¿Georgia,
la pequeña y valiente?
Por
Mark Almond (*)
CounterPunch,
09/08/08
Tlaxcala, 11/08/08
Traducido por Ángel Ferrero
Para mucha
gente, en la imagen de los tanques rusos recorriendo la
frontera este mes de agosto resuenan los ecos siniestros de
Praga en 1968. El reflejo instintivo hacia los esquemas de
la Guerra Fría es algo normal, pero dos décadas después
de la retirada soviética de aquellos bastiones resulta engañoso.
No todos los desarrollos en la antigua Unión Soviética son
una reproducción de lo ocurrido en la Unión Soviética.
El
enfrentamiento entre Rusia y Georgia por Osetia del Sur,
cuya escalada empezó dramáticamente ayer, tiene más en
común con la Guerra de las Malvinas de 1982 que con la
Guerra Fría. Cuando la Junta Militar argentina se regodeaba
por el apoyo popular a su reconquista sangrienta de Las
Malvinas, Henry Kissinger anticipó la inesperada respuesta
militar británica con el comentario de que “ninguna gran
potencia se retira para siempre.” Quizás Rusia haya
frenado la larga marcha de repliegue hacia Moscú que comenzó
con Gorbachev.
En los
ochenta, mientras menguaba la URSS, el Ejército Rojo se
retiró de los países de Europa del este para los cuales su
presencia suponía la protección de los impopulares regímenes
comunistas. Esta retirada prosiguió con las nuevas repúblicas
nacidas de la difunta Unión Soviética y con la presidencia
de Putin, bajo la presidencia del cual las tropas rusas
fueron evacuadas incluso de las bases militares en el país.
Para muchos
rusos este vasto repliegue geopolítico de zonas que fueron
parte de Rusia, incluso mucho antes de la llegada del
comunismo, no trajo consigo ninguna mejora en sus relaciones
con occidente. Cuanto más retiraba sus garras Rusia de
otros territorios, más acusaban Washington y sus aliados al
Kremlin de ambiciones imperialistas.
A
diferencia de Europa del este, por ejemplo, las tropas rusas
son populares en los hoy secesionistas estados de Abjazia y
Osetia del Sur. El retrato de Vladimir Putin se encuentra
colgado en más paredes que el del presidente de Osetia del
Sur, el antiguo campeón soviético de lucha libre Eduard
Kokoity. A los rusos se les ve como protectores contra una
posible repetición de las limpiezas étnicas llevadas a
cabo por los georgianos.
En 1992
occidente respaldó los intentos de Eduard Shevardnadze de
reafirmar el control georgiano sobre estas regiones. La
guerra del presidente georgiano fue un desastre para su nación.
Dejó a 300.000 o más refugiados “expulsados” de las
regiones rebeldes, pero fue el saqueo de las tropas
georgianas lo que resulta más difícil de borrar de la
memoria de osetios y abjazos.
Los
georgianos han alimentado esta humillación desde entonces.
[El presidente georgiano] Mijaíl Saakashvili no sólo ha
hecho muy poco por los refugiados desde que llegó al poder
en el 2004 –aparte de trasladarlos de los moteles en los
que se hospedaban en Tbilisi para despejar el camino a los
intereses inmobiliarios– sino que ha destinado el 70% del
presupuesto georgiano al ejército. A principios de la
semana decidió poner a prueba el músculo de éste.
Consagrado
a conseguir la entrada de Georgia en la OTAN, Saakashvili ha
enviado tropas a Afganistán e Irak, para sentir así cómo
los EE.UU. le respaldaban. Las calles de la capital
georgiana están cubiertas de carteles con el retrato de
George W. Bush, que aparece al lado de su protegido
georgiano. La avenida George W. Bush conduce al aeropuerto
de Tbilisi. Pero Saakashvili ha ignorado el dictum de
Kissinger: “las grandes potencias no cometen suicidio por
sus aliados.” Quizás sus aliados en Washington también
la hayan olvidado. Esperemos que no.
