Con un acuerdo en el horizonte para
evitar la suspensión de pagos, llega la hora de decidir quiénes
son los ganadores de esta crisis. Aunque las principales
exigencias de los republicanos han sido aceptadas y Barack
Obama y los demócratas son quienes más han cedido en la búsqueda
de una solución, eso puede no traducirse automáticamente
en una posición ventajosa de los primeros con vistas a próximas
citas electorales. Esta es una crisis compleja que los
ciudadanos pueden juzgar desde diferentes ángulos y con
imprevisibles resultados.
Obama ha cedido claramente en el
principio de aceptar recortes de gastos sociales sin una
compensación de aumento de impuestos a los ricos. Es de
esperar en los próximos días una ola de furia de parte de
la izquierda por esa razón. Pero el Partido Republicano ha
transmitido una imagen de radicalismo e irresponsabilidad
que genera dudas sobre su capacidad para gobernar y puede
alejarle de los votantes independientes. Atrapado en las
redes del Tea Party, la unidad del partido se ha visto
amenazada y sus principales líderes, particularmente el
presidente de la Cámara de Representantes, John Boehner, se
han debilitado.
El perdedor indiscutible, por el
momento, es el propio Estados Unidos, que ha vivido una
especie de Vietnam político en el que ha quemado prestigio
como país, credibilidad como gran potencia y solvencia como
patrón económico de referencia. El mundo tiene hoy todo el
derecho a preguntarse: si la clase política norteamericana
se comporta así en un asunto de vital trascendencia para
sus propios intereses, ¿se puede dejar en sus manos otras
decisiones cruciales para la estabilidad internacional?
Las naciones no alcanzan la categoría
de potencias dominantes solo por poseer grandes economías o
poderosos ejércitos. Es preciso también que actúen acorde
con los intereses genéricos del resto de los países, a
favor de la prosperidad y de la paz mundial. Esta crisis ha
desatado dudas razonables de que, en su actual situación
política, EE UU sea capaz de hacerlo, por lo que las
consecuencias más graves de lo ocurrido aquí en las últimas
semanas pueden sentirse en los años venideros.
Lo que probablemente quedará de esta
crisis no serán los cruces de acusaciones y amenazas entre
un lado y otro del arco parlamentario. Lo que quedará,
aunque se evite en última instancia la tragedia de la
suspensión de pagos, es la impresión de una clase política
incapaz de responder a intereses globales. Para los enemigos
de EE UU, esta será una fecha que anotarán en el
calendario como uno de los hitos que marcó el declive de
este país.
No se siente aún así en EE UU. La
precipitación por responder a las presiones inmediatas
obliga por el momento a ambos partidos a limitar los daños
propios y agravar los del contrario. La campaña electoral
empieza dentro de seis meses y va a ser muy importante la
interpretación que los electores hagan de lo que ha
ocurrido en Washington en estos días. Sobre el papel, es un
éxito indiscutible de los republicanos. El simple hecho de
que Obama haya tenido que aceptar condiciones para la
elevación del techo de deuda, un procedimiento que se ha
hecho 77 veces en los últimos 50 años sin que nadie
reparara siquiera en su existencia, es una gran victoria de
los conservadores.
Pero, además, esas condiciones, por lo
que se conoce del acuerdo, recogen esencialmente la filosofía
republicana y contradicen las promesas del presidente. Hace
exactamente una semana, cuando Obama se dirigió a la nación
por televisión, todavía defendió la necesidad de
"pedir a los norteamericanos más ricos y a las
corporaciones más grandes renunciar a algunas de sus
ventajas fiscales y deducciones especiales". Por el
momento, no hay ninguna de esas renuncias en el pacto hecho
con los republicanos. Esto va a confirmar, ante los ojos de
la izquierda, que Barack Obama es un presidente blando y
excesivamente conciliador. "Siempre empieza las
negociaciones situándose a mitad de camino, y a medida que
el otro se corre a la derecha, él le sigue en esa dirección",
se quejaba ayer el economista Paul Krugman.
