La caída de la esperanza de vida en
EEUU
Del puesto 24º al 49º en diez años
Por Gennaro Carotenuto
gennarocarotenuto.it, 12/10/10
El Clarín de Chile, 20/10/10
Traducido por S. Seguí
Según estudios realizados, por
separado, por la Universidad de Columbia y la Organización
Mundial de la Salud, Estados Unidos ha pasado en sólo diez
años del puesto 24º al 49º en la clasificación mundial
de esperanza de vida, es decir, a vivir alrededor de 4,5 años
menos que los longevos japoneses ó 2,2 años menos que los
italianos, ubicados en el vigésimo lugar.
En 1960, los ciudadanos de EE.UU. se
encontraban en el quinto lugar, sólo detrás de dos países
escandinavos, Holanda y Australia. Tardaron 40 años en
perder 19 puestos y sólo otros 10 en descender otros 25.
Entre las causas de este auténtico colapso de su esperanza
de vida figuran la obesidad, el tabaquismo, el alcoholismo,
la mala alimentación, las enfermedades mal curadas, la
violencia y otros problemas típicos de países que tienen
un índice de desarrollo humano mucho peor.
Y ya no es tabú, ni siquiera en los
principales diarios, como el The New York Times o The Wall
Street Journal, hablar abiertamente de decadencia del país
de Barack Obama, que inicia su noveno año de guerra en
Afganistán, llegando incluso en algunos casos a describir
la situación nada menos que como "el colapso del
imperio estadounidense."
Diversas estadísticas, análogas a las
citadas de la esperanza de vida, confirman un empeoramiento
aparentemente imparable de la calidad de vida: a finales de
2009, el National Center for Health Statistics (Centro
nacional de estadísticas sanitarias) colocó al país en el
puesto 30º del mundo en materia de mortalidad infantil, uno
de los parámetros básicos del desarrollo. Los recién
nacidos estadounidenses mueren por razones similares a las
de los adultos, debido a un inadecuado modo de vida “de
pobres” [1]; el número de nacidos prematuros, una de las
principales causas de mortalidad infantil, es de más de dos
veces el de Finlandia.
Pero lo malo del asunto es que si las
Naciones Unidas coinciden, en términos generales, y colocan
a EE.UU. en el lugar 33º, los cálculos de la propia
Central Intelligence Agency (CIA), lo relegan a la 46º
posición, en cualquier caso, detrás de Cuba, situado en
torno al 28º puesto, casi a la par con Italia.
Además, todas las estadísticas o
estimaciones relativas a 2009 ó 2010 fueron
significativamente peores que las de sólo una o dos décadas
atrás y, a pesar de que la crisis es un hecho global, no
hay ningún otro país que registre un descenso tan acusado
en los indicadores de calidad de la vida.
Incluso después de sobrevivir los
primeros doce meses, los niños y los adolescentes de EE.UU.
no están a salvo. Según el UNICEF, entre los veinte países
más ricos del mundo, Estados Unidos es el segundo peor en
lo que se refiere al bienestar infantil. Sólo precede al
Reino Unido, último de una liga que contempla a los Países
Bajos en el primer lugar y a Italia en el octavo. En la
escuela las cosas van también de mal en peor: los
estudiantes estadounidenses ocupan el puesto 27º entre 33 o
países de la OCDE en cuanto a resultados en humanidades, y
el 22º en asignaturas científicas. Esto significa que,
para mantener el liderazgo, ya no basta con las prestigiosas
universidades de la Ivy League y la abundancia de premios
Nobel, si las masas tienen una educación muy pobre.
Hay muchas estadísticas e informes que
hablan de un país que está despeñándose rápidamente, en
ámbitos que van desde la escasa estabilidad del sistema
bancario (de acuerdo con el Foro Económico Mundial, compite
con Venezuela en el puesto 100º del mundo) a la drástica
reducción del transporte público. En las ciudades y las
poblaciones menores, para hacer frente a la crisis se
suprimen líneas enteras de autobuses y trenes. Las
investigaciones apuntan a la deuda estratosférica para
afirmar la necesidad (sic) de reducir la escuela obligatoria
en algunos Estados. Todo ello sin olvidar la tragedia de más
de dos millones de personas en prisión o la congelación de
los sueldos de los soldados en servicio de armas.
Algunos observadores del propio país
hablan ahora abiertamente de decadencia del imperio. Basta
con echar un vistazo a este artículo de The New York Times
–“ Governments Go to Extremes as the Downturn Wears
On”[2]– o a este otro de The Wall Street Journal
–“Asphalt Is Replaced By Cheaper Gravel; 'Back to Stone
Age'”[3]– para entender que, al otro lado del Atlántico,
algo muy importante está sucediendo con una rapidez
inesperada.
