Islandia rechaza en referéndum pagar
por los
“errores” de sus bancos
Por Claudi Pérez
El País, 10/04/11
El 'NO' vence en la consulta celebrada ayer para
aprobar la indemnización de 4.000 millones de euros que exigen Reino Unido y
Holanda por la quiebra de una entidad islandesa.
¿Qué haría usted si uno de los grandes bancos españoles
hubiera quebrado en Reino Unido y el Gobierno británico exigiera a España un
pago de 50.000 euros por familia para saldar esa deuda? Islandia, que ya se
había negado en una ocasión a pagar esa factura, se enfrentó ayer a un
segundo referéndum sobre si aprueba –o no– devolver a Reino Unido y
Holanda 4.000 millones de euros por la bancarrota de una de sus entidades
financieras. Y han vuelto a decir no: según los resultados aún parciales,
con el 70% de las papeletas escrutadas, el 57,7% de los votantes han rechazado
hacerlo, frente al 42,3% que lo han aprobado.
El resultado puede interpretarse como un triunfo de la
denominada revolución de las cacerolas: sí habría empañado el ejemplo
islandés, al que se agarra cada vez más gente en la periferia de Europa, por
la irritación que provoca el empeño de Bruselas y el BCE en defender a los
bancos aun a costa de una oleada de austeridad y recortes draconianos.
"Es una decisión difícil. Probablemente lo mejor
sea votar no, pero eso va a acarrear enormes problemas a corto y medio
plazo". Interrogado por el referéndum, el economista Magnus Skulasson no
tenía aún nada claro, a media tarde de ayer, el sentido de su voto. Las
encuestas tampoco dan un ganador con seguridad: el sí –es decir, pagar por
los desmanes de la banca– parecía claro ganador hace dos meses, pero los
sondeos se han dado la vuelta en los últimos días.
El referéndum fue convocado hace dos meses por el
presidente islandés, Oláfur Ragnar Grímsson, que se negó a firmar una ley
del Parlamento que estipulaba las condiciones del acuerdo: un pago con
intereses del 3% a 37 años. Grímsson es reincidente: en diciembre de 2009 ya
forzó una consulta similar, cuando contra todo pronóstico se negó a firmar
una ley que obligaba a pagar con intereses del 5,5% en 15 años. El no ganó
entonces de forma arrolladora. "Las antiguas condiciones de pago eran muy
injustas: las nuevas son mejores, pero si los islandeses van a tener que
cargar con una deuda de sus bancos deben tener derecho a decidir. Islandia es
una democracia, no un sistema financiero", declaró Grímsson a este
diario hace unos días.
La disputa viene de lejos. A mediados de la pasada década,
uno de los grandes bancos islandeses, Landsbanki, abrió una filial por
Internet en Reino Unido, Holanda y Alemania que tuvo un éxito fulgurante por
los altos intereses que pagaba en una cuenta llamada Icesave. A principios de
octubre de 2008, apenas 15 días después de la quiebra de Lehman Brothers, el
Reino Unido detectó que los bancos islandeses estaban traspasando dinero de
las cuentas británicas a Reikiavik y les aplicó la ley antiterrorista:
congeló todos sus fondos. Los bancos estaban sobreendeudados (sus activos
suponían 12 veces el PIB), y esa decisión, junto a la crisis internacional,
les llevó a la bancarrota. El Estado no los rescató. Los dejó caer, y
posteriormente los nacionalizó e inyectó dinero para que siguieran operando,
pero solo en Islandia. Londres y Ámsterdam pagaron a los depositantes de
Icesave (unas 300.000 personas) el 100% de los depósitos y desde entonces
reclaman ese dinero. Eso suma 4.000 millones: tal vez no parezca una cifra
desorbitada, pero es un tercio del PIB islandés.
El Gobierno, en cambio, defendía el sí en el referéndum
aduciendo que los activos del banco quebrado, cuando se liquiden, permitirán
pagar la mayoría de la deuda. Los partidarios del no argumentaban que la
gente no debería pagar por las locuras de sus bancos, y aducen que la
legislación internacional –llena de sombras– no obliga a ningún país a
asumir deudas astronómicas que sobrepasan con mucho el importe acumulado en
los fondos de garantía.
