¿Nueva era de poder popular en las calles?
Islandia pierde la camisa y recupera su alma
Por Rebecca Solnit (*)
TomDispatch, 08/02/09
Rebelión, 11/02/09
Traducido por Germán Leyens
Introducción
del editor de Tom Dispatch
Islandia es el primer país que está al borde de la quiebra. Sucedió tan rápido
– los bancos enormemente endeudados colapsaron, como lo
hizo la moneda del país, en poco más que una sola semana.
Sin ser uno de los muchos habitantes de Islandia que de
repente se vieron desesperadamente empobrecidos, pareció
una perfecta metáfora para el momento distópico planetario
y, a medida que sigue la catástrofe económica, está
siendo utilizada precisamente de esa manera.
A medida que otros países – Irlanda, Grecia, Italia, Gran Bretaña –
comienzan a formar fila para sufrir alguna versión de la
suerte de Islandia, esa nación o su capital, Reikiavik, ha
llegado a tener algo como estatus de logotipo. Ya es el
Xerox o el Swoosh [pipa de Nike] de los desastres modernos,
lo que quiere decir que, sin pensarlo dos veces, la revista
alemana Der Spiegel pudo titular “Reikiavik en el Támesis”
un importante informe sobre posibles bancarrotas europeas, y
de modo más sorprendente, el primer ministro británico
Gordon Brown, pudo sentirse llamado a desmentir en público
que su país sea verdaderamente el país de la analogía de
la bancarrota.
Como primera bancarrota nacional del Siglo XXI, Islandia es ahora un
laboratorio para futuros eventos en un planeta cada vez más
perturbado. Rebecca Solnit, quien viajó el año pasado con
lectores de TomDispatch desde Chiapas insurgente a la
sangrienta Nueva Orleans, comienza su nuevo año en otra
periferia, la isla, rica en peces pero desolada, de Islandia
en el distante Atlántico Norte, que se convirtió
brevemente en el epicentro del desastre económico mundial.
Nos ofrece no sólo horror, sino esperanza – la moneda de
la nación como autora de “Hope in the Dark” – para un
planeta renovado. (Tom Engelhardt)
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El volcán de Islandia hace erupción
Islandia pierde la camisa y recupera su alma
Por Rebecca Solnit
En diciembre, aparecieron informes de que el Secretario del Tesoro Henry
Paulson impulsó su paquete de rescate sugiriendo que, sin
él, el desasosiego en la población civil en EE.UU. podría
llegar a ser tan peligroso que habría que declarar la ley
marcial. Dominique Strauss–Kahn, Director Gerente del
Fondo Monetario Internacional (FMI), advirtió del mismo
riesgo de disturbios, dondequiera estuviera sufriendo la
economía global. Sospecho que lo que les preocupaba en
realidad no era la posibilidad de que mucha gente llenara
las calles con demandas de cambio social y político, sino
que algunas de esas demandas pudieran ser realmente
satisfechas. Tomemos el ejemplo de Islandia, el primer país
– pero seguramente no el último – que va a la
bancarrota en el actual crac global.
Mientras EE.UU. estrenaba su primer presidente afro–estadounidense, los
islandeses sitiaban su parlamento. El vídeo en Youtube
sobre la escena – tamborileros haciendo resonar un ritmo
tribal, el destello y el estruendo de bombas lacrimógenas,
decenas de policías con cascos y escudos transparentes de
plástico, una hoguera frente al edificio de piedra que más
parece una casa de campo que la sede de un gobierno – era
dramático, particularmente las siluetas ante un resplandor
cuya luz titiló sobre los muros grises durante gran parte
de la noche invernal de dieciocho horas de duración. La
gente golpeaba cacerolas y sartenes en lo que fue apodado la
Revolución de las Cacerolas. Cinco días después colapsó
el gobierno, dominado por el neoliberal Partido de la
Independencia, como lo habían deseado y exigido muchos
islandeses desde que la economía se fundió repentinamente
en octubre.
El gobierno interino, formado por una coalición del Partido de la
Izquierda–Verde y de los Socialdemócratas, es por lo
menos tan diferente del antiguo como el de Obama del de Bush.
