Lo
más exasperante de la cultura política en el corazón de
Washington no es la repetidamente vilipendiada línea
divisoria partidista, sino el perpetuo consenso de que mañana
todo será mejor cuando todas las señales evidencian lo
contrario. Las familias estadounidenses llevan años
inmersas en una vertiginosa espiral de decadencia económica,
una involución que no empezó con esta recesión y no
terminará pronto a menos que haya una intervención masiva
y sostenida. Esa es la dura realidad, una verdad tan clara
como el hecho de que poquísimas personas en el gobierno estén
preparadas para hacerle frente.
El
jueves pasado la Oficina del Censo de Estados Unidos publicó
datos que muestran una pobreza sin precedentes en el año
2009, año en el que casi 44 millones de estadounidenses
vivieron por debajo de la línea de pobreza, más de lo que
la Oficina del Censo ha registrado en los 51 años de
seguimiento a ese indicador. Puede que este haya sido el
titular menos sorprendente del año: es tan cierto que esos
números se derivan de nuestras elecciones políticas como
que el día precede a la noche.
Tampoco
causa sorpresa leer a quién le fue peor en 2009. Si bien el
índice total de pobreza alcanzó el 14,3% (una de cada
siete personas), más de una cuarta parte de la población
negra y de origen latinoamericano en el país vivió en
situación de pobreza el año pasado. Los datos sobre la
pobreza en la infancia son los más reveladores: casi 36% de
los niños negros y 33% de los niños de origen
latinoamericano eran pobres en 2009, al igual que 38,5% de
todas las familias a cargo de madres solas. Hagamos una
pausa para tratar de digerir esta información: más de la
tercera parte de todos los niños negros y de origen
latinoamericano crecen como indigentes. Frente a ese dato,
¿con qué cara podemos hablar articuladamente de un futuro,
el que sea, ya no digamos un mejor futuro?
Nos
conviene, como nación, plantearnos seriamente esta
pregunta, porque los problemas de las familias negras y de
origen latinoamericano se entienden mejor como indicadores
anticipados que como datos atípicos.
La
pérdida masiva de empleos entre 2008 y 2009 (el desempleo
se incrementó en 3,5%) es, sin duda, el principal factor
que explica el aumento inmediato de la pobreza. Sin embargo,
aquellos angustiosos meses no fueron el principio ni el
final del problema. La actual recesión se ha ensañado con
los estadounidenses negros por muy diversas razones, pero
una de las más importantes radica en el hecho de que los
vecindarios negros nunca superaron la recesión de 2001.
Esto significa que fueron el grupo más vulnerable a la
depredación del mercado inmobiliario que llevó a la economía
nacional del borde del precipicio al vacío.
Ahora
sabemos que los bancos otorgaron préstamos incobrables de
manera deliberada y que los reguladores hicieron caso omiso
de las sobradas señales en tiempo real que indicaban lo
fraudulento de esos préstamos y preveían el desastre. Esta
situación continuó impunemente porque no había nada nuevo
bajo el sol. La demanda de Wall Street de generosas
ganancias en el corto plazo alimentó las decisiones
irresponsables de los bancos respecto a los créditos mucho
antes de que se engolosinaran con los títulos subprime.
Todas las familias que entrevisté mientras cubría la
crisis de la vivienda habían sido inducidas a estos
peligrosos préstamos en un esfuerzo por salir de enormes
deudas contraídas por el uso de tarjetas de crédito,
abrumadores préstamos para estudiantes y muchas otras
trampas esparcidas por los bancos a lo largo y ancho de la
economía nacional.
A
medida que el Congreso trabaje en la eliminación de algunas
de esas trampas, los bancos y las grandes corporaciones no
harán sino colocar otras. Ya están buscando nuevas y
creativas maneras de engañar a sus clientes y convencerlos
de aceptar exorbitantes cuotas por sobregiro, así como
mecanismos para ampliar el mercado de los préstamos contra
sueldo. Las aseguradoras están aumentando las cuotas antes
de que entren en vigor las reformas y las empresas de
tarjetas de crédito están inventando la forma de evadir
los nuevos mecanismos de protección al consumidor... y eso
es apenas lo que sale a la luz. Lo cierto es que cada vez
hay más personas que llevan más de seis meses seguidos sin
empleo y cada vez más familias serán tan vulnerables al
efecto depredador de los bancos como tradicionalmente lo han
sido las familias negras y de origen latinoamericano.
Todo
esto explica por qué la tarea más importante en Washington
bien podría ser el nuevo organismo de control para la
protección financiera del consumidor creado gracias al
proyecto de reforma de Wall Street de este año.
