Israel:
los mitos de legitimación
Por
Alfonso Bolado
CSCAweb,
20/11/08
Seguramente
todos los Estados–nación del mundo tienen sus mitos
fundacionales: una batalla o guerra, una revolución, un
reinado. Se trata fundamentalmente de acontecimientos históricos
que se consideran una especie de cristalización de fuerzas
internas cuya dialéctica se dirige precisamente en esa
dirección de “unidad de destino” (concepto procedente
de la filosofía política alemana) que es el Estado–nación.
Menos
frecuentes son los que denominaremos “mitos de legitimación”,
que son los creados –“inventados” en la terminología
de Hobsbawm– para dar un sentido a la existencia del
Estado; estos mitos de legitimación suelen darse en los
Estados imperiales; así, la defensa del catolicismo para la
España de los Austrias, la mision civilisatrice para la
Francia decimonónica, la promoción y defensa de la
libertad para Estados Unidos, la patria del socialismo para
la URSS. Algunas dictaduras crean mitos de este tipo para
dar un contenido trascendente a su existencia: la España
bastión frente al bolchevismo del franquismo, la Italia que
recrea las glorias latinas del fascismo o la patria aria del
nazismo. Estos mitos, a diferencia de los fundacionales,
desaparecen con la transformación de la naturaleza del
Estado o la extinción de éste, de modo que poner de
relieve su inconsistencia –que no significa carencia de
fuerza movilizadora– permite avanzar en la abolición de
estructuras de pensamiento que, si bien confortan a algunos,
perjudican a los que se encuentran al margen de ellas, que
suele ser una mayoría.
Una
de las excepciones de Israel es la existencia de potentes
mitos de legitimación al lado de los fundacionales: El
Estado judío, la obra fundacional de Herzl; las migraciones
o aliya; la primera victoria del “David” israelí frente
al “Goliat” árabe o el “milagroso” abandono de sus
tierras por parte de la población palestina. El acuerdo de
la ONU de 1948 es una decisión jurídica de escaso valor
mitificador, aunque ha sufrido manipulaciones por parte
israelí para acomodarla a su voluntad expansionista. De
tales mitos de legitimación, o de algunos de ellos, se
tratará a continuación.
Es
preciso decir que esos mitos sólo parcialmente se integran
en el corpus de la teoría sionista, que, en esencia, es una
teoría nacionalista con fuertes componentes volkisch,
propios de la tradición alemana, y elementos de los «nacionalismos
antiliberales de la Europa central y oriental» (Sternhell).
Estos mitos, cuya fuerza procede de su apelación a los
sentimientos, se encuentran en la periferia de la teoría
pero posiblemente sean más eficaces que ésta, tanto de
cara al interior como al exterior de Israel.
Primer
mito: el origen bíblico
Curiosamente,
la idea de que la Biblia da un título de propiedad a los
judíos sobre Palestina no es judía: procede de la tradición
protestante y está relacionada con la exégesis bíblica a
partir de la libre interpretación del libro sagrado;
aparentemente, el primer texto que invita a la creación de
un Estado judío en Palestina es Apocalypsis Apocalypseos
(1585), del sacerdorte Thomas Brightman; esta idea tuvo
fortuna durante las revoluciones puritanas, y Cromwell era
partidario de ella. Con el dispensacionalismo del siglo XIX,
el regreso de los judíos a “Tierra Santa” se inscribió
en un proceso históricamente necesario para llegar a la
segunda venida de Cristo y el fin de los tiempos. La
Declaración Balfour (1917), por la que el ministro de
Asuntos Exteriores británico de dicho nombre comunicaba a
Walter Rothschild su opinión favorable a la creación de un
“hogar nacional judío”, es heredera de esas corrientes
de opinión. De hecho, el libro de Herlz no cita Palestina
como meta nacional.
De
forma paradójica, fueron los sionistas laicos los que con
mayor firmeza se basaron en la Biblia para apoyar sus
proyectos. Así, en 1919, el laico ruso Ushishkin dijo en la
conferencia de Versalles: «En nombre... de los judíos de
Rusia, [vengo a] presentar la exigencia histórica del
pueblo judío: por nuestro retorno a nuestras propias
fronteras, por la devolución a los judíos de la tierra que
el Poder Supremo nos prometió hace cuatro mil años...
Pedimos que nos restituyan aquel robo histórico».