La nueva primera ministra, Jóhanna Sigurdardóttir, abrió
nuevos horizontes en medio de la crisis: es la primera
lesbiana declarada del mundo como jefe de Estado. En el
poder sólo hasta las elecciones del 25 de abril, este
gobierno temporal emprende la formidable tarea de
estabilizar y dirigir un país que tiene el dudoso honor de
ser el primero que cae en la actual catástrofe global. La
semana pasada, Sigurdardóttir dijo que el nuevo gobierno
tratará de cambiar la constitución para “consagrar la
propiedad nacional de los recursos naturales del país” y
“abrir un nuevo capítulo en la participación pública en
la conformación de la estructura del gobierno,” un giro
de 180 grados respecto a las políticas neoliberales de los
amos caídos de Islandia.
Islandia es ahora un país cuya moneda, la króna, ha colapsado, cuya deuda
incurrida por bancos desregulados a mediados de los años
noventa es 10 veces mayor que el producto interno bruto del
país, y cuya gente ha perdido la mayor parte de sus ahorros
y enfrenta deudas e hipotecas que no pueden ser pagadas.
Mientras tanto, la inflación y el desempleo aumentan
vertiginosamente, y las soluciones potenciales para la
crisis sólo plantean nuevos problemas.
El actual gobierno podrá diferenciarse del antiguo, pero no tanto como el
pueblo islandés se diferencia de lo que era antes de
octubre. Ahora está furioso y comprometido, mientras antes
era aquiescente e indiferente.
Antes del crac, Ólafur Ragnar Grímsson, el presidente decorativo de
Islandia, gustaba de comparar su pequeña sociedad – la
isla nación tiene 320.000 habitantes – con Atenas. Uno de
mis amigos islandeses bromea lúgubremente que, sí, es
Atenas, pero no en la era de Sócrates y Sófocles, es la
Atenas de ahora en la era de la insurrección anti–gubernamental.
La Islandia del verano pasado – estuve allí casi tres
meses – parecía socialmente pobre pero materialmente
rica; la Islandia sobre la que leí y oí hablar ahora
parece ser por lo menos socialmente rica, pero pobre de un
modo aterrador desde el punto de vista material.
Islandia, es una escabrosa, hermosa, roca que cuelga como una joya de un
pendiente del Círculo Ártico. Carente de recursos
minerales, demasiado al norte para tener muchas
posibilidades agrícolas, tiene peces, ovejas, y últimamente
alguna energía geotérmica e hidroeléctrica, y unas pocas
pequeñas industrias, junto con una población humana muy
culta cuya fiereza era aparentemente sólo temporal,
durmiente bajo la breve era de endeudamiento para consumir.
La gente con la que hablé se mostraba triunfante por haber
recuperado su país y un poco aterrorizada ante la extrema
pobreza que enfrenta.
Después de ir humildemente a pedir fondos de rescate a Washington, al Banco
de Inglaterra, y al Banco Central Europeo, Islandia se volvió
hacia Rusia y, de malas ganas, al prestamista global de último
recurso, el Fondo Monetario Internacional, el templo de la
privatización y la globalización. El FMI usualmente
impone, junto con el dinero, sus propias nociones de lo que
hace funcionar una economía – como lo hizo en Argentina
hasta que la economía de ese país colapsó hace ocho años,
llevando a un extraordinario renacimiento de la sociedad
civil y a agitación social. En Islandia, el proceso fue
inverso: primero agitación, después el FMI. Ahora, hay un
público insurrecto y una nueva incursión de las fuerzas
del neoliberalismo que ayudaron a derribar al país.
Al extenderse los tiempos difíciles, también se ha extendido una ola de
protestas e insurgencias en toda Europa – en la que la de
Islandia ha sólo sido la más efectiva hasta ahora –
sugiriendo que podría aproximarse una era de poder popular
en las calles. La agitación en Islandia plantea la pregunta
de lo que el colapso del capitalismo nos traerá a los demás.
