Que me perdone T.S. Eliot,
pero el mes más cruel no es abril, sino septiembre. Antes del 11 de
septiembre de 2001 fue el 11 de septiembre de 1973, cuando el general Pinochet
derrocó al gobierno de Allende e inauguró un régimen de 17 años de terror.
Más recientemente, el 15 de septiembre de 2008, Lehman Brothers estalló y
torpedeó a la economía global, convirtiendo lo que hasta entonces había
sido una crisis de Wall Street en una experiencia casi mortal para el sistema
financiero global.
Dos años después, la economía
global sigue muy frágil. Los indicios de recuperación que unos políticos
desesperados declaraban haber detectado a fines de 2009 y a comienzos del
presente año han resultado espejismos. En Europa, 40 millones de personas están
sin empleo, y los programas de austeridad impuestos a países muy endeudados
como Grecia, España, Italia e Irlanda añadirán unos cuantos centenares de
miles más al subsidio de desempleo. Alemania es la excepción de esta triste
regla.
Aunque técnicamente los EEUU
no están en recesión, la recuperación es una perspectiva lejana en la mayor
economía del mundo, que se contrajo un 2,9% en 2009. Tal es el mensaje de la
anémica tasa de crecimiento del segundo trimestre –un 1,6%— y de un
desempleo real por encima del 9,6% de la tasa oficial, si se toma en cuenta a
quienes han abandonado la búsqueda de empleo. Las empresas siguen absteniéndose
de invertir, los bancos siguen sin prestar y los consumidores siguen negándose
a gastar. Y a falta de un nuevo programa de estímulos, cuando se evaporen los
787 mil millones de dólares que Washington inyectó en la economía en 2009,
está prácticamente asegurada la muy temida segunda zambullida en la recesión.
Que el consumidor
norteamericano se abstenga de gastos, tiene consecuencias no sólo para la
economía norteamericana, sino para el conjunto de la economía global. El
gasto alimentado por deuda de los consumidores norteamericanos fue el motor de
la economía globalizada precrisis, y nadie ha dado un paso al frente para
substituirlos desde que empezó la crisis. El gasto de consumo en China,
alimentado por un estímulo público de 585 mil millones de dólares, ha
logrado invertir temporalmente las tendencias contractivas en ese país y en
el Este asiático. También ha tenido cierto impacto en África y en América
Latina. Pero no ha sido lo bastante fuerte como para sacar a EEUU y a Europa
del estancamiento. Por lo demás, en ausencia de un nuevo paquete de estímulos
en China, es más que factible la recaída en la recesión en el Este asiático.
¿Recortes
o estímulos?
Entretanto, el debate en los
círculos políticos occidentales los ha escindido en dos campos. Un grupo ve
la amenaza de la deuda pública como un problema mayor que el del
estancamiento, y rechaza más gastos en estímulo público. El otro grupo cree
que el estancamiento es la mayor amenaza, y exige más estímulos para
contrarrestarla. En la reunión de Toronto del G20, celebrada el pasado junio,
se enfrentaron los dos campos. La alemana Angela Merkel abogaba por la
austeridad, apuntando a la amenaza de quiebra que se cernía sobre algunas
economías europeo–meridionales satélites de Alemania lastradas por la
deuda, señaladamente Grecia. El presidente Obama, por otro lado, enfrentado a
una resistentemente elevada tasa de desempleo, quería proseguir las políticas
expansivas aun careciendo del poder político para sostenerlas.
Para los partidarios del
gasto público, los antidéficit andan faltos de argumentos. En una época en
que la mayor amenaza es la de la deflación, está fuera de lugar el temor a
un gasto público generador de inflación. La idea de que se carga con deudas
a las generaciones futuras es absurda, puesto que el mejor modo de beneficiar
a los ciudadanos venideros es asegurarse de que heredan economías sanas y con
crecimiento. Gastar ahora con déficit es el medio adecuado para lograr ese
crecimiento. Además, la quiebra del Estado no es ninguna amenaza para países
que, como los EEUU, toman prestado en monedas que están bajo su control,
puesto que, en último término, pueden devolver sus deudas haciendo
simplemente que su banco central imprima más dinero.
Tal vez el más elocuente
abobado de los estímulos públicos sea Paul Krugman, el premio Nóbel que se
ha convertido en la bestia negra de buena parte de la derecha. Para Krugman,
el problema fue que los estímulos originarios no fueron lo bastante grandes.
Ahora bien; ¿cuál es el volumen de los estímulos públicos adicionales
necesarios y qué otras medidas puede tomar el gobierno? Sobre estas
cuestiones, Krugman parece vacilar, acaso percatándose de que el
keynesianismo tradicional tiene sus límites:"Nadie puede decir a ciencia
cierta que estas medidas funcionarán a la perfección, pero es mejor intentar
algo que pudiera no funcionar que poner excusas mientras los trabajadores
sufren". La robusta alternativa a un mayor gasto financiado con déficit
es "el estancamiento permanente y el desempleo elevado", dice
Krugman.