Frágil recuperación
Islandia sigue sumida en una profunda crisis, tras los
acontecimientos que acabaron en la quiebra del sistema bancario y que
obligaron al país a acudir al FMI. Entonces la Bolsa se desplomó, la corona
islandesa perdió el 80% de su valor y la caída del PIB ha sido del 15%. El
paro ha pasado del 1% al 8%, hay controles de capital –corralito–, ha
habido fuertes subidas de impuestos y recortes del gasto público. La
incipiente recuperación es aún muy frágil. Y esa fragilidad puede aumentar
en caso de que el no salga vencedor: el Ejecutivo avisó a la población de
que el rechazo llevaría el caso a los tribunales, donde la factura puede
llegar a ser mucho mayor. Además, si los activos del banco quebrado son
menores de lo esperado y la corona vuelve a caer, las cifras se dispararían.
La consulta tendrá también efectos colaterales en el ámbito
político. La negativa deja en una difícil posición al Gobierno de coalición
entre socialdemócratas y rojiverdes, y complicaría el acceso de Islandia a
la UE y los créditos con el FMI y otros países nórdicos. Los islandeses
saben todo eso, y aun así ha ganado el no. "Tenemos la opción de acabar
con este desafortunado asunto con dignidad, o embarcarnos de nueva en un
periodo de incertidumbre", avisó ayer el ministro de Finanzas,
Steingrimur Sigfusson. "De acuerdo: pero la crisis ya está siendo lo
suficientemente dura. No quiero pagar más", terció el director de cine
Arni Sveinsson.
Decepción británica
La reacción de Reino Unido no se ha hecho esperar. El
secretario jefe del Tesoro británico, Danny Alexander, ha expresado hoy su
decepción ante la negativa de los islandeses a pagar por el colapso de los
bancos:"Está claro que el rechazo declarado por el pueblo islandés a lo
que era un acuerdo negociado ha sido obviamente decepcionante", declaró
Alexander. "Por supuesto que respetamos su decisión, pero ahora vamos a
hablar con nuestros socios internacionales, y parece que este proceso terminará
en los tribunales", añadió.
Reino Unido y Holanda amenazan con demandar
a Islandia
ante los tribunales
Por Walter Oppenheimer
El País, 11/04/11
Estos dos países le exigen una indemnización de
4.000 millones de euros por la quiebra de una entidad.– Los islandeses han
rechazado el plan de pago en el referéndum celebrado el sábado.
Londres.– Lo que los Gobiernos pactan, los votantes lo
pueden hacer trizas. Así han decidido actuar los islandeses, que el sábado
rechazaron por segunda vez en un referéndum el acuerdo al que había llegado
su Gobierno con los de Reino Unido y Holanda para resolver el contencioso que
le enfrenta con ellos por la deuda generada en 2008 por la quiebra del banco
Icesave. Con el 90% del voto escrutado, casi el 60% de los votantes se
pronunciaron contra ese acuerdo, por el que Islandia ha de devolver a esos dos
países los 4.000 millones de euros que les costó garantizar a sus ciudadanos
los depósitos que tenían en ese banco islandés, filial en Reino Unido y
Holanda del nacionalizado Landbanski.
El conflicto se debe a que Islandia decidió avalar todos
los depósitos bancarios que había en la isla cuando se desplomó su sistema
financiero en la crisis de otoño de 2008. Pero Reikiavik se desentendió de
las cantidades depositadas en los bancos islandeses que actuaban en el
exterior, como Icesave, que en apenas unos meses captó miles de ahorradores
en Holanda y Reino Unido ofreciendo tipos de interés de entre el 5% y el 6%.
Cuando la banca islandesa se desplomó, Londres y La Haya garantizaron los depósitos
de bancos islandeses en su territorio, pero luego exigieron que el Gobierno
islandés les pagara ese dinero.
La obligación legal de Islandia en este caso es
discutible. Reikiavik no la admite, pero británicos y holandeses sostienen
que Islandia incumple la normativa del Espacio Económico Europeo en dos
aspectos: porque esta le obliga a garantizar al menos los 20.000 primeros
euros de cada depositante y porque está discriminando a los acreedores no
islandeses.
Pero, sea cual sea el trasfondo legal, el Gobierno islandés
cree que es políticamente necesario llegar a un acuerdo sobre el asunto para
garantizar que el país pueda volver a financiarse en los mercados
internacionales. El año pasado se llegó a un acuerdo por el que Islandia
pagaría a Holanda y Reino Unido 4.000 millones de euros entre 2016 y 2024 a
un interés del 5,5%.