Los
representantes de Wall Street que han comparecido ante el
Congreso se han esforzado por obstaculizar el proyecto del
nuevo organismo de control. Lograron bloquear la propuesta
de crearlo como agencia independiente, de manera que tendrá
su sede dentro de la Reserva Federal y operará con un
presupuesto propio. Es importante señalar que los mismos
reguladores que aprobaron el comportamiento cuestionable de
los bancos tendrán poder de veto sobre los trabajos de
vigilancia del nuevo organismo. Esto significa que la única
vía para que esta oficina tenga éxito consiste en tener a
una persona fuerte y con sentido común al frente de la
dirección, alguien muy cercano a la presidencia... alguien
como Elizabeth Warren, quien concibió y promovió el nuevo
organismo, y a quien los protectores de los bancos han
tratado de bloquear por todos los medios. Al inicio del
debate en torno a esta oficina, los republicanos llegaron al
punto de redactar una enmienda con el propósito explícito
de evitar que Warren la dirigiera.
Sin
embargo, el presidente Obama está dispuesto a nombrar a
Warren como jefa interina, con lo que evitará un feo
conflicto de ratificación. Le vendría bien ir aún más
allá, pero el movimiento es, pese a todo, un espectáculo
atrasado de supuesta resistencia acorde a la batalla que
libramos.
La
Casa Blanca también reaccionó a este sombrío informe
sobre la pobreza al señalar que el panorama podría ser
todavía más desalentador de no haberse recurrido al estímulo
del año pasado. Es verdad. Tal como lo señaló el Centro
de Política y Prioridades Presupuestales, los subsidios de
desempleo evitaron que 3,3 millones de personas se sumaran a
las filas de los más pobres el año pasado. Seguramente, en
algún momento de lo que queda del año el personal estadístico
de la Oficina del Censo recortará otros cuantos millones a
la cifra de pobres de esta semana cuando incluya en la
ecuación los créditos fiscales y los cupones para comprar
alimentos.
Claro
que la Casa Blanca y los demócratas en el Congreso no
logran convencer al electorado de merecer el crédito por
esa hazaña, ya que es como pretender resistir un huracán
armados con un paraguas. Ya había alrededor de 44 millones
de personas en situación de pobreza cuando el Congreso
repartió los relativos centavos del estímulo de 2009.
Ciertamente esa cifra ha crecido en 2010 debido al
incremento del empleo de largo plazo.
Cabe
notar que las únicas personas que han evitado sumirse en la
pobreza son las de la tercera edad. Mientras que el índice
de pobreza subió en prácticamente todos los grupos demográficos,
este grupo continuó con una disminución que ya ha durado
decenios y cayó al nivel más bajo registrado. ¿Por qué?
La respuesta es la seguridad social o, para decirlo sin
rodeos, el gasto gubernamental destinado a que los más
vulnerables no toquen fondo.
Por
otra parte, no es coincidencia que la pobreza alcance las
cifras más altas entre las madres solas y los niños. ¿Por
qué? Porque en las últimas dos décadas hemos hecho trizas
cada uno de los programas creados para sacar a esos grupos
de la pobreza. Según el Economic Policy Institute en un
reciente análisis que aborda la "década perdida"
de 2000 a 2010, "A medida que las políticas de combate
a la pobreza han llegado a depender más del trabajo
remunerado como principal vía para salir de la miseria, la
red de seguridad ha perdido eficacia como factor para
aminorar las privaciones económicas cuando la economía y
el mercado laboral van mal".
La
pobreza de hoy es el peaje acumulado por dos fuerzas que han
avanzado en tándem durante decenios: el despojo de la
riqueza familiar a manos de las grandes corporaciones y la
destrucción bipartidista de un refugio al que esas familias
desplumadas pudieran recurrir. Luchamos una larga y difícil
guerra contra la pobreza para evitar acabar exactamente
donde nos encontramos ahora. Pero la revolución reaganiana
fue el preludio de una larga y difícil guerra para revertir
cualquier progreso alcanzado. A pesar de las protestas de
Bill Clinton, los así llamados demócratas moderados hace
mucho que se de dieron por vencidos en la guerra de Reagan.
Como consecuencia, tenemos un gobierno tullido en el momento
en que más lo necesitamos. La verdad, simple y llana, es
que a menos que alguien en Washington pueda y quiera reunir
la fortaleza para reconstruir al gobierno y haya un piso sólido
y estable que contenga al pueblo, Estados Unidos seguirá
cayendo en picada.