The Wall Street Journal, la Biblia del
capitalismo mundial, cuenta en el artículo mencionado la
renuncia a asfaltar miles de carreteras en diversas regiones
de Estados Unidos porque ya no hay dinero para hacerlo.
John Habermann, profesor de la
Universidad de Purdue, concluye que Estados Unidos está
regresando a la edad de piedra, refiriéndose a la piedra
picada sobre la que los deben conducir los ciudadanos del país
que inventó la cultura del automóvil.
Si el profesor John Habermann, que ha
impartido recientemente un taller titulado Back to the
Stone Age (De vuelta a la Edad de Piedra), dedicado
precisamente a la reaparición de caminos de tierra, exagera
en cuanto al tamaño del salto hacia atrás, Glenn
Greenwald, de Salon, y muchos con él, están de acuerdo en
algo que hace sólo diez años hubiéramos considerado
impensable de ver en el curso de nuestras vidas: el colapso
de EE.UU.
Nota:
1.–
Para más detalles, véase Heron M, Tejada–Vera B.,
"Deaths: leading causes”, PubMed.gov, U.S.
National Library of Medicine – National Institutes of
Health, Natl Vital Stat Rep. 2009 Dec 23.
2.–
Michael Cooper, “Governments Go to Extremes as the
Downturn Wears On”, New York Times, August 6, 2010.
3.–
Lauren Etter, “Roads to Ruin: Towns Rip Up the Pavement
– Asphalt Is Replaced By Cheaper Gravel; 'Back to Stone
Age'”, Wall Street Journal, July 17, 2010.
Gestión
empresarial contra calidad
educativa
El desastre de las “charter
schools”
Giro radical de una ex vicesecretaria
de educación
Por Diane Ravitch
Rebelión, 20/10/10
Tras quince años de resultados
magros en el ámbito educativo estadounidense, Diane Ravitch
(ex vicesecretaria de Educación– Investigadora en
Ciencias de la Educación de New York University),
testimonia cómo cambió de perspectiva en materia
educacional y denuncia el modelo de gestión empresaria que,
en detrimento de la calidad de la enseñanza, provoca graves
problemas en el sector. Sobre
este tema publicó en particular “The Death and Life of
the Great American School System: How Testing and Choice are
Undermining Education”, Basic Books, Nueva York, 2010. El
siguiente artículo fue publicado inicialmente en The Nation
(Nueva York) el 14 de junio de 2010, bajo el título “Why
I changed my mind” (“¿Por qué cambié mi
pensamiento”). (Traducción de Florencia Giménez
Zapiola.)
Cuando asumí como vicesecretaria de
Educación de la administración de George H.W. Bush en
1991, no tenía ninguna idea firme sobre el tema de la
“libre elección” en materia de educación ni sobre la
cuestión de la responsabilidad de los docentes. Y cuando
dos años más tarde dejé el gobierno, defendía el
principio de la remuneración al mérito: estimaba que los
docentes cuyos alumnos obtenían mejores notas debían ser
mejor pagados que los otros. Sostenía también que las
pruebas de evaluación debían ser generalizadas y que eran
útiles para determinar con precisión qué escuelas
necesitaban una ayuda suplementaria. Por eso aplaudí con
entusiasmo cuando, en 2001, el Congreso votó la Ley No
Child Left Behind (NCLB, ningún niño dejado atrás) y
nuevamente cuando, en 2002, el presidente George W. Bush
firmó su entrada en vigor.
Hoy, observando los efectos concretos
de estas políticas, cambié de opinión: ahora considero
que la calidad de la enseñanza que reciben los niños es más
importante que los problemas de gestión, de organización o
de evaluación de los establecimientos.
La ley NCLB exige que cada estado evalúe
la capacidad de lectura y de cálculo de todos los alumnos,
desde el equivalente de 3º grado hasta el equivalente de 2º
año. Los resultados son presentados según distintos
criterios: el origen étnico, el nivel de dominio del inglés,
la presencia de una eventual discapacidad y los ingresos
parentales. Los miembros de cada uno de estos grupos deben
aprobar el 100% de las pruebas antes de 2014. Si en una
escuela un grupo no demuestra progresos constantes hacia ese
objetivo, el establecimiento se ve sometido a sanciones cuya
severidad va en aumento. El primer año, la escuela recibe
una advertencia. Después, a todos los alumnos –incluso a
los que tienen buenas notas– se les ofrece la posibilidad
de cambiar de establecimiento. El tercer año, los alumnos más
pobres gozan de cursos suplementarios gratuitos. Si la
escuela no logra alcanzar sus objetivos en un período de
cinco años, se expone a una privatización, a ser
convertida en charter school, a una reestructuración
completa o, simplemente, al cierre. En ese caso, los
empleados pueden ser despedidos. Así, actualmente se ha
identificado cerca de un tercio de las escuelas públicas
del país (más de 30.000) que no cumplen con los
“progresos anuales satisfactorios”.
