Imperio:
dos tesis equivocadas
Por
Atilio A. Borón (*)
Las
polémicas tesis desarrolladas por Michael Hardt y Antonio Negri en Empire
(Hardt y Negri, 2000) han suscitado un amplio debate internacional. El
mismo refleja, no sin algunas distorsiones, el vigor de los
movimientos opositores a la mundialización neoliberal cuyas
exigencias prácticas los llevan a requerir cada vez con mayor
urgencia un diagnóstico claro y distinto sobre la estructura del
sistema imperialista mundial, las peculiaridades de la actual
coyuntura y las alternativas que, con un grado razonable de realismo,
podrían construir las fuerzas populares. En ese sentido, discutir
sobre el imperio y el imperialismo es sumamente importante. De ahí
que el principal mérito de la obra de Hardt y Negri (en adelante
H&N) no sea la rectitud de las principales tesis expuestas en su
libro –y especialmente aquella que asegura que vivimos en una época
de "imperio sin imperialismo"– sino su capacidad para
haber dado origen a una vigorosa discusión sobre el asunto.
Dado
que ya hemos criticado in extenso estas tesis en otro lugar,
remitimos al lector interesado en examinar nuestras críticas a dicho
trabajo a los efectos de interiorizarse en los detalles de nuestros
cuestionamientos (Boron, 2002). Incidentalmente, conviene dejar
sentado que el debate promovido por H&N refleja también una
sorprendente vitalidad teórica en el campo del pensamiento crítico;
vitalidad que, al calor del tan socorrido discurso sobre la
"crisis del marxismo", muchos habían ya dado por perdida.
El hecho de que los planteamientos de nuestros autores hayan sido
cuestionados por toda una plétora de trabajos que desde distintas
variantes del marxismo refutaron sus principales aseveraciones, no
deja de constituir un signo alentador que merece ser destacado en una
situación como la que estamos viviendo.
En
esta oportunidad nos limitaremos a examinar dos tesis principales del
argumento de nuestros autores: la primera, relativa al estado,
desarrollada en Imperio; la segunda, referida al tema de la
democracia, esbozada en un trabajo posterior que se reproduce en el
presente número del OSAL.
Una
concepción radicalmente equivocada del estado y la soberanía en el
capitalismo contemporáneo
Uno
de los problemas más graves que enfrenta la teorización de H&N
se relaciona con los serios errores de la teoría del estado que
subyace a toda su construcción. Una expresión clarísima de éstos
lo ofrece esta cita extraída de Imperio:
"Hoy...
las grandes compañías transnacionales han superado efectivamente la
jurisdicción y la autoridad de los estados-nación. Parecería pues
que esta dialéctica que ha durado siglos llega a su fin: ¡el
estado ha sido derrotado y las grandes empresas hoy gobiernan la
Tierra! (p. 283, bastardillas en el original)1.
La
proclamada "derrota" del estado supone el desplazamiento de
sus funciones estatales y de las tareas políticas que le eran propias
hacia otros niveles y dominios de la vida social. Revirtiendo el
proceso histórico por el cual el estado-nación "expropió"
las funciones políticas y administrativas hasta entonces retenidas
por la aristocracia y los magnates locales, en esta nueva fase de la
historia del capital tales tareas y funciones habrían migrado hacia
otras esferas y dominios de la vida social, principalmente hacia
"los mecanismos de mando del nivel global de las grandes empresas
transnacionales" (p. 284). Esto implica dar por buena una
presunción insanablemente errónea: que las llamadas empresas
transnacionales no tienen referencia alguna a una base nacional. Este
supuesto es completamente equivocado, toda vez que ignora el hecho de
que, por ejemplo, el 96% de las doscientas megacorporaciones que
prevalecen en los mercados mundiales y cuyos ingresos totales alcanzan
los 7,1 billones de dólares por año –equivalentes a la riqueza
combinada del 80% de la población mundial– tienen sus casas
matrices en ocho países, están legalmente inscriptas en los
registros de sociedades anónimas de esos mismos ocho países, se
encuentran protegidas por las leyes y los jueces de "sus
estados", y sus directorios tienen su sede en los mismos países
del capitalismo metropolitano. Para despejar las dudas que pudieran
restar, téngase en cuenta que menos del 2% de los miembros de sus
directorios son extranjeros, mientras que más del 85% de todos los
desarrollos tecnológicos de las firmas se originan dentro de sus
"fronteras nacionales". En suma: estas corporaciones tienen
un alcance global, pero su propiedad, por más dispersa que se halle,
tiene una clara base nacional, y sus ganancias fluyen de todo el mundo
hacia el país donde se encuentra su casa matriz (Boron, 1999: 233;
Boron, 2000: 117-123). En relación a este asunto conviene tomar nota
de las enseñanzas que deja un informe elaborado por la revista Fortune
a partir de una encuesta aplicada a las cien más grandes empresas
transnacionales de todo el mundo: la totalidad de las firmas
encuestadas, sin una sola excepción, reconocieron haberse beneficiado
por las intervenciones hechas en su favor por los gobiernos de
"sus países", mientras que el 20% de ellas admitió no sólo
eso sino que habían evitado la bancarrota gracias a los subsidios y
los préstamos de rescate que les habían sido oportunamente
concedidos por "sus gobiernos" (Chomsky, 1998; Kapstein,
1991/2). En suma: pese a lo afirmado por los autores de Imperio,
los estados-nación todavía siguen siendo actores cruciales en la
economía mundial, las economías nacionales siguen existiendo y las
empresas transnacionales continúan operando desde una base nacional.