Tras ser rechazado con más del 90% de los votos en
contra en un referéndum, el acuerdo fue renegociado y hace unos días se
recortó el interés a pagar por Islandia al 3,3% y se amplió el plazo de
devolución hasta 2046. Pero los islandeses han vuelto a decir que no, a pesar
de que el Gobierno islandés recobrará la mayor parte de ese dinero por la
venta de activos bancarios nacionalizados y solo una pequeña parte de la
deuda acabará siendo asumida directamente por los contribuyentes.
Los votantes "han elegido la peor de las
opciones", declaró la primera ministra, Jóhanna Sigurdardóttit, cuyo
Gobierno de centro–izquierda podría verse obligado a dimitir. "Es,
desde luego, muy decepcionante", añadió. En términos muy similares se
pronunció el ministro holandés de Finanzas, Jan–Kees de Pager, con el añadido
de que empezó a enseñar el hacha: "El tiempo de negociar ya es cosa del
pasado. Islandia está obligada a devolvernos el dinero. Ahora son los
tribunales los que han de decidir", declaró.
Lo mismo dijo el número dos del Tesoro británico, Danny
Alexander. "Hemos intentado llegar a una solución negociada. Tenemos la
obligación de conseguir que nos devuelvan ese dinero y vamos a seguir
persiguiendo ese objetivo hasta que lo consigamos", declaró.
El voto negativo no solo ha contrariado a los políticos
de los tres países. También amenaza con ser muy mal recibido por analistas e
inversores. La agencia de calificación Moody's ya había anunciado días atrás
su intención de rebajar la calificación de la deuda islandesa si el acuerdo
era rechazado por los votantes. Y numerosos analistas han expresado ya su
preocupación por las consecuencias que puede tener para Islandia. Sobre todo
si se tiene en cuenta que el Gobierno había basado toda su agenda económica
en la normalización de relaciones con la comunidad internacional. Pero si el
caso llega finalmente a los tribunales, la decisión final puede demorarse
varios años.
Frente al rechazo de los Gobiernos, el presidente de
Islandia, Oláfur Ragnar Grímsson, considera que los dos referendos que él
ha convocado "han devuelto al país la confianza perdida tras el
hundimiento de la economía islandesa" en 2008. Los resultados, en su
opinión, "refuerzan aun más la democracia".
Análisis
Cubierto de mierda y de sangre ajena
Por Guderburg Bergsson (*)
El País, 11/04/11
"El pueblo islandés seguía a sus apóstoles
americanizados, un país que está en su fase final como un imperio
todopoderoso"
No es nada más que señal de nuestro tiempo y de la
naturaleza de la hambrienta y a veces estancada y aburrida prensa diaria
querer dar amplia información sobre acontecimientos insignificantes para la
humanidad, husmear en los rincones más remotos de la Tierra, como Islandia,
dejándolos a la que salta la noticia en otro lado. Islandia era hasta ahora
un país más o menos desconocido para el gran público, pero ahora se dice
que la rebelión de "la calle" hizo caer su Gobierno y que esto podría
ser un ejemplo para otros países grandes y corruptos.
Pero en realidad no es la primera vez que "la
calle" ha intentado derrocar el Gobierno islandés, a veces con
resultado, a veces no. Cuando era así nunca saltó a la noticia, no había
noticias de ello en la prensa mundial. Además, hasta ahora las
"rebeliones" en Islandia han sido políticas e ideológicas,
dirigidas por la izquierda comunista, y por ello había que silenciarlas en la
prensa del mundo libre occidental dirigido por el capitalismo estadounidense.
De eso basta un ejemplo significativo cuando Islandia, un país sin servicio
militar, sin armas, entró en la OTAN el año 1949 por la necesidad de los
norteamericanos, que querían tener bases militares en un país escudo en la
mitad del Atlántico, en un país imprescindible para una lucha limpia y justa
contra la temible e injusta Unión Soviética. Ahora "la calle" ha
conseguido hacer caer al Gobierno, o mejor dicho, el Gobierno ha caído por sí
solo después de haber estado 12 años con el mismo partido en el poder. Esta
vez no se trata de lucha entre ideologías de izquierda y derecha. Ahora es el
dinero el que ha ocupado el lugar de las ideologías. "La calle" ha
perdido su dinero, con el cual iba a comprarse algo parecido al sueño
americano, y por lo tanto se rebela violentamente.
