Francia,
segundo turno de las presidenciales
¿Quién
dijo revolución?
François
Hollande es un conservador con "c" minúscula
Por
Philip Stephens
Financial Times (Londres) /
PressEurop, 06/05/2012
Si François
Hollande sale elegido como presidente de la República
Francesa el 6 de mayo, se enfrentará inevitablemente con la
realidad de la austeridad presupuestaria. Una política que, a
pesar de las promesas electorales, es poco probable que el
ejercicio democrático pueda frenar.
Una esperanza
para algunos, el coco para otros. El socialista al que se
tiene por favorito en las elecciones presidenciales del 6 de
mayo ha desencadenado el debate sobre una política económica
diferente para Europa. Pero para cumplir su promesa de que la
economía crecerá, no le quedará más remedio que adaptarse
a las realidades de la economía de mercado. La elección
presidencial francesa ha dejado vislumbrar una Europa con un
estado de ánimo revolucionario. Sería, sin embargo, un error
concluir que la Quinta República va a elegir un presidente
revolucionario.
La democracia
europea tiene una premisa organizativa nueva. Los ciudadanos aún
deben cambiar a sus líderes cada cierto tiempo, pero solo con
el claro entendimiento de que las elecciones no anuncian
cambios de dirección. Las elites europeas, de izquierda o de
derecha, dentro o fuera de la zona euro, se arrodillan ante el
altar de la austeridad. Los gobiernos se permiten un retoque
por aquí o un matiz en a qué le dan más importancia por allá.
Ninguno se atreve a poner en entredicho el catecismo de la
austeridad presupuestaria.
Conservador
con "c" minúscula
La sensación de
futilidad que genera esa política dio a la primera vuelta de
las elecciones francesas un aire revolucionario. Ese casi un
quinto de los votantes que respaldó al Frente Nacional de
Marine Le Pen y ese más de un décimo que siguió al Frente
de Izquierdas (unas izquierdas duras) de Jean Luc Melenchon
manifiestan la profunda frustración nacional. Fue un sano
recordatorio, si es que hacía falta alguno, de que el
populismo y la xenofobia florecen en tiempos de depresión.
Los franceses no
son los únicos que se encuentran en esta tesitura. En Hungría,
Viktor Orbán encabeza un Gobierno nacionalista de derecha que
ha estado viciando el imperio de la ley en su empeño de
conseguir la hegemonía política permanente. La derecha
populista está en alza en los países pequeños del norte de
Europa; ejemplos de ello son los Verdaderos Finlandeses, como
se denominan a sí mismos, y el Partido de la Libertad, de
Geert Wilders. En los Países Bajos y en otras partes, el
euroescepticismo se ha convertido también en la bandera de la
izquierda dura.
Aún así, este
fin de semana los franceses se enfrentan en la recta final de
las presidenciales a una elección más familiar, en la que la
retórica de la campaña desmiente lo reducida que resulta la
alternativa política.
El líder del
partido socialista francés François Hollande es un
conservador con "c" minúscula que quiere recuperar
el modelo social de mercado de la Europa de posguerra. Los
discursos de Nicolas Sarkozy en pos de un segundo mandato
también están impregnados de nostalgia. Promete devolver a
Francia la grandeza que conoció en los días de De Gaulle. El
debate televisado de esta semana entre los dos candidatos llamó
más la atención por la intensa antipatía personal que sentía
cada uno por el otro que por que hubiese unas grandes
diferencias entre las políticas que preconizaban.
Salvo un vuelco
espectacular, Hollande va a triunfar, no tanto porque se haya
ganado el afecto y el respeto de los franceses como porque
Sarkozy los ha perdido. Los adjetivos que primero se le vienen
a uno a la mente para describir a Hollande son "pragmático",
"cauto" y "anodino". ¿Cuándo un
aspirante a presidente se puso por última vez a hacer campaña
sin proclamar que no era sino "normal y corriente"?
Hacer
frente a estrictas limitaciones
Sin embargo,
fuera de Francia, Hollande se ha convertido en el coco, o poco
menos. No se puede decir que la alemana Angela Merkel
considere a Sarkozy su compañero del alma, pero se le ha oído
decir que teme que vérselas con Hollande sería una
"pesadilla". El británico David Cameron quiso que
quedara claro que ignoraba al líder socialista cuando visitó
Londres hace unas semanas. La influyente The Economist decía
en portada que Hollande es "peligroso", si bien,
como es un medio británico, matizaba con un "más
bien" tan poco amable epíteto. El candidato a
presidente, indicaba la publicación, "cree de verdad que
hay que crear una sociedad más justa". ¿Es que puede
haber algo más peligroso?
Semejante
alarmismo descansa en unas premisas bien curiosas: que el
pasado reciente nos ha enseñado que los gobiernos no deben
nunca entrometerse en los mercados y que la actual estrategia
de la Unión ha tenido un éxito fabuloso en la reconstrucción
de las finanzas públicas y en la restauración del
crecimiento económico. Yo creía que la crisis mundial había
puesto a los más ardientes partidarios de los mercados sobre
aviso de los peligros del capitalismo financiero desenfrenado.
En cuanto a la austeridad para todos, hasta entre quienes
deciden en Alemania el rumbo a seguir los hay ya que empiezan
a preguntarse si la economía no será algo más que recortes
del gasto y subidas de impuestos.
En
los momentos críticos, Alemania es la que fija las reglas de
la economía
Sea como sea, un
presidente Hollande tendría que enfrentarse a estrictas
limitaciones. Los mercados de la deuda aplacarían sin
contemplaciones las ganas de correr hacia el crecimiento. Aún
más importante sería el freno que la propia Francia echaría
por su manera de considerarse a sí misma. Los endeudados países
del sur de Europa quizá verían en una Francia socialista a
un poderoso aliado. Hollande, sin embargo, comparte con sus
predecesores en el Elíseo un punto de vista muy diferente
sobre la geografía política del continente, en el que
Francia se aferra a su reivindicación de liderazgo y, más aún,
a la paridad con Alemania en la construcción del futuro de la
Unión. Pero, tal y como François Mitterrand lo aprendió al
adoptar la política del "franc fort" [franco
fuerte] hace treinta años, dichas pretensiones tienen un
precio. En los momentos críticos, Alemania es la que fija las
reglas de la economía.
Hollande tiene
una o dos ideas de chiflado. Cobrarles a los ricos un impuesto
del 75% quizá calme a las conciencias de izquierda, pero no
reportará ningún beneficio económico. No quiero decir con
esto que no vaya a poner en entredicho la ortodoxia vigente, o
que no deba hacerlo.
El
crecimiento económico no es una idea de izquierdas; que se lo
pregunten a Mario Monti, el tecnocráta primer ministro de
Italia. La liberalización económica y los planes de reducción
del déficit que ha emprendido dependen sobre todo de que se
encuentre un camino para salir del estancamiento. La idea
realmente "peligrosa" hoy en Europa no es el que se
pida un debate sobre el crecimiento, sino que se presuponga
que las cosas pueden seguir yendo como hasta ahora. Tiene que
darse necesariamente un periodo de transición entre la recesión
y la reducción del déficit. Sin él, el continente se
enfrentará al riesgo de una revolución, aunque ésta no
tenga lugar en Francia.
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