Washington.– La situación
es esta: la economía estadounidense ha quedado paralizada por una crisis económica.
Las políticas instrumentadas por el presidente han limitado los daños, pero
fueron demasiado cautas, y el desempleo sigue en un nivel desastrosamente
alto. Claramente hacen falta nuevas medidas.
Sin embargo, el público ha
empezado a reprobar el activismo del gobierno y parece dispuesto a asestarles
a los demócratas una severa derrota en las elecciones de mitad de período.
El presidente en cuestión es
Franklin Delano Roosevelt; el año, 1938. En unos pocos años, por supuesto,
la Gran Depresión cedió. Pero resulta tan instructivo como desalentador
observar la situación de Estados Unidos alrededor de 1938: instructivo,
debido a que la naturaleza de la recuperación que siguió refuta los
argumentos que dominan el debate público de hoy; desalentador, porque es difícil
imaginar que algo como el milagro de la década de 1940 pueda volver a
producirse.
Ahora bien, no se suponía
que íbamos a repetir lo ocurrido en los últimos años de la década de 1930.
Los economistas de Barack Obama prometieron no repetir los errores de 1937,
cuando Roosevelt cortó el estímulo fiscal demasiado pronto. Pero al lanzar
un plan de estímulo demasiado pequeño y de corta vida, Obama hizo
exactamente eso: el estímulo generó crecimiento mientras duró, pero hizo
poca mella en el desempleo. Y ahora su efecto se ha esfumado.
Tal como algunos de nosotros
temíamos, la insuficiencia del plan del gobierno lo ha hecho caer –y ha
hecho caer al país– en una trampa política. Se necesita desesperadamente más
estímulo, pero a los ojos del público, el fracaso del programa inicial para
generar una recuperación convincente ha desacreditado la acción del gobierno
para la creación de empleos. En suma, bienvenidos a 1938.
La historia de 1937, de la
desastrosa decisión de Roosevelt de escuchar a los que decían que era hora
de recortar el déficit, es bien conocida. Lo que es menos conocido es el
grado en que el público extrajo las conclusiones erróneas sobre la recesión
que se produjo a continuación: lejos de pedir una reanudación de los
programas del New Deal, los votantes perdieron fe en la expansión fiscal.
Consideremos la encuesta
Gallup de marzo de 1938. Ante la pregunta de si el gasto gubernamental debía
aumentarse para combatir la crisis, el 63% respondió que no. A la pregunta de
si sería mejor aumentar el gasto o reducir los impuestos a las empresas, sólo
el 15% se manifestó a favor de mayor gasto; el 63% estuvo a favor de la
reducción impositiva. Y las elecciones de 1938 fueron un desastre para los
demócratas, que perdieron 70 bancas en la Cámara de Representantes y siete
en el Senado.
Después
vino la guerra
Desde un punto de vista económico,
la Segunda Guerra Mundial fue, sobre todo, un estallido del gasto destinado a
financiar el déficit en una escala que nunca hubiera sido aprobada de otro
modo. En el curso de la guerra, el gobierno pidió prestada una suma que casi
duplicaba el valor del PBI de 1940, el equivalente de unos 30 billones de dólares
de hoy.
Si alguien hubiera propuesto
gastar incluso una fracción de esa cifra antes de la guerra, la gente hubiera
dicho las mismas cosas. Hubieran proliferado las advertencias acerca de la
aplastante deuda y de la inflación desbocada. Todo el mundo hubiera dicho,
acertadamente, que la Depresión se había originado en gran parte a causa de
una deuda excesiva... y después todos hubieran afirmado que era imposible
resolver el problema contrayendo una deuda mayor.
Pero ¿saben una cosa? El
gasto deficitario creó un boom. Y ese boom puso los cimientos de una
prosperidad de largo plazo. La deuda total de la economía –la pública y la
privada– se redujo como porcentaje del PBI, gracias al crecimiento económico
y, sí, hubo un poco de inflación, que redujo el valor real de las deudas
pendientes. Y después de la guerra, gracias a la mejor posición del sector
privado, la economía pudo florecer.
Sin
voluntad política
La moraleja es clara: cuando
la economía está profundamente deprimida, las reglas de siempre no
funcionan. La austeridad es contraproducente: cuando todo el mundo trata de
saldar la deuda al mismo tiempo, el resultado es la depresión y la deflación,
y los problemas de la deuda se agravan aún más. Inversamente, es posible
–de hecho, es necesario– que el país en general salga de la deuda
gastando: un provisional aumento del déficit por gasto, en una escala
adecuada, puede remediar los problemas generados por los excesos del pasado.
Pero la historia de 1938
también demuestra lo difícil que es aplicar estas ideas. Incluso durante el
gobierno de Roosevelt nunca existió la voluntad política de hacer lo que era
necesario para acabar con la Gran Depresión; en última instancia, la Gran
Depresión se resolvió accidentalmente.
Yo tenía la esperanza de que
esta vez pudiéramos hacerlo mejor. Pero resulta que tanto los políticos como
los economistas se han pasado décadas desaprendiendo las lecciones de la década
de 1930, y están decididos a repetir todos los viejos errores.
Da un poco de rabia advertir
que los grandes ganadores de las elecciones de noviembre probablemente sean
los mismos que nos metieron en este lío, y que después hicieron todo lo
posible para bloquear cualquier acción.
Pero no olvidemos esto: esta
crisis puede resolverse. Sólo falta un poco de claridad y mucha voluntad política.
Esperemos que encontremos esas virtudes en un futuro no muy lejano.
(*)
Premio Nóbel de Economía del año 2008.