El idealismo es de pocos, el dinero es de todos y nadie
quiere perderlo, ni los banqueros ni aún menos el pueblo que guarda su
dinero, sus ahorros, sus sueños en manos de los banqueros. La experiencia, la
aventura que suponían las expediciones de los vikingos no tienen mucho que
ver con los años locos de los banqueros islandeses: eso es más un reflejo
del capitalismo de la época y su idealismo materialista: la mundialización
del mercado. Los banqueros islandeses seguían las teorías norteamericanas,
elaboradas por economistas de las mejores universidades estadounidenses,
muchos de ellos premios Nóbel. El pueblo islandés seguía a sus apóstoles
americanizados. El ejército americano ha estado presente en la vida nacional
durante más de medio siglo y durante la guerra trajo la única revolución en
la historia del pueblo: la del dinero. Antes de su llegada, los islandeses
eran pobres, la nación más pobre de Europa, pero con la guerra se hicieron
"nuevos ricos" con todas las consecuencias: la ilusión popular de
que, con suerte, el dinero llama al dinero para siempre.
Los islandeses se creían una nación escogida por los EE
UU, por ser el escudo entre el mundo libre y el soviético, por la OTAN con
sus bases en todos los rincones de la isla, y finalmente por la industria de
aluminio: la isla de la energía limpia, térmica e hidráulica. Pero resulta
que todo cae, EE UU está en su fase final como un imperio todopoderoso, el ejército
de la OTAN se marcha e Islandia se queda huérfana, dominada por un viejo
Gobierno proamericano, derechista, un Gobierno que ha durado 12 años. Cayó
la ilusión nacional creada lentamente pero de una manera eficaz durante la
Segunda Guerra Mundial en un país que vivía gracias a las constantes
operaciones militares americanas. Cuando las fuerzas norteamericanas se
marchan, la gente pierde su fe tanto en el amigo americano como en sus amigos
parlamentarios, los amigos del amigo americano. Entonces se dispara el
desorden, se extiende la frustración y luego viene la desilusión absoluta.
Los islandeses vuelven a tener fe en el duro trabajo de sol a sol, como antes,
pero no por gusto sino por pura necesidad. Los islandeses trabajaban duramente
para sobrevivir en tiempos remotos, cuando la vida era sencilla, vivían de y
con las ovejas en los páramos, con y del bacalao en la costa. No se puede
volver al pasado, en este momento hay crisis también en los países que
tradicionalmente compraban el bacalao. Incluso hay menos bacalao en el mar.
Islandia no puede entrar nunca en la Unión Europea, lo impide el interés de
los países antes compradores, que ahora quieren pescar ellos mismos su
bacalao en las costas islandesas. Pero una cosa milagrosa es cierta para los
islandeses en este asunto: saben que a la larga los pescadores de los países
del sur nunca podrán pescar por las costas islandesas. No conocen el mar, el
viento, el frío. Islandia está a salvo, una isla aislada como siempre, un
pueblo trabajador más por necesidad que por su fe luterana. En los países
católicos hay también gente trabajadora. El apego al trabajo no tiene nada
que ver con la religión, son las circunstancias las que deciden.
No ha sucedido ninguna catástrofe en Islandia sino un
pequeño frenazo de la megalomanía nacional, producto del aislamiento, y uno
podría pensar que como consecuencia la nación entrará en razón. Sin ser
forzados los países no entran nunca en razón.
La gran culpa de la caída islandesa la tiene en gran
medida el actual presidente de la república, Ólafur Ragnar Grímsson, un
megalómano confuso, un ex parlamentario que en la política ha cambiado de
camisa varias veces, la ha perdido y ha conseguido una nueva que luego ha
vuelto a perder por su oportunismo, pero enseguida consigue otra: la
presidencia durante 15 años es un regalo de una nación parecida a él, una
nación confusa y aislada durante siglos del continente europeo, del
pensamiento europeo, que aun así de vez en cuando consigue hacer una pequeña
limpieza mental inclinándose, buscando apoyo y protección en el regazo
americano, el regazo de un imperio que se resiste a aceptar su realidad: que
se ha cubierto de mierda y de sangre ajena.
(*) Guderburg Bergsson es escritor finlandés.
