12 de
Octubre de 1492
Llegaron
los Conquistadores
Por Manuel
Taibo
Aporrea,
10/10/08
Con la toma
de Granada el 2 de enero de 1492, se pone fin a una guerra
de setecientos años. Acto continuo, Fernando, el rey
comanditario, vuelve sus ojos al eterno problema de Aragón:
su expansión mediterránea. Sus tercios aragoneses de la
Gesta de Granada se proyectan sobre la Provenza Francesa y
el Reino de Nápoles. Entretanto Castilla, libre de un
horizonte guerrero, se queda con las armas en la mano, sin
saber que hacer con ellas. En ese momento aparece América
como una redención o una posibilidad. La reconquista para
los guerreros de España fue sin duda la época dorada y
fecunda de su existir. Por eso tembló España cuando dos
reyes consolidaron la paz definitiva.
Boabdil se
llevó consigo no sólo el mundo musulmán, con él se iba
una forma de vivir. La capitulación tuvo toda la fuerza de
un desempleo permanente. Granada fue para el guerrero lo que
las revoluciones son para la aristocracia o la máquina para
el obrero artesano: lo dejó de pronto, no sólo sin
sentido, lo dejó sin oficio. Le arrebató el privilegio y
comenzó de pronto a llamarlo vago, criminal e inepto. La
guerra, como una hembra en celo, dejaba sentir por los
caminos de España su canto reclamante. A su invocación
respondían los machos de su especie.
Los
primeros viajeros en y después de 1492
Cristóbal
Colón, aunque era, buen navegante, era un hombre de escasa
instrucción y de una fantasía desbocada, rayana en la
charlatanería, es la imagen del aventurero, donde se
entremezclaba la cosmografía científica de la época con
los más descabellados mitos y profecías de la antigüedad.
De ahí la poca atención que le prestaban los sabios que
estaban perfectamente enterados de la esfericidad de la
tierra y de poder de llegar a la China navegando hacia el
oeste. Lo que objetaban a aquella travesía –y aquí está
el pecado de Colón al silenciar la revelación de Sánchez
de Huelva– es que se pudiera llegar a China por esa ruta
sin agotar los víveres y el agua.
Los últimos
años del Descubridor se caracterizan por una serie de
trastornos que, aunque mal destacados por los historiadores,
nos inclinan a suponer un proceso de locura. ¿Qué otra
cosa pueden ser aquellos diálogos con Dios a los que hace
referencia en sus cartas? Su personalidad es la de un
obcecado e intransigente, reñido totalmente con la
realidad. Colón es un fabulador famoso. A ello se une un
carácter despótico y susceptible, y una ferocidad tremenda
para con sus contendores. La leyenda de la sabiduría de Colón
se derrumba a poco de examinar sus famosas apostillas a sus
obras. Apenas leía el latín y no lo escribía. López de
Gomara dice que “no era docto, más bien entendido”. El
historiador Ballesteros dice: “Que era natural y humano
que disimulara con supuestos abolengos lo humilde de su
cuna”. No podía manifestar que sus hijos Diego y
Hernando, pajes del príncipe Juan, eran nietos de un
cardador de lana.
Mal parado
sale Colón de las interpretaciones de sus acciones y carácter
reflejados en los libros de Pereyra, Mariux André, Waserman
y Madariaga. Le consideran egoísta, injusto, irascible,
imprevisor, iluso, es mezquino, tramposo, farsante y
manipulador. Por eso quizá la historia le juega la mala
pasada de bautizar con el nombre de Américo Vespucio las
tierras que no llevan su nombre. Colón a los 58 años de
edad muere en Valladolid, de sus restos nunca se supo.
Mucho se
impresionaron sus contemporáneos ante aquella marcha
triunfal de Colón con indios cautivos, pájaros de colores
y un oro puro brillando al sol. Lo prueban el hecho de que
en la otra expedición lo acompañó una flota y más de mil
quinientos hombres. El oro sin embargo no vuelve a brillar
hasta bien avanzada la segunda década del siglo XVI. Es
necesario que Pizarro vierta sobre España el oro del Perú
para que la fe en América se restablezca. Antes, todo es
leyenda y esperanza.
