El
Atlántico no alcanza
Por
Juan Gelman
Bitácora
23/02/09
El
Océano Atlántico es el segundo en extensión y volumen del
planeta: 106,4 millones de kilómetros cuadrados y 323,6 kilómetros
cúbicos. Pero el submarino nuclear británico “HMS
Vanguard” y su semejante francés “Le Triomphant”
consiguieron un casi milagro: chocar en aguas oceánicas
profundas el 6 de febrero pasado.
El
hecho sólo se conoció diez días después y el milagro
completo fue que no se produjo una catástrofe inédita: el
“Vanguard”, con 135 hombres a bordo, portaba 16 misiles
intercontinentales con 48 cabezas nucleares en total; “Le
Triomphant” –101 de equipaje–, otro tanto.
Cada
navío cargaba una potencia nuclear equivalente a la de 1248
bombas atómicas como la arrojada en Hiroshima. Una explosión
habría contaminado definitivamente el Atlántico y arrasado
ciudades enteras. Entre otras cosas.
Nadie
sabe cómo los dos submarinos lograron colisionar en un
espacio pariente de la inmensidad. Por fortuna, navegaban a
poca velocidad: las tripulaciones no sufrieron daño y el
arsenal nuclear quedó intacto, aunque reparar los navíos
llevará meses e insumirá fondos que ascenderán a unos 100
millones de dólares.
Otra
incógnita es por qué no se detectaron mutuamente,
equipados como están con modernísimos equipos de sonar.
Tal vez se encontraban en estado de “sonar pasivo”, lo
que les permite moverse en silencio sin emitir ondas
detectables por otro buque, un avión o algún sistemas de
vigilancia marina.
Es
irónico que gran parte de los esfuerzos técnicos en la
materia se hayan centrado últimamente en diseñar
submarinos que produzcan el menor ruido posible. “El
operativo de detección fue demasiado tardío o no se puso
en marcha”, señaló el especialista Stephen Saunders (The
Independent, 17–2–09). “Distracciones” como ésta,
azares como éstos, pueden provocar una tragedia humana
irreparable. Ante esta posibilidad notoria, los gobiernos de
los países nucleares siguen impasibles.
El
Primer Lord del Almirantazgo británico, Sir Jonathan Band,
y el ministro de Defensa francés, Hervé Morin,
trivializaron el “percance”. Una síntesis de sus
declaraciones sería “finalmente, nada pasó”. En
conferencia de prensa surgió una pregunta sobre el tema y
Sir Jonathan afirmó –con gesto fastidiado– que el
choque no había afectado a las tripulaciones, que los
submarinos “sólo habían sufrido rasguños” y que la
seguridad nuclear no había corrido riesgos.
Hervé
Morin –que días antes sostuvo que “Le Triomphant” había
tropezado con un container– incursionó en comparaciones
marinas: “Se trata de una problemática tecnológica
extremadamente simple: estos submarinos son indetectables.
¡Hacen menos ruido que un camarón!” (Le Monde,
17–02–09). No es el caso, obvio, de un estallido atómico.
Estas
versiones no conformaron a Angus Robertson, líder
parlamentario del Partido Nacional Escocés. Exigió que el
ministro de Defensa británico explicara “cómo es posible
que un submarino con armas de destrucción masiva choque con
otro submarino con armas de destrucción masiva en medio del
segundo océano más grande del mundo” (The Guardian,
16–2–09). Otras preguntas: ¿Qué hacían esas naves
rebosantes de armas nucleares en las profundidades del Atlántico?
El
almirante Band indicó que se trataba “de patrullajes de
rutina”, pero ¿cuál será esa “rutina”? ¿Por qué
ocultaban su presencia? ¿Con qué regularidad los envían a
dar vueltas por ahí? ¿Los aliados no se intercomunican los
itinerarios? Parecería que priva el secreto de tales
operaciones entre los miembros de la OTAN, cualquiera fuere
el peligro que esto entraña para la humanidad.
“Es
una pesadilla nuclear de nivel superlativo”, calificó
Kate Hudson, directora de la Campaña por el Desarme Nuclear
(CND, por sus siglas en inglés), organismo internacional de
Gran Bretaña que lucha para alcanzar esa meta desde hace más
de medio siglo. “Es el incidente más grave desde el
hundimiento del ‘Kursk’ y la primera vez desde la Guerra
Fría que se sabe del choque de dos submarinos nucleares”,
subrayó (www.cnduk.com, 16–2–09).
El
submarino misilero ruso “Kursk” explotó y zozobró en
el Mar de Barents en agosto del 2000. Murieron sus 118
tripulantes.
Persiste
el silencio sobre las razones que causaron la colisión y no
cabe esperar que alguna vez se aclaren públicamente. Se
ignora si fue una casualidad inconcebible o la consecuencia
de una decisión estratégica que terminó mal. Lo cierto es
que este “azar extraordinario”, como lo calificó el
ministro Hervé Morin, abre interrogantes graves sobre la
seguridad del planeta. ¿Qué lo amenaza más? ¿El
terrorismo? ¿Esta clase de azar?
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