Ben
Gurion, por su parte, consideraba firmemente que la Biblia
avalaba el «sacrosanto derecho del Pueblo Elegido». Y
concluía: «Aunque rechazo la teología, el libro más
importante de mi vida es la Biblia». El libro bíblico
preferido por Ben Gurion era el de Josué, el conquistador
de Jericó que aniquiló a los cananeos y cuyas campañas se
estudian en las escuelas, en consonancia con las palabras de
Moshe Shertok, primer ministro de Asuntos Exteriores israelí:
«Hemos olvidado que no hemos venido a una tierra vacía
para heredarla, sino que hemos venido para conquistar un país
que lo habita, que lo gobierna en virtud de su lengua y su
cultura salvajes».
Es
imposible no observar la contradicción que late en estas
tomas de posición: recuperar una tierra que quizá se
abandonara –porque ni en las fuentes romanas ni en el
historiador contemporáneo judío Flavio Josefo existe
ninguna referencia a una “diáspora”; lo más posible es
que la mayoría de la población acabara convirtiéndose a
las religiones dominantes– casi dos mil años atrás, sólo
es posible si el donante es una figura que está por encima
de las convenciones que marcan la moral, la lógica y el
sentido común. El ascenso del pensamiento religioso en el
Israel actual está prefigurado en el biblismo laico. Los
resultados son, como afirma el profesor de la universidad de
Haifa Benyamin Beit–Hallahmi, que «hoy en día, la mayoría
de los israelíes consideran la Biblia una fuente de
información histórica fiable de tipo político, laico...
En Israel la historización de la Biblia es una empresa de
carácter nacional... Afirmar que esta antigua mitología es
verdadera historia es una parte esencial del nacionalismo
sionista laico...» Al empeño de corroborar la historicidad
de la Biblia se dedicaron esfuerzos intelectuales
considerables a partir del siglo XIX, cuando empezó a
desarrollarse la que se ha llamado “arqueología bíblica”,
un esfuerzo que continuó con entusiasmo el Gobierno israelí,
con renovado interés a partir de la guerra de 1967 y la
anexión de “Judea y Samaria”, en la terminología bíblica
para referirse a Cisjordania. Los resultados fueron
decepcionantes: los restos de la civilización israelí
resultaron ser muy escasos y además poco significativos:
ningún resto de los momentos más gloriosos de la historia
bíblica, como los reinados de David y Salomón, nada que
fuera más allá de lo propio de una civilización material
poco desarrollada. De modo que, a pesar de los esfuerzos,
las excavaciones y los hallazgos, han llegado a esta
conclusión, en términos de los arqueólogos israelíes
Finkelstein y Silberman (citados en la obra de Nur Masalha
La Biblia y el sionismo, Bellaterra, Barcelona, 2008): «En
efecto, desde finales de los años sesenta los
descubrimientos arqueológicos han revolucionado el estudio
del antiguo Israel y han sembrado serias dudas sobre la base
histórica de relatos bíblicos tan conocidos como las
andanzas de los patriarcas, el éxodo de Egipto, la
conquista de Canaán y el glorioso imperio de David y Salomón».
Y
Zeev Herzog, de la universidad de Tel Aviv y director del
Instituto de Arqueología resume: «Esto es lo que los arqueólogos
han hallado: que los israelitas no estuvieron nunca en
Egipto, no atravesaron el desierto, no conquistaron la
tierra en una campaña militar y no la transmitieron a las
doce tribus de Israel. Quizá resulta más difícil aceptar
que la monarquía unida de David y Salomón... fue como
mucho un reino tribal. Y para muchos será un shock
desagradable saber que el Dios de Israel tenía una consorte
femenina y que... se adoptó el monoteísmo no en el monte
Sinaí, sino en el ocaso de la monarquía...»
Lo
cierto es que la mayoría de los arqueólogos están de
acuerdo con estas afirmaciones. Actualmente se tiende a
considerar que los textos bíblicos fueron escritos en una
fecha muy tardía (siglo VI antes de nuestra era o más
tarde), posiblemente en Babilonia, recogiendo mitos “auténticos”,
presentes en otras culturas (el diluvio universal, el jardín
del edén), acontecimientos milagrosos y verdaderas
novelizaciones de tradiciones remotas, conocidas a partir de
numerosas mediaciones, todo ello escrito con el fin, en términos
de Giovanni Garbini en Historia e ideología en el Israel
antiguo (Bellaterra, Barcelona, 2002), «de afirmar una
tesis (ideología)». Así pues, los distintos redactores de
la Biblia no pretendieron en ningún momento escribir
historia, sino crear un corpus ideológico que sirviera de
referente a un pueblo con grandes dificultades de cohesión.