La fe de
estos hombres es inconmovible. Confían ciegamente en el oro
que les esconde el Nuevo Mundo. Ojeda, Bastidas, Nicuesa y
Balboa trazan los límites del Mediterráneo americano
persiguiendo este objetivo. Los indios señalan hacia el
norte o hacia el sur, hacia donde puedan alejar al
codicioso. Les dicen que hay ciudades con los techos de oro.
Caciques que se embadurnan de polvo aurífero. Minas
rebosantes de vetas amarillas. Así surge el Dorado, las
Siete Ciudades de Cíbola y las tantas leyendas que se
desbocaron hasta hacer febril la imaginación de los
conquistadores. “Un indio capturado por Luis Daza, había
contado que hacia el oriente existía un lago azul de aguas
tranquilas donde vivía el cacique Dorado, monarca fantástico
que solía bañar su cuerpo en goma suave y espolvorearlo de
oro.”
Nos dice
Fray Bartolomé de las Casas:
Cuatrocientos
españoles, al mando de Juan de Esquivel, salieron en
dirección de la Española. “Llegados a ella encontraron a
los indios dispuestos para pelear y defender sus tierras”.
El choque entre españoles e indios fue tal que en “una
hora los españoles alancean a dos mil dellos”. Desnudos y
sin protección como estaban, las ballestas y las espadas
que partían a un indio de un tajo hacen la más espantosa
carnicería. Incapaces de resistir las cargas de caballería
“teniendo como único escudo la barriga”, la indiada se
bate en retirada huyendo desesperada por montes y breñas.
Los persiguen hasta los más recónditos escondrijos del
monte divididos en cuadrillas “donde hallándolos con sus
mujeres, e hijos, hacían crueles matanzas en hombres,
mujeres y niños y viejos sin piedad alguna, como si en un
corral desbarrigaran y desollaran corderos”. Pasados unos
días de aquella matanza. Juan de Esquivel para cerrar con
broche de oro aquella orgía de sangre ordenó que mataran a
setecientos prisioneros: “Métanlos en una casa y los
pasan a todos a cuchillo”, mandando a su capitán que los
pusiera alrededor de la plaza a título de recordatorio
En
1511, Diego Velázquez llega a la isla de Cuba con
trescientos hombres
Este
conquistador, es el mismo lugarteniente que Ovando utilizó
en Santo Domingo en su operación exterminio. El obeso
gobernador no tarda en poner en práctica su sistema de
gobierno. Como quiera que a los indios de Cuba había
llegado el rumor de la crueldad de los españoles, tan
pronto como supieron de la llegada de Velázquez y de su
gente, tomaron el monte y se escondieron. En vista de la
resistencia pasiva de los indígenas, los españoles rompen
el hielo con el “rancheo” suerte de vocablo menos fuerte
que el de matanza. Pues es esto, sin más y sin menos, lo
que los Conquistadores hacen en Cuba. En uno de estos
rancheos capturan al cacique Hatuey, líder de una
resistencia más bien moral que guerrera. Velázquez lo
condenó a ser quemado vivo. Estando el cacique amarrado a
un poste para cumplir su ejecución, se le acercó un
franciscano y le aconsejó que antes de morir valía la pena
que se hiciese cristiano. A lo que respondió Hatuey: “¿Para
qué quiero ser cristiano, si los cristianos son malos? Si
ellos están en el cielo, al cielo no quiero ir”. En las
encomiendas separaban a los varones de las hembras, mandándolos
a trabajar a las minas a 40 y 80 leguas de sus mujeres,
mientras éstas quedaban en las haciendas trabajando en las
labores de la tierra. Por esta razón marido y mujer dejaban
de verse hasta por un año. Cuando volvían a encontrarse,
dice Las Casas, estaban tan agotados que por esta causa no
hubo de ellos más descendencia. Las indias, en lo sucesivo,
dejarían de parir niños de su raza para concebir hijos de
la violencia. Muchas indias, anota el mismo cronista,
“sintiéndose preñadas tomaban hierbas para malparir. Las
criaturas nacidas, chiquitas perecían, porque las madres
con el trabajo y el hambre no tenían leche en las tetas;
con cuya causa murieron en la isla de Cuba estando yo
presente 7.000 niños en obra de tres meses”.