El otoño pasado, los periódicos financieros ya tenían
titulares que hablaban del “fin del capitalismo
estadounidense como lo conocíamos,” “capitalismo en
convulsión,” “colapso de las finanzas” y
“capitalismo en aprietos.” La implicación: que había
tenido lugar algo tan arrollador como el “colapso del
comunismo” 19 años antes.
Desde entonces, los medios y otros parecen haber olvidado que el diagnóstico
del cuerpo en cuestión fue de enfermo terminal y en su
lugar se concentraron en cómo proveer primeros auxilios muy
costosos. Esto evita la cuestión de cuáles podrían ser
las alternativas, que esta vez no serán de talla única y
doctrinaria como el socialismo de la vieja escuela, sino una
serie de modos existentes, localizados, de base, y en su
mayor parte de pequeña escala para fabricar bienes,
suministrar servicios, servir comunidades – y seguir
siendo responsables de rendir cuentas.
Casas
de adobe y jets privados y más
Islandia es un país extraño, y me di cuenta de ello. Situado en el borde
volcánico y sísmicamente activo entre las placas tectónicas
norteamericana y europea, el sitio parece pertenecer a ambos
continentes y a ninguno de ellos. Considerada usualmente
como parte de Escandinavia, fue controlada por Noruega y
luego Dinamarca, desde el colapso de su orgullosamente
independiente sistema parlamentario en el Siglo XIII hasta
1944. Ese año, mientras Dinamarca estaba ocupada por los
nazis, se convirtió oficialmente en una república
independiente.
Pero los militares de EE.UU. habían llegado cuatro años antes y se
quedaron otros 62 años, hasta 2006, en su inmensa base aérea
en Keflavik. Antes del colapso de otoño pasado, algunas de
las mayores protestas en la historia de la república
tuvieron que ver con el ejército de ocupación, que emitía
sus propios shows televisivos y llevó una multitud de
‘americanizaciones’ y una cierta prosperidad a la isla.
Más recientemente, Islandia se convirtió en un centro de
desbocadas ambiciones neoliberales con fundamentos de Estado
de bienestar escandinavo. La gente común y corriente
trabajaba demasiadas horas, como los estadounidenses, y se
endeudaba demasiado para comprar grandes coches, nuevos
condominios, y casas suburbanas.
La pobreza no estaba muy lejos para casi todo el mundo en Islandia: una
persona tras la otra me dijeron que sus abuelos o padres habían
vivido en una casa de adobe, construida del material más
disponible en un país con pocos árboles pequeños, y que
ellas mismas o sus padres habían trabajado en las fábricas
de procesamiento de pescado. El artista mejor conocido del
país me mostró, con un hábil golpecito de su muñeca cómo
su abuela podía filetear ‘así’ un bacalao, y agregó
que la mayor parte del pescado de la isla es ahora procesado
fuera del país. Hasta hace poco Reikiavik, la capital, era
sólo una pequeña ciudad, e Islandia una sociedad rural de
granjas costeras y pescadores.
El auge en esta nación, que antes era bastante igualitaria, creó una nueva
clase de súper ricos cuyos jets privados aterrizaban en el
aeropuerto en el centro de Reikiavik y cuyos yates,
mansiones, y otros excesos a veces eran noticia, así como
acusaciones de corrupción en los negocios y en el gobierno
que aprobaba esos negocios. No fue la corrupción, sin
embargo, lo que destruyó la economía islandesa. Fue la
ligereza y la desregulación dirigidas por el gobierno. Había
esperado descubrir que la democracia funcionaría
maravillosamente en un país tan pequeño, que la gente podría
hacer que su gobierno rindiera cuentas, y que su
funcionamiento sería transparente. Ninguna de cosas eran válidas,
como señalé en un apesadumbrado informe anterior al
colapso para Harper's Magazine sobre "La distopía cortés
de Islandia.”
