Florida, escenario
tradicional de batallas decisivas en las urnas, es el reflejo perfecto del
panorama electoral en Estados Unidos: un consagrado político republicano
desplazado por un desconocido del Tea Party, un candidato demócrata castigado
por la impopularidad de la gestión de la Administración federal y ríos de
dinero corriendo en la campaña como si se tratase esta de una votación
crucial sobre el destino de la nación. En buena medida lo es. De lo que
ocurra dentro de dos semanas depende la gobernabilidad de la primera potencia
mundial y la consagración de una vía ideológica extremista que puede
encontrar imitadores en otros países.
En unas elecciones en las que
salen a votación los 435 miembros de la Cámara de Representantes, 36 escaños
del Senado y 37 puestos de gobernador entran en juego multitud de factores que
frecuentemente no están conectados entre sí. Pero, en su conjunto, estos
comicios que se celebran en la mitad del mandato de un presidente son, históricamente,
una oportunidad de valorar su gestión y corregir el rumbo. Desde la II Guerra
Mundial, solo en dos ocasiones ha triunfado el partido que ocupa la Casa
Blanca, lo que indica una clara tendencia de los norteamericanos a equilibrar
en las legislativas su voto de las presidenciales.
Así va a ser de nuevo este año.
Si no se produce una sorpresa mayúscula, los demócratas se preparan para una
fuerte derrota que les hará perder la mayoría en la Cámara de
Representantes y, probablemente, también en el Senado. La presidencia de la Cámara,
el tercer cargo en jerarquía del país, pasará de las manos de Nancy Pelosi,
una elegante progresista de San Francisco, a las de John Boehner, un ardiente
conservador de Ohio.
La derrota, en sí misma, no
representa un cambio dramático ni el augurio de una transformación más
profunda. Bill Clinton o Ronald Reagan, por ejemplo, perdieron sus elecciones
legislativas intermedias y obtuvieron después rutilantes victorias en las
presidenciales. Lo que hace las elecciones de este año potencialmente mucho más
trascendentes son los movimientos que se han venido dando, sobre todo en el
campo conservador, en los meses anteriores a la jornada de votación.
Volvamos al ejemplo de
Florida. Hace poco más de un año el gobernador del Estado, Charlie Crist, un
republicano tan exitoso que sonaba como candidato presidencial, era el
aspirante indiscutible al escaño del Senado vacante en esta circunscripción.
Una gestión eficaz y un carácter moderado parecían la combinación perfecta
para un triunfo del que nadie dudaba. Pero bastó un mero gesto de cortesía,
un abrazo con Barack Obama en una de las visitas presidenciales a esta zona,
para que todo se viniese abajo. El movimiento Tea Party, entonces en pleno
desarrollo, le acusó de traición y decidió apoyar a su desconocido rival,
el joven de origen cubano Marco Rubio. Sarah Palin, la anterior candidata a la
vicepresidencia, secundó inmediatamente esa decisión.
De repente, Rubio, un político
sin ninguna experiencia anterior y con un mensaje limitado a su “fe en Dios
y en la patria” que acogió a su familia, comenzó a subir como la espuma.
Acabó derrotando en las primarias a Crist, quien, frustrado y arrinconado,
decidió continuar su batalla como candidato independiente. Hoy Rubio aventaja
en las encuestas por 15 puntos a Crist y por más de 20 al candidato demócrata,
Kendrick Meek.
Toneladas
de dinero para los candidatos del Tea Party
El mérito es mucho menos de
Rubio, cuyo programa se reduce a repetir el lema del Tea Party –contra los
impuestos, contra el Estado, contra el socialismo–, que de los apoyos
recibidos. Consumado como un candidato del Tea Party, convertido casi en un símbolo
de ese movimiento, Rubio recibió dinero para su campaña en proporciones jamás
conocidas. En septiembre, Karl Rove creó en Florida una sucursal de su
American Crossroads, una organización formalmente sin ánimo de lucro –por
tanto, autorizada a mantener en secreto la identidad de sus donantes– que el
antiguo consejero político de George Bush puso en pie en 2009 para aglutinar
las toneladas de dinero circulante en contra de Obama.