Hernán
Cortés tiene por clave la audacia y la inestabilidad
Hasta su
muerte sueña con la aventura. A los diez y siete años se
marcha a América. Hacia 1515 es uno de los hombres más
ricos de Cuba; no obstante, se siente insatisfecho. Necesita
algo más, por eso emprende la conquista del Imperio Azteca.
Lo conquista, lo domeña, le regala a su emperador nada
menos que una culebrina de oro. Es gobernador de un mundo
del tamaño de Europa; más tarde es marqués. Es uno de los
hombres más ricos del mundo, más apreciado y respetado.
Sin embargo, nada es capaz de retenerle en su reino de la
Nueva España. Necesita organizar, vivir en el suspenso que
sólo la guerra brinda. Apenas ha organizado a la naciente
colonia, cuando ya está planeando nuevas jornadas. Como el
virrey Mendoza no lo deja ir a conquistar California, se
marcha a España. Allí lo sorprende la muerte, mientras
madura su fabuloso plan de conquistar a Argel.
La
conquista del Perú por Almagro y Pizarro es sin duda, la
que mayor saldo de criminalidad arroja
Según Las Casas, los españoles mataron en el Perú cuatro
millones de indios, entre ellos a su emperador. No hay
cronista que no critique acerbamente esta medida de Pizarro.
López de Gomara, refiriéndose a este hecho, escribe en su
Historia de las Indias: “No hay que reprender a los que lo
mataron, pues el tiempo y sus pecados los castigaron después;
todos ellos acabaron mal, como el proceso de sus historias
veréis”. Los indios mueren como moscas. Los llevan de la
Sierra al Mar y del Mar a la Sierra. Los apalean y torturan.
Como en Santo Domingo, los indios del Perú se suicidan en
masa. Pizarro y Almagro no fueron menos duros con los españoles
que con los incas.
Su
lugarteniente Pedro de Alvarado, conquistador de Centro América,
tiene las mismas características temperamentales de su
jefe. Cuando sabe que Pizarro ha conquistado el Perú,
abandona su gobernación de Guatemala y se lanza como un
perro de presa a disputarle al taciturno conquistador del
Sur, la posesión de su botín. Muere en una pelea sin
importancia contra los indios de Jalisco, mientras
acariciaba la idea de conquistar las Siete Ciudades de Cíbola.
Al carácter de locura asocia la más extraña ferocidad. Su
vida es un largo historial de sangre. La piromanía, uno de
sus rasgos más acusados. En su agonía, cuando alguien le
pregunta: ¿Qué le duele?, responde “el alma”.
Alonso
de Ojeda y Vasco Núñez de Balboa
Hijo
igualmente de la euforia y la crueldad es Alonso de Ojeda.
Sus chistes hacen reír a toda la corte, a costa del pánico
de los hombres de América. Descuartiza a medio mundo y
termina arrepentido en un convento.
Igual es
Vasco Núñez de Balboa: los doscientos hombres que lo
acompañan siguen matando, torturando, quemando indios
vivos, de la misma forma que ceba perros con indios y
condena a muerte a Nicuesa, hace gala de mejor humor con sus
chistes y anécdotas. No tiene el mismo temperamento su
suegro y ejecutor, Pedro Arias Dávila, gobernador de Darién
y conocido como El Enterrado. Pedrarias es una de las
personalidades más psicopáticas, tanto por su crueldad
como por los rasgos de su personalidad, harto absurda y
desquiciada. Como en una ocasión lo dieran por muerto y
estuvo a punto de ser enterrado vivo se hace decir todos los
años un funeral mientras oye los responsos desde el fondo
de una sepultura. Es celoso, cruel y malvado. Ejecuta a
Balboa, que es su yerno, y a Hernández de Córdoba, por
razones triviales.