Punto crucial: la ley NCLB dejó que
los estados definieran sus propios modos de evaluación, lo
que condujo a algunos de ellos a bajar su nivel de exigencia
para que los alumnos alcanzaran sus objetivos más fácilmente.
En consecuencia, la mejoría del nivel escolar proclamado
localmente no siempre se refleja en las pruebas federales.
El Congreso obliga a las escuelas a
someter aleatoriamente a algunos de sus alumnos a una
evaluación nacional, el National Assessment of Educational
Progress (NAEP), para poder contrastar sus resultados con
los suministrados por los estados. Así, en Texas, donde se
habla de un verdadero milagro pedagógico, las notas en
lectura están estancadas desde hace diez años. Del mismo
modo, Tennessee calculaba en un 90% la cantidad de alumnos
que habían alcanzado los objetivos del año 2007, mientras
que la estimación del NAEP –26%– resultó menos halagüeña.
Miles de millones de dólares fueron
gastados para poner a punto –y después llevar a cabo–
las baterías de pruebas necesarias para estos diferentes
sistemas de evaluación. En muchas escuelas, la enseñanza
común se interrumpe varios meses antes de la fecha de los
exámenes para dar lugar a la preparación intensiva que se
les dedica a estos últimos. Muchos especialistas han
determinado que este trabajo no beneficia a los niños,
quienes aprenden a dominar las pruebas más que las materias
correspondientes.
A pesar del tiempo y el dinero
invertido, los puntajes en la NAEP apenas aumentaron; a
veces, simplemente se estancaron. En matemáticas los
progresos fueron incluso más importantes antes de la adopción
de la ley NCLB que después. En lectura, el nivel parece
haber mejorado para el equivalente de 4º grado. Sin
embargo, para el equivalente de 2º año, el puntaje de 2009
es el mismo que el de 1998.
Sin embargo, el problema principal no
procede de los propios resultados o de la manera en que los
estados y las ciudades manipulan las pruebas. La verdadera
“víctima” de este encarnizamiento es la calidad de la
enseñanza. La lectura y el cálculo se volvieron
prioritarios. Los docentes, conscientes de que estas dos
materias deciden el futuro de su escuela y por lo tanto de
su empleo, descuidan las otras. La historia, la literatura,
la geografía, las ciencias, el arte, las lenguas
extranjeras y la educación cívica son relegadas al rango
de materias secundarias.
Las charter schools
Desde hace aproximadamente quince años,
la “libre elección”, idea que se materializó
especialmente en las “charter schools” y que surgió a
fines de los años 1980, se ha arraigado en la imaginación
de fundaciones poderosas y de opulentos representantes del
sector patronal. Estos establecimientos forman desde
entonces un vasto movimiento que reúne a un millón y medio
de alumnos y más de 5.000 escuelas. Financiadas con el
dinero público, pero administradas como instituciones
privadas, las charter schools pueden sustraerse a la mayoría
de las reglamentaciones vigentes en el sistema público. Así,
más del 95% de ellas se niega a contratar docentes
sindicados. Cuando la administración del estado de Nueva
York quiso auditar a las charter schools que había
autorizado, estas últimas fueron a la justicia para
impedirlo: el estado debía tenerles confianza y dejarles
cumplir a ellas mismas esta auditoría.
El nivel de estas escuelas es muy
desigual. Algunas son excelentes; otras, catastróficas. La
mayoría se sitúa entre ambos extremos. La única evaluación
a escala nacional fue realizada por Margaret Raymond,
economista en la Universidad de Stanford.[1] A pesar de
estar financiada por la Walton Family Foundation y de ser acérrima
partidaria de las charter schools, Raymond revela que únicamente
el 17% de estos establecimientos exhibe un nivel superior al
de una escuela pública comparable. El 83% restante obtiene
resultados similares o inferiores. En los exámenes del
NAEP, en lectura y en matemáticas, los niños que
frecuentan las charter schools obtienen el mismo
“puntaje” que los otros, se trate de negros, hispánicos,
pobres o alumnos que viven en las grandes ciudades. No
obstante, el modelo se presenta como un “remedio mágico”
para todos los problemas del sistema educativo
estadounidense. Para la derecha, por supuesto, pero también
para gran cantidad de demócratas. Estos últimos formaron
un grupo de presión: los Democrats for Education Reform
(Los demócratas para la reforma de la educación).