Islandia enjaula a sus banqueros
Por Claudi Pérez
El País, 03/04/11
La primera víctima de la crisis financiera hace
un valiente intento de pedir responsabilidades.
Se busca. Hombre, 48 años, 1,80 metros, 114 kilos.
Calvo, ojos azules. La Interpol acompaña esa descripción de una foto en la
que aparece un tipo bien afeitado embutido en uno de esos trajes oscuros de
2.000 euros y tocado con un impecable nudo de corbata. Se ve a la legua que se
trata de un banquero: este no es uno de esos carteles del salvaje Oeste. La
delincuencia ha cambiado mucho con la globalización financiera. Y sin
embargo, esta historia tiene ribetes de western de Sam Peckinpah ambientado en
el Ártico. Esto es Islandia, el lugar donde los bancos quiebran y sus
directivos pueden ir a la cárcel sin que el cielo se desplome sobre nuestras
cabezas; la isla donde apenas medio millar de personas armadas con peligrosas
cacerolas pueden derrocar un Gobierno. Esto es Islandia, el pedazo de hielo y
roca volcánica que un día fue el país más feliz del mundo (así, como
suena) y donde ahora los taxistas lanzan las mismas miradas furibundas que en
todas partes cuando se les pregunta si están más cabreados con los banqueros
o con los políticos. En fin, Esto es Islandia: paraíso sobrenatural, reza el
cartel que se divisa desde el avión, antes incluso de desembarcar.
El tipo de la foto se llama Sigurdur Einarsson. Era el
presidente ejecutivo de uno de los grandes bancos de Islandia y el más
temerario de todos ellos, Kaupthing (literalmente, "la plaza del
mercado"; los islandeses tienen un extraño sentido del humor, además de
una lengua milenaria e impenetrable). Einarsson ya no está en la lista de la
Interpol. Fue detenido hace unos días en su mansión de Londres. Y es uno de
los protagonistas del libro más leído de Islandia: nueve volúmenes y 2.400
páginas para una especie de saga delirante sobre los desmanes que puede
llegar a perpetrar la industria financiera cuando está totalmente fuera de
control.
Nueve volúmenes: prácticamente unos episodios
nacionales en los que se demuestra que nada de eso fue un accidente. Islandia
fue saqueada por no más de 20 o 30 personas. Una docena de banqueros, unos
pocos empresarios y un puñado de políticos formaron un grupo salvaje que
llevó al país entero a la ruina: 10 de los 63 parlamentarios islandeses,
incluidos los dos líderes del partido que ha gobernado casi
ininterrumpidamente desde 1944, tenían concedidos préstamos personales por
un valor de casi 10 millones de euros por cabeza. Está por demostrar que eso
sea delito (aunque parece que parte de ese dinero servía para comprar
acciones de los propios bancos: para hinchar las cotizaciones), pero al menos
es un escándalo mayúsculo.
Islandia es una excepción, una singularidad; una rareza.
Y no solo por dejar quebrar sus bancos y perseguir a sus banqueros. La isla es
un paisaje lunar con apenas 320.000 habitantes a medio camino entre Europa, EE
UU y el círculo polar, con un clima y una geografía extremos, con una de las
tradiciones democráticas más antiguas de Europa y, fin de los tópicos, con
una gente de indomable carácter y una forma de ser y hacer de lo más
peculiar. Un lugar donde uno de esos taxistas furibundos, tras dejar atrás la
capital, Reikiavik, se adentra en una lengua de tierra rodeada de agua y deja
al periodista al pie de la distinguida residencia presidencial, con el mismísimo
presidente esperando en el quicio de la puerta: cualquiera puede acercarse sin
problemas, no hay medidas de seguridad ni un solo policía. Solo el detalle exótico
de una enorme piel de oso polar en lo alto de una escalera saca del pasmo a
quien en su primera entrevista con un presidente de un país se topa con un
mandatario, Ólagur Grímsson, que considera "una locura" que sus
conciudadanos "tengan que pagar la factura de su banca sin que se les
consulte".