En
su presunta autodestrucción, el estado capitalista nacional se habría
fragmentado y dispersado entre una vasta colección de nuevas
agencias, grupos y organizaciones entre los que sobresalen "los
bancos, organismos de planificación internacionales y otros... que
progresivamente tendieron a buscar legitimidad en un nivel
transnacional de poder" (p. 285). Una vez más: el supuesto aquí
es que los mentados bancos y organismos de planificación son
entidades que "navegan en aguas internacionales" y que
carecen de toda ligazón con los estados nacionales, aún con los que
configuran el vértice del sistema imperialista mundial. Todo esto es
tanto más inaceptable toda vez que H&N están hablando de que los
fragmentos dispersos de la vieja soberanía estatal fueron recuperados
y reconvertidos no por cualquier clase de institución sino por
"toda una serie de cuerpos jurídico- económicos, tales como el
GATT, la Organización Mundial del Comercio, el Banco Mundial y el
FMI" (p. 308). ¿Qué quiere decir exactamente "cuerpos jurídico-
económicos"? ¿No es esto un eufemismo para evitar llamar por su
nombre a los "perros guardianes" del imperialismo? ¿A qué
intereses responden esos "cuerpos jurídico-económicos"?
Con
relación a las posibilidades que se abren ante esta supuesta
transformación estatal la sentencia de nuestros autores es radical e
inapelable, y se encuentra en línea con los planteamientos ortodoxos
de los teóricos neoliberales: "la decadencia del estado-nación
no es meramente el resultado de una posición ideológica que podría
revertirse mediante un acto de voluntad política: es un proceso
estructural e irreversible" (p. 308). Dado que la globalización
de la producción y circulación de mercancías ocasionaron la
progresiva pérdida de eficacia y efectividad de las estructuras políticas
y jurídicas nacionales, impotentes para controlar actores, procesos y
mecanismos que excedían en gran medida sus posibilidades y que
desplegaban sus juegos en un tablero ajeno a las fronteras nacionales,
no tendría sentido alguno tratar de resucitar al difunto estado-nación.
En el artículo que hoy publicamos en este número del OSAL nuestros
autores matizan un tanto su posición: reconocen que pese a la
globalización los estados nacionales seguirán cumpliendo
"funciones útiles a la regulación económica, política, y al
establecimiento de normas culturales." Pero, concluyen
paradojalmente, "los estados nacionales han perdido su rol en
materia de autoridad soberana" (H&N, 2002: 159). En efecto,
no se entiende cómo es que tales instituciones continúan cumpliendo
esas útiles funciones de regulación señaladas más arriba si, al
mismo tiempo, su soberanía se ha esfumado. Hoy en día sería
precisamente el imperio quien personifica la nueva forma de soberanía
que, según nuestros autores, ha sucedido a la soberanía estatal.
