La hora de la verdad: Obama en la Cumbre de
las Américas
en Trinidad–Tobago
Por Atilio Boron (*)
ALAI, América Latina en Movimiento, 09/04/09
La inminente cumbre de las Américas pondrá a prueba la
seriedad de las palabras pronunciadas por Joseph Biden en la
“Cumbre del progresismo” que tuvo lugar en Viña del Mar
a finales de marzo. En esa oportunidad el vicepresidente de
Estados Unidos dijo que “se acabó la época en que dábamos
órdenes”.
Lo curioso es que pese a tan promisorias palabras Biden
fue muy enfático al afirmar que continuaría el bloqueo
contra Cuba, ya próximo a cumplir medio siglo de vida. ¿Cómo
conciliar ambas expresiones? La Casa Blanca dice por medio
de su calificado vocero que desea instalar en la región un
clima de diálogo, respeto y comprensión; pero, simultáneamente,
revela que no está dispuesta a poner fin a un bloqueo
criminal e ilegal que ha concitado el repudio universal
desde hace décadas. ¿Cuál de estas dos afirmaciones
representa la política de Barack Obama hacia nuestra región?
Con su enigmática declaración Biden fortalece la impresión
de que más allá de sus encendidas promesas de campaña,
sintetizadas en la fórmula “somos el cambio”, la
administración Obama no parece demasiado preocupada por
diferenciarse de su predecesor. Las grandes orientaciones de
la política exterior de George W. Bush gozan de muy buena
salud en dos áreas estratégicas de la Casa Blanca: guerra
y economía. En la primera, habiendo no solo ratificado en
su cargo al halcón Robert Gates como Secretario de Defensa
sino también reforzando la presencia militar estadounidense
en Afganistán y Pakistán mientras que el prolongado
estacionamiento de sus tropas en Irak parece destinada a
convertir a ese sufrido país en un eterno enclave
neocolonial norteamericano. En lo tocante a la economía, el
equipo de asesores y expertos seleccionado por Obama reúne
a los cerebros que concibieron y llevaron a la práctica la
radical desregulación del sistema financiero de los años
noventas causante del fenomenal estallido de la burbuja
especulativa en el verano boreal del 2008. Lo que se sabe de
gentes como Robert Rubin, Lawrence Summers, Timothy Geithner
y Paul Volcker es que los caracteriza una inconmovible
fidelidad al neoliberalismo y a los intereses que éste
representa: el capital financiero y los gigantescos
oligopolios norteamericanos. Su presencia en la nueva
administración de los demócratas pone de manifiesto su
pertinaz empeño por restaurar la situación existente con
antelación al estallido de la crisis, aplicando la misma
medicina que ocasionara la debacle actual. Había otros
economistas que, desde una perspectiva crítica y a la vez
realista, podrían haber asesorado mucho mejor a Obama:
mencionemos apenas dos, Paul Krugman, Premio Nobel de Economía
en 2008, y Joseph Stiglitz, que obtuvo ese mismo lauro en el
2001. Pero Obama prefirió depositar su confianza en los
gastados gurúes del neoliberalismo, con lo que se esfuman
las esperanzas de una salida razonablemente civilizada de la
crisis actual. El show mediático montado días atrás por
el G–20 en Londres no permite pensar en otra cosa.
Bajo estas condiciones las declaraciones del nuevo
gobierno estadounidense en el sentido de flexibilizar
algunas restricciones en materia de viajes y visitas de
familiares a Cuba merecen un aplauso, pero el mantenimiento
del bloqueo económico a Cuba es absolutamente inaceptable y
debe ser condenado sin atenuantes. Esto señala inequívocamente
la magnitud del hiato que separa al Obama de la campaña
electoral del Obama ocupante de la Casa Blanca. Agregaríamos:
también del abismo que separa las ilusiones de los cultores
de la “obamamanía” en muchos países de la región y
fuera de ella, principalmente en Europa, de las políticas
que aquél está llevando a cabo en su inescapable condición
de jefe del imperio. Sus promesas de revisar la política
anti–cubana que los sucesivos gobiernos de la Casa Blanca
instalaron desde los inicios mismos de la Revolución
parecen destinadas a ser llevadas por el viento. Hasta
ahora, lo que se advierten son gestos dirigidos a maquillar
el bloqueo pero nada más. Un bloqueo que, conviene
recordarlo, es económico, comercial, financiero, migratorio
(por la canallesca “Ley de Ajuste Cubano”) e informático,
impidiendo a la isla acceder a bandas de Internet de alta
velocidad.