Y del presidente al ciudadano de a pie: de la anécdota a
la categoría. Arnar Arinbjarnarsson es capaz de resumir el apocalipsis de
Islandia con estupefaciente impavidez, frente a un humeante capuchino en el céntrico
Café París, a dos pasos del Althing, el Parlamento. Arnar tiene 33 años y
estudió ingeniería en la universidad, pero, al acabar, ni siquiera se le pasó
por la cabeza diseñar puentes: uno de los bancos le contrató, pese a carecer
de formación financiera. "La banca estaba experimentando un crecimiento
explosivo, y para un ingeniero es relativamente sencillo aprender matemática
financiera, sobre todo si el sueldo es estratosférico", alega.
Islandia venía de ser el país más pobre de Europa a
principios del siglo XX. En los años ochenta, el Gobierno privatizó la
pesca: la dividió en cuotas e hizo millonarios a unos cuantos pescadores. A
partir de ahí, bajo el influjo de Ronald Reagan y Margaret Thatcher, el país
se convirtió en la quintaesencia del modelo liberal, con una política económica
de bajos impuestos, privatizaciones, desregulaciones y demás: la sombra de
Milton Friedman, que viajó durante esa época a Reikiavik, es alargada.
Aquello funcionó. La renta per cápita se situó entre las más altas del
mundo, el paro se estabilizó en el 1% y el país invirtió en energía verde,
plantas de aluminio y tecnología. El culmen llegó con el nuevo siglo: el
Estado privatizó la banca y los banqueros iniciaron una carrera desaforada
por la expansión dentro y fuera del país, ayudados por las manos libres que
les dejaba la falta de regulación y por unos tipos de interés en torno al
15% que atraían los ahorros de los dentistas austriacos, los jubilados
alemanes y los comerciantes holandeses. Una economía sana, asentada sobre sólidas
bases, se convirtió en una mesa de black jack. Ni siquiera faltó una campaña
nacionalista a favor de la supremacía racial de la casta empresarial, lo que
tal vez demuestra lo peligroso que es meter en la cabeza de la gente ese tipo
de memeces, ya sea "las casas nunca bajan de precio" o "los
islandeses controlan mejor el riesgo por su pasado vikingo".
La fiesta se desbocó: los activos de los bancos llegaron
a multiplicar por 12 el PIB. Solo Irlanda, otro ejemplo de modelo liberal, se
acerca a esas cifras. Hasta que de la noche a la mañana –con el colapso de
Lehman Brothers y el petardazo financiero mundial– todo se desmoronó, en lo
que ha sido "el shock más brutal y fulminante de la crisis
internacional", asegura Jon Danielsson, de la London School of Economics.
Pero volvamos a Arnar y su relato: "La banca empezó
a derrochar dinero en juergas con champán y estrellas del rock; se compró o
ayudó a comprar medio Oxford Street, varios clubes de fútbol de la liga
inglesa, bancos en Dinamarca, empresas en toda Escandinavia: todo lo que
estuviera en venta, y todo a crédito". Los ejecutivos se concedían créditos
millonarios a sí mismos, a sus familiares, a sus amigos y a los políticos
cercanos, a menudo, sin garantías. La Bolsa multiplicó su valor por nueve
entre 2003 y 2007. Los precios de los pisos se triplicaron. "Los bancos
levantaron un obsceno castillo de naipes que se lo llevó todo por
delante", cuenta Arnar, que conserva su empleo, pero con la mitad de
sueldo. Acaba de comprarse un barco a medias con su padre con la intención de
cambiar de vida: quiere dedicarse a la pesca.
La fábula de una isla de pescadores que se convirtió en
un país de banqueros tiene moraleja: "Tal vez sea hora de volver al
comienzo", reflexiona el ingeniero. "Tal vez todo ese dinero y ese
talento que absorbe la banca cuando crece demasiado no solo se convierte en un
foco de inestabilidad, sino que detrae recursos de otros sectores y puede
llegar a ser nocivo, al impedir que una economía desarrolle todo su
potencial", dice el presidente Grímsson.
La magnitud de la catástrofe fue espectacular. La
inflación se desbocó, la corona se desplomó, el paro creció a toda
velocidad, el PIB ha caído el 15%, los bancos perdieron unos 100.000 millones
de dólares (pasará mucho tiempo antes de que haya cifras definitivas) y los
islandeses siguieron siendo ricos, más o menos: la mita de ricos que antes.
¿De quién fue la culpa? De los bancos y los banqueros, por supuesto. De sus
excesos, de aquella barra libre de crédito, de su desmesurada codicia. Los
bancos son el monstruo, la culpa es de ellos y, en todo caso, de los políticos,
que les permitieron todo eso. OK. No hay duda. ¿Solamente de los bancos?
