¿El fin del Imperio?
Por
Howard Zinn (*)
Tom Dispatch, 01/04/08
Znet en español, mayo 2008
Traducido por Germán
Leyens
Comentario de Tom
Dispatch
In Iraq, en Afganistán, y en EE.UU., la posición de la
“única superpotencia” del globo se desgasta
visiblemente. El país que fue otrora proclamado como un
“imperio light” ha demostrado cada vez más que es
ligero de cascos. El país que otrora fuera saludado como
una potencia mayor que la de Roma imperial o Gran Bretaña
imperial, una fuerza dominante más allá de todo lo que
haya sido jamás visto en el planeta, ahora parece no ser
capaz de realizar un solo movimiento en su propio interés
que no sea un desastre. La reciente ofensiva del
“gobierno” de Iraq en Basora no es más que el último
ejemplo y – podemos estar seguros – habrá más de lo
mismo.
Mientras tanto, la suerte de ese imperio, ligero o no, es
el tema de hoy de Howard Zinn en Tomdispatch, y una
nueva adición a su reputada “People's History of the
United States” [Historia popular de EE.UU.” El nuevo
libro representa un logro sorpresivo en formato de viñetas.
Es una divertida historia gráfica, ilustrada por el
caricaturista Mike Konopacki, que nos lleva de las Guerras
Indias a la “frontera” iraquí (con algunas
impresionantes acotaciones al margen sobre la propia vida de
Zinn). Es una joya y lo publican hoy.
En honor del día de su publicación, Tomdispatch
ofrece el equivalente de una pequeña fantasía en línea. A
continuación, puedes leer el ensayo de Zinn sobre cómo
llegó a saber por primera vez del Imperio de EE.UU; y también
se puede abrir, dos gustos especiales. Puedes ver un vídeo
animado [en inglés], que utiliza parte de las ilustraciones
del libro, con la voz de Viggo Mortensen. (Tómalo como
“Rey de los anillos, Parte IV: Las crónicas del Mordor
estadounidense.) Finalmente, si miras bajo el
vídeo en esa misma página, verás
una sección autobiográfica del nuevo libro [en inglés]
sobre los primeros años de Zinn. Que lo pases bien. (Tom)
¿Imperio o Humanidad?
Lo que me enseñaron en la
escuela sobre
el Imperio Norteamericano
Por Howard Zinn
Con un ejército de ocupación que hace la guerra en Iraq
y Afganistán, con bases militares y matonaje corporativo en
todas partes del mundo, ya no cabe duda de la existencia de
un Imperio de EE.UU. Por cierto, lo que solían ser
fervientes desmentidos se han convertido en una aceptación
jactanciosa, desvergonzada, de esa idea.
Sin embargo, la idea misma de que EE.UU. pudiera ser un
imperio no se me ocurrió hasta que terminé mi trabajo como
bombardero en la 8ª Fuerza Aérea en la Segunda Guerra
Mundial, y volví a casa.
Incluso mientras comenzaba a tener dudas sobre la pureza
de la “Buena Guerra,” incluso después de que me
horrorizaran Hiroshima y Nagasaki, incluso después de
repensar mi propio bombardeo de ciudades en Europa, todavía
no combiné todo eso en el contexto de un “Imperio”
estadounidense.
Sabía, como todos, del Imperio Británico y de otros
poderes imperiales de Europa, pero EE.UU. no era visto de la
misma manera. Cuando, después de la guerra, fui a la
universidad bajo la Ley de Derechos de los soldados, y tomé
cursos en historia de EE.UU., usualmente encontraba un capítulo
en los textos de historia intitulado “La era del
imperialismo.” Invariablemente se refería a la Guerra
Hispano-Estadounidense de 1898 y a la conquista de las
Filipinas que la siguió. Parecía que la duración relativa
del imperialismo estadounidense había sido de solo unos
pocos años. No existía una visión general de la expansión
de EE.UU. que pudiera conducir a la idea de un imperio de
mayor alcance – o período de “imperialismo.”