Crossroads ha empleado aquí
cientos de miles de dólares en anuncios a favor de Rubio y en contra de Crist
y del presidente. Nunca unas elecciones en Florida han estado tan influidas
por dinero de fuera de sus fronteras estatales. Nunca unas elecciones en ningún
Estado del país han recibido antes inyecciones de dinero similares a las que
se manejan hoy. En Nevada, donde el líder de la mayoría demócrata en el
Senado, Harry Reid, batalla angustiosamente por retener su escaño, casi la
mitad del dinero gastado en la campaña ha sido recolectado fuera del Estado.
Crossroads y sus afiliados llevan gastados, según la organización no
partidista Centro por una Política Responsable, 127 millones de dólares (91
millones de euros) en propaganda, alguna de ella de una bajeza moral
inconcebible. La Cámara de Comercio, la mayor organización empresarial, ha
utilizado otros 75 millones de dólares en la misma dirección.
Esa combinación de la
pujanza del Tea Party con la masiva afluencia de dinero constituye la gran
novedad de esta campaña. El Tea Party ha puesto la energía, Karl Rove ha
puesto los medios. El Tea Party aporta las ideas, Rove, el dinero. De algún
modo, es el matrimonio del conservadurismo primitivo y extremo de las bases
republicanas con la versión más pura del conservadurismo neocon. O más
bien: la unión de todos los sectores radicales del Partido Republicano para
recuperar el poder, y esta vez ejercerlo sin concesiones.
El mejor ejemplo de esa santa
alianza se vio el pasado fin de semana en California. Con ocasión de la
Bakersfield Business Conference, acto que reúne anualmente a distintas
figuras conservadoras y en el que comparecieron juntos Sarah Palin, Karl Rove,
Newt Gingrich, Mitt Romney y Dick Cheney, renacido tras su última operación
de corazón. La influencia del ex vicepresidente, tanto personalmente como a
través de su hija Liz, una de las figuras republicanas más poderosas del
momento, crece cada día. Gingrich, aunque enemistado con ellos en el pasado,
es el lazo de unión con la revolución conservadora de los noventa, y Romney
acude a todas las citas por si se deciden a convertirlo en el candidato de
unidad del partido.
Todas estas fuerzas cabalgan
ahora sobre los lomos del Tea Party, a veces sin que el movimiento sea
consciente de ello. El resultado muy probablemente va a ser lo que el profesor
de la Universidad de Princeton Sean Wilentz llama "el Congreso más
conservador de la historia de EE UU". Más de 30 candidatos del Tea Party
pueden llegar a la Cámara baja, hasta ocho tienen posibilidades de acceder al
Senado. Todos ellos con la misión de no hacer prisioneros. Llegan con la
voluntad de ejecutar el sueño fanático y maximalista nacido en la América
rural y antiintelectual, una América castigada y desorientada ahora por la
crisis económica.
Comprando unas
elecciones
El gran humorista
norteamericano Will Rogers (1879 –1935) dijo una vez que “tenemos el mejor
Congreso que el dinero puede comprar”. Quisiera que nos viera hoy. La
enfermedad que Rogers diagnosticó hace tantas décadas era solamente un lunar
en el cuerpo político, comparado con el monstruo en que se ha metastatizado.
Como implica la célebre cita
de Rogers, desde hace mucho tiempo el dinero ha jugado un rol importante –y
las más de las veces nefasto– en la política norteamericana.
Con frecuencia, el poder económico concentrado de grupos con intereses
muy estrechos ha encontrado el beneplácito en los pasillos del Congreso, como
resultado de contribuciones de campaña bien ubicadas. No es inusual que las
industrias más socialmente destructivas tengan los cabildos más efectivos
que canalizan dinero para campañas con el fin de asegurar resultados
totalmente ajenos al interés público. Así, durante décadas la industria de
las armas de fuego, representada por la Asociación Nacional de Rifle (NRA), y
la industria tabacalera (los productos de esta son responsable de un estimado
de 400 000 muertes al año, solo en Estados Unidos) han puesto en práctica
las más exitosas operaciones de cabildeo en Washington.
