La cuestión está clara: el
drenaje masivo de petróleo del fondo del Golfo México podría consumar uno
de los mayores desastres ecológicos de la historia de la humanidad. Lo peor
es que es sólo un anticipo de lo que será la era del petróleo degradado,
una época caracterizada por la creciente dependencia de fuentes de energía
problemáticas y difíciles de conseguir. La partida se desarrolla en terreno
peligroso, y lo que está en juego es el destino del planeta.
Es posible que nunca se
llegue a dar con la causa precisa de la explosión que destruyó la torre
petrolera de Deepwater Horizon el 20 de abril y mató a 11 de sus 126
trabajadores. Se ha hablado de fallos en una conexión submarina y en un
aparato específicamente diseñado para prevenir explosiones. La falta de
controles gubernamentales sobre los mecanismos de seguridad también tuvo su
parte en el desastre, producido, seguramente, por una combinación de equipo
defectuoso y errores humanos. En todo caso, aunque no se determine cuál fue
el exacto disparador de la explosión, la razón de fondo está clara: la
existencia de una empresa a la que el gobierno autorizó a explotar reservas
de petróleo y gas natural en entornos remotos y bajo condiciones de operación
altamente riesgosas.
Los
peligros de la nueva fiebre del petróleo
Los Estados Unidos ingresaron
en la era de los hidrocarburos con una de las principales reservas de petróleo
y gas natural. La explotación de estos valiosos y versátiles recursos ha
contribuido durante mucho tiempo a la riqueza y al poder del país, así como
a la rentabilidad de gigantes de la energía como British Petroleum (BP) y
Exxon. Este proceso, empero, condujo al agotamiento de la mayoría de reservas
siutadas en tierra firme y sólo dejó algunas disponibles en áreas marítimas
de difícil acceso en Alaska y el Ártico. Para mantener el suministro de
energía, así como los ininterrumpidos beneficios de las grandes empresas del
ramo, todos los gobiernos sin excepción han impulsado la explotación de
fuentes energéticas remotas, con abierto desdén por los peligros humanos y
ambientales que encierran estas operaciones.
La búsqueda afanosa de gas y
petróleo ha entrañado siempre un cierto grado de riesgo. Después de todo,
la mayoría de las reservas energéticas se encuentran bajo tierra entre
sucesivas capas de rocas. Cuando las perforadoras llegan hasta ellas, las
probabilidades de erupciones explosivas son altas. Es lo que se conoce como
efecto "géiser". En los intrépidos inicios de la industria del
petróleo, este fenómeno –bien conocido gracias a películas como Pozos de
ambición (There Will Be Blood, según el título original en inglés)– era
causa frecuente de importantes accidentes humanos y ambientales. Con los años,
las compañías petroleras consiguieron prevenir los daños causados a los
trabajadores o al entorno de los pozos. Ahora, sin embargo, la compulsión por
disponer de las remotas reservas de Alaska, el Ártico y las profundidades
marinas se está reeditando una peculiar y peligrosa versión de los intrépidos
inicios de la industria. Las empresas se encuentran con riesgos inesperados, y
su tecnología –diseñada para escenarios más benignos– resulta a menudo
incapaz de ofrecer una respuesta adecuada a los nuevos desafíos. En
consecuencia, cuando el desastre se produce, el daño ambiental es
exponencialmente mayor que cualquiera que haya podido registrarse en los
anales de la industria a lo largo del siglo XIX o a inicios del XX.
La operación Deepwater
Horizon es un ejemplo de ello. BP, la empresa que gestionaba la torre
petrolera y tenía a su cargo la supervisión de la perforación, lleva años
inmersa en una frenética búsqueda de petróleo en zonas profundas del Golfo
de México. El pozo en cuestión, conocido como Mississippi Canyon 252, tenía
una profundidad de 1,5 kilómetros y estaba situado a unos 80 kilómetros al
sur de la costa de Luisiana. El perforador, por su parte, se extendía unos 4
kilómetros más bajo tierra. A semejante profundidad, cualquier operación en
el fondo del océano debe realizarse a través de robots manejados por control
remoto por técnicos situados en el pozo. El margen de error admisible en
estas circunstancias es mínimo, sobre todo en cuestiones de perforación y
corte de capas rocosas. Aparentemente la operación Deepwater Horizon se
caracterizó por una gran laxitud en materia de supervisión, de manera que
cuando surgieron algunos problemas previsibles, fue imposible enviar técnicos
que pudieran evaluar la situación y ofrecer una solución.