"El país entero se vio atrapado en una burbuja. La
banca experimentó un desarrollo repentino, algo que ahora vemos como algo estúpido
e irresponsable. Pero la gente hizo algo parecido. Las reglas normales de las
finanzas quedaron suspendidas y entramos en la era del todo vale: dos casas,
tres casas por familia, un Range Rover, una moto de nieve. Los salarios subían,
la riqueza parecía salir de la nada, las tarjetas de crédito echaban
humo", explica Ásgeir Jonsson, ex economista jefe de Kaupthing. El también
economista Magnus Skulasson asume que esa locura colectiva llevó a un país
entero a parecer dominado por los valores de Wall Street, de la banca de
inversión más especulativa. "Los islandeses hemos contribuido
decisivamente a que pasara lo que pasó, por permitir que el Gobierno y la
banca hicieran lo que hicieron, pero también participamos de esa combinación
de codicia y estupidez. Los bancos merecen sentarse en el banquillo y nosotros
nos merecemos una parte del castigo: pero solo una parte", afirma en el
restaurante de un céntrico hotel.
Una cosa salva a los islandeses, de alguna manera les
redime de parte de esos pecados. En su incisivo ¡Indignaos!, Stephane Hessel
describe cómo en Europa y EE UU los financieros, culpables indiscutibles de
la crisis, han salvado el bache y prosiguen su vida como siempre: han vuelto
los beneficios, los bonus, esas cosas. En cambio, sus víctimas no han
recuperado el nivel de ingresos, ni mucho menos el empleo. "El poder del
dinero nunca había sido tan grande, insolente, egoísta con todos",
acusa, y, sin embargo, "los banqueros apenas han soportado las
consecuencias de sus desafueros", añade en el prólogo del libro el
escritor José Luis Sampedro.
Así es: salvo tal vez en el Ártico. Islandia ha hecho
un valiente intento de pedir responsabilidades. "Dejar quebrar los bancos
y decirles a los acreedores que no van a cobrar todo lo que se les debe ha
ayudado a mitigar algunas de las consecuencias de las locuras de sus
banqueros", asegura por teléfono desde Tejas el economista James K.
Galbraith.
Contada así, la versión islandesa de la crisis tiene un
toque romántico. Pero la economía es siempre más prosaica de lo que parece.
Hay quien relata una historia distinta: "Simplemente, no había dinero
para rescatar a los bancos: de lo contrario, el Estado los habría salvado: ¡Llegamos
a pedírselo a Rusia!", critica el politólogo Eirikur Bergmann.
"Fue un accidente: no queríamos, pero tuvimos que dejarlos quebrar y
ahora los políticos tratan de vender esa leyenda de que Islandia ha dado otra
respuesta".
Sea como sea, la crisis ha dejado una cicatriz enorme que
sigue bien visible: hay controles de capitales, un delicioso eufemismo de lo
que en el hemisferio Sur (y más concretamente en Argentina) suele llamarse
corralito. El paro sigue por encima del 8%, tasas desconocidas por estos lares.
El desplome de la corona ha empobrecido a todo el país, excepto a las
empresas exportadoras. Cuatro de cada diez hogares se endeudaron en divisas o
con créditos vinculados a la inflación (parece que, por lo general, para
comprar segundas residencias y coches de lujo), lo que ha dejado un agujero
considerable en el bolsillo de la gente. Tras dejar quebrar el sistema
bancario, el Estado lo nacionalizó y acabó inyectando montones de dinero
–el equivalente a una cuarta parte del PIB– para que la banca no dejara de
funcionar, y ahora empieza a reprivatizarlo: la vida, de algún modo, sigue
igual.
Todo eso ha elevado la deuda pública por encima del 100%
del PIB, y para controlar el déficit tampoco los islandeses se han librado de
la oleada de austeridad que recorre Europa desde el Estrecho de Gibraltar
hasta la costa de Groenlandia: más impuestos y menos gasto público. Al cabo,
Islandia tuvo que pedir un rescate al FMI, y el Fondo ha aplicado las recetas
habituales: se han elevado el IRPF y el IVA islandeses y se han creado nuevos
impuestos, y por el lado del gasto se han bajado salarios y beneficios
sociales y se están cerrando escuelas; se ha reducido el Estado del
bienestar. Que es lo que suele suceder cuando de repente un país es menos
rico de lo que creía.
