“Que se vayan todos.” La
famosa consigna argentina contra la clase política, cuando ese país estaba
en su peor momento de crisis en 2001, ahora retumba en los muros de las calles
de Estados Unidos, no necesariamente como un movimiento coherente, sino como
expresión de hartazgo con todo, y enfocada en particular sobre el liderazgo
político en Washington.
Casi tres años después de
que estalló la peor crisis económica desde la gran depresión, después del
rescate de Wall Street y empresas gigantescas como General Motors por el
sector público, con una tasa de desempleo de casi 10 por ciento (y casi 17
por ciento si se incluye el subempleo), con uno de cada siete estadounidenses
ahora en la pobreza (el número más alto en medio siglo), y con una
concentración de la riqueza igual a la que prevalecía en 1928 (justo antes
de la Gran Depresión), y con pronósticos de que para la gran mayoría no
habrá alivio durante años, la confianza en la clase política visiblemente
está por los suelos.
Ocho de cada 10
estadounidenses expresan que están “frustrados” y/o decepcionados con la
política en general en este país, según encuesta de la agencia Ap y el
Centro Nacional de la Constitución. De hecho, registró que menos de 50 por
ciento de estadounidenses expresan confianza en las principales
“instituciones” del país; de hecho, la que genera mayor confianza para el
43 por ciento son las fuerzas armadas.
Para los políticos, las
calificaciones son pésimas. En la encuesta de Ap, se registra que 46 por
ciento prefiere no reelegir su representante legislativo (43 dice que sí). Un
73 por ciento desaprueba la manera en que el Congreso realiza su trabajo. Un
60 por ciento desaprueba cómo realizan su trabajo los demócratas en el
Congreso, y 68 por ciento desaprueba de la labor de los republicanos. El país
está dividido al calificar al presidente Barack Obama: 50 lo desaprueba, 49
por ciento lo aprueba, pero todas las encuestas demuestran un desplome en el
nivel de aprobación del mandatario. La mayoría cree que el país va en
dirección equivocada.
Todo esto después de una de
las sesiones legislativas más productivas y ambiciosas en las últimas décadas.
Bajo el liderazgo de Obama, el Congreso de mayoría demócrata aprobó un
paquete de estímulo de más de 800 mil millones de dólares que según cálculos
oficiales generó o rescató más de 3 millones de empleos; promulgó una
reforma de salud que ofrecerá cobertura para otros 32 millones de ciudadanos,
rescató al sector financiero, y aprobó unos 4 mil millones de dólares en
fondos de asistencia para evitar que miles perdieran sus hogares por no poder
pagar sus hipotecas, entre otras cosas. Aun así, la ira contra Washington ha
crecido.
Como resultado, hay creciente
alarma entre los demócratas con todos los expertos que pronostican un
panorama desolador. La pregunta ya no es si el partido que controla ambas cámaras
y la Casa Blanca sufrirá un revés, sino de qué tamaño será el desastre.
Si las cosas siguen igual, todos los pronósticos indican que los demócratas
perderán su mayoría en la cámara baja, y algunos se atreven a decir que
también podrían perder el Senado.
El consenso es que a pesar de
todos los logros, el factor central, “es la economía, estúpido”, como
resumía el famoso lema de la campaña electoral de Bill Clinton en los 90.
Cualquier otro tema es secundario. La desilusión pública nacional gira en
torno a eso, combinado con la percepción, demostrable empíricamente, de que
los ricos se han hecho más ricos y todos los demás han sufrido. Y entre esos
ricos están muchos políticos, algo que nutre, naturalmente, la desconfianza.
Mientras millones perdieron
empleos en esta recesión, los 50 legisladores más ricos se enriquecieron aún
más durante 2009. Los 50 legisladores más ricos compartían un valor total
de mil 400 millones de dólares –unos 85 millones de dólares más que en
2008–, según reveló la publicación The Hill, especializada en el
Congreso, basado en los documentos oficiales que entrega cada legislador por
ley para divulgar su patrimonio. El más rico de todos, por segundo año
consecutivo, fue el senador John Kerry, con un valor mínimo de 188.6 millones
de dólares. Y la riqueza es bipartidista: la lista de los 50 incluye 27 demócratas
y 23 republicanos (30 de ellos son representantes, 20 senadores).
Según el Center for
Responsive Politics en Washington, 44 por ciento de los senadores son
millonarios (no por nada frecuentemente tiene el apodo de Club de
Millonarios).
Todo esto podría provocar
desconfianza entre el electorado sobre cuáles son los intereses reales de
estos legisladores, y con quién se juntan. No ayuda cuando se revela que 115
legisladores de ambas cámaras reportaron un total de 25.6 millones de dólares
en inversiones en la industria de petróleo y gas en 2008, por ejemplo, así
como inversiones multimillonarias en bienes raíces, en la industria farmacéutica
etc., todo lo cual podría provocar sospecha cuando se debaten cuestiones como
el derrame en el Golfo de México o la crisis de las hipotecas o la reforma de
salud.
“¿Merecen los demócratas
lo que les va ocurrir (en la elección legislativa en noviembre)?
Absolutamente. Pero nosotros no. Nosotros seremos los que tendremos que sufrir
(si ganan los republicanos); ellos tendrán chambas muy cómodas como
cabilderos”, escribe el cineasta documentalista Michael Moore en su blog,
haciendo eco de las preguntas que enfrentan a ciudadanos progresistas. “¿Entonces
ahora los tenemos que salvar de ellos mismos? ¿Cuánto tiempo más tendremos
que jugar esta charada estúpida? ¿O es mejor que dejemos que se estrellen y
quemen y entonces empezar algo nuevo de los escombros?”
Pero antes que nada, la
pregunta ahora es: ¿en quién se puede confiar?