De hecho, los primeros talmudistas, como los primeros
cristianos, expurgaron los textos que peor se acomodaban a
sus intereses. Ello no obsta para que, a fines del siglo XX,
un 55% de la población israelí crea en la historicidad de
la Biblia, frente a un 14% que la rechazaba totalmente.
Toda
historia nacionalista es en buena parte una historia mítica:
narra un esfuerzo colectivo para crear, engrandecer o
retrasar el proceso nacionalizador de un pueblo determinado.
Para ello reinterpreta o selecciona los datos de la realidad
histórica. Los problemas de convertir la Biblia en historia
nacional son mucho más grandes: por un lado, pensar que un
Estado moderno es el sucesor de otro desaparecido hace 2.000
años (la destrucción de Jerusalén tuvo lugar en el año
70 después de nuestra era) es un verdadero despropósito
que sólo resulta concebible desde una fe muy arraigada o un
cálculo perverso; por otro, la Biblia no es una reelaboración
nacionalista de los datos del pasado: es directamente, y en
buena parte, una obra de ficción, con muy débil sustrato
real, que, por mucho que pudiera confortar a espíritus
religiosos, proyecta unos valores (presencia de Dios en la
Tierra, idea del Pueblo Elegido, odio feroz al enemigo) que
tienen poco que ver con la racionalidad.
Segundo
mito: la superioridad moral
La
confluencia de la creencia en la condición de los judíos
de pueblo elegido (que aún hoy acepta el 68% de la población
israelí) y una aguda y poco matizada conciencia de haber
sido perseguidos sistemáticamente, dio a los pioneros del
nuevo Estado la convicción de una superioridad moral (ellos
eran los justos de la Tierra, los no contaminados por el afán
de dominio) que se trasladaría al mismo; como dice el
progresista crítico Avraham Burg, ex presidente de la
Agencia judía y del Knesset, el Parlamento israelí: «Nuestra
vocación era convertirnos en un modelo, la “luz de las
naciones»; aunque añade: «Y hemos fracasado» (artículo
“La revolución sionista ha muerto”, 2002). Es esa
conciencia de superioridad moral lo que ha producido en el
establishment israelí una actitud arrogante que se
manifiesta en las sistemáticas acusaciones de antisemitismo
dirigidas a todos los críticos con su política. Y también
lo que lleva a los israelíes, incluso a los más
progresistas, a no poner en cuestión los criterios de
legitimación de su Estado; de ese modo, el citado Burg
afirma: «La realidad, al cabo de 2.000 años de lucha por
la supervivencia, es un Estado que establece colonias...»
Los comportamientos depredadores, para él, no comenzaron en
1948, sino en 1967. En el mismo sentido, el diario
progresista Haaretz declaraba en 1967: «Nuestro derecho a
defendernos del exterminio no nos da el derecho a oprimir a
los demás... La confiscación de los territorios ocupados
nos convertirá en asesinos». Por supuesto, contra quienes
se proyecta más acusadamente esa superioridad moral es
contra los palestinos; se trata de una actitud típicamente
colonial; el colonizado (schwartz, “negro”, era el término
despectivo de los primeros colonos hacia los palestinos) es
ignorante, incapaz de trabajar con constancia, y eso se nota
en el estado de postración material y espiritual en que se
encuentra; más aún, es invisible. Buena parte de la
propaganda –incluida la que se disfraza como educación–
se basa en que Palestina era una tierra prácticamente vacía,
habitada por grupos seminómadas que en última instancia no
se sentían apegados al país y que perfectamente podían
trasladarse a cualquier otro territorio árabe. Eso, según
la propaganda y en contra de las abrumadoras pruebas históricas,
en buena parte debidas a los “nuevos historiadores”
israelíes, explica la facilidad con que abandonaron sus
casas. Esa invisibilidad se muestra palmariamente en un
manifiesto de apoyo al Estado de Israel elaborado por
“personas de izquierdas” españolas (www.aseiweb.net) en
el que acusa de la hostilidad hacia Israel exclusivamente al
antisemitismo, sin hacer ni una sola referencia a la actitud
israelí hacia el pueblo palestino.