"Hemos recorrido una década hacia atrás",
cierra Bergman. Y aun así, el Gobierno y el FMI aseguran que Islandia crecerá
este año un 3%: el desplome de la corona ha permitido un despegue de las
exportaciones, hay sectores punteros –como el aluminio– que están
teniendo una crisis muy provechosa, y, al fin y al cabo, Islandia es un país
joven con un nivel educativo sobresaliente. Entre la docena de fuentes
consultadas para este reportaje, sin embargo, no abunda el optimismo. Uno de
los economistas más brillantes de Islandia, Gylfi Zoega, dibuja un panorama
preocupante: "Los bancos aún no son operativos, los balances de las
empresas están dañados, el acceso al mercado de capitales está cerrado, el
Gobierno muestra una debilidad alarmante. No hay consenso sobre qué lugar
deben ocupar Islandia y su economía en el mundo. Vamos a la deriva... No se
engañe: ni siquiera el colapso de los bancos fue una elección; no había
alternativa. Islandia no puede ser un modelo de nada".
Hay quien duda incluso de que los banqueros den
finalmente con sus huesos en la cárcel: "Los ejecutivos han sido
detenidos varias veces, y después, puestos en libertad: como tantas otras
veces, eso es más un jugueteo con la opinión pública que otra cosa",
asegura Jon Danielsson. Hannes Guissurasson, asesor del anterior Gobierno y
conocido por su férrea defensa de postulados neoliberales, incluso traza una
fina línea entre el delito y algunas de las prácticas bancarias de los últimos
años. "Muy pocos banqueros van a ir a la prisión, si es que va alguno:
¿qué ley vulnera la excesiva toma de riesgos?", se pregunta.
Pero los mitos son los mitos (y un periodista debe
defender su reportaje hasta el último párrafo) e Islandia deja varias
lecciones fundamentales. Una: no está claro si dejar caer un banco es un acto
reaccionario o libertario, pero el coste, al menos para Islandia, es
sorprendentemente bajo; el PIB de Irlanda (cuyo Gobierno garantizó toda la
deuda bancaria) ha caído lo mismo y sus perspectivas de recuperación son
peores. Dos: tener moneda propia no es un mal negocio. En caso de apuro se
devalúa y santas Pascuas; eso permite salir de la crisis con exportaciones,
algo que ni Grecia ni Irlanda (ni España) pueden hacer.
La última y definitiva enseñanza viene de la mano del
grupo salvaje, a quien nadie vio venir: ni las agencias de calificación ni
los auditores anticiparon los problemas (aunque lo que no descubre una buena
auditoría lo destapa una buena crisis: Pricewaterhousecoopers está acusada
de negligencia). Pero los problemas estaban ahí: la prueba es que la inmensa
mayoría de los ejecutivos de banca están de patitas en la calle y algunos
esperan juicio. Nuestro Sigurdur Einarsson, el banquero más buscado, se compró
una mansión en Chelsea, uno de los barrios más exclusivos de Londres, por 12
millones de euros. La mayoría de los banqueros que tienen problemas con la
justicia hicieron lo mismo durante los años del boom, y menos mal que lo
hicieron: la gente les abucheaba en el teatro, les tiraba bolas de nieve en
plena calle, les lanzaba piropos en los restaurantes o les dejaba ocurrentes
pintadas en sus domicilios. Salieron pitando de Islandia. El caso es que
Einarsson no tuvo que marcharse: vivía en su estupenda mansión londinense
desde 2005. La hipoteca no era problema: Einarsson decidió alquilársela al
banco mientras vivía en la casa; al fin y al cabo, un presidente es un
presidente, y ese es el tipo de demostraciones de talento financiero que solo
traen sorpresas en el improbable caso de que la justicia se meta por medio.
Islandia parece el lugar adecuado para que sucedan cosas improbables: según
las estadísticas, más de la mitad de los islandeses cree en los elfos. En el
avión de vuelta se entiende mejor la publicidad del aeropuerto, sobre todo
porque las fuentes consultadas descartan que, si finalmente hay condena a los
banqueros, el Gobierno islandés vaya a conceder un solo indulto. Esto es
Islandia: paraíso sobrenatural. ¡Vaya si lo es!
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