¿Ha comenzado la declinación del
imperio? Es muy pronto para decirlo, pero el modelo económico
de los Estados Unidos, seriamente jaqueado, parece haber
encontrado sus límites últimos, y se encamina a un penoso
ajuste.
El déficit fiscal estadounidense
reapareció en el primer gobierno de George W. Bush,
revirtiendo el superávit heredado de Clinton. En un
principio, por el aumento del gasto bélico, que pasó de
371 a 735 mil millones entre 2000 y 2008, y las reducciones
de impuestos a los más adinerados.
A partir de la crisis de las subprime,
las transferencias por seguridad social, necesarias para
atender muy parcialmente el desempleo y la pobreza
crecientes, engrosaron el gasto público; pero mucho más lo
aumentaron los dos planes de rescate, el de Bush y el de
Obama, por 700 y 900 mil millones de dólares,
respectivamente, para los bancos y las empresas en
problemas.
Para peor, la recesión redujo la
recaudación de impuestos en 2008 y 2009, agravando el déficit
fiscal (ver gráfico). Pese a que en 2010 el producto
estadounidense creció un 2,9 por ciento, aun hoy el
desempleo supera el 9 por ciento, un nivel muy alto en un país
con baja protección social, y unas 200.000 familias por mes
pierden sus viviendas, a causa de sus hipotecas impagas.
Los ingresos del gobierno federal sólo
cubrieron en 2010 las tres cuartas partes de sus gastos, los
continuos déficit se acumularon y aumentaron la deuda pública,
que desde mayo pasado superó el máximo autorizado por el
Congreso, 14,3 billones de dólares (trillones para ellos),
equivalente al producto bruto estadounidense.
Aunque Obama logre negociar con los
republicanos la autorización del Parlamento para superar
ese límite, igualmente ya ha anunciado que pondrá en
marcha el ajuste de las cuentas públicas, bajando el gasto
(en programas sociales) y aumentando los impuestos (menores
exenciones a los ricos, y probablemente un IVA nacional).
El resultado inmediato de estas medidas
será reducir la producción y el empleo y agudizar el
conflicto social. Este sería, con todo, el “mejor
escenario”, suponiendo que el ajuste realmente funcione y
reduzca el déficit, es decir, que la reforma tributaria
sobrecompense la caída de la recaudación sobreviniente,
ligada al menor nivel de actividad, que resultará de la
reducción de las compras del sector público y del menor
ingreso disponible de las personas.
Recordemos que cuando en septiembre de
2001 el gobierno argentino dispuso el “déficit cero”,
la recaudación de impuestos bajó un 30 por ciento en el
trimestre posterior, aumentando el déficit fiscal, y el
producto bruto un 11 por ciento.
El sufrimiento humano fue ofrendado en
el altar de los acreedores, en prueba de la voluntad de pago
a toda costa, pero esta estrategia no rindió recompensas
para el bienestar general ni evitó el default. Hasta aquí,
nada nuevo bajo el sol.
La Reserva Federal tampoco puede seguir
inyectando dólares en cantidad, como ha venido haciéndolo
hasta ahora, no solamente porque ya las tasas de interés
son casi cero, sino que, por otra parte, los dólares se
emiten contra bonos del Tesoro, que a su vez, son deuda pública.
La superliquidez en dólares, que
alimenta burbujas en los mercados especulativos mundiales,
entre ellos, el de las materias primas (que suben, además,
por otros factores), debilita al dólar, y éste es un
objetivo buscado del gobierno estadounidense, ya que mejora
la competitividad de sus exportaciones y encarece sus
importaciones, aliviando también el déficit del comercio
exterior de este país.
Pero el principal mercado de los
Estados Unidos, que es la Unión Europea, también se
encuentra en problemas, y la principal moneda contra la que
el dólar necesita debilitarse, que es el euro, tampoco
logra hacer pie, y hasta su supervivencia está amenazada.
Todo esto configura un terreno de turbulencias fuertes en el
sistema monetario internacional.
Durante treinta años, los Estados
Unidos pagaron a crédito no sólo el alza del consumo de
los hogares –que se endeudaron mientras sus ingresos caían,
y ahora ya no pueden ni atender sus pasivos ni seguir endeudándose
ni consumiendo–, sino un aparato militar desmesurado en
relación con el de las demás potencias, que despliega su
poderío en todo el planeta para proteger los intereses
estratégicos estadounidenses y los de sus empresas e
inversiones. Pero ahora el tembladeral de la economía
estadounidense pone en cuestión el papel del dólar como
refugio y reserva de valor.
Más allá de las grandes compras de
bonos del Tesoro por parte de la Fed, los grandes inversores
extranjeros, empezando por China (los otros más importantes
son Japón, Alemania y Gran Bretaña), ya empezaron a mirar
con desconfianza las colocaciones de bonos del Tesoro
norteamericano, por su baja remuneración e incipiente
riesgo.
Una inflación en dólares licuaría el
valor real de la deuda estadounidense, pero el mundo ha
cambiado respecto de los años ’70 y ’80, cuando esto
fue posible. El peso de los BRIC, la intensificación del
comercio Sur–Sur, la amarga experiencia de la deuda
externa y de las crisis en Latinoamérica, Asia y Rusia
hacen hoy mucho más difícil para los Estados Unidos
aliviar su carga trasladando el ajuste a la periferia.
Tampoco Estados Unidos puede contar con
la ayuda de Japón, como ocurrió en los años ’80 a
partir de los acuerdos monetarios que llevaron a la crisis
del país asiático, que ya lleva veinte años de
dificultades económicas, su deuda soberana es del 200 por
ciento del PIB y además enfrenta el marasmo del terremoto.
Ya en noviembre de 2010, Dagong, la
calificadora oficial de China, disminuyó la calificación
de la deuda pública de Estados Unidos de AA a A+, bajo el
argumento de que “serios defectos en el desarrollo económico
de los Estados Unidos y su modelo de administración llevarán
a una recesión de largo plazo de su economía, reduciendo
los fundamentos de su solvencia soberana”, y que la política
de dinero fácil de la Reserva Federal, en busca de una
obvia tendencia de depreciar el dólar, contra los intereses
de los acreedores, indica la declinación de las intenciones
del gobierno estadounidense de repagar su deuda.
Unos meses más tarde, en abril, también
Standard & Poors calificó de negativo el panorama de la
deuda soberana estadounidense, basada en el riesgo real de
que los hacedores de política no pudieran acordar cómo
reducir el déficit presupuestario, debilitando su perfil
fiscal respecto de otros países cuya deuda está calificada
como AAA. Parece que no queda más para los norteamericanos
que esta nueva austeridad y la puesta en cuestión de su
modo de vida, que sin dudas entraña el riesgo de alimentar
las tensiones sociales y políticas en un país que hace
tiempo no estaba tan dividido.
(*) Autores de “Las grandes crisis
del capitalismo contemporáneo”.