Puede que Krugman lleve razón,
pero la razón anda a la zaga de la ideología, de los intereses y de la política.
A pesar de los elevados índices de desempleo, lo cierto es que los enemigos
del Estado social, las fuerzas hostiles al déficit, llevan la iniciativa en
tres países occidentales clave: en Gran Bretaña, en donde los conservadores
ganaron con un programa de reducción del Estado; en Alemania, en donde la
imagen de prodigalidad de unos griegos y unos españoles financiados con préstamos
de los laboriosísimos alemanes fue el potente caballo a cuyos lomos cabalgó
el partido de Merkel para mantenerse en el poder; y en los EEUU.
La debacle
de Obama
A pesar del elevado
desempleo, la perspectiva de los antidéficit ha ganado ascendencia en los
EEUU por varias razones. En primer lugar, la posición antidéficit apela a
sentimientos hostiles al Estado interventor, muy arraigados en la clase media
norteamericana. En segundo lugar, Wall Street ha abrazado oportunistamente las
políticas antidéficit para hacer descarrilar los esfuerzos regulatorios de
Washington. El Estado interventor es el problema, chillan, no los grandes
bancos. Tercero, y a no subestimar, es la reaparición de la influencia ideológica
de los neoliberales doctrinarios, incluidos aquellos que, como dice Martin
Wolf, "creen que un gran desplome purgaría los excesos del pasado,
llevando así a unas economías y a unas sociedades más saneadas".
Cuarto, la teoría económica del antidéficit tiene una base de masas, el
movimiento del Tea Party. En cambio, la posición pro–estímulo público es
defendida por intelectuales progresistas sin base social, o cuya base
potencial está ya completamente desencantada con Obama.
Con todo, el triunfo de los
halcones no estaba cantado. De acuerdo con Anatole Kaletsky, el comentarista
económico del Times de Londres, no precisamente un simpatizante del
progresismo, el auge de las fuerzas antidéficit viene de un error táctico de
primer orden de Obama, añadido al fracaso de los progresistas a la hora de
ofrecer una narración convincente de la crisis. La garrafal metedura de pata
de Obama consistió en aceptar responsabilidades en la crisis con su gesto
bipartidista, a diferencia de Ronald Reagan y Margaret Thatcher, que "se
negaron a aceptar la menor culpa en materia de penurias económicas".
Reagan y Thatcher dedicaron "los primeros años de su gobierno a
convencer a los votantes de que el desastre económico era de la exclusiva
responsabilidad de los anteriores gobiernos de centroizquierda, del
sindicalismo militante y de las elites progresistas".
Pero todavía más problemática,
dice Kaletsky, fue la narrativa de Obama, una narrativa contradictoria que
cargó la culpa a los banqueros codiciosos al tiempo que sostenía que los
bancos eran demasiado grandes para caer. "Con los bancos recuperándose
de la crisis con mayores beneficios y más rápidamente de lo que se había
dejado esperar a los votantes, sostiene en su libro Capitalism 4.0, "los
políticos de todos los partidos han quedado marcados en el sentimiento público
como hombres de paja de los mismos banqueros a los que trataban de echar las
culpas". En efecto, el paquete de reformas financieras que los Demócratas
aprobaron recientemente en el Congreso no puede sino reforzar esta percepción
pública de estar cooptados o amedrentados por las gentes mismas a las que
denuncian. Ese paquete carece de mordiente: de algún tipo de cláusula del
tipo Glass–Steagall impidiendo que los bancos comerciales se doblen en
bancos de inversión; prohibiendo el comercio con esos derivados financieros a
los que Warren Buffett llamó "armas de destrucción masiva";
imponiendo una tasa a las transacciones financieras globales o Tasa Tobin, y límites
estrictos a la remuneración de los ejecutivos, a pagos en efectivo, bonos y
opciones de acciones.
Para Kaletsky, Obama debería
haber pintado la crisis como una crisis producida "por la polarizada e
hipersimplificada filosofía del fundamentalismo de mercado, no por
debilidades de personalidad de banqueros y reguladores. Al ofrecer una
caracterización sistemática así del origen de la crisis, los políticos
podrían haberse atraído la imaginación pública con una narrativa
pos–crisis, una perspectiva más dramática que la ofrecida por el
linchamiento de los banqueros codiciosos". Pero con ayudas como la del
secretario del Tesoro Tim Geithner y la del director del Consejo Económico
Nacional Larry Summers, que no llegaron a romper completamente con el
neoliberalismo, esa perspectiva sistemática estaba sencillamente descartada.
