Es posible que en las
elecciones del próximo 6 de mayo, se rompa el predominio de los dos grandes
partidos en la Cámara Baja británica, pero no se pondrá fin a la crisis
presupuestaria y financiera.
Gran Bretaña sigue siendo
uno de los pesos pesados de la Unión Europea, así como un miembro del Club
del G8 y una de las potencias del G20. Bajo el mandato de sus tres últimos
primeros ministros, Thatcher, Mayor y Blair, celebró el neoliberalismo sus
mayores triunfos y llegó a encumbrarse como verdadera normalidad de la vida
política.
La estructura económica y
social británica se ha transformado radicalmente. En 2008 irrumpió una
crisis inmobiliaria de gestación casera que pronto trocó en crisis
financiera y que difícilmente parece superable ahora como crisis
presupuestaria.
En 2009 se hizo visible toda
la magnitud de la corrupción generalizada cuando un macizo escándalo de
gastos sacudió la dignidad de la Cámara de los Comunes. Más de una cuarta
parte de los diputados laboristas y conservadores tienen que renunciar ahora a
renovar sus escaños y responder ante los tribunales de justicia. Los
liberal–demócratas, el Partido Nacional escocés y los Verdes pueden
esperar ganancias electorales bastantes como para arrebatar a los dos grandes
partidos establecidos la mayoría necesaria para gobernar. Diríase que se
perfila en el horizonte un final provisional del sistema bipartidista.
La crisis económica golpeó
a la Gran Bretaña de un modo particularmente duro: su sector financiero, de
todo punto sobredimensionado, ha ido de megaquiebra en megaquiebra, y el
gobierno de Gordon Brown, de rescate bancario en rescate bancario. A la City
financiera de Londres le ha ido bien, y de nuevo tiene vara alta. El pato lo
ha pagado todo el país, que ha terminado con una gigantesca montaña de
deudas, rayana en los 180 mil millones de libras, y con un déficit
presupuestario de dimensiones griegas. La libra esterlina ha perdido desde
2008 más de un cuarto de su valor, mientras crece el agujero en la balanza de
comercio exterior, reflejando el declive de la propia industria.
La crisis se ha encargado de
revelar las debilidades fundamentales del estupendo mundo nuevo del mercado
ideado por el Nuevo Laborismo. Con la sola venta de derivados financieros no
se puede pretender éxito ninguno a largo plazo. Tal es el transfondo de los
“Manifiestos” con que laboristas,
conservadores y liberal–demócratas pretenden atraer a los electores.
Al estilo del Viejo
Laborismo, Gordon Brown promete ahora justicia para todos, descubre el sentido
y el propósito de una política industrial activa y da la espalda a la política
de privatizaciones que su propio gobierno ha venido poniendo por obra en los
últimos años.
Los tories fantasean con
menos Estado, menos impuestos, más iniciativa privada, más “sociedad
civil”. Ambos partidos quieren reducir el déficit presupuestario, y hacerlo
drásticamente de aquí a 2014. Para lograrlo, la dirección laborista
pretende aumentar las contribuciones a la seguridad social, lo que los tories
reputan una política aniquiladora de puestos de trabajo. También podría
pensarse en impuestos sobre el valor añadido, pero todos callan pudorosamente
al respecto.
En comparación, los
liberal–demócratas tienen propuestas concretas respecto de la crisis
presupuestaria. En Gran Bretaña, como en todas partes, el Estado pierde año
tras año miles de millones de recaudación fiscal, porque se ahorra en el
aparato administrativo del fisco. En la última hornada, aquí se han
“ahorrado” más de 20.000 funcionarios de hacienda. No es, pues, extraño
que el Estado británico pierda ahora anualmente 40 mil millones de libras a
causa de la ocultación y del fraude fiscales. Pero lo que mola mucho a los
partidos es más bien una disputa ideológica escurril sobre distintas
variantes de un programa neoliberal.
En 1979, Tony Blair prometió
un referéndum sobre la Ley Electoral y nombró una Comisión independiente
que recomendó un cambio en el sentido de una representación proporcional;
todo acabó en nada. Cuando en 2009, con el escándalo de los gastos de los
diputados, el país se vio sacudido por una tormenta de indignación, Brown,
el sucesor de Blair, sacó asimismo de la chistera de las buenas intenciones
el asunto de la Ley Electoral; pero ahí quedó la cosa. Lo único que en este
asunto es capaz de proponer el dirigente conservador David Cameron es una
promesa de rebajar el número de diputados en la Cámara de los Comunes de 650
a 500. Menos Estado, menos Legislativo, tal es la divisa.
El ganador
pierde
La ley electoral mayoritaria
británica sigue el principio de que el ganador se queda todo, y a las almas
componedoras les resulta muy atractiva porque dirime hipotéticamente de un
modo claro las correlaciones de fuerzas. Ahora mismo, lo que hace es generar cálculos
absurdos. Para relevar a los laboristas, los tories deberían ganar 117 escaños
más, cosa que su actual cuota en los distritos electorales hace barruntar
como poco menos que imposible.
Con el actual sistema
electoral podría llegar a darse que el partido más fuerte, con el mayor número
de sufragios obtenidos, lograra el menor número de representantes, mientras
que, en cambio, el que obtuviera en total menos votos, lograra hacerse con le
mayor número de escaños.
Los liberal–demócratas de
Nick Clegg, al que las encuestas pronostican ahora mismo entre un 32 y un 34
por ciento de los votos, no ganaron nada en muchos distritos electorales, en
las últimas elecciones de mayo de 2005, a pesar de tener entre un 30 y un 40
por ciento de los votos. Si se diera un empate entre los dos grandes –un hung
parliament–, sin clara mayoría, debería formarse un gobierno
minoritario o negociarse una colación, lo que podría dar a la política británica
un empellón europeizante.
Mas, propiamente hablando, ¿qué
opciones se presentan ante los británicos? Se trata de la economía, se trata
de la imponente montaña de deudas, del tipo de política de ahorro que habrá
de ponerse por obra en los próximos cinco años, se trata de la crisis
inmobiliaria y del sobreendeudamiento privado, de la pérdida de puestos de
trabajo en el sector público y en el sector privado.
Todos los partidos tratan de
ganarse a cualquier precio la confianza de los mercados financieros y de las
agencias calificadoras del riesgo en los títulos de deuda británicos; no se
ve, empero, el menor indicio de una preocupación seria por la regulación
efectiva del sector financiero. Todos quieren mantener las tropas en Afganistán.
El Partido Laborista quiere
cargar un poco más las tintas sobre los archirricos con un impuesto sobre los
bonos, quizá también con algún gravamen a los bancos.
Resulte lo que resulte de las
urnas, hay que ahorrar, ahorrar hasta reventar. El reventón es ya visible. A
los pocos sectores del país que todavía funcionan a medias –como las
universidades– se les estrangulará con el ahorro. Con el previsible efecto
de que se verán forzados a seguir transformándose, más aún, si cabe, en máquinas
de marketing y de ganar dinero. Muy en la línea de la idea novolaborista de
un modelo empresarial para el sector público. Aun si pierden el poder, su
legado sigue en pie.
*
Michael R. Krätke, miembro del Consejo Editorial de SINPERMISO, es profesor
de política económica y derecho fiscal en la Universidad de Ámsterdam,
investigador asociado al Instituto Internacional de Historia Social de esa
misma ciudad y catedrático de economía política y director del Instituto de
Estudios Superiores de la Universidad de Lancaster en el Reino Unido.