El
terrible Ovando, caballero de Calatrava y ejecutor de
Anacaona
Iguales
rasgos encontramos en el terrible Ovando, caballero de
Calatrava y ejecutor de Anacaona. Un domingo, Ovando invitó
a la reina y a ochenta señores de los más principales a un
juego de cañas. Se acondiciona un palco en la casa donde
reside el Gobernador. A su lado se sienta eufórica la reina
indígena. Alrededor suyo, los ochenta señores de Xaraguá.
No les extraña que la casa esté tan bien guardada de
fieros soldados de punta en blanco. No les sorprenden las
miradas burlonas con que los asaetan. No pueden imaginarse
lo que va a suceder. Ovando los ha atraído a un matadero.
Todos aquellos hombres que fingen de escolta, sólo esperan
que el Gobernador dé la señal para iniciar la carnicería.
Pero el Gobernador ni siquiera se digna pronunciar la
sentencia. Suave, sedosamente, sin dejar de sonreír a
Anacaona, su mano se desliza despacio hacia una pieza de oro
que cuelga de su pecho. Es la señal convenida. Todos a una
desenvainan las espadas. “Tiémblanle a Anacaona y a todos
aquellos señores las carnes, creyendo que los querían allí
despedazar. Comienzan a dar gritos y todos a llorar,
diciendo que por qué causa les hacen tanto mal”. En medio
de los ayes de los súbditos, sacan a la reina maniatada y
por hacerle honra la ahorcan, pues a sus cortesanos los
queman vivos dentro de la casa. Mientras los infantes hacían
esto con los principales, los de caballería, los que iban a
servir de solaz a la infortunada reina, se lanzan por el
pueblo a sangre y fuego, matando a todo lo que les saliera
al paso.
Gobernadores
de España en las Indias
Los
gobernadores que tiene España en las Indias parecen del
mismo corte de Ovando y Pedrarias. Nada menos y nada más es
Diego Velázquez, el obeso gobernador de Cuba, a quien las
Casas, además de malvado, califica como “grueso de
entendimiento”. Juan de Esquivel, el de Jamaica, es por el
estilo del cubano. Sus expediciones a la Española y muchos
actos en su gobernación son una muestra.
Juan Ponce
de León, gobernador de Puerto Rico y sediento buscador de
la Fuente de la Juventud, por sus años y antecedentes,
parece más bien poseído de la involución que de una
creencia.
Nicuesa, el
fracasado conquistador, hace morir de hambre y látigo a sus
soldados en su castillo de Nombre de Dios. Era uno de los
hombres más ricos de la Española cuando le da por meterse
a explorador.
No hay
personalidad prominente que no dé muestras de ferocidad y
locura
En estos
primeros veinte años del siglo XVI no hay personalidad
prominente que no dé muestras de ferocidad y locura. Desde
el virrey Mendoza hasta Pánfilo de Narváez y el oscuro
Morales, son bestias sueltas. Narváez al llegar al pueblo
de Caonao con cien españoles, fueron recibidos por los
indios con grandes demostraciones de cordialidad y
servidumbre. Cierto día, anota Las Casas, estaban los
conquistadores comiendo rodeados de indios en cuclillas que
los miraban silenciosos, cuando de pronto uno de los españoles,
“en quien se creyó se le revertió el diablo”, súbitamente
saca su espada y sin causa ni explicación alguna se la
clava a un indio, como poseído de una extraña fuerza.
Todos a una, sin pedir explicaciones, ni inquirir que pasa,
“comienzan a desbarrigar y acuchillar y matar de aquellas
ovejas y corderos, hombres, mujeres y niños que estaban
sentados mirando a los españoles y a las yeguas. Pasmados y
dentro de dos credos no queda hombre vivo de cuantos allí
estaban.”
Hernando de
Magallanes llena de sangre las heladas aguas de la
Patagonia. A los españoles que no acuchilla los deja
abandonados a su suerte.
Años más
tarde, el Adelantado Pedro de Mendoza, réplica austral de
Pedrarias, hará igual que Magallanes y el sátrapa de Darién.
En forma idéntica
procede su teniente Irala en las selvas de Paraguay, como lo
hará Valdivia en Chile.
Pizarro,
Belalcázar y Almagro, merecen capítulo aparte dadas las
características especialmente sangrientas y psicopáticas
de sus personalidades.
