El sueño americano –tanto su mito como su realidad–
ha sido anulado aquí y sólo los ricos pueden dormir. Esto no es simbólico;
de hecho, está al centro de todo el debate político y social de Estados
Unidos. La promesa de este país fue que todos, sin importar dónde y cómo
nacieron, en la pobreza o en una mansión, si en este u otro país, de una
raza u otra, tenían a su alcance la oportunidad de mejorar sus condiciones de
vida para que fueran superiores a las de la generación anterior.
Claro que en su forma más simplista –cualquiera podría
llegar a ser presidente o millonario si se portaba bien, estudiaba mucho y
trabajaba más– siempre fue un mito, como también eso de que ésta era una
sociedad sin clases económicas. Pero en cierto grado, por ser la economía más
rica del mundo, con una serie de conquistas logradas por movimientos sociales
(derechos y normas laborales, derechos civiles, educación pública, seguro
social, etcétera), Estados Unidos sí ofreció elementos de ese sueño, y
durante décadas cada generación gozó de mejores condiciones que su
antecesora. Hasta que ya no.
El sueño aquí fue cancelado con las mismas políticas
neoliberales aplicadas a países del tercer mundo, ahora implementadas en el
primer mundo. Los resultados, en el contexto de cada país, son los mismos:
desmantelamiento del estado de bienestar, privatización de funciones públicas
(incluidas las guerras), ataque frontal para destruir organizaciones sociales,
sobre todo sindicatos, intentos por revertir conquistas sociales (derechos
laborales, de mujeres, de minorías, de educación, etcétera), mayor represión
(este país ha enjaulado a más de 2 millones de sus habitantes –más que
cualquier otro en el mundo– en sus prisiones), y concentración extrema de
la riqueza.
Durante los últimos meses se ha documentado tanto el fin
de ese sueño como las pesadillas que lo han sustituido. Entre éstas: uno de
cada dos estadounidenses está en la pobreza o al borde de ésta; dos tercios
del caudal neto de los latinos y la mitad del de los afroestadounidenses se
esfumó al perder su posesión más valiosa: sus casas, en la crisis
hipotecaria; la desigualdad económica ha llegado a extremos sin precedente
desde la gran depresión; el ingreso promedio de los trabajadores se ha
estancado durante más de tres décadas; uno de cada siete hogares
estadounidenses padece o enfrenta la amenaza del hambre (el nivel más alto
jamás registrado).
Más recientemente se detectó algo que anula en lo
fundamental el sueño americano. La educación siempre ha sido considerada el
factor clave en promover la igualdad de oportunidades en una sociedad, en
particular en Estados Unidos. Pero recientes y amplias investigaciones
descubrieron que la brecha educativa entre estudiantes de familias ricas y
pobres se ha ampliado de manera significativa. En una se registró que la
distancia en calificaciones de exámenes estandarizados entre los estudiantes
prósperos y los de bajos ingresos se amplió 40 por ciento desde los años
sesenta hasta ahora. En otra, la brecha entre pobres y ricos que completan sus
estudios universitarios se amplió 50 por ciento desde finales de los ochenta,
reporta el New York Times. La conclusión es que el ingreso familiar ahora
determina más que nunca el éxito de un joven en el ámbito de la educación.
Anteriormente se reportó otra investigación de expertos
que reveló que Estados Unidos se distingue entre los países avanzados por
ser donde hay menos movilidad social, o sea, donde más se hereda la posición
socioeconómica de sus ciudadanos. Eso contradice toda la esencia del llamado
sueño americano, y confirma que hoy es casi todo mito y poca realidad.
De hecho, para los varones con preparatoria o menos
–los que antes lograban obtener vidas de clase media con buenos empleos
manufactureros, o sea, participar en el sueño– las cosas van de mal en
peor: los salarios se han desplomado 23 por ciento desde 1973, y mientras 65
por ciento de ellos en 1980 tenían seguro de salud como prestación de su
empleo, en 2009 sólo 29 por ciento gozaban de él, reportó el economista
premio Nobel Paul Krugman.
Hasta los multimillonarios más honestos confiesan que
algo está muy mal entre lo que debería ser y lo que existe en este país. La
marea alta eleva a todos los barcos, decía el refrán, recuerda el segundo
hombre más rico de Estados Unidos, Warren Buffett, en una entrevista para la
cadena de televisión CBS. Pero lo que ha ocurrido es que esa marea alta sólo
ha elevado a los yates, dijo, y agregó que los muy ricos de este país no han
sacrificado ni una onza para mejorar las condiciones económicas de todos los
habitantes del país. El financiero George Soros recientemente alertó, en
entrevista con Newsweek, que estamos enfrentando un tiempo extremadamente difícil,
comparable en muchas maneras a los treintas, la gran depresión, y que con
ello pueden surgir mayores conflictos de clase, disturbios en las calles y,
con ello, mayor represión estatal, mucho en torno a la desigualdad económica.
De hecho, en encuestas recientes del Centro de
Investigación Pew, el conflicto de clases se agrava: 66 por ciento (dos de
cada tres) creen que existen conflictos fuertes o muy fuertes entre la élite
y los empobrecidos en Estados Unidos.
Hace unas semanas, otro multimillonario, Richard Branson
(Virgin Airways, Virgin Records y otras empresas), opinó que el movimiento
Ocupa Wall Street debería ser un muy necesario despertador para los
empresarios ricos. En entrevista con The New Yorker, Branson estimó que Ocupa
es un movimiento admirable, un movimiento pacífico. La única cosa que no ha
sido pacífica es la manera en que la policía en algunos estados lo ha
enfrentado, lo cual creo que está absolutamente mal.
El grito de Ocupa Wall Street, de que el 99 por ciento
padece el secuestro del sueño americano por el 1 por ciento, logró enmarcar
el contexto básico en el cual se realizan las elecciones nacionales este año
en Estados Unidos.
Es un año más de insomnio y pesadilla para el 99 por
ciento en Estados Unidos. Pero a veces las pesadillas provocan gritos y
despiertan la demanda de soñar.