Donde
se hace más patente esa conciencia es en la tesis de la
“pureza de las armas” (tohar haneshek). Dicha idea
surge, según el sociólogo Uri Ben Eliécer, «... de la
tradición revolucionaria y socialista de la dirección del
yisuv [la comunidad judía de la Palestina preestatal] y
evoca al mismo tiempo las nociones de moralidad, de alto
nivel de conciencia y de motivación ideológica. La guerra
de Independencia instaurará después esta expresión como
efigie identificativa de la talla moral constitutiva y
superior del Ejército israelí».
La
“pureza de las armas” implica para los israelíes el
“uso mínimo de la fuerza”, poner el “énfasis
neoortodoxo, laico y reformista en los valores éticos y
morales que derivan de la tradición profética”. Los
hombres y mujeres de las Fuerzas de Defensa de Israel
“mantendrán la humanidad” incluso en el combate y no
usarán sus armas contra los no combatientes y prisioneros
de guerra.
El
balance de la “pureza de las armas”, al margen de lo
creativo del nombre, que se inserta en una tradición judía
(“justos absolutos y únicas víctimas”), no puede ser más
decepcionante, y eso desde el principio: las matanzas de
1948 (no sólo la famosa de Deir Yasin, única reconocida
por Israel) fueron abundantes: Safsaf, Gish, Sasa Saliha
Deir al–Asad, Kabri..., así hasta 16 como mínimo (Masalha,
2008; Sylvain Cypel, Entre muros, 2006). Ello llevó al
historiador israelí Uri Milstein a decir: «En todas las
guerras de Israel se han cometido matanzas, pero no albergo
ninguna duda de que la guerra de Independencia fue la más
sucia de todas». La consecuencia de esta guerra fue la práctica
desaparición de la huella palestina, vieja de 1.200 años,
en Israel.
Es
difícil saber si la situación fue peor después de 1967 y,
sobre todo, después de la primera Intifada (1987–91): lo
cierto es que la prensa ha dado cuenta de infinitas
irregularidades: muerte masiva de no combatientes, incluidos
niños, saqueos, detenciones ilegales, humillaciones...,
cuya frecuencia y gravedad van mucho más allá de “abusos
esporádicos” y sugieren una táctica implícita.
Si
bien la superioridad moral puede servir de coartada de todos
los excesos (Israel se concibe como una isla de humanismo,
democracia y bienestar en un océano de tiranía y
barbarie), lo cierto es que la sistemática violación de
los derechos más elementales de la población palestina a
partir de 1967 significa el fin de una época, el fin de la
inocencia. Hoy día Israel es un Estado férreamente
conservador, violento, despectivo hacia la opinión
internacional; un Estado, como denuncian muchos israelíes
de buena voluntad, contaminado por su carácter colonial. Y
otro dato que haría revolverse en sus tumbas a los padres
de la patria: ha aparecido la plaga de la corrupción.
Tercer
mito: la Shoah israelí
La
Shoah, el holocausto de los judíos del centro y este de
Europa (aunque no sólo de ellos) a manos del régimen nazi,
es uno de los acontecimientos más terribles de muestra
modernidad, hasta el punto de haberse convertido en una
verdadera materialización del Mal. Por sus propias características
–afecta a la conciencia europea, el continente del que
formaban parte víctimas y verdugos, por su trascendencia y
las dimensiones de los comportamientos individuales y
colectivos implicados en ella– es un acontecimiento
universal, una llamada a las conciencias de todos los
occidentales, responsables de otros genocidios (el de los
indígenas norte y sudamericanos, el de los africanos,
aparte de los genocidios tutsi y camboyano), de los que
apenas los separa el método y la planificación del nazi y
el hecho de que éste hubiera sido perpetrado en la
civilizada Europa, por uno de sus países emblemáticos y
sobre personas que en buena parte compartían la cultura del
opresor.
Como
el resto de Occidente, Israel tuvo al principio una postura
ambivalente hacia la Shoah. Por una parte, porque los
muertos fueron como “corderos al matadero” (Jeremías,
51), en contra de la imagen de fortaleza frente a los
enemigos que pretendía dar el nuevo Estado. Por otra, la
Shoah demostraba post factum que los judíos no necesitaban
un hogar propio, vista la imposibilidad de convivir con
quienes siempre los habían perseguido. El Vad Yashem,
creado en 1953, guarda la memoria de las víctimas del
Holocausto y a él se suele llevar a los niños para que no
olviden. Sin embargo, a partir de 1967, cuando las críticas
al Estado de Israel aumentaron con la ocupación de Gaza y
Cisjordania, Israel echó mano de forma intensiva al
recuerdo del Holocausto. En primer lugar, estableciendo una
identificación en muchos aspectos abusiva entre la tragedia
(de la que se expurgó a gitanos, homosexuales, comunistas y
simples soldados soviéticos) y el Estado sionista, al cual
pretendía exculpar, a través de la maldad etnocida, de las
maldades propias. En palabras del historiador Yehudá Elkana,
en un artículo titulado “En pro del olvido” (Haaretz,
1988), se pasó del «esto no puede ocurrir nunca más» al
«esto no puede ocurrirnos nunca más». La “invención”
de un absoluto que subsume todo lo concreto ayuda a explicar
por qué, ante las acusaciones de brutalidad o conculcación
de los derechos humanos, el Estado de Israel apela sistemáticamente
a acusar de antisemitismo a personas, organizaciones... a
Europa entera si es preciso.