El terco mantenimiento de esta situación es un síntoma
revelador de sorprendentes patologías políticas que
entorpecerán la gestión innovadora que debería tener un
presidente estadounidense enfrentado a una crisis como la
actual. ¿Cuáles patologías? Veamos: en primer lugar, la
de una superpotencia imperialista que en lugar de definir su
política exterior en función de sus intereses nacionales y
criterios globales mantiene una agresiva política hacia un
país, Cuba, que de manera alguna amenaza su seguridad
nacional. El resultado ha sido la profundización del descrédito
de Estados Unidos en la arena internacional, la irritación
de los gobiernos y las poblaciones del hemisferio y una
sensible pérdida de influencia en la región, puesta en
evidencia por el espectacular fracaso del ALCA,
ignominiosamente sepultado en la anterior cumbre de
presidentes reunida en Mar del Plata en 2005. ¿Cuál fue el
pecado de Cuba? Algo imperdonable para los amos del imperio:
haber luchado exitosamente por su autodeterminación y por
su dignidad, desembarazándose de las cadenas que la
aherrojaron primero al colonialismo español y luego al
imperialismo norteamericano. Por eso se la castiga
brutalmente, como un escarmiento ante su osadía y como una
lección para quienes sueñen con imitarla. Pero el tiempo
se encargó de demostrar que lo único que logró esa política
fue alimentar el sentimiento anti–imperialista de las
masas y crear las condiciones para el advenimiento de una pléyade
de gobiernos de izquierda y centroizquierda que, por
distintas razones, frustraron el “sueño americano” de
una América Latina sometida a los designios del ALCA.
En segundo lugar, Estados Unidos se presenta como un
curioso país que, por lo dicho más arriba, no tiene una
sino dos políticas exteriores: una, para Cuba y otra para
el resto del mundo. En materia migratoria, la “Ley de
Ajuste Cubano” otorga la green card a cualquier ciudadano
cubano que pise suelo norteamericano; para el resto del
mundo, en cambio, existen complicadísimos trámites de
inmigración. El migrante haitiano, o dominicano, que
arriesga su vida atravesando el Caribe en frágiles
embarcaciones será hecho prisionero y luego devuelto a su
país de origen en caso de ser atrapado; el cubano, en
cambio, una vez que pisa suelo estadounidense automáticamente
pasa a disfrutar de todas las franquicias que se conceden a
los inmigrantes legales. En el caso de la frontera sur de
Estados Unidos la persecución a los indocumentados
mexicanos o centroamericanos es implacable: no sólo se ha
erigido un infame muro en la frontera
mexicano–estadounidense; también están la cacería de
“la migra” y las masacres de los vigilantes de la
frontera, todo lo cual contrasta odiosamente con el trato
privilegiado que se otorga a los inmigrantes cubanos. Otro
ejemplo de patología política: el Departamento de Estado
condena incansablemente al régimen de partido único de
Cuba, denuncia los supuestos déficits de su “calidad
institucional” y proclama abiertamente la necesidad de
producir un “cambio de régimen”, eufemismo para
referirse a la concreción de la contrarrevolución. Pero
esta política, con su definición de principios, contrasta
llamativamente con las fraternales relaciones que Washington
cultiva con Arabia Saudita, país en el cual los partidos
políticos están prohibidos, el despotismo monárquico es
absoluto y la democracia una quimera; contrasta también con
las intensas relaciones económicas forjadas con países
como China y Vietnam cuyos sistemas de partidos son muy
similares al que existe en Cuba. ¿Cuál es la razón de
tamaña discriminación, de esta colosal inconsistencia de
la política exterior norteamericana? No hay razón alguna;
sólo el chantaje de un lobby mafioso ante el cual
Washington se postra deshonrosamente.
