Gran Bretaña: la patria del capitalismo en estado de
shock
Reikiavik en el Támesis
Por Michael R. Krätke (*)
Freitag, 06/02/09
Sin Permiso, 08/02/09
Traducción de Amaranta Süss
La patria del capitalismo se halla en estado de shock: el
primer ministro de la Gran Bretaña reacciona con
hiperactivismo. Pero tampoco el segundo plan de rescate
alterará demasiado las cosas.
El Royal Bank of Scotland (RBS), hasta ahora número dos
del sector financiero británico, bate con unas pérdidas
rayanas en los 31 mil millones de euros todos los registros
de la historia económica nacional. Se zascandileó
alegremente con la especulación a escala planetaria con
derivados hipotecarios y se entró en la operación de toma
de control del banco holandés ABN–Amor. Las consecuencias
no son menos destructivas que las que tuvo que arrostrar
Barcalys, otra estrella extinta en el firmamento bancario: sólo
en el mes de enero ha perdido cerca del 70% de su valor en
bolsa, regresando a los niveles de 1985.
Amarga pero no menos cierta verdad: el grávido paquete de
rescate estatal que por valor de 37 mil millones de libras
esterlinas se puso por obra el pasado octubre se ha
evaporado sin apenas efectos. El gobierno de Brown suelta
ahora 500 mil millones más, Y eso en circunstancias que no
pueden ser más desgraciadas: la economía británica viene
encogiéndose a un ritmo acelerado desde hace seis meses, el
desempleo se dispara, los trabajadores inmigrantes polacos
abandonan por millares el país. Cuando estallan huelgas
salvajes –ya sea en una refinería en Lindsey, en la
Inglaterra septentrional, o en la central atómica de
Sellafield—, se pone proa a los trabajadores inmigrantes
de la Europa del Este, de Portugal y de Italia.
Las gentes apuntan expresamente al primer ministro Brown y
al slogan que él mismo acuño en el Congreso del Partido
Laborista en 2007: “Puestos de trabajo británicos para
trabajadores británicos”. Precisamente esta consigna es
la que aparecía esta semana en las pancartas levantadas en
centenares de puestos huelguísticos en la Isla, que no sin
razón creen estar librando una batalla social poco menos
que a vida o muerte.
Asegurar los títulos tóxicos
En las pasadas décadas, han desaparecido en Gran Bretaña
demasiadas industrias, viejas y nuevas, para ser
reemplazadas por unos “servicios
financieros” que apenas quiere nadie ya. De manera que un
sector financiero sobredimensionado arrastra consigo al país
entero al abismo. Para la Isla, es la peor recesión desde
1990, y puede llegar a ser peor. Único alivio: la inflación
pierde mordiente, caen los precios de inmuebles, alimentos,
gasolina y gas.
El paquete que han pergeñado ahora Brown y su ministro de
finanzas, Darling, se funda en una aseguración. No se
fundará ningún “banco malo” (bad bank) que se limite
simplemente a comprar títulos tóxicos y a atesorarlos a
costa del contribuyente. En cambio, el Estado quiere poner
en práctica un seguro de morosidad. Eso significa que, a
cambio de unos honorarios no despreciables –pagaderos en
efectivo o en acciones—, el Estado británico asegurará
un máximo del 90% de las pérdidas. Quien se acoja a esa
ayuda, tendrá que comprometerse a reabrir el grifo del crédito.
Gordon Brown juega aquí con mucho riesgo: el valor de los títulos
basura en las carteras de los bancos británicos se estima
en más de 200 mil millones de libras esterlinas; el valor
real no lo sabe nadie.
Lo que inquieta a los caballeros de la City es la redonda
negativa del gobierno a hacer públicos los detalles de su
plan de rescate antes de fines de febrero. Eso tiene en
parte motivaciones técnicas, pero también razones políticas.