La expansión hacia el Oeste
Recuerdo el mapa de la clase (intitulado “Expansión
hacia el Oeste”) que presentaba la marcha a través del
continente como un fenómeno natural, casi biológico. Esa
inmensa adquisición de tierras llamada “La compra de Luisiana” no sugería nada que no fuera compra de
tierras vacías. No había un sentido de que ese territorio
había sido ocupado por cientos de tribus indias que
hubieran tenido que ser aniquiladas o expulsadas de sus
casas – lo que ahora llamamos “limpieza étnica” –
para que blancos pudieran asentarse en las tierras, y más
tarde ferrocarriles pudieran cruzarlas de un lado a otro,
presagiando la “civilización” y sus brutales
decepciones.
Ni las discusiones de la “democracia jacksoniana” en
los cursos de historia, ni el popular libro de Arthur
Schlesinger Jr., “La era de Jackson”, me hablaron
del “Sendero de lágrimas”, la letal marcha forzada de
las “cinco tribus
civilizadas, hacia el oeste desde Georgia y Alabama a
través del Mississippi” que dejó 4.000 muertos. Ninguna
discusión de la Guerra Civil mencionó la masacre de Sand
Creek de cientos de aldeanos indios en Colorado,
precisamente cuando la “emancipación” era proclamada
para la gente negra por el gobierno de Lincoln.
La “cesión mexicana”
El mapa de la sala de clase también tenía una sección
hacia el sur y el oeste llamada “Cesión mexicana”. Era
un útil eufemismo para la agresiva guerra contra México de
1846 en la que EE.UU. se apoderó de la mitad de la tierra
de ese país, lo que nos dio California y el gran Sudoeste.
El término “Destino manifiesto,” utilizado en esos días,
se hizo rápidamente universal, por supuesto. En vísperas
de la Guerra Hispano-Estadounidense en 1898, el Washington
Post vio más allá de Cuba: “Estamos cara a cara con
un extraño destino. El gusto del Imperio está en la boca
de la gente exactamente como el gusto de la sangre en la
selva.”
La violenta marcha a través del continente, e incluso la
invasión de Cuba, parecieron estar dentro de una esfera
natural de interés de EE.UU. Después de todo, ¿no había
declarado la Doctrina Monroe de 1823, que el Hemisferio
Occidental estaba bajo nuestra protección? Pero casi sin
pausa después de Cuba vino la invasión de las Filipinas, a
mitad de camino al otro lado del mundo. La palabra
“imperialismo” parecía corresponder de modo adecuado a
las acciones de EE.UU.
Por cierto, esa prolongada y cruel guerra – tratada rápida
y superficialmente en los libros de historia – dio origen
a una “Liga Antiimperialista” en la que William James y
Mark Twain fueron personalidades dirigentes. Pero tampoco
aprendí algo sobre esa guerra en la universidad.
Aparece la “única superpotencia”
Leyendo fuera de la sala de clase, sin embargo, comencé
a encajar las piezas de la historia en un mosaico mayor. Lo
que a primera vista había parecido algo como una política
exterior puramente pasiva en la década que llevó a la
Primera Guerra Mundial pareció ser ahora una sucesión de
violentas intervenciones: la apropiación de la zona del
Canal de Panamá de Colombia, un bombardeo naval de la costa
mexicana, el despacho de los marines a casi cada país en
Centroamérica, el envío de ejércitos de ocupación a Haití
y la República Dominicana. Como escribió más tarde el tan
condecorado general Smedley Butler, quien participó en
muchas de esas intervenciones: “Yo fui chico de los
mandados de Wall Street”.
Cuando supe de esa historia – los años después de la
Segunda Guerra Mundial – EE.UU. se estaba convirtiendo no
sólo en una potencia imperialista más, sino la principal
superpotencia del mundo. Decidido a mantener y expandir su
monopolio de las armas nucleares, se estaba apoderando de
islas remotas en el Pacífico, obligando a los habitantes a
que partieran, y convirtiendo las islas en mortíferos
terrenos de juego para más pruebas atómicas.
En su memoria, “No Place to Hide,” el Dr. David
Bradley, quien monitoreó la radiación en esas pruebas,
describió lo que quedó en las islas después de que los
equipos de ensayos volvieron a EE.UU.: “Radioactividad,
contaminación, la isla destruida de Bikini y sus exiliados,
pacientes con ojos tristes.” Los ensayos en el Pacífico
fueron seguidos, con el pasar de los años, por más pruebas
en los desiertos de Utah y Nevada, más de mil ensayos en
total.
