El problema no es el dinero ni el
consumo:
el problema es político, es en manos de quien está
la riqueza
El Pacto del Euro: consagración
neoliberal
Por Jaime Baquero
Viento Sur, 23/07/11
Si alguien creía que los Estados,
tras una profunda crisis alimentada por las políticas
neoliberales, volverían al redil keynesiano, se ha
equivocado. Los capitalistas exigen recuperar la tasa de
ganancia a cualquier precio, y que los títulos que crearon
sin respaldo productivo tengan valor. Los Estados centrales
saben que su poder mundial descansa en su enorme potencial
financiero y en su aparato militar. El Pacto del Euro no es más
que la consagración de las políticas neoliberales en la
eurozona, a costa del empobrecimiento y el sufrimiento de sus
pueblos. Trabajadores y pueblos deben poner el bozal al perro
loco que siembra el caos y conduce a la guerra.
Un pacto antidemocrático
El 25 de marzo pasado, los gobiernos de
la eurozona y otros seis Estados, firmaron un acuerdo económico
para –según el texto-, mejorar la competitividad de sus
empresas, facilitar su presencia comercial en los mercados
mundiales, y contribuir a un crecimiento más acelerado y
sostenible a medio y largo plazo, generando niveles más
elevados de ingresos para los ciudadanos y conservando los
modelos sociales de bienestar. Las líneas directrices deberán
ponerse en marcha en el plazo de un año.
El Pacto del Euro responde a las
necesidades del capital europeo y al pacto franco-alemán para
dirigir la economía en esa región, y ha sido impuesto por el
gobierno de Merkel a los Estados bajo el pretexto de evitar
que los mercados hundan a los socios más débiles y a cambio
de ayudas económicas. La Comisión Europea, rama ejecutiva de
la Unión Europea, será la encargada de hacer cumplir el
Pacto, y está capacitada para imponer sanciones económicas a
quienes se desvíen de los objetivos marcados, sometiendo a
sus directrices la soberanía nacional de los Estados
firmantes independientemente de los gobiernos de turno.
No es un texto legislativo, sometido a
los trámites parlamentarios en los diferentes Estados
firmantes ni en la Eurocámara, y representa un paso más en
la marginación de la ciudadanía europea de las decisiones
relacionadas con la política económica –que mediatizan el
resto de decisiones-, y en la transformación de los
ciudadanos europeos en súbditos.
Impulsar la competitividad vinculando salarios y
productividad
Según los firmantes del Pacto, el débil
crecimiento económico y los ataques de los especuladores, no
tienen relación con el modo de producción ni el modelo de
acumulación, sino con una estructura laboral ineficiente. Por
tanto, para mantener el empleo y las exportaciones, deberán
ligarse los costes del trabajo a la evolución de la
productividad, bajando los salarios cuando la productividad
disminuya.
La productividad es la relación entre la
producción obtenida y los recursos utilizados para obtenerla
en un tiempo determinado. La introducción de nuevas y más
modernas máquinas y tecnología al proceso productivo, logra
que los trabajadores produzcan más mercancías y servicios en
el mismo tiempo. En la medida en que aumenta la productividad
del trabajo no sólo se logra que se produzca más, sino que
también se consigue que la clase trabajadora necesite menos
tiempo para producir el equivalente a su salario, aumentando
la cantidad de valor que se apropian los empresarios. El
aumento de la productividad representa, por una parte, mayores
inversiones en capital fijo (maquinaria y tecnología) y
reducción de los tiempos de producción, y, por otra, menores
inversiones en fuerza de trabajo y eliminación de costes de
mano de obra (empleo y masa salarial). El resultado es una
bajada de los precios de los productos y un aumento de su
competitividad en el mercado.
En ningún caso del aumento de la
productividad se infiere un aumento del empleo. Al contrario,
al disminuir la cantidad de trabajo necesario para la producción
de mercancías o servicios, los empresarios tienden a eliminar
el empleo sobrante para disminuir costes y aumentar sus
beneficios –esa destrucción de empleo es menor cuando los
trabajadores aceptan rebajar sus salarios o empeorar sus
condiciones de trabajo, como ha sucedido en diversas ramas de
la industria en diversos Estados europeos-. No puede ser de
otra forma en un sistema donde los medios de producción son
propiedad privada y, en consecuencia, el desarrollo de la
fuerza productiva del trabajo que permite aumentar la riqueza
social, no está al servicio de disminuir la carga de trabajo
sino destinada a aumentar la ganancia de los propietarios.
A pesar del aumento de la productividad
en el período 1980-2005, el desempleo en la UE-15 creció
respecto al período 1950-1980, debido a la desregulación del
mercado laboral(1). El Economic Policy Institute de
Washington, en su último informe The State of Working America,
señala que el crecimiento de la productividad en España
durante el periodo 2007-2009 fue el mayor de los países de la
OCDE (5,4% frente a un promedio de -1,1%). Sin embargo, en ese
período, España fue el país que destruyó más empleo
(-7,2%) y dista mucho de lograr la recuperación económica(2).
Tampoco puede asociarse un aumento de la
productividad con mayores salarios. Según datos de Eurostat,
el enorme crecimiento de la productividad en Europa durante
los últimos 20 años, no ha generado un crecimiento similar
de la masa salarial. Los salarios han crecido la mitad que la
productividad, cuyo aumento ha ido a engrosar los beneficios
empresariales. Mientras las rentas del trabajo han disminuido
como porcentaje de la renta nacional -independientemente de
los ciclos económicos-, las rentas del capital han logrado un
considerable aumento. Según el FMI, en la Unión Europea de
los 15, las rentas del trabajo pasaron de representar el 61,6%
de la renta nacional en 1992, a un 57,6% en el año 2005. En
España el descenso fue mayor, de un 62% a un 54,4% en el
mismo periodo(3). Por otra parte, los beneficios empresariales
en la eurozona en el período 1999-2005, crecieron un 36% y
los costes laborales tan sólo un 18% -en España, los
beneficios empresariales aumentaron un 73% y los costes
laborales apenas un 3,7%-(4).
Desvincular los salarios del coste de la
vida y vincularlos a la productividad, tendrá un mayor efecto
en la contención salarial y en la pérdida de poder
adquisitivo de las masas asalariadas. Pero esta pérdida de
poder adquisitivo reducirá aún más el consumo interno,
tirando a la baja de la demanda y de la producción, y
ahondando los efectos de la crisis. Si el mercado interno no
se estimula –y para ello es preciso que aumenten las
inversiones y crezcan los salarios-, el riesgo es entrar en
deflación, con graves efectos sobre la carga de la deuda,
porque al disminuir los precios se incrementa el valor del
dinero y aumenta el volumen de la deuda, tanto para los
Estados como para las empresas y particulares.