Tercera patología: el bloqueo revela que Cuba ocupa un
lugar especialísimo en el imaginario de la clase dominante
estadounidense. Pese al tiempo transcurrido sus integrantes
y sus representantes políticos no se resignan haber perdido
a Cuba e insisten en recuperarla, en apropiarse de ella
apelando a cualquier recurso. Cuba es su enfermiza obsesión,
la sienten como un trofeo de guerra –de una guerra donde
los patriotas cubanos habían derrotado al poder colonial
español y que luego Estados Unidos con sucias artimañas
les arrebató la victoria– y en pos de ella son capaces de
cualquier cosa. Casi medio siglo de bloqueo es un fenómeno
que no tiene parangón en la historia del imperialismo.
Imperios anteriores, desde Esparta y Roma hasta hoy,
sitiaron por un tiempo algunas ciudades. Pero sostener un
bloqueo integral como el que padece Cuba es algo que no
tiene precedente alguno en la historia de la humanidad.
Constituye una monstruosidad, una verdadera aberración y
una imperdonable inmoralidad. El mantenimiento de una política
que ha fracasado ostensiblemente, que ha terminado por
aislar a Estados Unidos, sólo puede comprenderse como una
señal de la decadencia de la clase política
norteamericana. Con la inminente reapertura de las
relaciones diplomáticas con Costa Rica y El Salvador,
Estados Unidos será el único país del sistema
interamericano que no tiene relaciones con Cuba. ¿Cómo
sostener una política que no sólo ha fracasado en promover
el tan anhelado “cambio de régimen” sino que, a su vez,
ha convertido a Estados Unidos en una suerte de paria del
sistema internacional cuando en la última votación de la
Asamblea General de la ONU el bloqueo fue condenado por 185
de los 192 países miembros de la organización?
Por consiguiente, si Obama quiere dar un nuevo comienzo a
la relación con América Latina y el Caribe hay un primer
paso que es inevitable: debe levantar total e
incondicionalmente el bloqueo e iniciar de inmediato
conversaciones para normalizar la relación con La Habana.
Debe reconocer que Cuba no está aislada y que quien está
aislado es Estados Unidos. Con el transcurrir de los años
el prestigio de Cuba se ha ido agigantando, porque siendo un
país pequeño ha demostrado una notable coherencia y
fortaleza en su política exterior. Cuba ayuda más que
Estados Unidos a los pueblos de nuestra América y, en
general, del Tercer Mundo; lo hace con sus médicos, sus
alfabetizadores, sus técnicos, sus entrenadores deportivos
y su amplísimo programa de cooperación científica y técnica
con unos cien países. Cuba da, mientras Estados Unidos
quita. Y la ejemplar resistencia de Cuba le ha granjeado el
respeto de la comunidad internacional y, muy especialmente
de los pueblos y gobiernos de América Latina y el Caribe,
cualesquiera que sean sus orientaciones políticas. Los
gobernantes que acudirán a la cita de Trinidad–Tobago no
podrán profundizar las relaciones de cooperación con la
Casa Blanca en materias como la migración, el narcotráfico,
el terrorismo y tantas otras a menos que se remueva de raíz
el obstáculo que representa el mantenimiento del bloqueo a
Cuba. De lo contrario pagarían un enorme costo político y
podrían ser desalojados del gobierno más pronto que tarde.
Hay varios ejemplos recientes que ilustran este aserto.
Demorar el levantamiento del bloqueo sólo servirá para
perjudicar al interés nacional de Estados Unidos y los de
numerosos individuos y empresas de ese país, sacrificados
en aras de un lobby como el que aglutina la Fundación
Nacional Cubano–Americana que es una verdadera vergüenza
para la política norteamericana. Esto se va tornando cada
vez más obvio para una parte creciente de la dirigencia política
estadounidense. La misiva que el senador Richard Lugar le
enviara al Presidente Barack Obama el 30 de marzo de este año
es sumamente elocuente. En ella, el senador por Indiana dice
que la política de Estados Unidos hacia Cuba ha fracasado y
que, debido a ello, “nuestros intereses políticos y de
seguridad más globales” están siendo socavados. Esto
requiere una “transición en las relaciones
cubano–estadounidenses” y el momento para la misma es
ahora: durante la Cumbre de las Américas.