Lo mismo se
puede decir de los Welzares, conquistadores de Venezuela
(Alfínger, Espira y Federmann).
Juan de
Ampies, primer español en Tierra Firme, el y sus sesenta
hombres, fueron saqueadores, ladrones y esclavistas. Lo que
atenúa los desmanes de Ampíes es la presencia de Ambrosio
Alfínger, su sucesor. La maldad de este hombre es tal que,
a su lado, el fundador de Coro parece un misionero. Lo
primero que hace Alfínger al llegar a su Gobernación, es
poner en cadenas a Juan de Ampíes y expulsarlo a Curazao.
Acto seguido, comienza a entrenar a sus soldados contra los
pacíficos caquetíos. A los indios capturados los traían,
como esclavos. Coro se convierte en el gran mercado de carne
humana de América. Los crímenes de Alfínger y su gente
llegaron a tales extremos que el cacique Manaure y todo su
pueblo abandonaron para siempre su tierra.
Espira, el
Demente. El 6 de febrero de 1535 llega a Coro el nuevo
gobernador, Jorge de Espira, a quien llamaran el Demente. A
excepción de la fatalidad que acompaña a este hombre a lo
largo de su vida, no hay mayores variantes respecto a
crueldad y matanzas. Esclaviza y encadena a los Jirajaras,
empala, marca con hierro a los indios; roba, viola e
incendia en todas sus expediciones; es despótico y cruel
con sus soldados. Espira lo primero que hace al llegar es
irse de expedición deja de gobernador a su teniente Nicolás
de Federmann. Espira muere de fiebres y enfermedades, camino
de la Casa del Sol, hacia 1540.
Nicolás de
Federmann, el cruelísimo lugarteniente de Alfínger, que
por no detenerse a desatar la cadena donde llevaba los
indios cautivos les cortaba la cabeza. La figura del joven
gobernador es una de las más sanguinarias y crueles que
recuerda la historia de América. No ha vuelto la espalda
Espira, cuando ya Federmann prepara a su vez otra expedición.
Sale de Coro en septiembre de 1535 dejando en su lugar a
Francisco Venegas. En el corto lapso de seis meses se
suceden dos hechos que vienen a alterar la ya revuelta
gobernación. Una es el nombramiento de Federmann como
gobernador de la provincia, en sustitución de Espira, que
anda perdido por los llanos. Francisco Venegas, el
gobernador interino dejado por Federmann, a su vez, ha
muerto deponiendo el mando en Pedro de Cuebas. Cuando Espira
muere un año más tarde, en la ya referida expedición.
Desempeña el cargo su teniente Juan de Villegas. Permanece
en sus funciones pocos meses. En diciembre de 1540 lo
sustituye el fugaz e inestable Bastidas, quien por tercera y
última vez se encargado de la gobernación. En 1542,
Bastidas, nombrado Obispo de Puerto Rico, deja la gobernación
en manos de un portugués al servicio de Castilla: Diego de
Bouza. Fueron tantos los desmanes que cometió, que tuvo que
salir huyendo de su gobernación, terminando sus días en
Honduras.
Lo sucedió
en el cargo un alemán llamado Enrique Rembold (1542). La
locura es esta vez lo que produce el desgobierno de esta
infortunada Provincia. El gobernador cae presa de una
profunda melancolía que no lo abandona hasta su muerte en
1544.
Quedaron
encargados del gobierno los alcaldes Juan de Bonilla y
Bernardino Manso. Oviedo y Baños dice de ellos:
“Empezaron a disponer de las cosas a su modo, con tal
confusión, que lo que uno mandaba, el otro contradecía; y
no sabiendo los vecinos a cuál obedecer, se redujo la
ciudad a tan monstruoso desorden, que sólo se veían en
ellas injusticias, sobornos y violencias”. Terminando
ambos alcaldes, por abandonar fugitivos la ciudad, de miedo
a las responsabilidades en que habían incurrido.
Enterada la
Audiencia, nombra como gobernador de la Provincia al
escribano Juan de Carvajal. Llega a Coro el 1º de enero de
1545. Asumió el mando de inmediato, conjuntamente con sus
maldades y abusos de todo género. Aunque representaba las
nuevas leyes de Castilla en el sentido de prohibir la
esclavitud de los indios, fue el primero en ignorarlas.