El aumento de la productividad tampoco
implica una reducción de la jornada laboral ni una disminución
de la intensidad del trabajo. Estas variables tienen más
relación con el poder de negociación de los trabajadores y
las políticas económicas por las que optan los Estados.
Employment in Europe 2006 –informe de la Comisión Europea-,
revela que en el período 2000-2005, se produjo un leve
descenso de la jornada de trabajo completa en Europa, pero a
cambio aumentó la desregulación de horarios y tipos de
jornada. Datos de la Fundación Europea para la Mejora de las
Condiciones de Vida y de Trabajo(5), admiten que la intensidad
del trabajo aumentó durante las dos últimas décadas
–acompañando el crecimiento de la productividad-, para
estabilizarse a partir de 2008 con el estallido de la crisis.
El Pacto del Euro es un revulsivo para un nuevo incremento de
la intensidad del trabajo y la flexibilización de la jornada
laboral –tras el fracaso en 2008 del intento de prolongarla
hasta un máximo de 65 horas semanales-, cediendo a las
presiones de Alemania o Reino Unido que apuestan por ampliar
las excepciones que permitan su ampliación (industria alemana
del automóvil). Y si, como todo indica, se mantiene la
tendencia creciente a la subcontratación como vía de
abaratamiento de costes, disminuirán aún más los salarios y
aumentará la precarización del empleo, la pérdida de
calidad del trabajo y la pérdida de derechos laborales.
Vincular salarios a productividad
“abarata a los trabajadores”, sin garantías de creación
de empleo, y la mejora de la competitividad de determinados
productos en el exterior se realizará a costa de contraer la
demanda interna por la pérdida de poder adquisitivo de los
asalariados. Y dado que el mayor volumen de comercio de los
Estados de la eurozona se produce entre ellos mismos, difícilmente
aumentará la actividad económica.
Eliminar la negociación colectiva para impulsar el empleo
Según el Pacto, el desempleo está
provocado por un mal funcionamiento del mercado laboral. Su
corrección exige revisar el nivel de centralización del
proceso de negociación de los convenios para evitar los
“privilegios” de los trabajadores, favoreciendo la
negociación en cada empresa y la negociación individual
frente a la negociación nacional, por sector o ramo.
El pensamiento neoliberal explica el paro
como resultado de una mayor rigidez del mercado de trabajo.
Sin embargo, el desempleo en la Europa de los sesenta,
caracterizada por sus fuertes regulaciones laborales, fue
inferior al de EEUU donde el mercado de trabajo era menos rígido.
En España hay menos rigidez del mercado de trabajo y más
flexibilidad para despedir que en otros países de nuestro
entorno, y las cifras de paro son más del doble que en la
eurozona; e incluso con la misma reglamentación laboral
general, Navarra o Euskadi mantienen una tasa de paro 15
puntos inferior a la de Andalucía o Canarias.
Los avances desarrollados en los últimos
años en Europa a favor de la negociación por empresa,
tampoco han invertido la tendencia al incremento del
desempleo. Y tampoco ha dejado de crecer con la pérdida de
poder sindical. En las dos últimas décadas, los procesos de
descentralización productiva, reorganización y relocalización
de la producción, han contribuido a la desorganización y
fragmentación de los trabajadores. La mano de obra se ha
diversificado y el tamaño medio de las empresas se ha
reducido, erosionando la base de las organizaciones sindicales
y dando un mayor poder a las empresas en la toma de decisiones
sobre recursos humanos y relaciones laborales. Y en efecto, su
resultado sobre el empleo se ha dejado sentir, pero
negativamente.
Por otra parte, las estadísticas de
Eurostat nos revelan que en 2006 las pequeñas y medianas
empresas ocupaban al 68% de la mano de obra de la zona euro y
que el 30% de los trabajadores eran empleados en microempresas
(menos de 10 empleados) –en España estos porcentajes eran
en 2008 del 79% y del 39% respectivamente(6)-. Si además se
tienen en cuenta las elevadas cifras de paro –que rondan el
10% de la población activa en la eurozona y el 21% en España-,
que actúan tirando a la baja la capacidad negociadora de los
trabajadores, podrá entenderse la magnitud del retroceso en
materia de salarios y condiciones laborales que la
descentralización e individualización de la negociación
colectiva va a imponer. Y más en el Estado español, donde más
del 87% de las PYMES tienen problemas para acceder a un crédito(7).
El guiño de los grandes empresarios y
del sector financiero a las PYMES –que estarán en mejor
situación para disminuir sus costes laborales en el nuevo
marco de negociación-, se desvanece por la disminución del
consumo interno que apareja la depresión de los salarios, que
va a golpear especialmente a las PYMES por disponer de menores
recursos para competir con las grandes empresas y
multinacionales, repercutiendo negativamente sobre el empleo.
El nuevo marco de negociación no sólo
abarata el trabajo, tiende a diversificar aún más los
salarios y a precarizar aún más el empleo –mayor
inseguridad y temporalidad-, disminuyendo a la postre su
productividad. El problema del paro es político y no se
solucionará flexibilizando la contratación o el despido. A
mayor desregulación laboral mayor crecimiento del desempleo,
como ha podido apreciarse en España, Irlanda o EEUU con el
estallido de la crisis de 2007 –en los Estados con mayores
regulaciones, el crecimiento del paro ha sido menor, como en
Alemania-.
Las raíces del paro arraigan en el
sistema. El desempleo es fruto de la competencia creciente
entre capitales y la lucha de los capitalistas por aumentar
sus ganancias. Para ello tratan de aumentar la rentabilidad
productiva invirtiendo cada vez más en capital fijo
(introducción de equipos más modernos, nuevas tecnologías,
etc.) a expensas del capital variable (mano de obra), con lo
que la tasa de empleo tiende a disminuir. A este desempleo
estructural se suma un desempleo coyuntural, provocado por las
crisis cíclicas propias del sistema, constituyendo los
desempleados una masa de fuerza de trabajo de reserva que tira
a la baja de salarios, condiciones laborales y prestaciones
sociales.
El nivel de empleo en una economía de
mercado depende principal y directamente de las expectativas
de los empresarios sobre la rentabilidad de las inversiones.
