La democracia haitiana nació hace un ratito. En su breve
tiempo de vida, esta criatura hambrienta y enferma no ha
recibido más que bofetadas. Estaba recién nacida, en los días
de fiesta de 1991, cuando fue asesinada por el cuartelazo
del general Raoul Cedras. Tres años más tarde, resucitó.
Después de haber puesto y sacado a tantos dictadores
militares, Estados Unidos sacó y puso al presidente Jean-Bertrand
Aristide, que había sido el primer gobernante electo por
voto popular en toda la historia de Haití y que había
tenido la loca ocurrencia de querer un país menos injusto.
El voto y el veto
Para borrar las huellas de la participación
estadounidense en la dictadura carnicera del general Cedras,
los infantes de marina se llevaron 160 mil páginas de los
archivos secretos. Aristide regresó encadenado. Le dieron
permiso para recuperar el gobierno, pero le prohibieron el
poder. Su sucesor, René Préval, obtuvo casi el 90 por
ciento de los votos, pero más poder que Préval tiene
cualquier mandón de cuarta categoría del Fondo Monetario o
del Banco Mundial, aunque el pueblo haitiano no lo haya
elegido ni con un voto siquiera.
Más que el voto, puede el veto. Veto a las reformas: cada
vez que Préval, o alguno de sus ministros, pide créditos
internacionales para dar pan a los hambrientos, letras a los
analfabetos o tierra a los campesinos, no recibe respuesta,
o le contestan ordenándole: Recite la lección. Y como el
gobierno haitiano no termina de aprender que hay que
desmantelar los pocos servicios públicos que quedan, últimos
pobres amparos para uno de los pueblos más desamparados del
mundo, los profesores dan por perdido el examen.
La coartada demográfica
A fines del año pasado cuatro diputados alemanes
visitaron Haití. No bien llegaron, la miseria del pueblo
les golpeó los ojos. Entonces el embajador de Alemania les
explicó, en Port-au-Prince, cuál es el problema: Este es
un país superpoblado -dijo-. La mujer haitiana siempre
quiere, y el hombre haitiano siempre puede. Y se rió. Los
diputados callaron. Esa noche, uno de ellos, Winfried Wolf,
consultó las cifras. Y comprobó que Haití es, con El
Salvador, el país más superpoblado de las Américas, pero
está tan superpoblado como Alemania: tiene casi la misma
cantidad de habitantes por quilómetro cuadrado.
En sus días en Haití, el diputado Wolf no sólo fue
golpeado por la miseria: también fue deslumbrado por la
capacidad de belleza de los pintores populares. Y llegó a
la conclusión de que Haití está superpoblado... de
artistas.
En realidad, la coartada demográfica es más o menos
reciente. Hasta hace algunos años, las potencias
occidentales hablaban más claro.
La tradición racista
Estados Unidos invadió Haití en 1915 y gobernó el país
hasta 1934. Se retiró cuando logró sus dos objetivos:
cobrar las deudas del City Bank y derogar el artículo
constitucional que prohibía vender plantaciones a los
extranjeros. Entonces Robert Lansing, secretario de Estado,
justificó la larga y feroz ocupación militar explicando
que la raza negra es incapaz de gobernarse a sí misma, que
tiene "una tendencia inherente a la vida salvaje y una
incapacidad física de civilización". Uno de los
responsables de la invasión, William Philips, había
incubado tiempo antes la sagaz idea: "Este es un pueblo
inferior, incapaz de conservar la civilización que habían
dejado los franceses".
Haití había sido la perla de la corona, la colonia más
rica de Francia: una gran plantación de azúcar, con mano
de obra esclava. En El espíritu de las leyes, Montesquieu
lo había explicado sin pelos en la lengua: "El azúcar
sería demasiado caro si no trabajaran los esclavos en su
producción. Dichos esclavos son negros desde los pies hasta
la cabeza y tienen la nariz tan aplastada que es casi
imposible tenerles lástima. Resulta impensable que Dios,
que es un ser muy sabio, haya puesto un alma, y sobre todo
un alma buena, en un cuerpo enteramente negro".
En cambio, Dios había puesto un látigo en la mano del
mayoral. Los esclavos no se distinguían por su voluntad de
trabajo. Los negros eran esclavos por naturaleza y vagos
también por naturaleza, y la naturaleza, cómplice del
orden social, era obra de Dios: el esclavo debía servir al
amo y el amo debía castigar al esclavo, que no mostraba el
menor entusiasmo a la hora de cumplir con el designio
divino. Karl von Linneo, contemporáneo de Montesquieu, había
retratado al negro con precisión científica:
"Vagabundo, perezoso, negligente, indolente y de
costumbres disolutas". Más generosamente, otro
contemporáneo, David Hume, había comprobado que el negro
"puede desarrollar ciertas habilidades humanas, como el
loro que habla algunas palabras".
La humillación imperdonable
En 1803 los negros de Haití propinaron tremenda paliza a
las tropas de Napoleón Bonaparte, y Europa no perdonó jamás
esta humillación infligida a la raza blanca. Haití fue el
primer país libre de las Américas. Estados Unidos había
conquistado antes su independencia, pero tenía medio millón
de esclavos trabajando en las plantaciones de algodón y de
tabaco. Jefferson, que era dueño de esclavos, decía que
todos los hombres son iguales, pero también decía que los
negros han sido, son y serán inferiores. La bandera de los
libres se alzó sobre las ruinas. La tierra haitiana había
sido devastada por el monocultivo del azúcar y arrasada por
las calamidades de la guerra contra Francia, y una tercera
parte de la población había caído en el combate. Entonces
empezó el bloqueo. La nación recién nacida fue condenada
a la soledad. Nadie le compraba, nadie le vendía, nadie la
reconocía.
El delito de la dignidad
Ni siquiera Simón Bolívar, que tan valiente supo ser,
tuvo el coraje de firmar el reconocimiento diplomático del
país negro. Bolívar había podido reiniciar su lucha por
la independencia americana, cuando ya España lo había
derrotado, gracias al apoyo de Haití. El gobierno haitiano
le había entregado siete naves y muchas armas y soldados,
con la única condición de que Bolívar liberara a los
esclavos, una idea que al Libertador no se le había
ocurrido. Bolívar cumplió con este compromiso, pero después
de su victoria, cuando ya gobernaba la Gran Colombia, dio la
espalda al país que lo había salvado. Y cuando convocó a
las naciones americanas a la reunión de Panamá, no invitó
a Haití pero invitó a Inglaterra.
Estados Unidos reconoció a Haití recién sesenta años
después del fin de la guerra de independencia, mientras
Etienne Serres, un genio francés de la anatomía, descubría
en París que los negros son primitivos porque tienen poca
distancia entre el ombligo y el pene. Para entonces, Haití
ya estaba en manos de carniceras dictaduras militares, que
destinaban los famélicos recursos del país al pago de la
deuda francesa: Europa había impuesto a Haití la obligación
de pagar a Francia una indemnización gigantesca, a modo de
perdón por haber cometido el delito de la dignidad.
La historia del acoso contra Haití, que en nuestros días
tiene dimensiones de tragedia, es también una historia del
racismo en la civilización occidental.