Cuando comenzó la guerra de Corea en 1950, yo todavía
estudiaba historia como estudiante de postgrado en la
Universidad de Columbia, Nada en mis clases me preparó para
comprender la política estadounidense en Asia. Pero yo leía
Weekly de I. F. Stone.
Stone fue uno de los poquísimos periodistas que
cuestionaron la justificación oficial para el envío de un
ejército a Corea. Me parecía claro entonces que no fue la
invasión de Corea del Sur por el norte lo que provocó la
intervención de EE.UU., sino el deseo de EE.UU. de tener un
punto de apoyo firme en el continente asiático,
especialmente cuando los comunistas se encontraban en el
poder en China.
Años después, cuando la intervención clandestina en
Vietnam se convirtió en una masiva y brutal operación
militar, las intenciones imperiales de EE.UU. me aparecieron
aún más evidentes. En 1967, escribí un pequeño libro
llamado “Vietnam: The Logic of Withdrawal” [Vietnam: la
lógica de la retirada]. En esos días estaba fuertemente
involucrado en el movimiento contra la guerra.
Cuando leí los cientos de páginas de los Papeles del
Pentágono que me fueron confiados por Daniel Ellsberg, lo
que me saltó a la vista fueron los memorandos secretos del
Consejo Nacional de Seguridad. Al explicar el interés de
EE.UU. por el Sudeste Asiático, hablaban a secas de los
motivos del país como una busca de “estaño, caucho, petróleo”.
Ni las deserciones de soldados norteamericanosen la
guerra mexicana, ni los disturbios contra el reclutamiento
en la Guerra Civil, ni los grupos antiimperialistas a
comienzos del siglo, ni la fuerte oposición a la Primera
Guerra Mundial – por cierto ningún movimiento contra la
guerra en la historia de la nación alcanzó la escala de la
oposición a la guerra en Vietnam. Por lo menos parte de la
oposición se basaba en la conciencia de que había más en
juego que Vietnam, que la brutal guerra en ese pequeño país
formaba parte de un propósito imperial mayor.
Varias intervenciones después de la derrota de EE.UU. en
Vietnam parecieron reflejar la necesidad desesperada de la
superpotencia que seguía reinando – incluso después de
la caída de su poderoso rival, la Unión Soviética – de
establecer su dominio por doquier. De ahí la invasión de
Granada en 1982, el ataque con bombardeo de Panamá en 1989,
la primera guerra del Golfo de 1991.
¿Se sentía desconsolado George Bush padre por la
captura de Kuwait por Sadam Husein, o utilizó ese evento
como una oportunidad para imponer el poder de EE.UU. a la
codiciada región petrolera de Oriente Próximo?
Considerando la historia de EE.UU., considerando su obsesión
con el petróleo de Oriente Próximo, que data del acuerdo
de Franklin Roosevelt en 1945 con el rey Abdul Aziz de
Arabia Saudí, y el derrocamiento por la CIA del gobierno
democrático de Mossadeq en Irán en 1953, no es difícil
decidir al respecto.
Justificación del Imperio
Los implacables ataques del 11 de septiembre (como lo
reconoció la Comisión del 11-S) resultaron del feroz odio
contra la expansión de EE.UU. en Oriente Próximo y en
otras partes. Incluso antes de ese evento, el Departamento
de Defensa reconoció, según el libro de Chalmers Johnson
“The Sorrows of Empire” [traducido al castellano como
“Las desgracias del imperio: militarismo, espionaje y fin
de la república”], la existencia de más de 700 bases
militares estadounidenses fuera de EE.UU.
Desde esa fecha, con el inicio de una “guerra contra el
terrorismo,” se han establecido o expandido muchas más
bases: en Kirguizistán, Afganistán, el desierto de Qatar,
el Golfo de Omán, el Cuerno de África, y dondequiera se
pudo sobornar o coercer a una nación dócil.