La descentralización y desregulación de la negociación
colectiva, significan una importante disminución de la
intervención de los trabajadores en la vida política y la pérdida
de su papel en el sistema de relaciones laborales, y persigue
debilitar su poder de negociación para facilitar la
rentabilidad de las inversiones de capital a costa de la
disminución de salarios, ampliación de la jornada laboral a
conveniencia y pérdida de derechos laborales. Por tanto, el
empleo no depende del mal funcionamiento del mercado laboral
sino de la capacidad de la burguesía para domesticar a los
trabajadores y supeditarlos a sus intereses, o del poder de
los trabajadores para imponerse a esa burguesía o limitar con
su resistencia el efecto de las políticas económicas y
fiscales de los Estados.
El Pacto del Euro representa la fusión
de los partidos socialdemócratas con la derecha más
reaccionaria. La socialdemocracia gobernante en Europa, cuando
apoya descentralizar el marco de negociación, debilita la
influencia de los trabajadores en las políticas económicas y
establece una correlación de fuerzas aún más adversa para
éstos. Y cuando promete volver al estado de bienestar, estafa
a sus bases sociales, porque nunca una pérdida de poder de
los trabajadores se acompañó de un avance de las políticas
sociales.
Disminuir las cotizaciones
sociales para favorecer el consumo y estimular el empleo
El Pacto exige una bajada de las
cotizaciones sociales y una subida del IVA y los impuestos
sobre la energía, con el objetivo de estimular el consumo, y
dinamizar la producción y el mercado de trabajo.
La desfachatez de la propuesta es
evidente. Las cotizaciones sociales deben ser tratadas como
una parte del salario, diferido en el caso de las pensiones o
indirecto cuando se destinan a sanidad, enseñanza o servicios
de protección social. Reducir las cotizaciones sociales y
subir el IVA, representa una disminución salarial para los
trabajadores y un aumento de los precios, lo que difícilmente
puede garantizar un crecimiento del consumo. Y tampoco es
previsible que la reducción de las cargas sociales a las
empresas impulse sus inversiones si no aumentan sus
expectativas de rentabilidad, siendo inútil a la hora de
aumentar la contratación. Más bien ese ahorro irá a
engrosar su cuenta de beneficios.
Estas políticas se alinean con el
principio neoliberal de que una rebaja de las cotizaciones a
las empresas estimula el crecimiento económico y el empleo.
La experiencia de EEUU en los 8 años de gobierno de Bush,
muestra el fracaso de tal política. Un estudio de Richard
Berstein, publicado en septiembre de 2010 en Financial
Times(8), concluye que fue la década de crecimiento más débil
de la inversión no residencial en EEUU desde la segunda
guerra mundial. Sin embargo, el que no se lograra el objetivo
supuestamente buscado fue lo de menos, porque el objetivo real
–reducir los impuestos a los más ricos- se cumplió de
pleno. Y lo mismo puede decirse de Alemania, donde los
impuestos sobre el capital se redujeron 26 puntos en el período
1995-2009, y el gravamen fiscal de las rentas superiores se
redujo 9,5 puntos, sin que se estimulase el consumo doméstico;
o de España y Francia, donde la reducción de los impuestos
de las rentas superiores alcanzó los 13 puntos, con los mismo
resultados(9).
La tendencia de los 20 años previos al
estallido de la crisis de 2007 en España, de crecimiento de
la imposición indirecta (consumo) sobre la directa (rentas)
–en 1986 los impuestos directos representaban el 64% y los
indirectos el 32%, pasando esos porcentajes a ser el 51% y 47%
en 2006-(10), debería haber colocado el empleo en una situación
privilegiada respecto a otros Estados del entorno. Sin
embargo, según Eurostat, el paro en España en ese período
siempre fue mayor que la media del registrado en la UE-15, a
pesar de la enorme burbuja inmobiliaria iniciada en 1997 por
el gobierno Aznar –en 2007, según la EPA, la construcción
empleaba a 2.880.000 trabajadores, el 14,1% de la población
ocupada total-, hasta que la crisis ha vuelto a situar el
desempleo en España en el doble que el existente en la zona
euro.
En España estas políticas ahondan el
modelo fiscal de los últimos 25 años, que ha transformado el
IRPF en un impuesto de las rentas del trabajo –actualmente
representan un 80% de su base imponible-, mientras mantiene
una permisividad obscena ante un empresariado que declara una
media de ingresos inferior a la media de los asalariados
–creciendo esa diferencia desde 1993-(11), sin que haya
repercutido en un mayor empleo. Como tampoco han fomentado el
empleo las sucesivas rebajas del Impuesto de Sociedades, el
mantenimiento de las Sicav (Sociedades de Inversión de
Capital Variable) –que con un patrimonio de más de 26.000
millones de euros en 2010, sólo tributan al 1% en lugar de al
30% del tipo general-, o la supresión en 2008 del Impuesto
sobre el Patrimonio en beneficio de los grandes propietarios.
Si el gobierno recuperase el impuesto de patrimonio que
suprimió en 2008, el Estado ingresaría más de 2.121
millones de euros anuales, una cantidad superior a los 1.500
millones que se ahorrará con la congelación de las pensiones
en 2011, y con una menor repercusión social y sobre el
consumo interno(12).
Las reducciones fiscales a empresarios y
capitales, han ido a engrosar sus beneficios no a estimular el
empleo. La banca española obtuvo en 2008 los beneficios más
altos de la Unión Europea y de los más altos del mundo(13),
siendo considerada en 2010 por el Banco de Pagos
Internacionales como la más rentable del mundo. Los
consejeros de esos bancos se subieron el “sueldo” un 53%
en 2008 o se auto adjudicaron pensiones millonarias, mientras
recibían cuantiosas ayudas públicas y el paro iniciaba una
carrera desbocada. En 2010 los altos directivos del Ibex 35
–que representa a las mayores empresas-, se subieron el
salario casi un 20%, muy por encima del IPC y del incremento
de la productividad de sus entidades(14). El Informe del
Observatorio de Responsabilidad Social Corporativa de 2010,
subraya que mientras las inversiones de las empresas del Ibex
35 en paraísos fiscales crecían vertiginosamente (en 9 meses
de 2010 doblaron las inversiones de 2009), la recaudación por
el impuesto de sociedades caía un 55% entre 2007 y 2009(15).
El nuevo incremento en 2010 de los
impuestos indirectos -el IVA general pasó del 16% al 18% y el
reducido del 7% al 8%-, no parece haber tenido la respuesta
deseada en la disminución del elevado fraude fiscal, que se
mantiene en cifras similares a 2009 –según diversos
expertos supone el 20%-25% del PIB, el doble que la media de
la UE-, ni ha dinamizado el mercado de trabajo, manteniéndose
el crecimiento del paro.