Hacia una
estrategia progresista
La derecha tiene ahora la
iniciativa y es probable que gane las elecciones de mitad de mandato en
noviembre. Logrará vincular a Obama y a los Demócratas a tal punto a la
crisis, que la gente olvidará que esa crisis estalló durante el reinado del
fundamentalista de mercado George Bush. Pero con su primitiva teoría económica,
es harto improbable que los halcones fiscales y los miembros del Tea Party
logren articular una alternativa a lo que han caricaturizado como
"socialismo" de Obama. Permitir que la economía explote sólo para
ser ideológicamente correcto invitará a un repudio todavía mayor a una
población económicamente insegura.
Mas los progresistas no deberían
conformarse con el evidente callejón sin salida al que lleva la teoría económica
del Tea Party. Deberían tratar de entender qué es lo que ha llevado al
fracaso del desleído keynesianismo de Obama. Más allá del error táctico de
asumir responsabilidades en la crisis, en vez de proponer una agresiva
narrativa antineoliberal para explicarla, el problema central de Obama y su
equipo es el fracaso en punto a inspirar una alternativa al neoliberalismo.
Los elementos técnicos de
una solución progresista a la crisis han sido perfilados por keynesianos y
otros economiustas progresistas: unos estímulos públicos mucho mayores,
regulación más estricta de los bancos, políticas monetarias laxas, más
impuestos a los ricos, reconstrucción de la infraestructura nacional, una política
industrial favorecedora de industrias verdes, control de los movimientos de
los capitales especulativos, controles sobre la inversión exterior, una
moneda global y un nuevo banco central global.
La administración Obama ha
buscado poner por obra alguna de estas medidas. Pero debido a su querencia por
el bipartidismo, a los vínculos con las elites económicas de algunos de sus
miembros más prominentes y a la incapacidad de tecnócratas clave como
Summers y Geithner para romper con el paradigma neoliberal, no consiguió
presentar esas medidas como elementos de un programa de reforma social de
mayor alcance, concebido para democratizar el control y la gestión de la
economía.
La lección que los
progresistas tienen que sacar del punto muerto al que ha llegado la política
económica de Obama es que l gestión tecnocrática no basta. Las iniciativas
keynesianas deben ser parte de una visión y de un programa de mayor alcance.
Tal estrategia debería tener tres puntos clave: toma de decisiones democráticas
a todos los niveles de la economía, desde la empresa hasta la planificación
macroeconómica, primero; segundo, mayor igualdad en la distribución de la
riqueza y el ingreso para poder lidiar con unas tasas más bajas de
crecimiento, dimanantes de restricciones económicas y medioambientales; y
tercero, una ética más cooperativa, no más competitiva, en la producción,
la distribución y el consumo.
Porque un programa así no
puede ser simplemente servido desde arriba por una elite tecnocrática, como
ha sido costumbre en esta administración, uno de cuyos errores de bulto ha
sido permitir que se esfumara el movimiento de masas que la llevó al poder.
Hay que reclutar a la gente en la construcción de la nueva economía, y aquí
los progresistas tienen mucho que aprender del movimiento del Tea Party con el
que, quieras que no, tendrán que competir en una lucha a vida o muerte por
las bases sociales de los EEUU.
La
naturaleza tiene horror al vacío
Krugman pronostica que los
resultados más probables en noviembre "paralizarán la política durante
los años venideros". Pero la naturaleza tiene horror al vacío, y el común
fracaso de los tecnócratas keynesianos y de los fundamentalistas de mercado
en punto a lidiar con los problemas y los miedos de los desempleados, de los
que están a pique de serlo y de la muchedumbre de personas que están económicamente
sobre el alambre engendrará con toda probabilidad fuerzas sociales fundadas
en esos miedos y problemas.
Un fracaso de la izquierda a
la hora de llenar creativamente ese espacio dará inevitablemente alas a una
revigorizada derecha con menos prejuicios en materia de intervención estatal,
una derecha que podría perfectamente combinar iniciativas tecnocráticas
keynesianas con un programa social y cultural tan populista como reaccionario.
Hay una palabra para este tipo de régimen: fascismo. Como nos recuerda Roger
Bootle, autor de The Trouble with Markets, millones de alemanes se
desilusionaron con el capitalismo de libre mercado durante la Gran Depresión.
Pero el fracaso de la izquierda en punto a ofrecer una alternativa viable la
hizo vulnerable a la retórica del partido que, una vez en el poder, combinó
medidas de tipo keynesiano de reanimación de la economía –que lograron
situar el desempleo por debajo del 3%— con un programa social y cultural
devastadoramente contrarrevolucionario.
¿Fascismo en los EEUU? No
resulta tan implausible como pudiera pensarse...
(*)
Walden Bello es miembro del parlamento filipino, presidente de la Freedom from
Debt Coalition y analista veterano en el Focus on the Global South, radicado
en Bangkok. Es autor de
“The Food Wars”.