La esperanza de la Casa Blanca es que
esa condición, que la izquierda ve como un defecto, sea
considerada virtud por el público en general. La opinión pública
quería un acuerdo. Así lo decían explícitamente las
encuestas. Si ese acuerdo es mérito de la flexibilidad de
Obama o de la firmeza de los republicanos, queda para un
juicio posterior.
A medida que las mentes estratégicas
de Washington averiguan cómo construir una nación en
Afganistán mientras socavan la destruida infraestructura de
este país, la cultura política norteamericana se dedica a
debatir acerca del matrimonio gay y el tope de la deuda.
En su programa de radio, Rush Limbaugh
aún subraya el segundo nombre del presidente: “Huuu—ssssein.”
Millones ahogan una risita indignada por la “sutileza”
de Rush y, por supuesto, siguen creyendo que el musulmán
radical Obama nació en Kenia. Para Rush, Obama representa a
la izquierda, una amenaza a nuestro derecho a escoger a
nuestros propios médicos y quedarnos con todo nuestro
dinero. Los círculos progresistas de izquierda han
rebautizado a Obama: el Presidente Desilusión.
Al juzgar al presidente, ambos campos
tienden a pasar por alto o confundir la fuerza de las
instituciones imperiales en la formación de las políticas.
Mientras que la disfunción se apodera de la gobernancia y
las prioridades razonables, gran parte de la retórica anti-Obama
que se escribe sigue siendo personal. “A él le fascinan
los mejores y más brillantes individuos blancos”, escribió
Frank Rich en la revista New York (3 de julio), como si en
vez de eso Obama pudiera haber confrontado y cambiado a los
blancos que son los pilares de las instituciones
atrincheradas y de la cultura arraigada.
Obama heredó un legado imperial, el
cual le ofrece opciones limitadas. Las reglas del Siglo
Norteamericano de Henry Luce aún prevalecen en los
supuestos de política y encuentran una voz pública en los
editoriales de los principales periódicos. Dios, la
Historia y el Destino escogieron a Estados Unidos para
patrullar el mundo y definir el orden estratégico y económico,
no importa cuán destruida esté la economía. Europa
Occidental aún no se ha enfrentado a esos supuestos.
Mientras tomaba posesión del cargo en
2009, el legado cayó invisible pero pesadamente sobre los
hombros de Obama: la permanente y enorme institución
militar (casi $1 billón de dólares al año, contando la
inteligencia, armas nucleares
y las guerras no presupuestadas) recibiría un apoyo sin
cuestionamientos de parte de la mayoría congresional y los
más importantes medios de prensa. Después de solo una década,
Eisenhower observó y temió a este complejo
militar-industrial y científico. Sesenta años después,
casi todos los distritos congresionales tienen un proyecto
“relacionado con la defensa”.
La retórica de campaña de Obama, un
presidente en busca del “cambio”, no incluía
enfrentarse al Establishment de unos 400 000 miembros de las
fuerzas armadas en casi 800 bases a través del mundo (40 países),
además de dos guerras simultáneas en curso.
Adicionalmente, esta industria de “defensa” y sus
derivados –las bases que mantienen a pueblos y pequeñas
ciudades– está relacionada con millones de empleos.
¿Imaginó Obama que las crisis
financieras de alguna forma provocarían que el
Establishment al que le deben fidelidad abandonaría las
reglas y los costos del imperio para que los pobres y la
clase media del país sufran menos? Solo un hechicero cínico
hubiera previsto que los republicanos decidirían impedir la
reelección de Obama a cualquier precio. Escogieron el tope
de la deuda como su tema principal para forzar una crisis, y
así minimizar el desempleo, ejecuciones hipotecarias,
personas sin vivienda y la pobreza en aumento que ha atacado
a la población y obligado a estados y ciudades a cerrar
escuelas, clínicas y bibliotecas –y permitir que se
erosione la infraestructura.
