Sobreviven
las mentiras de Hiroshima como apoyo a
los crímenes de guerra del siglo XX
Por
John Pilger (*)
The Guardian, 06/08/08
Rebelión, 08/08/08
Traducido
por Ángel Ferrero
Cuando
fui por primera vez a Hiroshima en 1967, su sombra todavía
estaba ahí. Era la impresión casi perfecta de una persona
descansando: inclinada, con las piernas separadas, y una
mano en la cintura mientras, sentada, esperaba a que abriera
el banco. A las ocho y cuarto de la mañana del 6 de agosto
de 1945, ella y su silueta fueron grabadas a fuego en el
granito. Estuve contemplando la sombra durante una hora o más,
luego caminé hacia el río y me encontré con un hombre
llamado Yukio, en cuyo pecho quedó grabado el dibujo de la
camisa que vestía cuando fue arrojada la bomba atómica.
Él
y su familia vivían todavía en una casucha que fue
levantada por el polvo de un desierto atómico. Describió
el resplandor sobre la ciudad que siguió a la bomba como
“una luz azulada, algo parecido a un cortocircuito”,
después del cuál se produjo un tornado y empezó a caer
una lluvia negra. “Me arrojó al suelo y me di cuenta de
que de mis flores solamente quedaban los tallos. Todo se
quedó quieto y en silencio, y cuando me levanté, había
gente desnuda, sin decir nada. Algunos de ellos no tenían
ni piel ni pelo. Estaba seguro de haber muerto.” Nueve años
después, cuando volví a buscarle, había muerto de
leucemia.
En
los días inmediatamente posteriores a la bomba, las
autoridades de ocupación de los aliados prohibieron toda
mención al envenamiento radioactivo, e insistieron en que
la gente había muerto o resultado herida únicamente como
consecuencia de la onda expansiva. Ésa fue la primera gran
mentira. “No hay radioactividad entre las ruinas de
Hiroshimas”, decía la portada del New York Times, un clásico
de la desinformación y la abdicación periodística, que el
reportero australiano Wilfred Burchett puso en su lugar con
su primicia del siglo. “Escribo esto como advertencia al
mundo”, escribió Burchett en el Daily Express, después
de haber llegado a Hiroshima tras un peligroso viaje, siendo
el primer corresponsal en atreverse a ello. Describió las
salas de los hospitales llenas de gente sin ninguna herida
visible, pero muriendo de lo que denominó “una plaga atómica”.
Por decir la verdad se le retiró su acreditación y fue
puesto en la picota pública y difamado –pero también
vindicado.
El
bombardeo atómico de Hiroshima y Nagasaki fue un acto
criminal a una escala épica. Fue un asesinato en masa
premeditado desatado por un arma de criminalidad intrínseca.
Por esta razón sus apologistas han tratado de buscar
refugio en la mitología de que ésta fue la última
“guerra buena”, cuya “sumersión ética” (ethical
bath), como lo ha llamado Richard Drayton, ha permitido a
occidente no sólo expiar su sangriento pasado imperial sino
promover 60 años de guerras de rapiña, siempre bajo la
sombra de la Bomba.
La
mentira más perdurable es aquella que asegura que la bomba
fue lanzada para finalizar la guerra en el Pacífico y
salvar vidas. “Incluso sin el bombardeo atómico”,
concluyó el United States Strategic Bombing Survey [la
comisión para el seguimiento de Bombardeos Estratégicos de
los Estados Unidos] de 1946, “la superioridad aérea sobre
Japón podría haber ejercido la suficiente presión como
para llevar a una rendición incondicional y hacer
innecesaria la invasión. Basándose en una detallada
investigación de los hechos, y apoyados en el testimonio de
los líderes japoneses supervivientes, es la opinión de
esta Comisión que... Japón se habría rendido incluso si
las bombas atómicas no hubieran sido arrojadas, incluso si
Rusia no hubiera entrado en guerra e incluso si no se
hubiera planeado o contemplado la invasión.”
