mereció
(si es que se lo mereció alguna vez) John McCain– consiguiera la designación
para las presidenciales por el Partido Republicano, ganándole el pulso a la
dirección encabezada por el gobernador de Nueva York Nelson Rockefeller. ¿Podría
el Tea Party lograr hoy algo parecido?
Piénsese ahora en el
gobernador de Alabama George Wallace como el otro eslabón perdido entre el
populismo económico de antaño y el populismo cultural de finales del siglo
XX. Él era ante todo un anti–elitista, un populista, un racista, un
chovinista, y un exponente máximo de la política de la venganza y el
resentimiento. “Segregación ahora, segregación mañana, segregación
siempre”: una frase pronunciada en su discurso de aceptación como
gobernador en 1963 que significaba su desafío a la revolución de los
derechos civiles y a su alianza con el gobierno federal. Sin vacilación
alguna, esa frase transpiraba el racismo militante del núcleo duro de sus
seguidores.
Sin embargo, su atractivo no
se quedaba es eso, sino que consistía en algo más profundo. El tono general
de su expresión política era el de una defensa llana de los trabajadores
asalariados estadounidenses. Al igual que Huey Long, Wallace era sensible al
predicamento en asuntos económicos que tenía entre sus votantes de clase
baja. Como gobernador favoreció la expansión del sector público, aumentando
el gasto en educación y sanidad, subiendo el salario a los maestros y
ofreciendo la gratuidad de los libros de texto. Cuando se postuló para
presidente a través de un tercer partido en las elecciones presidenciales de
1968, defendió la expansión de la seguridad social y del programa Medicare.
Incluso en 1972, Wallace aumentó las pensiones de jubilación y los subsidios
por desempleo en Alabama.
Pero consiguió ganarse al
estadounidense medio mediante más por la apelación a la ética del trabajo
duro y a lo que hoy llamaríamos “valores familiares” que por la propuesta
de medidas concretas que aseguraran su bienestar económico. Wallace combatió
la arrogancia de los burócratas sabelotodo de Washington, la indolencia de
las “reinas del bienestar” y la irreverencia, decadencia moral y
deslealtad de los privilegiados estudiantes greñudos, fumadores de porros y
contrarios a la guerra.
Las belicosas proclamas en
favor de la ley y el orden, de los derechos de los estados y de un patriotismo
muscular instigaron emociones revanchistas que hicieron de Wallace algo que
iba mucho más allá de una figura regional. Cuando compitió en las primarias
del Partido Demócrata en 1964 (con el apoyo de la John Birch Society y del
White Citizens Council) obtuvo una cantidad significativa de votos no sólo en
el sur profundo, sino también en estados como Indiana, Wisconsin y Maryland,
un signo de la sureñización de la política estadounidense (a la vez que la
NASCAR, la música country y el blues estaban sufriendo también su propio
proceso de sureñización).
Que Wallace se embarcara en
el proyecto de un tercer partido (bajo el predecible nombre de American
Independent Party) fue algo que aterró a los demócratas, que pensaban que
podían perder una parte de su base de trabajadores asalariados. Al
vicepresidente Hubert Humphrey, que competía para la presidencia contra
Richard Nixon, así como a los liberales del norte en general, los llamó
–en un tono muy del senador Joe McCarthy y la década de 1950– “grupo de
condenados, finolis y mariquitas con bombachos” y prometió que, en caso de
ser elegido, los metería a todos en cintura y bombardearía Vietnam del Norte
hasta mandarlo de regreso a la Edad de Piedra.
La popularidad de Wallace dio
pie a Nixon y a los republicanos a descubrir que tenían al alcance algo que
se les había resistido desde la era de la Reconstrucción: esto es, que para
conseguir la victoria en las elecciones presidenciales debían empezar a
desarrollar una “estrategia sureña”. Mientras tanto, su apelación
populista a que “no existe ni una sola maldita diferencia entre los partidos
Demócrata y Republicano” le hizo ganar 10 millones de votos, un 13’5% del
total y 46 votos del Colegio Electoral. Y recuérdese lo siguiente: una
muchedumbre de 20.000 personas acudió al mitin que Wallace celebró en 1968
en un repleto Madison Square Garden de la ciudad de Nueva York.
No me
pisotees con impuestos
Dicho esto, ¿qué tiene que
ver esta narración episódica y accidentada del populismo estadounidense con
el Tea Party?