Gordon Brown tiene quiere evitar dar la impresión de
entregar bajo mesa dinero a los quebrados. Esta vez, quiere,
tiene que ver contrapartidas de unos bancos que, hasta
ahora, y a pesar del continuo apoyo público recibido, no
han hecho sino esperar sentados sobre su dinero y sobre sus
créditos tóxicos, remisos al mercado de dinero. De aquí
que cada vez se haga oír más, y más articuladamente, la
exigencia de que el Estado actúe allí donde los bancos o
fracasan o se niegan a colaborar.
Cachivaches ideológicos
Es urgente, dice John McFall, presidente de la comisión
presupuestaria de la Cámara Baja: un banco como el Royal
Bank of Scottland, en el que el gobierno posee ya
participaciones públicas de entre el 58% y el 70%, ha de ser estatalizado
completamente, como se hizo con el Lloyds Baring Group, en
el que el Estado actúa ya con un 43% de participación. En
tal caso, según McFall, habría posibilidades de proceder a
la limpieza del estercolero en que los han convertido, tan
arrogante como incompetentemente, los honorables hombres de
negocios privados. Nada nuevo bajo el sol: sin un Estado
fuerte, sin un sistema bancario estatalmente organizado y
estatalmente controlado, es manifiesto que el buen y viejo
orden capitalista no puede funcionar.
A todo eso, los Tories no se cansan de levantar el
amedrentante espectro de la bancarrota del Estado y de
repetir, al estilo de los “expertos económicos”
alemanes el uno por uno del famoso pacto de estabilidad de
la Unión Europea. En efecto, es previsible que el nuevo
endeudamiento británico represente a fines de 2009 entre el
8% y el 9% del PIB y que al Estado británico la deuda le
salga más cara, porque los intereses de los empréstitos públicos
a diez años tendrían que subir del 3,3% al 3,5%. El
diferencial de intereses con, por ejemplo, los empréstitos
públicos alemanes crece rápidamente: ya ahora es de más
de medio punto porcentual.
Pero la Gran Bretaña no está todavía, ni por mucho, en
bancarrota, aun si el ficticio “patrimonio popular” se
visto drásticamente reducido gracias a la caída de los
precios inmobiliarios y al desplome de los valores en la
bolsa. Mientras que hasta los cruzados neoliberales de la
Comisión Europea se han percatado ya, en plena crisis económica
planetaria, de que las normas del Tratado de Maastricht son
poco más que cachivaches ideológicos, los conservadores de
todos los partidos se revelan como auténticos rehenes de
sus marchitos dogmas: el endeudamiento público es malo y dañino,
independientemente de la forma que cobre y del propósito al
que sirva. La mentira del “lastre para las próximas
generaciones” se repite una y otra vez.
Preguntas críticas de la Reina
No ofrece duda: el hiperactivismo del primer ministro británico
tiene mucho que ver con la política, y mucho más todavía
con el miedo a la cólera del electorado. Brown era un
reconocido neoliberal. Por activa y por pasiva, durante años,
no se ha cansado de repetir que la dinámica cíclica de
auge económico y crisis se había acabado, haciendo votos
por una “regulación ligera”. Permitió el crecimiento
metastásico de la “industria financiera” y el
hundimiento de la industria británica. Hasta hace dos años,
cuando todavía se celebraban en Londres las tasas de
crecimiento más elevadas de la Unión Europea, la cosa
parecía ir bien..
¿Por qué nadie vio venir el desastre?, pregunta ahora
hasta la Reina. Gordon Brown, cabizbajo, repone que él no
podía ni imaginarse tamaño fracaso de unos mercados
financieros continuamente alabados por su extremada
eficiencia. Lo que intenta ahora es reestructurar el otrora
loado modelo anglosajón. Y si no queda otro remedio, con
medidas aparentemente tan radicales como la estatización de
los bancos.