Otro aspecto es la repercusión que la
disminución de las cotizaciones sociales y el aumento del IVA
tienen en el desarrollo de las políticas sociales. Dar un
mayor peso a los impuestos indirectos, somete los ingresos del
Estado a los vaivenes del consumo y dificulta o impide
cualquier tipo de planificación, imposibilitando efectuar una
redistribución de la renta en perjuicio de los sectores
sociales más débiles. Efecto agravado en épocas de crisis,
porque la contracción del gasto público se realiza en
detrimento fundamentalmente de los gastos con componente
social –pensiones, sanidad, enseñanza, dependencia,... -,
precisamente cuando más necesarios son para amortiguar los
efectos de aquella sobre los más desfavorecidos.
El ataque a las pensiones, que
representan un elevado porcentaje del PIB, ya ha comenzado.
Los gobiernos europeos han decidido su rebaja y medidas que
dificulten y alejen en el tiempo el acceso a una pensión
–aumento de la edad de jubilación a los 67 años, aumento
de los años de trabajo y nueva contabilidad para definir su
cuantía-, favoreciendo la progresiva privatización del
sistema de pensiones. Igualmente la Comisión Europea ha
propuesto avanzar en los procesos de privatización para
disminuir las cargas públicas, recortando en realidad la
intervención del Estado y sus políticas sociales para dar
acceso al capital privado al enorme volumen de bienes y fondos
que representa el gasto público social –un promedio del
30,6% del PIB en la UE-15 y el 24,7% del PIB en España en
2008(16)-. La entrega al mercado de servicios considerados básicos
y su transformación en un espacio donde obtener beneficios,
no persigue la reactivación económica sino nuevas
transferencias de rentas de los trabajadores al capital. Sus
consecuencias se dejarán sentir en el aumento de la factura
que ciudadanos y familias deberán pagar por prestaciones
hasta ahora gratuitas en el momento de uso. Enfermos, ancianos
o sectores sociales menos favorecidos, serán los más
perjudicados al dejar de recibir la solidaridad del conjunto
de la sociedad –representada por la financiación y gestión
pública de esos servicios-, que les permita hacer frente a su
situación.
Disminuir las cotizaciones sociales y
hacer recaer los ingresos del Estado en el consumo, fomenta
los aspectos más regresivos fiscales al gravar
indiscriminadamente en lugar de hacerlo según el nivel de
rentas, impulsando las desigualdades sociales, que aumentarán
en cada Estado y entre los Estados. En España la diferencia
entre el 20% de la población con mayores rentas y el 20% con
menores rentas es la mayor de la UE-15. Medido en unidades de
poder de compra, cada español recibe un 40% menos de protección(17).
Medidas que aumenten los desequilibrios tirarán al alza las
tasas de pobreza.
Controlar el déficit y el
endeudamiento para favorecer el crecimiento económico
Para evitar que el gasto supere al
crecimiento de la economía, los gobiernos de la eurozona se
comprometen a limitar sus presupuestos nacionales y disminuir
su techo de endeudamiento, fijando el déficit máximo en el
3% del PIB y una deuda que no superará en ningún caso el 60%
del PIB. Para garantizar esos objetivos se contemplan
sanciones a los Estados que incumplan los límites y el
tutelaje de su deuda pública, al establecerse la apertura de
expedientes preventivos a aquellos que comiencen a desviarse
de los objetivos marcados –aunque no lleguen a sobrepasar
los límites-, y la reducción con un ritmo estricto a los que
superen la deuda fijada.
El ex-presidente del Bundesbank y
candidato a presidir el mayor banco suizo privado, Axel Weber,
apostó en febrero por anclar el control del déficit público
en las constituciones, respaldando las posiciones de Alemania
y Francia. Este defensor de la flexibilidad laboral pretende
el blindaje constitucional de las políticas económicas
neoliberales, sin tener en cuenta los cambios que puedan darse
en la situación económica o en la correlación de fuerzas en
los Estados de la eurozona.
Los gobiernos europeos argumentan que el
bajísimo crecimiento económico se debe a la escasez de
dinero en el sector privado, consecuencia del excesivo gasto público.
Como esta escasez hace subir el precio del dinero
–aumentando la inflación y los intereses bancarios-, es
preciso disminuir el gasto público. De este modo se alinean
de nuevo con otro principio neoliberal, al establecer que el
crecimiento económico se logrará mediante la reducción del
déficit y del endeudamiento de los Estados, y ladinamente
asocian la causa de la actual crisis a un gasto público
desmedido, ocultando que la deuda pública no ha estado en el
origen de la crisis sino que es el producto de la ayuda a las
entidades financieras.
El origen de la crisis se sitúa en la
baja rentabilidad de las inversiones de capital y en las políticas
desarrolladas para intentar su recuperación: eliminación de
las regulaciones estatales y liberalización financiera,
desarrollo de políticas anti-inflacionistas sin límite al
beneficio empresarial, rebajas de los impuestos directos en
beneficio de los capitales, enorme polarización de las
rentas, extensión de prácticas especulativas a fin de seguir
empujando al alza el valor de las acciones en un clima de
inseguridad y volatilidad difíciles de controlar, continuo
recorte de los tipos de interés para mantener el consumo
privado impulsando el endeudamiento interno, creación de una
enorme deuda privada y una burbuja inmobiliaria difícil de
digerir, y realización de negocios con deudas, sin tener en
cuenta que en último término no se puede distribuir más
riqueza que la que se produce.
El estallido, en 2006, de la burbuja
inmobiliaria estadounidense y de las hipotecas subprime
(concedidas sin seguridad de devolución a personas o
entidades que normalmente no tendrían acceso a ellas),
provocaron una contracción del crédito y una crisis de
liquidez del sistema bancario, que actuaron disminuyendo drásticamente
la demanda y la actividad empresarial, y provocando un
importante aumento del paro y de la economía sumergida. Los
Estados desembolsaron ingentes sumas de dinero público para
equilibrar el enorme déficit comercial y recapitalizar los
bancos, en un momento que sus ingresos disminuían por la caída
de la actividad económica y se disparaban sus gastos en
cobertura social por el aumento del paro. De este modo se
provocó un abultado endeudamiento público sin que incidiese
en la reactivación económica, ahondando la crisis.