Algunas charter schools están
dirigidas por intereses privados, otras por asociaciones sin
fines de lucro. Su modelo de funcionamiento descansa sobre
un fuerte índice de renovación del personal, pues los
docentes deben trabajar intensamente (a veces 60 ó 70 horas
por semana) y dejar su teléfono celular prendido para que
los alumnos puedan encontrarlos en cualquier momento. La
ausencia de sindicatos facilita tales condiciones de
trabajo.
Cuando los medios de comunicación se
interesan por el tema, frecuentemente se focalizan en
establecimientos excepcionales. Intencionalmente o no, dan
entonces la imagen de verdaderos “paraísos” poblados de
docentes jóvenes y dinámicos y de alumnos en uniforme, de
modales impecables y todos capaces de entrar en la
universidad. Pero estos informes descuidan algunos factores
determinantes. Para empezar, los establecimientos de buen
nivel seleccionan a sus alumnos entre las familias más
motivadas escolarmente. Además, aceptan menos alumnos de
lengua materna extranjera, discapacitados o sin domicilio
fijo, lo que les da una ventaja respecto a las escuelas públicas.
Por último, tienen el derecho de mandar de vuelta a la
escuela pública a aquellos elementos que “desentonen”.
Sin cambios con Obama
Cuando el movimiento a favor de las
charter schools levantó vuelo, descansaba en la seguridad
de que esos establecimientos serían fundados y animados por
docentes valientes y desinteresados que saldrían al
encuentro de los alumnos con mayores dificultades. Libres
para innovar, podrían aprender a ayudar mejor a esos
alumnos y favorecerían a toda la comunidad por los
conocimientos adquiridos cuando se reintegraran al sistema público.
Pero en la actualidad, estos establecimientos rivalizan
abiertamente con las escuelas públicas. En Harlem, los
establecimientos públicos deben lanzar campañas de
comunicación a los padres. El presupuesto de 500 dólares
(o menos) que consagran a los folletos promocionales dan una
pobre impresión al lado de los 325.000 dólares ofrecidos
por el poderoso grupo que trata de echarlos del sector.
En enero de 2009, cuando la
administración de Barack Obama llegó al poder, yo estaba
persuadida de que anularía la ley NCLB y volvería a partir
de bases sanas. Se produjo lo contrario: abrazó las ideas y
las opciones más peligrosas de la era George W. Bush.
Bautizado Race to the Top (Carrera hacia la meta), su
programa tentó con subvenciones de 4.300 millones de dólares
a los estados que estaban asfixiados con la crisis económica.
Para obtener este beneficio, estos últimos debían suprimir
todo límite legal a la implantación de las charter
schools. Así la expansión de las charter schools viene a
realizar el viejo sueño de los businessmen de la educación
y de los partidarios del mercado libre que aspiran a
desmantelar el sistema público.
Ahora bien, es absurdo evaluar a los
docentes según los resultados de los alumnos, pues esos
resultados dependen, por supuesto, de lo que sucede en
clase, pero también de factores externos tales como los
recursos, la motivación de los alumnos o el apoyo que
aporten los padres. Sin embargo, sólo se considera
“responsables” a los docentes. En cuanto a
“transformar” a las escuelas con dificultades, se trata
de un eufemismo destinado a encubrir el mismo tipo de
medidas que las impuestas por la ley NCLB. Si los resultados
no mejoran rápidamente, los establecimientos son
transferidos al estado respectivo, cerrados, privatizados o
transformados en charter schools. Cuando las autoridades del
estado de Rhode Island anunciaron su intención de despedir
a todo el personal docente del único liceo de la ciudad de
Central Falls, su decisión fue aplaudida por el Secretario
de Educación, Arne Duncan, y por el propio presidente demócrata.
El personal fue recontratado recientemente, con la condición
de aceptar jornadas más largas y de dar más ayuda
personalizada a los alumnos.
El acento puesto por la administración
Obama en la evaluación empujó a los estados a modificar su
legislación con la esperanza de obtener los fondos
federales que tanto necesitan. Florida acaba de votar una
ley que prohíbe el reclutamiento de docentes principiantes,
somete la mitad de su salario a los resultados de sus
alumnos, suprime los presupuestos dedicados a la formación
continua y financia la evaluación de los alumnos con el 5%
del presupuesto escolar de cada circunscripción. Padres y
docentes unieron sus fuerzas y lograron convencer al
gobernador, Charlie Crist, de que no firmara la ley, lo cual
probablemente puso fin a su carrera en el Partido
Republicano. Pero lo cierto es que se toman medidas
parecidas en todo el país.
Nota:
1.–
“Multiple choice: Charter School performance in 16
states”, Center for Research on Education Outcomes
(Credo), Stanford University, California, junio de 2009.
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