Bastante gente murmuraba entonces, en aciaga consternación, sobre lo que
estaba haciendo el gobierno – sobre todo de la destrucción
de la extraordinaria geografía del país a fin de crear
energía hidroeléctrica para operar los hornos de fundición
de aluminio de energía intensiva de las corporaciones
transnacionales. Un pequeño grupo de gente dedicada
protestaba, pero sus chispas nunca parecían provocar un
fuego público o siquiera ralentizar la destrucción. Los
islandeses generalmente parecían tolerar las
privatizaciones y las revelaciones de todo desde sus
historiales clínicos y sus ADN a su industria pesquera y su
naturaleza, y una serie de indignidades subsidiarias que
iban con ello.
Tomemos, como ejemplo, el imperio transnacional de comercio minorista del
Grupo Baugur (esencialmente en bancarrota desde la semana
pasado y endeudado con bancos islandeses en unos dos mil
millones de dólares), dirigido por el equipo de padre e
hijo Jón Ásgeir Jóhannesson y Jóhannes Jónsson. Con sus
negocios Bónus, con un característico logo de una alcancía
rosa viva, habían logrado crear un casi monopolio de
supermercados en Islandia. Vendían aguacates baratos de Sudáfrica,
y mango de Brasil, pero al parecer decidieron que vender
pescado fresco no era práctico; de modo que, en la capital
pesquera del Atlántico, la mayor parte de la gente fuera
del centro de la capital no tenía otra alternativa que
comer pescado congelado.
Los islandeses también se tragaban un montón de argumentos al estilo
estadounidenses a favor de la desregulación y la
privatización, o hacían la vista gorda mientras sus
dirigentes se los tragaban. Kolbrún Halldórsdóttir,
entonces parlamentaria izquierda–verde de oposición,
ahora Ministra del Entorno en el nuevo gobierno, no lo hacía.
Me dijo el verano pasado: “A la nación no le preguntaron
si la nación quería privatizar los bancos.” No le
preguntaron, pero tampoco la nación tampoco preguntó lo
suficiente.
La revista Fortune culpó a un hombre, David Oddsson, primer ministro de
1991 a 2004, por gran parte de esa privatización.
“Fue Oddsson quien preparó la mayor gestión de Islandia desde que [se
unió] a la OTAN en 1994: su participación en una zona de
libre comercio llamada Área Económica Europea. Oddsson
entonces instaló un programa exhaustivo de transformación
económica que incluyó recortes de impuestos,
privatizaciones en gran escala, y un gran salto hacia las
finanzas interrnacio0nales. Desreguló el sector bancario
dominado por el Estado a mediados de los años noventa, y en
2001 cambió la política monetaria para permitir que la króna
flotara libremente en lugar fijarla contra un canasto de
monedas incluyendo el dólar. En 2002 privatizó los
bancos.”
En 2004, fue reemplazado como primer ministro, pero en 2005 se hizo cargo
del Banco Central. A mediados de los años noventa Islandia
se había lanzado en camino a convertirse en una de las
sociedades más afluentes del mundo, mediante financiamiento
inseguro y muchas deudas. Fortune sigue diciendo:
“Pero la principal fuente para el auge de Islandia fueron las finanzas y,
sobre todo, el apalancamiento. El país se convirtió en un
inmenso hedge fund, y los hogares islandeses que solían ser
mesurados acumularon deudas que excedían un 220% del
ingreso disponible – casi el doble de la proporción de
los consumidores estadounidenses.”
Huevos
contra el Banco Central
El primero de los tres principales bancos de la nación–hedge fund,
Glitnis, colapsó el 29 de septiembre de 2008. Una semana
después el valor de la króna cayó casi un tercio.
Landsbanki y Kaupthing, los otros dos gigantes de la banca,
se derrumbaron esa misma semana. Gran Bretaña gruñó
cuando Landsbanki congeló las masivas cuentas de ahorros
por Internet de ciudadanos británicos y recurrió a leyes
contra el terrorismo para confiscar activos del banco islandés,
reclasificando de paso a la isla como nación terrorista e
impulsando su economía hacia una caída más rápida.