En la eurozona, los fondos que los bancos
han recibido del Banco Central Europeo a unos intereses muy
bajos (1% los dos últimos años) –para sanear sus finanzas,
impulsar el crédito y financiar la economía real-, se han
empleado en comprar bonos y obligaciones de los Estados (que
les proporcionan intereses entre el 5% y el 12%, si bien en
Grecia han alcanzado el 25%)(18). La transformación de la
banca en acreedora del Estado, la ha situado en una posición
de poder. Los ataques especulativos contra la deuda pública,
provocan subidas en la prima de riesgo de los Estados y el
aumento de los intereses de esa deuda. Mediante este chantaje,
el capital impone a los Estados políticas de austeridad,
exigiendo la reducción de sus ingresos (disminución de las
cotizaciones sociales y rebaja de los impuestos directos), y
de sus gastos (control del déficit y del endeudamiento). La
deuda privada queda así transferida a unos Estados garantes
de los intereses del capital –al no variar las reglas de
juego-, recibiendo un golpe mortal el Estado social –que
favorece la apropiación privada de servicios básicos-, lo
que unido al recorte de salarios y pensiones traslada la deuda
privada a la población trabajadora.
Por otra parte, reducir déficit y
endeudamiento públicos retrae las inversiones públicas y el
consumo, ahondando los efectos de la crisis. Según constatan
los datos de Eurostat, las restricciones del gasto público
del último trienio están bloqueando la recuperación económica.
Irlanda ha sido uno de los países de la eurozona que más ha
recortado su déficit, provocando un colapso de su PIB que
obligó a aumentar de nuevo su déficit público. En Grecia,
la reducción del déficit impuesto por el FMI ha colapsado
igualmente su PIB sin resultado alguno. El segundo plan de
ayudas amenaza con desarticular su economía y con la quiebra
total. Sin embargo en Islandia la población decidió por
referéndum no asumir la deuda privada de sus bancos y dejar
que éstos fuesen a la quiebra. Su prima de riesgo descendió
hasta alcanzar los porcentajes previos a la crisis y su economía
está saliendo de la recesión con menor coste social que el
provocado por las severas restricciones del gasto público que
acompañan a los planes de ajuste.
El caso español es ilustrativo para
entender la verdadera finalidad de estas políticas. La deuda
pública en España se sitúa en el 60% del PIB, por debajo de
Alemania (83,2%, según cifras publicadas por el Banco Central
de Alemania el 13/4/2011) o Francia (84,5%, según anunció el
Instituto Nacional de Estadística francés el 30/6/2011), y
por debajo de la media de la eurozona (80%, según la Comisión
Europea). Sin embargo, la prima de riesgo de la deuda española
es muy elevada. La causa debe buscarse en la enorme deuda
privada acumulada durante los años de crecimiento
desequilibrado (1997-2007), que supera el 400% del PIB (la
deuda pública representa sólo el 15% del endeudamiento total
de España)(19).
A tenor del informe del Banco
Internacional de Pagos, de 31 de diciembre de 2009, los
acreedores del 62% de la deuda española son bancos alemanes y
franceses, si bien su exposición a la deuda pública española
apenas llega al 18%. La decisión de centrarse en la solvencia
de la deuda pública y exigir austeridad presupuestaria por
parte de esos acreedores, persigue garantizar que los bancos
alemanes y franceses no pierdan el dinero prestado, en la
seguridad de que el Estado socializará la deuda privada en
caso de quiebras, aún a costa del hundimiento de la economía
española.
A su vez, las políticas monetarias
restrictivas de la eurozona han provocado el alza del euro,
que en los primeros meses del año se ha apreciado frente al dólar
y la libra británica un 10% y un 4% respectivamente(20). La
decisión del Banco Central Europeo de subir las tasas de
interés en abril y julio -y la tendencia a proseguir con
nuevas subidas posteriores-, fortalece aún más la moneda al
atraer capital global de los inversionistas que buscan una
rentabilidad más alta. El aumento del precio del dinero
representa otro mazazo para los Estados periféricos de la
eurozona, que verán aumentados los intereses de su deuda y
reducido el acceso al crédito para reactivar su economía, al
tiempo que verán afectadas sus exportaciones. Los países
exportadores pueden contrarrestar un tipo de cambio más alto
en períodos de ascenso del volumen de comercio, pero el FMI
prevé que el comercio mundial crezca este año un 7,4%, muy
por debajo del 12,4% de 2010, provocando una caída de la
demanda para la eurozona.
Esta caída de la demanda externa se
sumaría a la caída interna -provocada por los bajos salarios
y las políticas de austeridad-, reduciendo el crecimiento
económico y acentuando la amplia brecha que separa a los
Estados del norte de Europa de los Estados más débiles del
sur e Irlanda. Silvio Peruzzo, economista del Royal Bank of
Scotland, sostenía el pasado abril que si el euro permanece
cerca de su actual nivel podría restar el PIB irlandés en un
2,3% el próximo año y un 1,2% el portugués, repercutiendo a
la baja también en España. Sin embargo las exportaciones
alemanas no dependen tan directamente de los precios como
otros países, al centrase en alta tecnología (especialmente
en ingeniería mecánica y eléctrica, máquinas de precisión
o la calidad de sus automóviles).
La convergencia europea es sacrificada y
sustituida por un aumento de las desigualdades entre Estados y
pueblos, alimentadas por unas políticas económicas decididas
a la medida de la banca alemana y del eje Berlín-París. La
fuerte aportación de las exportaciones al PIB en Alemania y
el gran crecimiento de las rentas del capital en los últimos
años, generó una gran concentración de capital que no se
dirigió a mejorar la masa salarial de sus trabajadores
aumentando el consumo interno, sino a actividades más
lucrativas en el exterior: comprar deuda externa a elevados
intereses, invertir en los bancos de los Estados del sur de
Europa generando deuda privada, y realizar inversiones
especulativas inmobiliarias en esos Estados. El estallido de
la burbuja inmobiliaria y la crisis de liquidez bancaria,
aumentó los riesgos de impagos de la deuda a la banca
alemana. A finales de abril de 2009, una filtración a la
prensa de un informe del organismo controlador del sistema
financiero alemán, puso de manifiesto el enorme volumen de créditos
y valores problemáticos de los bancos alemanes, valorado en
816.000 millones de euros(21). El capital alemán ha optado
por la vía de intentar asegurar su cobro mediante el traslado
de la deuda privada a los Estados y la imposición a éstos de
políticas de austeridad que permitan su devolución.