Acometer perforaciones en
Alaska y en el Ártico entraña peligros aún mayores, dadas las condiciones
climáticas y ambientales extremas con las que es menester lidiar. Cualquier
pozo marítimo siutado en los mares de Beaufort o de Chukchi está expuesto a
eventuales choques con trozos de hielo, a temperaturas extremas y a poderosas
tormentas. Por otra parte, siempre será más difícil, en semejantes parajes,
lidiar con derrames de petróleo como los de BP, da igual que sean marítimos
o terrestres. Es más, un flujo incontrolado de petróleo en esas condiciones
representará, sin ninguna duda, una amenaza letal para cualquier especie
viva.
Las grandes empresas de energía
aseguran que están blindadas contra tales peligros. Sin embargo, tanto el
desastre del Golfo como la propia historia han puesto en ridículo dicha
pretensión. En 2006, por ejemplo, un oleoducto en mal estado de BP propició
el derrame de más de un millón de litros de crudo en unas lomas del norte de
Alaska frecuentadas por manadas migratorias de caribús (como el derrame tuvo
lugar en invierno, los caribús aún no estaban allí, lo que hizo posible
alejar el petróleo de los bancos de nieve; de haberse producido en verano,
los riesgos para la manada hubieran sido considerables).
Cuando hay
petróleo de por medio, todo está permitido
A pesar de los peligros
evidentes y de la ausencia de mecanismos adecuados de seguridad, diferentes
administraciones, incluida la de Barack Obama, han apoyado la política de las
grandes empresas y han favorecido la explotación de reservas de gas y petróleo
en aguas profundas del Golfo de México, así como en otras áeras
ambientalmente sensibles.
El gobierno ya asumió esta
posición frente al tema con la Política de Energía Nacional (PEN), adoptada
por el presidente George W. Bush en mayo de 2001. Liderados por el ex Director
Ejecutivo de Halliburton, el vicepresidente Dick Cheney, los diseñadores de
esta política advirtieron de que los Estados Unidos consideraron que la
creciente dependencia de la importación de energía comportaba un auténtico
peligro para la seguridad nacional. A resultas de ello, apostaron por un mayor
aprovechamiento de las fuentes de energía locales, especialmente petróleo y
gas natural. “Es un objetivo primordial de la Política de Energía Nacional
diversificar las fuentes de aprovisionamiento” rezaba la declaración de
principios de la PEN. “Y esto supone priorizar las fuentes locales de petróleo,
gas y carbón” .
No obstante, como la propia
PEN dejaba claro, los Estados Unidos estaban perdiendo sus reservas de gas
natural o de petróleo convencionales y de fácil acceso, tanto terrestres
como marítimas. "Es probable –se decía en el documento– que la
producción de petróleo en los Estados Unidos decaiga en los próximos diez años;
[de manera que] la demanda local excederá las propias capacidades
productivas” . La única solución, se afirmaba, era aumentar la explotación
de reservas de energías no convencionales, como el petróleo o el gas
situados en el fondo martímo del Golfo de México, más allá de los bancos
de arena continentales, en Alaska, en el Ártico e incluso recurrir a
formaciones geológicas complejas como el petróleo o el gas bituminosos.
“La producción de gas y
petróleo en áreas geológicamente estimulantes –continuaba el documento–
es vital para toodos los estadounidenses y para la seguridad energética
nacional, siempre que resulte compatible con la protección del
medioambiente” (esta última mención era un explícito añadido de la Casa
Blanca dirigido a contrarrestar las acusaciones –desafortunadamente
ciertas– en torno a la escasa sensibilidad gubernamental por las
consecuencias ecológicas de su política energética).