De entrada, el movimiento del
Tea Party nos remite a la pretensión de superioridad moral, sentido de
desposesión, anti–elitismo, patriotismo revanchista, pureza racial y
militancia del “No me pisotees” que siempre ha constituido, al menos en
parte, la mixtura populista. Para conseguir transmitir la paranoia fantasiosa
que a menudo acompaña a esta clase de predisposiciones emocionales, los del
Tea Party suelen apelar a experiencias reales de la gente (para algunos es muy
importante la ansiedad por la situación económica, la inseguridad y el
sentimiento de pérdida; para otros, los profundos miedos sobre el declive
personal, cultural, político e incluso nacional, y la desorientación moral).
Aun cuando estos miedos y
estas sensaciones son, en parte, herencia del orden empresarial liberal –uno
de los lados oscuros del “progreso” bajo el capitalismo–, en esta nueva
etapa populista, el anti–capitalismo apenas juega papel alguno. Aunque la
indignación por el rescate bancario con dinero público ayudó a encender la
mecha para la explosión del Tea Party, el sentimiento contrario a las grandes
empresas es hoy un pálido reflejo de lo que había sido en el pasado; se
trata de una mutación de un subtema en el interior del movimiento cuando se
compara el momento actual con la etapa de Wallace, por no mencionar las de
Huey Long o de los populistas [del primer tercio del siglo XX].
Esto no debería sorprender a
nadie, puesto que, al menos económicamente, el capitalismo ha sido
razonablemente beneficioso para muchos de ellos (así lo reflejan los datos de
encuestas recientes realizadas entre miembros del Tea Party). Al igual que los
seguidores de Goldwater en la década de 1960, aquéllos que se identifican
con el movimiento del Tea Party en general son más ricos que la media de la
población, y tienen mayor probabilidad de conseguir empleo. Aparentemente,
han recibido una mejor educación, de modo que su debilidad por las flaquezas
intelectuales de Sarah Palin puede tener más que ver con una identificación
con el resentimiento que ella exuda contra el esnobismo cultural de ambas
costas del país, que con un deslumbramiento por su palmaria ignorancia.
Paralelamente a una retórica
exaltada acerca de las amenazas a la libertad, subyace también una actitud
defensiva, agria y estrecha de miras contra cualquier conato de posible
redistribución del ingreso que florezca en el cuerpo político…, y que por
tanto ellos ven como una amenaza para sus bolsillos. El “No me pisotees”,
que antaño había sido un grito de rebeldía, ahora se ha metamorfoseado en:
“Esto es mío. No te atrevas a gravarlo con impuestos”. Hoy el enemigo a
abatir no es la empresa, sino el Estado.
También hay que pensar en el
populismo del Tea Party como en un asunto de la identidad política de la
derecha. Los promotores del Tea Party, casi todos ellos blancos, con un fuerte
sesgo desproporcionadamente favorable a los hombres de edad avanzada, expresan
una ira visceral contra el eclipse cultural, y hasta cierto punto político,
de unos Estados Unidos en los que la gente que pensaba y vivía como ellos era
la dominante (un eco transmutado de la angustia de los “know–nothings”).
Que haya un presidente negro, que el portavoz de la Cámara de Representates
sea una mujer y que haya un homosexual al frente del Comité de Servicios
Financieros del Congreso es algo que les resulta muy difícil digerir. A pesar
de que durante mucho tiempo los movimientos del Tea Party y el anti–inmigratorio
han mantenido rasgos diferenciales (aun cuando cada vez tengan mayores vínculos),
comparten una misma gramática emocional: el miedo a quedar desplazados.
Pero, dejando a un lado el
asunto de la identidad política, la ira del Tea Party se proyecta mucho más
allá de los militantes del modesto movimiento que en realidad es el Tea
Party. Esta ira resuena en otros estadounidenses que comprensiblemente sienten
que las elites política y económica les han fallado, puesto que han actuado
para su propio beneficio a expensas del resto de la sociedad. La pregunta
importante es precisamente cómo (o incluso si) esta ira personal y privada se
ha transformado en indignación moral y política. Sea como fuere, si los
herederos de George Wallace y Barry Goldwater, o de la Sarah Palin de hoy,
hallaran su propio camino, el resultado final no sería el de un partido del té.
Nota:
Este texto es una versión modificada
de un artículo que se publicará en el número de otoño de 2010 de la
revista New Labor Forum.
(*)
Steve Fraser es escritor e historiador. Profesor visitante en la New York
University. Editor del New Labor Forum y co–fundador del American Empire
Project. Colabora habitualmente en TomDispatch. Su último libro se titula
“Wall Street: America’s Dream Palace” (2008).
(**)
Joshua B. Freeman es profesor de historia en la City University of New York (CUNY).
A menudo es citado como el decano de los historiadores de la clase trabajadora
de Nueva York. “Autor de
In Transit: The Transport Workers Union in New York City”, 1933–1966
(1988), premiado con el Philip Taft Labor History Book Award en 1989, y
Working–Class New York: Life and Labor Since World War II (2000).