Como
Galtieri en el 82, Saakashvili se enfrenta a una crisis de
la economía nacional y una población desengañada. Desde
los años de la así llamada Revolución Rosa, el compadreo
y la pobreza que caracterizaron al gobierno de Shevardnadze
no han desaparecido. Las acusaciones de favoritismo y
corrupción hacia el clan de su madre y las acusaciones de
fraude electoral culminaron en una serie de manifestaciones
contra Saakashvili el pasado noviembre. Sus implacables
fuerzas de seguridad –entrenadas, equipadas y
subvencionadas por occidente– cargaron violentamente
contra los manifestantes. Emprenderla contra el enemigo común
de Osetia del Sur hará que los georgianos hagan frente común
con su presidente, al menos a corto plazo.
El pasado
mes de septiembre, el presidente Saakashvili súbitamente se
volvió contra su más cercano aliado en la Revolución
Rosa, el ministro de defensa Irakli Okruashvili. Cada uno
acusaba a su antiguo hermano de sangre de vínculos con la
mafia y de obtener beneficios con el contrabando de mercancías.
Sea cual sea la verdad, el hecho de que quienes son vistos
como héroes por occidente por haber terminado con la
corrupción de la época de Shevardnadze se acusen el uno al
otro de toda suerte de crímenes y villanías debería
ponernos en guardia a la hora de escoger a nuestro héroe
local en lo que a la política del Cáucaso se refiere.
Los
comentaristas geopolíticos occidentales se mantienen
apegados a la simplificación de que una abusona Rusia la ha
tomado con la pequeña y valiente Georgia. Sin embargo,
cualquiera que esté familiarizado con las políticas del Cáucaso
sabe que un estado que se queja de ser víctima de otro
estado vecino mayor que él puede ser sumamente sospechoso
hasta en los menores detalles. Los pequeños nacionalismos
raramente son apacibles.
Lo que es
peor: los programas de “entrenamiento y equipamiento”
occidentales en el patio trasero de Rusia no contribuyen a
la paz y la estabilidad, menos aún si líderes tan píromanos
como Saakashvili los contemplan como una garantía de apoyo
a las crisis nacionales, incluso si son ellos mismos quienes
las han provocado. Parece haber pensado que el valioso
oleoducto que atraviesa su territorio y los asesores de la
OTAN que se mezclan con sus tropas regulares le prevendrían
de una reacción militar rusa ante una incursión georgiana
en Osetia del Sur. El cálculo se ha demostrado desastroso.
La cuestión
ahora es si se logrará contener el conflicto o si, por el
contrario, occidente entrará en él, elevando la tensión a
niveles críticos. Occidente ha empleado hasta la fecha
acercamientos muy diferentes a la crisis de los Balcanes,
donde los microestados pro–occidentales rápidamente
consiguen embajadas, y el Cáucaso, donde las fronteras
establecidas por Stalin se tienen por sacrosantas.
En los
Balcanes occidente patrocinó la desintegración de la multiétnica
Yugoslavia, alcanzando el clímax con el reconocimiento de
la independencia de Kosovo en febrero. Si un microestado
dominado por la mafia como Montenegro puede obtener el
reconocimiento de occidente, ¿por qué no habrían de
obtenerlo las naciones pro–rusas –también con defectos,
también sin estado– y que también aspiran a la
independencia?
Dada su
extraordinaria complejidad étnica, Georgia es una
post–Unión Soviética en miniatura. Si los occidentales
concedieron rápidamente el derecho a la independencia de
Rusia a las repúblicas no–rusas en 1991, ¿cuál es la lógica
por la que los no–georgianos deban permanecer en un
micro–imperio que, casualmente, resulta ser
pro–occidental?
Los
nacionalismos de otros pueblos son como los romances de los
demás, o, mejor dicho, las peleas de perros. Son cosas en
las que gente inteligente haría mejor en no entrometerse.
Una guerra en el Cáucaso nunca es una cruzada moral sin
tacha, ¿pero acaso alguna guerra lo es?
(*)
Mark Almond es escritor y profesor de Historia Moderna en el
Oriel College, Oxford.
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