Por tanto, medidas como prescindir de políticas
contra el desempleo y por el aumento del poder adquisitivo de
las masas trabajadoras, e imponer la reducción del déficit y
la austeridad pública, junto a políticas monetarias
restrictivas y subidas de los tipos de interés, no pretenden
impulsar el crecimiento económico en la eurozona. Sólo
persiguen que los bancos centrales recuperen los fondos
invertidos y sus intereses. Y las supuestas ayudas de la UE y
del FMI a los Estados periféricos europeos, según el Premio
Nóbel de Economía Joseph Stiglitz, no son más que un préstamo
para que corran con las deudas y puedan pagar a los bancos
centrales.
Y a pesar de las consecuencias que
conlleva deprimir la capacidad de gasto y crecimiento en la
eurozona para diversos sectores exportadores alemanes, el
gobierno alemán sacrifica el crecimiento de su propio país
–dependiente de la demanda externa- para asegurar los
beneficios de sus grandes bancos. Y los bancos y grandes
capitales de los Estados europeos perdedores, aplauden estas
políticas porque les ayudan a transferir sus deudas a sus
pueblos, condenando a varias generaciones. Esta es la
miserable cultura que se impone en la Europa unida del
capital.
Regulación financiera para evitar el colapso del sistema
Desde que en la década de los 80, las
políticas neoliberales liberalizaron el sistema financiero,
imponiendo la desregulación bancaria y la libertad de
circulación de capitales, los sistemas establecidos por el
propio sistema financiero para controlar los riesgos de los
bancos sobre el crédito y en los mercados, han sido un
fracaso. Tanto el marco regulatorio del acuerdo de Basilea I
en 1988 como el de Basilea II en 2004 –admitido por todos
los países-, que pretendían mantener una evaluación e
intervención sobre los riesgos del crédito, del mercado y de
las operaciones, no evitaron los riesgos de liquidez ni las
interesadas actuaciones de las agencias calificadoras. Estas
agencias de calificación crediticia nacieron con la finalidad
de valorar los distintos activos y su proyección futura,
dirigiendo la inversión de capital o la adjudicación de préstamos,
siendo una pieza supraestatal esencial para el desarrollo de
los mercados financieros y para otorgar préstamos a los
Estados. Su carácter real se ha puesto de manifiesto ante el
fracaso de sus evaluaciones antes y durante la actual crisis
(en connivencia con la banca, llegaron a calificar activos que
respaldaban hipotecas basura como triple A, otorgándoles el
mismo nivel de riesgo que a los bonos del Tesoro
estadounidense), siendo acusadas de información fraudulenta y
de favorecer a los clientes que previamente asesoraban.
La gran interconexión de los mercados
financieros mundiales, el gran tamaño alcanzado por las
firmas del sector financiero y su enorme poder en el mercado,
y la falta de control público –que se manifiesta en el
hecho de no tener que rendir cuentas ante los Estados o las
poblaciones afectados por sus decisiones-, han favorecido la
complejidad del entramado financiero y su oscurantismo, así
como prácticas de asunción de riesgos excesivos en aras de
mantener sus beneficios. Conocedoras de su importancia, no sólo
para el sistema financiero sino para la economía en su
conjunto, han actuado con la certeza de que en caso de
encontrarse con problemas de liquidez, el Estado emprendería
las acciones necesarias para evitar su quiebra y rescatarlas,
trasladando los costes a la ciudadanía.
Y así ha sido. Los Estados han
respondido endeudándose y destinando cientos de miles de
millones de dólares y euros en planes de rescate, compra de
activos tóxicos y recapitalizaciones, mientras los ciudadanos
pagan con embargos, desempleo y empobrecimiento generalizado.
En EEUU, el gobierno Bush intervino en
2008 las dos mayores empresas hipotecarias estadounidenses (Fannie
Mae y Freddie Mac). La Agencia Federal Financiera pasó a
ejercer su control temporal para evitar el colapso del sistema
financiero, a cambio de fuertes desembolsos. Tras la
bancarrota de Lehman Brothers, el cuarto banco más grande de
los EEUU, la Reserva Federal concedió un elevado préstamo a
la aseguradora AIG a cambio de su intervención.
Posteriormente pasaron parcialmente a manos del Estado nueve
grandes bancos (Citigroup, Goldman Sachs, Morgan Stanley,
Wells Fargo, JPMorgan Chase, Bank of America, Merrill Lynch,
State Street y Bank of New York Mellon Corp), mediante la
adquisición de acciones por valor de 125 mil millones de dólares
con el objetivo de recuperar la confianza y reactivar el crédito.
A partir de 2009 el gobierno Obama siguió con estas políticas
ante los débiles resultados de los Paquetes de Ayuda,
sustituyendo el papel del Estado de prestamista pasivo por el
control sobre los bancos intervenidos con la intención de
influir en sus decisiones(22). En 2009, el Banco Central
Europeo ya había inyectado cerca de 3 billones de euros para
la recuperación del sistema financiero en la eurozona,
mediante planes de adquisición directa de activos, acciones
de rescate, y la recapitalización y reestructuración de
bancos y entidades financieras.
Sin embargo, estas intervenciones no han
variado la actividad del sector financiero. Pretender reformas
en un sistema financiero globalizado exigiría una regulación
en su conjunto, un esfuerzo mundial coordinado y que el
sistema funcionase como un todo. Pero no existe ninguna
autoridad que pueda garantizar su cumplimiento mundialmente,
ni es posible regular el sistema financiero si no se acaba
previamente con el entramado y las políticas neoliberales.
En España a la recapitalización
bancaria se suma la privatización de las Cajas de Ahorro,
tras haber sido saneadas con dinero público (más de 11.200
millones de euros). De este modo desaparecen las únicas
entidades de crédito sin ánimo de lucro, obligadas por ley a
aportar parte de sus beneficios a Obra Social (cultura,
deporte, sanidad, conservación de patrimonio, etc.). Su
privatización permitirá a la banca apropiarse de los fondos
destinados a Obra Social (actualmente entre un 30 y un 40% de
los beneficios de las Cajas(23)), y someter el crédito a un
mayor racionamiento al exigírsele una mayor rentabilidad. Su
privatización, en lugar de su unificación para constituir
una gran banca pública –que controlaría aproximadamente el
50% de los depósitos-, representa la pérdida de un
instrumento básico para garantizar el crédito en momentos de
crisis.