No es tan sorprendente que los islandeses hayan comenzado a enojarse –
contra Gran Bretaña, pero aún más contra su propio
gobierno. El país en caída, sin embargo, desarrolló una
industria en crecimiento: la de los guardaespaldas para políticos
en un país en el que otrora toda estrella pop y primer
ministro habían circulado libremente en público. Un amigo
islandés me escribió: “Lanzaron huevos contra el Banco
Central. No se habían visto semejantes protestas emotivas
desde la primera parte del Siglo XX, aunque entonces la
gente era demasiado pobre para lanzar huevos.” Pronto
también volaron huevos hacia el primer ministro Geir Haarde,
cuyas políticas eran una extensión de las de Oddsson.
Una sociedad civil durmiente estalló en protestas semanales que no se
detuvieron incluso al colapsar el gobierno, ya que los
islandeses también exigían que suspendieran al consejo de
directores del banco central. Uno de los primeros actos de
la primera ministra Jóhanna Sigurdardóttir fue pedir sus
renuncias. Hasta ahora no han cooperado.
Andri Snaer Magnason, cuya mordaz y divertida crítica de la política y la
sociedad de su país: “Dreamland: A Self–Help Guide for
a Frightened Nation” [País de los sueños, Guía de
autoayuda para una nación atemorizada], fue hace algunos años
un inmenso éxito de ventas en ese libresco país, me dijo
esta semana:
“En la economía, hablan de la mano invisible que regula el mercado. En
Islandia, el mercado libre se desbocó tanto que no era
reparado por una mano invisible, sino por una guillotina
invisible. Así que, en un fin de semana, toda la clase de
nuestros nuevos ricos, amos del universo, perdieron sus
cabezas (reputación, poder y dinero), y todo el poder y la
deuda de las compañías recién privatizadas volvió a caer
en manos de la gente.
“De modo que tenemos un sentimiento muy inseguro sobre el futuro. Al mismo
tiempo, hay poder en todo el debate político y mucha energía
política y social – aparecen interminables partidos [políticos],
grupos en Facebook, células e idealistas, y posiblemente
una nueva constitución (no es que hayamos leído la
antigua), y la gente se está pronunciando. Por lo tanto,
temor económico, valor político, economía tambaleante, y
busca de nuevos valores – necesitamos un cambio
profundo… Ahora, los hombres de negocios están perdiendo
sus puestos de trabajo, se rascan la cabeza y piensan que
tal vez la política afecta la vida de uno. Necesitamos
menos política profesional y más participación de la
gente. Espero que la gente no abandonará ahora sólo porque
haya caído un gobierno.”
El destino económico de Islandia es incierto e inquietante. Un amigo en ese
país me dice que los bancos que ya están en bancarrota
pueden volver a quebrar, porque su deuda es tan colosal. Los
miles de millones en nuevos préstamos del extranjero son de
una dimensión aterradora para un país con una población
que es un milésimo de la nuestra, y la moneda islandesa, la
króna, probablemente esté condenada.
La solución obvia es que Islandia se una a la Unión Europea (UE), y las
elecciones en abril incluyen un referendo sobre el tema. Al
hacerlo, sin embargo, se permitiría que la UE administrara
las aguas pesqueras, su tradicional y genuina fuente de
riqueza. Eso, por su parte, presumiblemente abriría esas
aguas a todos los pescadores europeos y a una burocracia
cuyos intereses y capacidad de administrar la industria
pesquera islandesa están en duda. Islandia libró la Guerra
del Bacalao con Inglaterra en los años setenta para
proteger precisamente esas aguas contra la pesca extranjera,
e incluso en los años en los que todos parecían
concentrados en la tecnología y las finanzas, la pesca
todavía representaba aproximadamente un 40% de las
exportaciones del país.
Argentina
e Islandia
Un titular reciente en el Guardian británico decía: “Gobiernos en toda
Europa tiemblan cuando gente enfurecida sale a las
calles.” Desde el punto de vista de esos gobiernos, una
ciudadanía totalmente comprometida es una perspectiva
aterradora. Desde el mío, es el resultado frecuente de los
desastres, y es la sociedad civil en su mejor momento.
Espero que Islandia vaya por el camino de Argentina.