Y las actividades de estas
industrias tampoco se han desarrollado con un nivel de discreción. Es más,
en 1995, el entonces presidente de la Conferencia del Partido republicano,
John Boehner –el hombre que se convertirá en presidente de la Cámara de
Representantes si los republicanos obtienen la mayoría– con todo descaro
repartió cheques entre sus colegas republicanos en el propio recinto de la Cámara.
Los cheques provenían del comité de acción política de la compañía
tabacalera Brown & Williamson Corp.
Y la influencia del dinero de
campaña no ha estado restringida a la política interna. Es del conocimiento
de todos que los cabildos de línea dura pro Israel y anti castrista han
ejercido durante décadas y hasta el presente enorme influencia
en la política exterior de EE.UU.
Estos cabildos han infligido un daño incalculable a las perspectivas
de paz en el Medio Oriente y a la normalización de las relaciones
EE.UU.–Cuba.
Y todavía falta mucho por
ver. Este es el año en que al poder del dinero se le permite
ejercer el máximo de influencia en la política norteamericana, gracias a un
Tribunal Supremo repleto de jueces pro corporaciones, nombrados por George W.
Bush. En enero, en el caso de Ciudadanos Unidos vs. Comisión Electoral
Federal, el Tribunal concedió al poder del dinero una de sus grandes
victorias En una decisión ideológica
de 5–4, el Tribunal Supremo hizo caso omiso de un precedente de décadas que
prohibía a corporaciones, asociaciones y sindicatos donar dinero para influir
en las elecciones.
La decisión de Ciudadanos
Unidos abrió las compuertas a las corporaciones para que contribuyeran con
decenas de millones de dólares a las campañas. Ese dinero, que ha
beneficiado más a republicanos que a demócratas en una proporción de 7 a 1,
se canaliza por organizaciones establecidas, como la Cámara de Comercio de
EE.UU., así como por grupos recién estrenados que sirven de pantalla a los
republicanos, y que fueron creados expresamente con este propósito.
Entre estos están American Crossroads y Crossroads GPS de Karl Rove,
el ex asesor principal de Bush.
Aunque bajo las nuevas
regulaciones las corporaciones podrían financiar directamente anuncios
comerciales de una campaña, la ventaja de utilizar a un tercero es que evita
repercusiones a las corporaciones, tales como protestas o boicots de
consumidores. Para las corporaciones, lo bueno de la situación es que la
organización a la cual entregan su dinero político no tiene que revelar al público
la identidad de la fuente de la contribución. De esa manera, las
corporaciones no solo pueden tratar de comprar las elecciones, sino que pueden
lograrlo sin que el elector sepa quién es el comprador.
El papel del dinero en estas
elecciones tiene una fuente secundaria, además de la decisión del Supremo:
la extrema concentración de riqueza individual que ha tenido lugar durante
las últimas dos décadas. El ascenso de un minúsculo pero fabulosamente rico
sector de la población hace
posible que una candidata como Meg Whitman, que aspira a ser gobernadora de
California en la candidatura republicana, gaste más de $140 millones de su
propia fortuna para tratar de comprar la elección.
Whitman es sólo una de los
muchos candidatos sin experiencia política, pero con una gran fortuna, que
han tratado de usar su dinero para llegar a un cargo público.
El éxito de Michael Bloomberg, el alcalde
multimillonario de Nueva York, está siendo emulado por muchos
candidatos, algunos de los cuales descubrirán que no basta la fuerza de
dinero para ganar una elección. Hasta
Donald Trump, el megalómano y urbanista de Nueva York, le ha estado dando
vueltas a la idea de aspirar a la presidencia en 2012.
Las elecciones de 2010 y de
2012 darán la medida de hasta dónde la democracia norteamericana puede
sobrevivir a la arremetida de plutocracia lanzada por el Tribunal Supremo y
las dos décadas de guerra de clases de los de arriba contra los de abajo.