Tampoco sirven estas actuaciones para
relanzar la economía, porque aun suponiendo la voluntad real
de los gobiernos por establecer regulaciones en el sector
financiero, éstas no serán suficientes para superar una
crisis que afecta a las propias estructuras de crecimiento de
los Estados centrales. El Informe de Estabilidad Financiera
del FMI, de octubre de 2010, vaticinaba una recuperación más
lenta de lo esperado. Y advertía que “ha aumentado la
probabilidad de que se produzca una coincidencia nefasta de
contracción del crédito, desaceleración del crecimiento y
debilitamiento de los balances bancarios”(24). De ahí la
petición del gobierno Obama al Congreso de EEUU para que
autorice la elevación del techo de la deuda y evitar la
suspensión de pagos del Estado.
A pesar de las advertencias, los
gobiernos europeos mantienen sus políticas y concretan el
control de los mercados en la exigencia a los Estados de
evitar la quiebra de las entidades financieras, por el riesgo
de colapso del sistema. Insistir en las mismas políticas económicas
que han agudizado la actual crisis y que han fracasado como vía
de solución, es dar carta blanca al sector financiero para
extender el caos y mantener actividades que sólo engrosan la
cuenta de beneficios de los bancos.
La falsa salida keynesiana a la crisis
Las políticas neoliberales europea para
salir de esta crisis se orientan al aumento de la tasa de
explotación de los trabajadores –bajada de los salarios,
aumento de la jornada laboral, aumento de la intensidad del
trabajo-, incremento de la productividad, reducción de los
impuestos, privatizaciones y reducción del estado social. Su
objetivo aumentar la rentabilidad de las inversiones,
transformar en beneficios para la gran burguesía la abultada
deuda privada y evitar la destrucción de capital, mediante el
saqueo de sus propios pueblos. Después, el abismo y la
guerra.
Desde una perspectiva keynesiana, son el
aumento de los salarios y las políticas expansivas del gasto
público las que estimulan la economía mediante el
crecimiento del empleo y el aumento de la demanda de bienes y
servicios. Y es la devaluación de la moneda el motor que
impulsa las exportaciones de productos y bienes, al hacerlos más
baratos y competitivos. Tales cambios generarían enormes
recursos al Estado, que se invertirían en creación de empleo
y en nuevas áreas productivas, impulsando el crecimiento económico
–que a su vez disminuiría el déficit y la deuda pública
al aumentar la recaudación del Estado-. Políticas a las que
puede sumarse la reestructuración del pago de la deuda –sin
crecimiento económico es imposible su devolución-, la
desincentivación de las actividades financieras especulativas
mediante el gravamen de los movimientos de capitales, la
refiscalización de las rentas del capital y la redistribución
de los ingresos, y un aumento de las inversiones públicas en
sanidad, educación e infraestructuras.
Sin duda las políticas keynesianas
presentan, en plena crisis, un gran atractivo para los
sectores populares y son poco atrayentes para los grandes
capitales. Pero no deben ser idealizadas. El keynesianismo fue
ideado en el momento de la mayor crisis capitalista hasta
entonces, para administrar de forma pragmática el problema de
la crisis productiva, el desempleo y la deflación. Las políticas
keynesianas plantean una solución a corto plazo para el
sistema en las crisis –“en el largo plazo todos estaremos
muertos”-, pero no resuelven el problema porque centran las
causas de las crisis en el subconsumo, de manera que
provocando un aumento del consumo todo queda resuelto. Nada más
lejos de la realidad.
Las raíces de las crisis se encuentran
en la tendencia al descenso de la tasa de ganancia de los
capitales, que provoca una caída de la inversión y una
guerra competitiva, donde las empresas y sectores más
atrasados quiebran, provocando a su vez un elevado aumento de
las tasas de desempleo y una caída de la demanda, que acentúa
la crisis de sobreproducción. Como el origen de la crisis se
relaciona con la rentabilidad de los capitales, la solución
pasa por atacar los salarios y los derechos de los
trabajadores y por disminuir los gastos sociales, al tiempo
que los capitales se concentran por la desaparición de las
empresas menos competitivas.
A finales de la década de los 60, en
pleno auge de las políticas keynesianas, la tasa de ganancia
cae en EEUU, y se generaliza a la economía mundial en ramas
estratégicas en los 70, quedando una elevada masa de capital
sin invertir productivamente, originando una recesión
productiva, caídas del PIB y de la productividad, altas tasas
de desempleo, inflación –que disminuía el poder de compra
real de los salarios- y déficit fiscal (estanflación). La
aplicación por diferentes gobiernos estadounidenses de políticas
keynesianas para salir de la crisis, fue un fracaso. Y la
incapacidad de la clase trabajadora para irrumpir con un
programa revolucionario, permitió en los 80 la ofensiva
neoliberal del capital, apoyada en amplios sectores de las
clases medias. Los Estados centrales atacaron los salarios y
derechos de los trabajadores y de las capas más empobrecidas
de los pueblos, disminuyeron las cotizaciones sociales del
capital, se rebajaron los impuestos a los más ricos, se
privatizaron las empresas estatales y se atacaron los
servicios públicos de carácter social, con la finalidad de
restablecer la rentabilidad y fortalecer las posiciones de
poder del capital.
Financiarización y especulación se
desarrollan para satisfacer las necesidades del sistema en un
momento dado. Los Estados centrales han funcionado a base de
créditos desde los ochenta, provocando la deuda privada un
complejo mecanismo financiero esencial para generar los
capitales y activos líquidos, de los que se ha beneficiado el
sistema en su conjunto –no hay capitalismo bueno, el
productivo, y capitalismo malo, el financiero-. De no haber
actuado así, el propio consumo en los Estados centrales habría
sido mucho menor y, por tanto, el crecimiento habría sido
escaso o incluso negativo desde entonces.
Pero el consumo no puede ser relanzado
indefinidamente mediante el crédito –que ha alcanzado un
nivel inmanejable-, y menos cuando el endeudamiento ya es muy
alto, la burbuja inmobiliaria ha estallado y existen numerosos
activos contaminados. La crisis ha vuelto y con más fuerza.
Se trata de una crisis diferida en el tiempo, aunque
aparentemente parezca que es el colapso especulativo el que
acaba por interrumpir la producción. Pero éste no es más
que un síntoma. La especulación es un medio para retrasar la
crisis, al dar una salida temporal al mercado a la
sobreproducción, si bien acaba por precipitarla y aumentar su
fuerza. Cuando la crisis estalla, lo hace inicialmente en el
ámbito más débil, el especulativo. Y si los trabajadores
son incapaces de nuevo de irrumpir con un programa
revolucionario, con Keynes o sin Keynes, el capitalismo está
más cerca del caos y la guerra, porque no hay ninguna salida
a la crisis capitalista que no pase por la destrucción de
capital.