A mediados de diciembre de 2001, se derrumbó la economía argentina. En su
día, Argentina había sido el ejemplo emblemático del
neoliberalismo, con su economía privatizada guiada por la
política del Fondo Monetario Internacional. Los
administradores de la economía, extranjeros y nacionales,
estaban orgullosos de lo que habían hecho, hasta que resultó
que no funcionaba. Entonces, el gobierno trató de congelar
las cuentas bancarias de sus ciudadanos para impedir que
convirtieran sus pesos en caída libre en moneda extranjera
y que quebraran los bancos.
Los pobres ya estaban comprometidos en la política, y los sindicatos
llamaron a una huelga general de un día (tal como los
sindicatos franceses sacaron la semana pasada a más de un
millón de personas a las calles para protestar contra los
despidos en esta crisis económica). Al ser congelados los
congelados, los argentinos de clase media despertaron en la
ruina – y enfurecidos.
El 19, 20 y 21 de diciembre de 2001, salieron a las calles de Buenos Aires
en cantidades récord, golpeando cacerolas y sartenes y
gritando “¡que se vayan todos!” En las semanas
siguientes, impusieron el colapso de una serie de gobiernos.
Para mucha gente, esos días de insurrección no fueron sólo
una revuelta contra el desastre que había provocado el
capitalismo irrestricto, sino el momento en el que se
recuperaron de los años de silencio y repliegue impuestos
al país en los años ochenta por una dictadura militar a
través del terror y la tortura.
Después del crac de 2001, los argentinos encontraron su voz, se encontraron
los unos a los otros, hallaron un nuevo sentido del poder y
de lo posible, y comenzaron a emprender experimentos políticos
tan nuevos que necesitaron un nuevo vocabulario. Uno de los
experimentos más importantes fueron las asambleas de
vecindario en todo Buenos Aires, que aseguraron algunas de
las necesidades prácticas de una comunidad que carecía de
dinero efectivo, y también se convirtieron en animados
foros en los que extraños se convirtieron en compañeros.
Semejantes momentos incandescentes en los que la gente encuentra su voz y su
poder como parte de la sociedad civil son epifanías, no
soluciones, pero Argentina nunca volvió a ser el mismo país,
incluso después de la recuperación de su economía. Como
gran parte del resto de Latinoamérica en esta década, ha
girado a la izquierda en su dirigencia política, pero aún
más importante, los argentinos desarrollaron alternativas
sociales y encontraron una nueva audacia de la que carecían
anteriormente. Parte de lo que surgió de esa crisis,
incluidos los puestos de trabajo tomados por los
trabajadores y administrados como colectivos, sigue
existiendo.
Argentina tiene muchas tierras, recursos, y una población con una cultura e
historia muy diferentes de las de Islandia. Es difícil de
prever dónde irá Islandia. Pero como lo expresó el
escritor islandés Haukar Már Helgason en la London Review
of Books en noviembre pasado:
“Hay un inmenso sentimiento de alivio. Después de una década claustrofóbica,
la cólera y el resentimiento vuelven a ser posibles. Es
oficial: El capitalismo es monstruoso. Si alguien trata de
hablar de los beneficios de los libres mercados, será
tratado como si promoviera los beneficios de la violación.
El resentimiento honesto abre un espacio para la esperanza
de que algún día el lenguaje pueda recuperar parte de su
capacidad crítica, que incluso podría volver a describir
las realidades sociales.”
La gran pregunta podría ser si el resto de nosotros, en nuestras propias
Argentinas e Islandias en potencia, que pagan la cuenta por
décadas de imprudencia de los magnates de la industria,
seremos suficientemente resentidos y esperanzados para decir
que el capitalismo irrestricto ha sido monstruoso, no sólo
cuando ha fracasado, sino cuando ha tenido éxito. Esperemos
que seamos suficientemente imaginativos para inventar
alternativas reales. Islandia no tiene otra alternativa que
mostrar el camino.
(*)
Rebecca Solnit es redactora colaboradora de Harper's
Magazine y escribe con regularidad en Tomdispatch.com. Su
libro sobre el desastre y la sociedad civil: “A Paradise
Built in Hell,” aparecerá este año.
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