Cuando yo bombardeaba ciudades en Alemania, Hungría,
Checoslovaquia, y Francia en la Segunda Guerra Mundial, la
justificación moral era tan simple como para estar más allá
de toda discusión. Estábamos salvando al mundo del mal del
fascismo. Por eso me sorprendió oír a un artillero de otra
tripulación – lo que teníamos en común es que ambos leíamos
libros – que consideraba que se trataba de “una guerra
imperialista”. Los dos lados, dijo, eran motivados por
ambiciones de control y conquista. Discutimos sin resolver
el tema. Irónicamente, trágicamente, poco después de
nuestra discusión, el muchacho fue derribado y muerto en
una misión.
En las guerras siempre han una diferencia entre los
motivos de los soldados y los motivos de los dirigentes políticos
que los envían a la batalla. Mi motivo, como el de tantos
otros, carecía de ambición imperial. Era ayudar a derrotar
el fascismo y crear un mundo más decente, libre de agresión,
militarismo, y racismo.
¿Un imperialismo “light”?
El motivo de los círculos dominantes de EE.UU.,
comprendido por el artillero aéreo que conocí, era de
naturaleza diferente. Fue descrito a comienzos de 1941, por
Henry Luce, el multimillonario propietario de las revistas Time,
Life, y Fortune, como la llegada de “El
siglo estadounidense”. Había llegado el momento,
dijo, de que EE.UU. “aplicara al mundo todo el impacto de
nuestra influencia, para los propósitos que consideremos
apropiados, por lo medios que consideremos apropiados”.
Es difícil pedir una declaración más sincera, más
directa del propósito imperialista. Ha sido repetida en los
últimos años por los sirvientes intelectuales del gobierno
de Bush, pero con promesas de que el motivo de esa
“influencia” es benigno, que los “propósitos” –
sea en la formulación de Luce u otras más recientes –
son nobles, que es un “imperialismo light”. Como dijo
George Bush en su segundo discurso inaugural: “Diseminar
la libertad por el mundo... es la vocación de nuestra época.”
El New York Times calificó ese discurso de
“impresionante por su idealismo.”
El Imperio de EE.UU. ha sido siempre un proyecto
bipartidario –demócratas y republicanos se han turnado
para ampliarlo, para aclamarlo, para justificarlo–. El
presidente Woodrow Wilson dijo a graduados de la Academia
Naval en 1914 (el año en el que bombardeó México) que
EE.UU. utiliza “su armada y su ejército... como
instrumentos de la civilización, no como instrumentos de
agresión.” Y Bill Clinton, en 1992, dijo a graduados de
West Point: “Los valores que habéis aprendido aquí...
podrán diseminarse por todo el país y por todo el
mundo.”
El pueblo de EE.UU., y por cierto la gente de todo el
mundo, descubre tarde o temprano que esas afirmaciones son
falsas. La retórica, a menudo persuasiva a primera vista,
es abrumada pronto por horrores que ya no pueden ser
ocultados: cadáveres ensangrentados de Iraq, las
extremidades arrancadas de soldados estadounidenses, los
millones de familias expulsadas de sus hogares – en
Oriente Próximo y en el delta del Mississippi.
¿No comienzan a perder el control de nuestras mentes las
justificaciones del imperio, arraigadas en nuestra cultura,
que atacan nuestro buen sentido, de que la guerra es
necesaria para nuestra seguridad, que la expansión es
fundamental para la civilización? ¿Hemos llegado a un
punto en la historia en el que estamos listos para abrazar
una nueva forma de vida en el mundo, expandiendo no nuestro
poder militar, sino nuestra humanidad?
(*) Howard Zinn es autor de “A People's History of
the United States” y de “Voices of a People's History of
the United States,” que están siendo filmados ahora para
un importante documental en la televisión. Su más reciente
libro es “A People's History of American Empire,” la
historia de EE.UU. en el mundo, contado en forma de viñetas,
con Mike Konopacki y Paul Buhle en la serie de libros del
American Empire Project. Un vídeo animado adaptado de este
ensayo con efectos visuales del libro de dibujos animados y
con la voz de Viggo Mortensen, así como una sección del
libro [en inglés] sobre la vida temprana de Zinn, pueden
ser vistos haciendo clic
aquí. El sitio en la Red de Zinn es:
HowardZinn.org.
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