La primera recomendación de
la PEN consistía en el desarrollo de un "Refugio para la Vida Silvestre
en el Ártico", una propuesta con amplio eco en los medios que se granjeó
la inmediata desconfianza de los grupos ambientalistas. Sobre todo cuando se
la veía acompañada por la apelación a una mayor exploración y explotación
en las profundidades del Golfo y en los mares de Beufort y Cukchi, en el norte
de Alaska. Aunque la perforación en el Refugio Nacional para la Vida
Silvestre del Ártico fue finalmente bloqueada, la explotación en otras áreas
se abrió camino con escasa oposición. En realidad, el Servicio de Gestión
de Minerales (SGM), una agencia gubernamental probadamente corrupta, lleva años
facilitando la concesión de licencias de exploración y perforación en el
Golfo de México e ignorando de manera sistemática las regulaciones
ambientales. Esta práctica, frecuente durante la era Bush, se mantuvo incólume
con la llegada de Barack Obama a la presidencia. Obama, de hecho, autorizó
con su firma el crecimiento masivo de las perforaciones marítimas, y apenas
tres semanas antes del desastre de Deepwater Horizon, el 30 de marzo, anunció
la realización de tareas de perforación, por primera vez, en vastas áreas
del Atlántico, la zona oriental del Golfo de México y las aguas de Alaska.
Además de acelerar las
exploraciones en el Golfo de México, pasando por alto las advertencias de
científicos y funcionarios gubernamentales, el SGM también aprobó
perforaciones en los mares de Beaufort y Chukchi. Todo ello a pesar de la
fuerte oposición de grupos ecologistas y de los propios pueblos nativos, que
temían que las operaciones pusieran en riesgo la supervivencia de ballenas y
otras especies fundamentales para mantener su modo de vida. En octubre, por
ejemplo, el SGM otorgó a Shell Oil una autorización provisional para llevar
a cabo perforaciones en dos bloques del mar de Beaufort. Los opositores al
plan han señalado que cualquier derrame de petróleo generado por dichas
actividades entrañaría severos riesgos para especies ya amenazadas. Como de
constumbre, sin embargo, las advertencias se ignoraron (el 30 de abril, 10 días
después de la explosión del Golfo, el presidente Obama otorgó al Plan un
sorpresivo visto bueno, cuando aún algunas tareas de perforación aún
estaban pendientes de revisión).
El salón
de la vergüenza de BP
Las grandes compañías energéticas
tienen sus propias razones para sumarse a la explotación de opciones remotas
de energía. Para evitar la caída de sus acciones, cada año se ven obligadas
reemplazar el petróleo extraído con el de nuevas reservas. La mayoría de
los yacimientos tradicionales, sin embargo, está agotada y algunos de los más
prometedores en Oriente Medio, en América Latina o en la ex Unión Soviética
se encuentran bajo control de empresas estatales como la saudí Aramco, Pemex,
en México, o PDVSA, en Venezuela. Este panorama deja a las empresas privadas
con áreas cada vez más restringidas en las que reponer sus provisiones. Ello
explica que lleven tiempo inmersas en una búsqueda enloquecida de petróleo
en el África subsahariana, donde muchos países todavía permiten una cierta
participación privada. Lo cierto, sin embargo, es que incluso en estos casos
deben afrontar la feroz competencia de empresas chinas así como de otras
compañías de propiedad estatal. Las únicas áreas en las que aún pueden
operar con las manos prácticamente libres son el Ártico, el Golfo de México,
el Atlántico Norte y el Mar del Norte. No es casual que sea aquí donde están
concentrando sus esfuerzos, con escasa o nula preocupación por los peligros
que ello pueda suponer para la humanidad o para el planeta.