Los miembros del propio partido de
Obama en el Congreso se sumaron al lunático desfile
republicano de horrores que es la mentira del tope de la
deuda, la cual trasciende con mucho las necesidades básicas
de la gente; por tanto, el Congreso debe reducir drásticamente
o incluso eliminar programas sociales básicos.
A fines de la década de 1940, los
liberales norteamericanos se convirtieron en importantes
socios de lo que se convirtió en la economía permanente de
guerra. En 2011, este monstruo ha crecido y devorado enormes
porciones del tesoro nacional. El
no cuestionado presupuesto imperial –no olviden los
acuerdos de libre comercio– se combina con el constante
deseo corporativo de reducir el socialmente necesario costo
de la fuerza de trabajo. La verborrea acerca del tope de la
deuda y el derroche del gobierno le cubre las espaldas a las
corporaciones.
Nadie oye a los directores generales
quejarse de los costos del imperio, porque el imperio
protege las inversiones y defiende medidas económicamente
ventajosas. Sin embargo, el público recibe este mensaje en
eufemismos que comienzan con palabras como “libre”,
“seguridad”, “defensa” y “guerra al terrorismo”.
El Congreso no pregunta cómo recortar
cientos de miles de millones dólares de las dudosas
aventuras imperiales y con eso reconstruir la
infraestructura. En su lugar, los republicanos (y algunos
demócratas) llegan a un consenso para recortar los
programas de Seguridad Social, Medicare y Medicaid que costó
a los trabajadores norteamericanos esfuerzo y sangre para
que se establecieran. Solo queda a debate la cantidad a
reducir.
A medida que el consenso se fortalecía
en contra de gravar con impuestos a los asquerosamente ricos
EEUU, según el World Factbook de la CIA, cayó al lugar 46
en mortalidad infantil, superado por Cuba.[1]
Una encuesta de la revista médica
Lancet acerca de la mortalidad maternal, descubrió que
Albania se encontraba en el lugar 22, con 8,1 por 100 000
nacimientos vivos, mientras EEUU se situaba en el puesto 39
con 16,7.[2]
Estas tasas en picada y el constante
alto desempleo (más de 9%) debieran señalarle al
presidente el camino hacia un plan lógico. En su lugar,
Obama ha ignorado la invisible erosión de las normas
norteamericanas y ha dedicado su retórica y su atención,
como prometió en su campaña, en ganarse “corazones y
mentes” –olvídense de la guerra– en Afganistán, el
cual permanece en el lugar 181 (último) en la lista de
indicadores básicos, después
de una década de buenas obras (ocupación), exactamente el
mismo lugar que ocupaba cuando gobernaba el Talibán.
El imperio recibe su aumento anual de
financiamiento para multiplicar la destrucción y la muerte
–mientras que de manera simultánea multiplica los
enemigos de EEUU en nombre de la lucha contra el terrorismo.
El debate acerca de este tema es mínimo, mientras que fuego
y azufre emergen para decidir cuánto más se reducirán los
fondos que sostienen la infraestructura de la nación.
“Me recuerda a la Antigua Roma”, me
dijo un amigo. “Bachman
y Palin pudieran gobernar en vez de Nerón y Calígula”. Cómo
alertó el ex rector de Harvard Derek Bok: “Si ustedes
creen que la educación es cara, prueben con la
ignorancia”.
* El nuevo filme de Saul Landau,
“Por favor, que el verdadero terrorista se ponga de
pie”, está disponible en DVD por medio de
cinemalibrestudio.com. Landau es miembro del Instituto para
Estudios de Política.
Notas:
1.- En:
http://en.wikipedia.org/wiki/List_of_countries_by_infant_mortality_rate).
2.- EN:
www.guardian.co.uk/news/datablog/2010/apr/12/maternal-mortality-rates-millennium-development-goals