Lugar agrega que la política seguida por la Casa Blanca
contrasta estridentemente con el acrecentado relacionamiento
de los países de América Latina y el Caribe con Cuba. Las
recientes declaraciones anunciando planes para restablecer
las relaciones diplomáticas con Costa Rica y El Salvador,
la serie de visitas a La Habana por los presidentes de
Ecuador, Bolivia, Venezuela, Chile, Argentina, Brasil, Haití,
República Dominicana, Guatemala, Nicaragua y Honduras y
varios más del área del Caribe y la incorporación de Cuba
al Grupo de Río demuestran, a su juicio, la soledad en que
ha caído Estados Unidos. “El embargo dispuesto sobre Cuba
es asimismo fuente de controversias entre Estados Unidos y
la Unión Europea, así como en las Naciones Unidas, que ha
aprobado una resolución muy ampliamente refrendada por los
demás países condenando el embargo de Estados Unidos
durante los últimos 17 años. Para el resto del mundo”,
continúa Lugar, “nuestro actual enfoque desafía toda lógica:
aún durante los momentos más álgidos de la Guerra Fría,
los canales diplomáticos directos con la ex Unión Soviética
jamás fueron cortados.” Agregaríamos: ¿cómo es posible
que Estados Unidos mantenga conversaciones con países como
Irán y Corea del Norte y se niegue terminantemente a
hacerlo con Cuba? ¿Cómo justificar tan enfermizo
empecinamiento?
El mensaje de Lugar es suficientemente claro: en una época
de crisis como esta la Casa Blanca no puede darse el lujo de
seguir siendo vista con enorme recelo por pueblos y
gobiernos de la región. Su credibilidad internacional como
una potencia que se ha arrogado la misión de promover la
paz, la libertad y la democracia se desvanece
irreparablemente por su política anti–cubana, aparte de
tantas otras. La intención de Obama de ser visto como una
radical renovación de la política norteamericana quedaría
como una palabrería vacía de todo contenido si su gobierno
no produjese, ya mismo, una radical rectificación de su política
hacia Cuba cuyo primer paso es el inmediato levantamiento
del bloqueo (que en Estados Unidos prefieren denominarlo mañosamente
como “embargo”, concientes del repudio universal que
concita esta política). Por otra parte, no debería escapar
a la atención de los estrategos norteamericanos que el
imprescindible mejoramiento de las relaciones entre Estados
Unidos y los países de América Latina –imprescindible,
decimos, dada la inédita debilidad de la superpotencia
estancada en aventuras militares sin destino en Irak y
Afganistán y brutalmente golpeada por la crisis económica–
se vería negativamente influenciado por el mantenimiento
del bloqueo. Todos los países de la región, aún aquellos
gobernados por partidos o coaliciones de derecha, se han
manifestado en contra del bloqueo, y para Washington sería
imposible conferirle credibilidad a su promesa de fundar un
nuevo patrón de relaciones inter–americanas si al mismo
tiempo se preserva una retórica y una política inspiradas
en el apogeo de la Guerra Fría. No sólo se perjudican los
intereses económicos estadounidenses sino también se
atenta contra la credibilidad global de la política
exterior norteamericana.
En otras palabras, las buenas relaciones en el ámbito
interamericano deberán construirse sobre la base de gestos
e iniciativas concretas que demuestren la seriedad de las
intenciones de la Casa Blanca, su capacidad real para
producir políticas innovadoras y los alcances de su
pregonado compromiso con un orden hemisférico basado en el
diálogo y el respeto mutuo. Los gobiernos de América
Latina y el Caribe que asistirán a la Cumbre de
Trinidad–Tobago saben que sin acabar con el bloqueo el
nuevo orden que Washington pretende construir será
inviable, estará muerto antes de nacer. Pese a su ausencia
Cuba tendrá un papel estelar en esa reunión y nuestros
gobiernos deberán actuar con gran firmeza y coordinadamente
para exigir el levantamiento del bloqueo; de lo contrario
serán copartícipes del fracaso, pagando un alto costo en
sus respectivos países. En Puerto España Obama se
enfrentará a la hora de la verdad. Su conducta en ese cónclave
será el test ácido que pondrá de manifiesto si está o no
a la altura de los desafíos que le impone la historia. Y
esto no sólo en relación a la cuestión cubana sino también
ante los gravísimos retos que brotan de la crisis general
del capitalismo.
(*) Dr. Atilio A. Boron, director del
Prog Latinoamer de Educ a Distancia en Ciencias
Sociales (PLED), Buenos Aires, Argentina
|