Esta es una época
interesante, y lo digo en el peor sentido de la palabra.
Ahora mismo, estamos viendo no una sino dos crisis
inminentes, cada una de las cuales podría provocar un
desastre mundial.
En Estados
Unidos, los fanáticos de derechas del Congreso pueden
bloquear un necesario aumento del tope de la deuda, lo que
posiblemente haría estragos en los mercados financieros
mundiales.
Mientras
tanto, si el plan que acaban de pactar los jefes de Estado
europeos no logra calmar los mercados, podríamos ver un
efecto dominó por todo el sur de Europa, lo cual también
haría estragos en los mercados financieros mundiales.
Solamente
podemos esperar que los políticos congregados en Washington
y Bruselas consigan esquivar estas amenazas. Pero hay una
pega: aun cuando nos las arreglemos para evitar una catástrofe
inmediata, los acuerdos que se están alcanzando a ambos
lados del Atlántico van a empeorar la crisis económica
casi con toda seguridad.
De hecho, los
responsables políticos parecen decididos a perpetuar lo que
he dado en llamar la Depresión Menor, el prolongado periodo
de paro elevado que empezó con la Gran Recesión de
2007–2009 y que continúa hasta el día de hoy, más de
dos años después de que la recesión supuestamente
terminase.
Hablemos un
momento sobre por qué nuestras economías están (todavía)
tan deprimidas. La gran burbuja inmobiliaria de la década
pasada, que fue un fenómeno tanto estadounidense como
europeo, estuvo acompañada por un enorme aumento de la
deuda familiar. Cuando la burbuja estalló, la construcción
de viviendas cayó en picado, al igual que el gasto de los
consumidores a medida que las familias cargadas de deudas
hacían recortes.
Aun así, todo
podría haber ido bien si otros importantes actores económicos
hubiesen incrementado su gasto y llenado el hueco dejado por
el desplome de la vivienda y el retroceso del consumo. Pero
ninguno lo hizo. En concreto, las empresas que disponen de
capital no ven motivos para invertir ese capital en un
momento en el que la demanda de los consumidores es débil.
Los Gobiernos
tampoco hicieron demasiado por ayudar. Algunos de ellos
–los de los países más débiles de Europa y los
Gobiernos estatales y locales de EE UU– se vieron de hecho
obligados a recortar drásticamente el gasto ante la caída
de los ingresos. Y los comedidos esfuerzos de los Gobiernos
más fuertes –incluido, sí, el plan de estímulo de
Obama– apenas bastaron, en el mejor de los casos, para
compensar esta austeridad forzosa.
Así que
tenemos unas economías deprimidas. ¿Qué proponen hacer al
respecto los responsables políticos? Menos que nada. La
desaparición del paro de la retórica política de la élite
y su sustitución por el pánico al déficit han sido
verdaderamente llamativas. No es una respuesta a la opinión
pública. En un sondeo reciente de CBS News/The New York
Times, el 53% de los ciudadanos mencionaba la economía y el
empleo como los problemas más importantes a los que nos
enfrentamos, mientras que solo el 7% mencionaba el déficit.
Tampoco es una respuesta a la presión del mercado. Los
tipos de interés de la deuda de EE UU siguen cerca de sus mínimos
históricos.
Pero las
conversaciones en Washington y Bruselas solo tratan sobre
recortes del gasto (y puede que subidas de impuestos, es
decir, revisiones). Esto es claramente cierto en el caso de
las diversas propuestas que se están tanteando para
resolver la crisis del tope de la deuda en Estados Unidos.
Pero es igual de cierto en Europa.
El jueves, los
"jefes de Estado y de Gobierno de la zona euro y las
instituciones de la UE" –este trabalenguas da idea,
por sí solo, de lo confuso que se ha vuelto el sistema de
gobierno europeo– publicaban su gran declaración. No era
tranquilizadora.
Para empezar,
resulta difícil creer que la compleja y estrambótica
ingeniería financiera que la declaración propone pueda
resolver realmente la crisis griega, por no hablar de la
crisis europea en general.
Pero, aunque
así fuera, ¿qué pasará después? La declaración pide
unas drásticas reducciones del déficit "en todos los
países salvo en aquellos con un programa" que debe
entrar en vigor "antes de 2013 como muy tarde".
Dado que esos países "con un programa" se ven
obligados a observar una estricta austeridad fiscal, esto
equivale a un plan para que toda Europa reduzca drásticamente
el gasto al mismo tiempo. Y no hay nada en los datos
europeos que indique que el sector privado vaya a estar
dispuesto a cargar con el muerto en menos de dos años.
Para aquellos
que conocen la historia de la década de 1930, esto resulta
demasiado familiar. Si alguna de las actuales negociaciones
sobre la deuda fracasa, podríamos estar a punto de revivir
1931, el hundimiento bancario mundial que hizo grande la
Gran Depresión. Pero si las negociaciones tienen éxito,
estaremos listos para repetir el gran error de 1937: la
vuelta prematura a la contracción fiscal que dio al traste
con la recuperación económica y garantizó que la depresión
se prolongase hasta que la II Guerra Mundial finalmente
proporcionó el impulso que la economía necesitaba.
¿He
mencionado que el Banco Central Europeo –aunque,
afortunadamente, no la Reserva Federal– parece decidido a
empeorar aún más las cosas subiendo los tipos de interés?
Hay una
antigua cita, atribuida a distintas personas, que siempre me
viene a la mente cuando observo la política pública:
"No sabes, hijo mío, con qué poca sabiduría se
gobierna el mundo". Ahora esa falta de sabiduría se
pone plenamente de manifiesto, cuando las élites políticas
de ambos lados del Atlántico malogran la respuesta al
trauma económico haciendo caso omiso de las lecciones de la
historia. Y la Depresión Menor continúa.
(*)
Paul Krugman es profesor de Economía en Princeton y premio
Nobel 2008.