El primer ministro es lo bastante espabilado como para
coger el balón que le ha lanzado Obama con su programa de
800 mil millones de dólares para la creación de puestos de
trabajo verdes. Se han pergeñado a toda prisa paquetes de
estímulos para la industria británica y se multiplican las
inversiones públicas. Eso costará miles de millones más,
pero en Downing Street se espera que aliados y rivales se
convencerán en la cumbre del G–20 el próximo abril del
sentido de una acción concertada contra las amenazas
deflacionarias que se ciernen sobre la economía mundial. ¿Bastará
para contentar a los inversores extranjeros?
Algunos observadores dibujan ahora el fantasma de un
rescate por parte del Fondo Monetario Internacional (FMI):
maligna amenaza para los británicos, para quienes sería
incluso preferible acelerar la entrada en la Eurozona.
Transfondo: los programas de coyuntura son programas de
endeudamiento
Los paquetes nacionales de rescate de los Estados miembros
de la UE desbaratan el pacto de estabilidad de la UE. En
1992, la UE acordó en el Tratado de Maastricht unas normas
destinadas a evitar el endeudamiento explosivo: en tiempos
normales, había que lograr unos presupuestos públicos más
o menos equilibrados; en tiempos de crisis, había que
mantener un margen de maniobra para estabilizar la economía
mediante un aumento del gasto público. El valor máximo
para el nuevo endeudamiento quedaba fijado en el 3% del PIB,
mientras que el límite de la deuda global quedaba fijado en
el 60% del PIB.
Mandato de tolerancia
El Comisario de Asuntos Económicos y Monetarios de la UE,
Joaquín Almunia, ya ha anunciado la generosa ampliación
del margen de endeudamiento. Pero a partir del 3,5% se
activará la vigilancia del déficit: según las últimas
estimaciones, al menos nueve Estados miembros de la UE
rebasarán ese margen. Ya este mismo año, el endeudamiento
de Irlanda se acercaría al 11% del PIB.
Mandato de sanción
Claramente por encima del margen establecido se hallarían
también España (6,2), Francia (5,4), Portugal (4,6) y
Alemania (4,0). Más dramáticas se pondrán las cosas
cuando, en 2010, al menos 13 países de la UE podrían
rebasar el límite fijado por Almunia.
Normalmente, la Comisión Europea está obligada a
intervenir cuando no se cumplen los criterios de déficit.
Tal obligación, dimanante del Tratado de Maastricht, rige
también en el caso de que, aun siendo de iure respetados
los criterios, la Comisión constatara un peligro de déficit
excesivo.
La decisión última de proceder a sanciones contra un
Estado miembro de la UE por violar el Tratado y endeudarse
por encima de los límites establecidos la tiene el Consejo
Europeo, es decir, los jefes de gobierno. Y a tenor de las
circunstancias, los Estados que incumplan el Tratado se
arriesgan a penalizaciones dinerarias elevadas.
(*) Michael R. Krätke, miembro del Consejo Editorial de
SINPERMISO, es profesor de política económica y derecho
fiscal en la Universidad de Ámsterdam, investigador
asociado al Instituto Internacional de Historia Social de
esa misma ciudad y catedrático de economía política y
director del Instituto de Estudios Superiores de la
Universidad de Lancaster en el Reino Unido.
Las huelgas obreras nada tienen que ver con
la xenofobia y
sí con el libre mercado y
grandes empresas que operan sin
control
Por Jon Cruddas (*)
The Guardian, 31/01/09
Sin Permiso, 08/02/09
Traducción de Lucas Antón
No debería sorprendernos la ola de huelgas por todo el país.
La ira popular está rebasando la complacencia y el temor.
La recesión va dejando al descubierto la verdadera
naturaleza de la economía británica. Somos un país que ha
sido saqueado por el libre flujo del capital. Las huelgas no
guardan relación con la xenofobia sino con las grandes
empresas y el libre mercado sobre los que no hay control.