Desde el primer instante se le mete en la cabeza la idea de
abandonar Coro y fundar en las tierras de Sogamozo una nueva
ciudad. Para salir con su idea, falsifica documentos,
inventa leyendas y a los más reacios los amenaza con la
horca. Los primeros días de abril se inicia el éxodo y el
atroz sufrimiento de ciento ochenta españoles. En diciembre
de 1545 funda el asiento de Nuestra Señora de la Pura y
Limpia Concepción del Tocuyo. “Y allí, en la Pura y
Limpia, erigió, según cuenta la tradición, una hermosa
Ceiba para ahorcar en ella a cuantos no quieran someterse a
su desaforada autoridad.” Múltiples son los crímenes de
este hombre y las afrentas y malos tratos que prodigó a
aquella minúscula ciudad. Como un obcecado, la tomó contra
los sesenta vecinos que habían quedado en Coro; bajo
amenazas de muerte los requería para su pueblo. En un solo
día hizo colgar a ocho hombres en su célebre Ceiba.
Escandaliza a la población con su concubina Catalina de
Miranda. El pueblo de la Vela de Coro recibe el nombre a
causa del miedo que tenían por Carvajal. Pasaban las noches
“velando” sobre las armas, temiendo a cada instante que
el vesánico gobernador viniese a degollarlos.
El reinado
de Carvajal dura exactamente un año. En 1546 el Licenciado
Pérez de Tolosa, investido con el cargo de gobernador por
la Audiencia, se llega calladamente hasta el Tocuyo. Cuando
Carvajal lo enfrenta, está rodeado por sesenta hombres con
intención resuelta. Pérez de Tolosa lo condena a la más
espantosa muerte. Lo sacan de la cárcel atado a la cola de
un caballo y lo arrastran por la plaza hasta el cadalso, que
en este caso fue su propia Ceiba patíbulo. Dice la leyenda
que, a partir de ese mismo instante, el gigantesco árbol
comenzó a secarse como si el mismo fuese parte de Carvajal.
Con la
llegada de Pérez de Tolosa se inicia una nueva era en la
gobernación de los alemanes. La Provincia está despoblada.
De los 1.100 hombres que han llegado a estas tierras con Ampíes,
Alfínger, Federmann, Espira y Bastidas, sólo quedan vivos
unos trescientos. El resto ha perecido por obra de aquella
dromomanía trágica. Ochocientos hombres han perecido en
este amanecer de Venezuela que no termina de despuntar. 21
gobiernos se suceden durante esos diecisiete años. A
excepción de Bastidas, “el comodín a la Audiencia”, no
hay gobernador que dure en sus funciones. Venegas se muere
sin haberse asentado en su enterinato; Cuebas dura una
quincena: Rembold se vuelve loco. Lo mismo da que sean
alemanes o castellanos. Un Santillana o un Carvajal bien
valen por un Alfínger o un Espira. Tan criminal es el
castellano Navarro, como el portugués Boiza. Los gobiernos
múltiples de los alcaldes son igualmente desastrosos, como
lo demuestra el caso de los gobiernos de Bonilla y Manso.
Colón se
lleva indios cautivos para venderlos como esclavos porque el
oro en la Española no existe. Diego Velázquez le dice
iracundo a Grijalba cuando regresa con las manos vacías:
“Os mandé a buscar oro y no plumas”. Vicente Yáñez
Pinzón muere en la miseria. Vespucio casi mendiga en las
calles de Sevilla. Muchos conquistadores viven de la caridad
de los esclavos. Los asesinos de Pizarro han llegado a tal
penuria, que tienen entre todos una sola capa para
abrigarse. Diego Méndez, aquel ángel guardián de Colón,
aquel héroe fabuloso que atraviesa el Caribe en una canoa
para salvar al Almirante, muere en la miseria y toda su
herencia se redujo al final a cuatro libros. Entre ellos:
Elogio de la locura. El mar de las Antillas es revuelto como
un armario. No queda pared ni bohío que no sea echado
abajo. El oro no aparece por parte alguna.
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