El ejemplo de BP es bastante
elocuente. Originariamente conocida como Anglo–Persian Oil Company (más
tarde, Anglo–Iranian Oil Company, y finalmente, British Petroleum), BP
comenzó sus operaciones en el suroeste de Irán, donde gozó durante un
tiempo del monopolio en la producción de crudo. En 1951, sus propiedades
fueron nacionalizadas por el gobierno democrático de Mohammed Mossadeq. La
empresa regresó a Irán en 1953, tras el golpe apoyado por los Estados Unidos
que puso al Shah en el poder, y fue expulsada nuevamente en 1979 tras la
revolución islámica. La compañía todavía conserva un pie en la inestable
aunque rica en petróleo Nigeria, una ex colonia británica, y en Azerbaijan.
Sin embargo, desde su absorción de Amoco (en su momento, Standard Oil Company
of Indiana) BP ha concentrado sus energías en la explotación de las reservas
de Alaska y en algunos yacimientos de petróleo degradado en el Golfo de México
y en las costas africanas.
No por casualidad, el informe
anual de BP de 2009 lleva por título "Operar en las fronteras de la
Energía". Allí, de hecho, se señala con orgullo que “BP opera en las
fronteras de la energía. Desde las profundidades marítimas a los entornos más
complejos, desde remotas islas tropicales a la próxima generación de
biocombustibles, una renovada BP trae consigo mayor eficiencia, un impulso
sostenido y crecimiento empresarial. En el marco de esta declaración de
principios, el Gofo de México ocupa un papel central. “BP es un operador líder
en el Golfo de México” , señala el informe. “Somos el principal
productor y proveedor en la zona, además de contar con el mayor área de
exploración” [ … ] Nuevos descubrimientos, iniciativas exitosas,
operaciones de alta eficacia y un amplio abanico de nuevos proyectos nos sitúan
en inmejorable posición en el Golfo de México, tanto a corto como a largo
plazo” .
Está claro que los altos
ejecutivos de BP pensaban que un rápido incremento de la producción en el
Golfo resultaría fundamental para la salud financiera de la empresa a largo
plazo (de hecho, unos pocos días después de la explosión en Deepwater
Horizon, la compañía anunciaba que había conseguido unos 6.100 millones de
dólares de beneficios sólo en el primer trimestre de 2010). Queda por
determinar hasta qué punto la concepción empresarial defendida por BP
contribuyó al accidente de Deepwater Horizon. En todo caso, existen inidicios
de que la compañía estaba inmersa en una frenética operación de
consolidación del pozo de Mississippi Canyon 252, un paso previo al eventual
traslado de la plataforma alquilada a Transocean a unos 500.000 dólares
diarios a algún otro sitio de perforación rentable.
Si bien es probable que BP
sea el principal villano en este caso, otras grandes empresas energéticas están
implicadas en actuaciones similares, con cobertura del Gobierno y de algunos
de sus funcionarios. Estas empresas y sus aliados gubernamentales aseguran
que, con las debidas precauciones, es seguro operar en estas condiciones. El
incidente de Deepwater Horizon, sin embargo, revela que cuanto más remota es
el área de exploración, mayores son las posibilidades de que el asunto acabe
en desastre.
Se nos dirá que la explosión
en Deepwater Horizon fue un accidente desafortunado, una desgraciada combinación
de gestión inadecuada y equipo defectuoso. Que bastaría con un control más
estricto para disipar los riesgos de la perforación en aguas profundas. Pero
el alegato no es de recibo. La falta de diligencia y los defectos técnicos
pueden haber desempeñado un papel crucial en la catástrofe del Golfo. Sin
embargo, la fuente última del desastre es la necesidad compulsiva de las
grandes empresas de compensar el declive de las reservas convencionales de
petróleo a través de la exploración en zonas altamente riesgosas. Mientras
esta compulsión se mantenga los desastres continuarán. Tenedlo por seguro.
(*)
Michael T. Klare es profesor de estudios de Paz y Seguridad Mundial en el
Hampshire College. Su último
libro es “Rising Powers, Shrinking Planet: The New Geopolitics of Energy”
(Metropolitan Books).