La refinería de Lincolnshire en la que comenzó el actual
conflicto es propiedad de la empresa petrolífera
norteamericana Total. Emplea a la gigantesca empresa
norteamericana de ingeniería Jacobs, que subcontrata a su
vez a una firma italiana, IREM, que redujo sus costes
laborales utilizando a sus propios trabajadores portugueses
e italianos. Los grandes contratistas de ingeniería llevan
reclutando trabajadores extranjeros baratos y sumisos desde
hace años.
Gran Bretaña ha perdido el control de industrias clave y
de sus mecanismos de abastecimiento laboral. El conflicto de
Lincolnshire es un pequeño síntoma de un gran problema.
Gran Bretaña es un país que ya no controla los procesos
productivos que crean su riqueza. Hay sectores económicos
cruciales entregados a propiedad extranjera que no rinde
cuentas a nadie. El gobierno ha abandonado a los
trabajadores frente a la explotación, más preocupado por
hacer que se ajusten al mercado global que por proteger sus
intereses. En los feudos laboristas de clase obrera existe
la intensa sensación de haber sido expoliados.
Los mercados laborales de Gran Bretaña y Europa se han
centrado en el impulso de flexibilizar. El aumento de los
contratos de corta duración, el trabajo por agencias, la
subcontratación y el uso de los "autoempleados"
ha despojado de derechos a los trabajadores. La fuerza
laboral de Gran Bretaña es una de las menos protegidas en
ese mercado. El crecimiento del empleo se ha concentrado en
trabajos de baja calificación y reducido salario en malas
condiciones. El creciente uso de trabajadores temporales y
por agencia está extendiendo estas condiciones a otros
sectores de la economía.
Pero peor ha
sido una serie de decisiones de los tribunales que han
desregulado aún más los mercados laborales. En 2003, la
compañía finlandesa de transbordadores, Viking Line, colocó
su flota bajo otra bandera y dio empleó a tripulaciones
procedentes de Estonia, recortando así los costes
salariales en un 60%. Su proceder fue respaldado por el
Tribunal Europeo de Justicia.
En 2004, una empresa letona, Laval, envió trabajadores a
obras de la construcción en Suecia. El sindicato sueco de
la construcción pidió a la compañía que se ajustara al
convenio colectivo existente en el sector, a lo que ésta se
negó, actuando según el convenio letón, lo que supone
sueldos más reducidos que entraban en competencia a la baja
con los de los trabajadores suecos. De nuevo, el tribunal
falló a favor de la empresa. Las condiciones y el sueldo de
los trabajadores tienen sólo que estar en conformidad con
las leyes del país originario de la compañía.
El gobierno británico no ha hecho nada por detener la
carrera de la UE hacia el fondo. Sus medidas políticas para
el mercado de trabajo tuvieron éxito en los años de
prosperidad porque la explotación, el trabajo precario y
los niveles salariales explotadores podían compensarse con
créditos baratos y ocultarse luego tras los destellos del
consumismo. Esos tiempos se han terminado. Con la carestía
de los seguros sociales, la principal fuente de seguridad
económica de la gente pasó a ser el creciente valor como
activo de sus hogares. Esto se acabó. Ya no hay créditos
baratos que complementen los salarios congelados o en
descenso.
La izquierda debe ofrecer una alternativa real y viable.
Tenemos que revocar los años de redistribución de la
riqueza de pobres a ricos. Necesitamos una regulación que
termine con los bajos salarios, la baja cualificación y el
trabajo informal. Unos sindicatos fuertes son la mejor
defensa contra la explotación. El trabajo y la calidad de
vida pueden mejorarse introduciendo un salario de
subsistencia. ¿Y por qué no debatir una renta máxima?
Ambas cosas pueden definirse estableciendo un ratio máximo
de diferencia entre los mejor y los peor pagados.
Necesitamos crear nuevas formas de ciudadanía económica, y
poner la economía y el trabajo bajo un mayor control democrático.
En eso debería consistir la agenda, no en "empleos
británicos para trabajadores británicos".
(*) Jon Cruddas es diputado laborista en la Cámara de los
Comunes por Dagenham, un distrito en el este del Gran
Londres.
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