El
Archivo Nacional de Washington guarda documentos
estadounidenses que testimonian los acercamientos japoneses
hacia la paz en fecha tan temprana como 1943. Se les hizo
caso omiso. Un cable enviado el 5 de mayo de 1945 por el
embajador alemán en Tokio e interceptado por los
norteamericanos disipa cualquier duda de cómo los japoneses
estaban desesperados por reclamar el fin de las
hostilidades, incluyendo “la capitulación, incluso si los
términos fueran duros.” En cambio, el secretario de
guerra estadounidense, Henry Stimson, dijo al presidente
Truman que “temía” que las fueras aéreas
norteamericanas hubieran “bombardeado tanto” Japón, que
el nuevo arma no pudiera “mostrar toda su fuerza”. Más
tarde admitió que “no se hizo ningún esfuerzo, y ninguno
de los que se hicieron fue seriamente considerado, para
conseguir la rendición, y no se hizo para no tener que no
emplear la bomba”. Sus colegas en el departamento de
exteriores estaban impacientes “por intimidar a los rusos
con la bomba, haciéndola explotar más que paseándose con
ella bajo el brazo”. El general Leslie Groves, director
del Proyecto Manhattan que construyó la bomba, declaró que
“nunca hubo por mi parte ninguna ilusión que me apartara
de la idea de que Rusia era nuestro enemigo, y que el
proyecto estaba siendo desarrollado sobre ese punto de
partida.” El día después de que Hiroshima fuera
arrasada, el presidente Truman expresó su satisfacción por
el “éxito abrumador” del “experimento”.
Desde
1945, se cree que los Estados Unidos han estado a punto de
emplear sus armas nucleares en al menos tres ocasiones. En
su falaz “guerra contra el terror”, los actuales
gobiernos de Washinton y Londres han declarado que están
preparados para llevar a cabo ataques nucleares
“preventivos” contra estados no–nucleares. Con todos
los indicadores apuntando hacia la medianoche de un
Apocalipsis nuclear, las mentiras con las que se justifica
resultan todavía más escandalosas. Irán es la actual
“amenaza”. Pero Irán no tiene armas nucleares y la
desinformación de que planea crear un arsenal nuclear
proviene de la MEK, un desacreditado grupo opositor iraní
esponsorizado por la CIA. Exactamente lo mismo que las
mentiras sobre las armas de destrucción masiva de Saddam
Hussein que se originaron en el Congreso Nacional Iraquí y
que fabricó Washington.
El
papel de la prensa occidental a la hora de poner en pie a
este espantajo ha sido fundamental. Que la Inteligencia
Militar estadounidense afirme que, “casi con toda
seguridad”, Irán abandonó su programa de armas nucleares
en el 2003, ha sido relegado al cuarto trastero de la
memoria. Que el presidente iraní Mahmoud Ahmadineyad nunca
amenazó con “borrar a Israel del mapa”, es algo sin
interés. Pero éste ha sido el mantra de los “hechos”
proporcionado por los medios de comunicación a los que, en
su reciente actuación lacayuna ante el parlamento israelí,
Gordon Brown aludió para amenazar, una vez más, a Irán.
Esta
progresión de mentiras nos ha llevado a una de las crisis
nucleares más peligrosas desde 1945, porque la amenaza real
sigue siendo algo casi innombrable en los círculos del
establishment occidental y, por consiguiente, en los medios
de comunicación. Solamente existe una potencia nuclear cuyo
arsenal prolifera en todo Oriente Medio, y ésa es Israel.
Mordechai Vanunu intentó heroicamente avisar al mundo de
ello en 1986, cuando sacó clandestinamente del país
pruebas de que Israel estaba construyendo al menos unas 200
cabezas nucleares. Desafiando las resoluciones de la ONU,
Israel está hoy claramente impaciente por atacar Irán,
temerosa de que una nueva administración norteamericana
pudiera –sólo pudiera– conducir a genuinas
negociaciones con una nación que occidente ha estado
perjudicando desde que Gran Bretaña y Estados Unidos
acabasen con la democracia iraní en 1953.
En
el New York Times del 18 de julio, el historiador israelí
Benny Morris, considerado en su día un liberal y hoy asesor
del establishment político y militar de su país, amenazó
con “un Irán convertido en un páramo nuclear.” Esto
sería un asesinato en masa. Tratándose de un judío, la
ironía es sangrante.
La
cuestión que sobreviene es: ¿somos el resto de nosotros
meros espectadores, asegurando, como hicieron los buenos
alemanes, “que no sabemos nada”? ¿Nos escondemos por más
tiempo detrás de lo que Richard Falk ha llamado “una
pantalla legal y moral farisaica [de] imágenes positivas de
valores occidentales e inocencia y nos hacemos los
amenazados, dando validez a una campaña de violencia
ilimitada”? La caza de los criminales de guerra vuelve a
estar de moda. Radovan Karadzic se sienta en el banquillo de
los acusados, pero Sharon y Olmer, Bush y Blair no. ¿Por qué
no? La memoria de Hiroshima exige una respuesta.
(*)
John Pilger es un internacionalmente renombrado periodista
de investigación y director de documentales. Su última
producción es The war on Democracy. Su libro más reciente
es Freedom Next Time (Bantam/Random House, 2006).
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