Reza el dicho de que en el
fondo de todo británico hay un euroescéptico. Así ha sido hasta ahora,
incluso en los 13 años de New Labour. Pero la llegada a Downing Street de
Cameron y al Foreign Office de su correligionario Hague podría profundizar el
desencuentro. La UE espera que el día a día en labores de gobierno y, sobre
todo, su coalición con los liberal–demócratas de Clegg atempere el
euroescepticismo innato de los conservadores.
Gran Bretaña tiene desde el
martes un primer ministro, David Cameron, que el año pasado decidió sacar a
sus eurodiputados en el Parlamento de Estrasburgo del conservador Grupo del
Partido Popular Europeo e integrarlos en la coalición que, bajo las siglas de
Conservadores y Reformistas Europeos (CRE), agrupa a formaciones del este
europeo conocidas por euroescepticismo y proamericanismo y por sus posiciones
ultraintegristas e incluso postfascistas.
Este grupo incluye, entre
otros, el PIS polaco de los hermanos –uno fallecido recientemente en
accidente aéreo– Kaczynski y a formaciones de derecha extrema de Letonia y
otros países del antiguo bloque pro soviético.
El Gobierno liderado por
Cameron tendrá como titular de Exteriores a William Hague, un euroescéptico
de pura cepa que, antes de las elecciones y cuando los tories confiaban en
lograr la mayoría parlamentaria, escribió una carta a otros colegas del
futuro gabinete en la que exponía negro sobre blanco la visión más ortodoxa
de los conservadores británicos respecto a las relaciones británicas con la
UE.
Otra cosa es la realidad
diaria y el propio Hague reconocía implícitamente tanto en esa carta
–filtrada a «The Guardian»– como en entrevistas recientes que los tories
no buscarán un enfrentamiento directo desde el primer momento porque «una
gran crisis con la UE» no favorecería ni al partido ni al país.
Tampoco hay que olvidar que
la situación económica británica no dista demasiado de la que se vive en
otros países (caso del Estado español), lo que no invita precisamente a
veleidades euroescépticas.
Protocolo
de intenciones
Hugo Brady, experto del
Center for European Reform, pone el acento en su convicción de que la
eurofilia de los socios del Gobierno, los liberal–demócratas, neutralizará
cualquier intento de profundizar en el enfrentamiento con Bruselas y «liberará
a Cameron de la presión de los euroescépticos más decididos en su propio
partido».
Por de pronto, el programa de
gobierno incluye las exigencias conservadoras en los aspectos más simbólicos,
como el euro o la cuestión de la reserva de la soberanía británica, sin
olvidar el establecimiento de límites a la llegada de inmigrantes de la UE. Más
nebulosa ha quedado la cuestión de la repatriación de cuestiones relativas a
política social, en la que habrá que prestar atención a las componendas
entre ambos partidos.
Tampoco hay que olvidar que,
pese a ser el partido más abiertamente proeuropeísta del panorama británico,
los lib–dems harán causa común con los conservadores contra los programas
de subvenciones agrícolas (PAC) o en la defensa de los intereses de la City
de Londres frente a planes comunitarios de regulación del sistema financiero.
El francés Nicolas Sarkozy
se mostraba estos días muy sereno: «Si Cameron gana, hará como los otros.
Comenzará antieuropeo y acabará proeuropeo. Es la norma».
Puede que no le falte algo de
razón, pero el presidente galo obvia que el «proeuropeísmo» británico,
incluido el de los lib–dems, es como mínimo tan sui generis como el
euroescepticismo de la isla.
Ira entre
jóvenes y nuevos votantes que optaron por el cambio
Sorprendidos, noqueados y
hasta furiosos. Muchos jóvenes que votaron por primera vez el 6 de mayo no
ocultan su malestar por la coalición entre tories y liberal–demócratas.
«Voté por los lib–dems
porque era un buen momento para tomar distancia con los dos principales
partidos, pero al entrar en el gobierno, me parece que han sacrificado sus
ideas», señala Joshua Olomolaye, estudiante de la London School of Economics
(LSE).
Alexandra Patsaides, que
confiesa su querencia por los laboristas, votó «por una vez» por los
lib–dems para apoyar la reforma del sistema electoral. «Me siento
traicionada. Lo único que buscaban realmente los liberal–demócratas era
llegar al poder».
Holly Topham, de 21 años,
votó laborista y no acierta a ver «cómo conservadores y lib–dems van a
poder conjugar sus políticas». Lo mismo opina su amiga Danielle Richardson,
que votó conservador y augura dificultades y nuevas elecciones «en un año».
Matthew Budd, de 20 años,
asegura ahora que los liberal–demócratas «no merecían la posición clave
que han logrado», Ananya Modi, del club político de la LSE, señala al
contrario que esta alianza es excitante: «Los estudiantes de ciencias políticas
analizarán en el futuro estas elecciones como un hito», asegura.
El
propio Clegg ha insistido en vender a sus seguidores «una oportunidad única
de lograr el cambio en que creemos». No parece haber convencido a la luz de
los mensajes en Facebook. «Vete a tomar por c. Nick, nos has traicionado»,
escribe uno. «El líder de un partido remata a su partido», sentencia otro.