Cara
al interior, los efectos de la sobreexposición de la Shoah
son también perniciosos. El ya citado Elkana observa en
ella peligros para la democracia («el culto del pasado y la
adicción al “recuerda” minan los fundamentos de la
democracia») e incluso para la conciencia colectiva («¿Qué
puede hacer un niño con este tipo de recuerdos? Muchos de
ellos sólo han visto [en la visita a Yad Vashem] una
llamada al odio»). Por lo que concluye: «Tampoco deseo que
se deje de estudiar la historia de nuestro pueblo. Tan sólo
trato de luchar para que la Shoah deje de ser el eje central
de nuestra existencia nacional».
Como
conclusión
Yehudá
Elkana, en el artículo citado, afirma: «Creo que si la
Shoah no estuviera tan profundamente anclada en la
conciencia nacional, el conflicto entre judíos y palestinos
no provocaría tantos actos “anormales” y el proceso político
seguramente no estaría en un callejón sin salida». Es
imposible no estar de acuerdo con esa aseveración, pero
llevándola a las últimas consecuencias: la desaparición
de estos mitos que hemos llamado de legitimación supondría
el fin de la excepcionalidad del Estado sionista –uno de
los escasísimos Estados coloniales que quedan en el
mundo– y abriría las puertas a la única solución
–aunque extremadamente difícil– al drama de la región:
un Estado binacional, al estilo del logrado en Sudáfrica
que, lógicamente, pasaría por la eliminación de los
infames bantustanes palestinos. Ahora se cumple el sexagésimo
aniversario de la constitución del Estado de Israel, a través
de un acuerdo abrumadoramente mayoritario de la ONU. Lo que
se oculta es que la resolución 181 creaba dos Estados
independientes, vinculados por una unión económica y en
los que quedaban expresamente prohibidas las confiscaciones
de tierras. Ciertamente, los árabes rechazaron una resolución
injusta que daba a los judíos un territorio
proporcionalmente muy superior a su población y en el que más
de la mitad de la población era palestina; pero también lo
es que los judíos tenían desde antes la voluntad de no
respetar la resolución. Como dijo Ben Gurion, «estamos
dispuestos a aceptar la creación de un Estado judío en una
parte significativa de Palestina, al tiempo que afirmamos
nuestro derecho sobre toda Palestina».
Así
pues, el Estado de Israel fue fruto de un expolio. Eso no da
medida de excepcionalidad porque una buena parte de los
Estados del mundo tienen el mismo origen. Lo excepcional es
que eso se produzca en nuestros días y basándose en una
ideología (en el sentido de “falsa conciencia”) tan vacía
de contenidos. Lo excepcional del Estado de Israel es la
reclamación de su excepcionalidad.
En
1996 se publicó en España (Crítica, Barcelona) el
monumental libro de Benzion Netanyahu (el padre de Binyamin)
Los orígenes de la Inquisición española, cuya conclusión
es que los judíos siempre estarán perseguidos. Hoy en día,
cuando el antisemitismo es residual y en Occidente es más
peligroso ser rumano, magrebí, turco o subsahariano, es
llegado para Israel el momento de salir del infernal círculo
vicioso de resentimiento y victimismo para impedir que la
repugnancia que inspiran sus prácticas hacia los palestinos
se transformen en un odio renovado e injusto hacia todos los
judíos. Es el momento de saber que israelíes y palestinos
comparten el mismo territorio, con demasiada historia, real
o sagrada, a sus espaldas. Es el momento de seguir el
consejo de Gide en su Los alimentos terrestres: «No
aceptes. Desde el día que comprendas que el responsable de
casi todos los males de la vida no es Dios, sino los
hombres, no tomarás más el partido de esos males. No
sacrifiques a los ídolos».
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