No hay salida progresista a la crisis en
este modo de producción, de ahí la ilusión de quienes sueñan
con volver al estado de bienestar. Bretton Woods, el cenit del
keynesianismo, no nació para resolver una crisis capitalista.
Es el resultado de una crisis no resuelta en los años 30 y de
la destrucción violenta de fuerzas productivas por la vía de
la guerra, en un mundo muy diferente del actual. Hoy ni se dan
las necesidades de reconstrucción tras una guerra mundial, ni
el mundo está dividido en bloques, ni los trabajadores
disponen de potentes organizaciones, ni existe un fuerte
movimiento anticolonial y de liberación nacional. No habrá
nuevo pacto en Europa entre las fuerzas del trabajo y del
capital.
La clase trabajadora debe responder a la
crisis no con programas reformistas, sino con una estrategia
política que ataque la raíz de sus males, la propiedad
privada del capital. Si no lo consigue, se impondrá la lógica
de la acumulación capitalista, porque las luchas de
resistencia –en la medida que no atacan el fondo del
problema-, sólo pueden limitar las pérdidas y la degradación
extrema de las condiciones de vida, y ese es el límite de las
luchas económicas o sindicales sin un enfoque político.
Hoy, en Europa, la correlación de
fuerzas es negativa a los trabajadores. No se variará esta
correlación sin rearmarse con un discurso de clase, sin
desarrollar un programa capaz de aglutinar en un frente común
a las fuerzas del trabajo con otros sectores sociales
afectados por la crisis, y sin una respuesta conjunta en el ámbito
europeo. El desmantelamiento del estado de bienestar y las políticas
de los gobiernos para hacer frente a la crisis, abren teóricamente
perspectivas de reorganización de la clase trabajadora y de
reagrupamiento de los intereses populares, y un espacio nuevo
a las luchas sociales.
Hay que levantar un programa solidario
por la construcción de la Europa de los trabajadores y los
pueblos. Un programa que cuestione el sistema e identifique al
capital, a los bancos y grandes compañías, y a los grandes
propietarios y rentistas, como los causantes de las crisis.
Que sitúe como puntos centrales no pagar la deuda, apostar
por un mundo sostenible y un crecimiento de los bienes
comunes, orientando la salida de la crisis no en el aumento
del consumo sino en la distribución de la riqueza y el
impulso de las inversiones en aquellas áreas que mejoren la
calidad de vida. Y que exija la democratización y el control
de los trabajadores y del pueblo, de todas las instituciones y
entidades públicas o privadas cuyas decisiones repercutan en
sus vidas.
La exigencia de nacionalización de la
Banca no puede alimentar la asunción de sus deudas y su
saneamiento. Debe exigirse la creación de una banca pública,
sometida al control democrático y social, para sacar el crédito
y los seguros de la esfera privada. Deben nacionalizarse los
sectores económicos estratégicos, a fin de ponerlos al
servicio de la sociedad, garantizar su independencia de los
mercados y eludir las maniobras especulativas del capital.
La fiscalidad debe transformarse para
garantizar su progresividad y el desarrollo de políticas que
aseguren la redistribución de rentas y la creación de la
renta básica. Los recursos públicos no deben ir a manos
privadas, orientándose a la creación de empleo, al
mantenimiento del poder adquisitivo de salarios y pensiones, a
fomentar cooperativas y fórmulas de propiedad colectiva, y al
sostenimiento de las pequeñas empresas por el importante
volumen de empleo que garantizan. La jornada laboral debe ser
rebajada y adelantada la edad de jubilación, hasta la
erradicación del paro. Los precios deben ser intervenidos y
limitados los beneficios empresariales, y debe instaurarse la
escala móvil de salarios. Y los poderes públicos deben sacar
a la luz las viviendas desocupadas y establecer un control de
precios que acabe con la especulación inmobiliaria.
El problema no es el dinero ni el
consumo. El problema es político. El problema es en manos de
quien está la riqueza. El problema es la propiedad privada de
los medios de producción.
* Jaime Baquero es miembro de la
Comisión de Salud de la Federación Regional de Asociaciones
de Vecinos de Madrid (FRAVM).
Notas:
(1) El abandono del keynesianismo por la
Unión Europea. V. Navarro. Temas Para El Debate, 22/1/2009.
(2)
The State of Working America. Economic Policy Institute. Washington,
2011.
(3) El País, 8/7/2007.
(4) La silenciada causa de la crisis. V.
Navarro. Público, 19/3/2009.
(5) IV Encuesta europea sobre condiciones
de trabajo, 2005. V Encuesta europea sobre condiciones de
trabajo, 2010. Fundación Europea para la Mejora de las
Condiciones de Vida y de Trabajo.
(6) Memoria de AECA. J. Maroto Acín.
Ministerio de Industria.
(7)
expansión.com, 27/4/2011.
(8)
Non-US groups reaped fruits of Bush tax cuts. Richard Berstein.
Financial Times, 14/9/2010.
(9) Las políticas fiscales neoliberales.
V. Navarro. 2010.
(10) La supresión del impuesto sobre el
patrimonio perjudica la lucha contra el fraude. Organización
Profesional de Inspectores de Hacienda del Estado. 2008.
(11) Informe de la Lucha Contra el Fraude
Fiscal en la Agencia Tributaria. Gestha. Expansión,
13/8/2009.
(12) El país, 20/5/2010.
(13) ABC, 12/1/2009.
(14) elplural.com, 1/3/2011.
(15) El País 11/2/2011.
(16) El déficit de democracia en España
y sus consecuencias económicas y sociales. V. Navarro. 2011.
(17) España a la cola de la Europa
social. V. Navarro. Temas para el Debate, nº 140. 2006.
(18) Los bonos griegos superan por
primera vez el 25% de interés. Francfort, 27/4/2011 (Télam).
(19) Digamos no al pago de la deuda española.
Daniel Gómez-Olivé, investigador del ODG. Diagonal,
4/7/2011.
(20) La apreciación del euro agrava
problemas de las economías periféricas. Brian
Blackstone. The Wall Street Journal, 14/4/2011.
(21) El supervisor bancario alemán
alerta contra la falta de regulación. Rafael Poch. Rebelión,
5/7/2011.
(22) Lecciones de la crisis financiera
internacional: el debate sobre la regulación bancaria. Y.C.
Aguirre Botero, R.J. Mesa Calleja. Redalyc, 2009.
(23) España busca privatizar parcial o
totalmente las Cajas de Ahorro. Oriol Sabata. Tercera
Información, 9/7/2010.
(24) El País, 5/10/2010.
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