En
consecuencia, nada podría ser más negativo para las futuras luchas
emancipatorias que caer víctimas de la nostalgia de los viejos
tiempos dorados. Pero aún si fuera posible resucitar al estado- nación
cual Lázaro de entre los muertos, existe una razón aún más
importante para desistir de esta empresa: esa institución
"conlleva una serie de estructuras e ideologías represoras y
cualquier estrategia que se sustente en ella debería rechazarse por
esa misma razón" (p. 308). Supongamos por un momento que damos
por válido este argumento, haciendo caso omiso del inquietante
"aire de familia" que el mismo guarda en relación al
anarquismo liberal de Robert Nozick. En tal caso no sólo deberíamos
resignarnos a contemplar la ineluctable decadencia del estado-nación,
sino también la del orden democrático resultante de siglos de luchas
populares que inevitablemente reposa sobre la estructura estatal.
Parecería que las conquistas democráticas de las multitudes del
pasado –las cuales se plasmaron en el repertorio de instituciones,
organizaciones, regulaciones, leyes y formas estatales específicas
que limitaron el despotismo del capital y por las cuales nuestros
autores sienten particular aversión– no cuentan, tal vez porque
fueron producto de un sujeto llamado "pueblo", y que el
reverso de esa negación es la exaltación retórica de la multitud
del futuro, la que aún no se ha hecho presente en la historia. En
todo caso, al satanizar el estado-nación como puro ámbito de la
represión y al desconocer que es ésa la estructura básica sobre la
cual se asienta la vida democrática, ¿creen que a cambio será
posible "democratizar" los mercados o una sociedad civil
estructuralmente dividida en clases? ¿Cuál es la salida entonces? (Boron,
2000: 73-132)
Hechas
estas consideraciones previas, pasemos al análisis que H&N hacen
sobre la cuestión de la soberanía. Nuestros autores parecen no haber
tomado nota de que el imperialismo tiene un doble patrón de evaluación,
o como decía la embajadora de los Estados Unidos ante las Naciones
Unidas durante el primer gobierno de Ronald Reagan, Jeanne
Kirkpatrick, que hay un doble standard con el cual Washington
juzga a los gobiernos y sus acciones. Un patrón es el que se utiliza
para evaluar la soberanía de los Estados Unidos y sus aliados; otro,
bien diferente, es el que se usa para juzgar la de los neutrales o los
enemigos. La soberanía nacional de los primeros debe ser preservada y
fortalecida, la de los segundos debe ser debilitada y puede ser
violada sin ninguna clase de escrúpulos o falsos remordimientos de
conciencia. Prisioneros de sus fantásticas especulaciones, H&N no
pueden percibir esta inquietante dualidad, creyendo entonces que hay
una "lógica global" más allá y por encima de los
intereses nacionales de la superpotencia e indiscutido
"centro" del imperio, los Estados Unidos. Para autores tan
interesados sobre asuntos constitucionales y jurídicos como ellos, el
deplorable desempeño de Washington en materia de reconocimientos a
los tratados y acuerdos internacionales aporta un oportuno baño de
sobriedad. Como es bien sabido, los Estados Unidos han repudiado
cualquier instrumento jurídico internacional que signifique un mínimo
menoscabo de su soberanía. Es más, tal como ha sido señalado por
Noam Chomsky, en realidad los Estados Unidos "no han ratificado
ni una sola convención, porque aún en los muy pocos casos en los que
lo hizo el gobierno norteamericano se las arregló para introducir una
cláusula de reserva que dice lo siguiente: 'no aplicable a los
Estados Unidos sin el consentimiento de los Estados Unidos'" (Chomsky,
2001: 63).
Lo
anterior sugiere claramente que nuestros autores no han llegado a
apreciar en toda su magnitud la continua relevancia del estado-nación
y la soberanía nacional, lo cual debilita insanablemente el núcleo
de toda su argumentación sobre el sistema imperialista en su fase
actual. En relación a lo ocurrido con el estado capitalista nos
parece que los yerros antes citados se tornan aún más graves.
Primeramente existe un problema inicial de importancia nada marginal
relativo a la pregonada decadencia final e irreversible del estado:
toda la información cuantitativa disponible sobre el gasto público y
el tamaño de los aparatos estatales se mueve en una dirección
exactamente contraria a la que imaginan H&N. Si algo ocurrió en
los capitalismos metropolitanos en los últimos veinte años ha sido
precisamente el notable aumento del tamaño del estado, medido como la
proporción del gasto público en relación al PIB. Los datos
suministrados por todo tipo de fuentes, desde los gobiernos nacionales
al Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), y desde
el Banco Mundial al FMI y la OECD, hablan con una sola voz: todos los
estados de los capitalismos metropolitanos se fortalecieron en los últimos
veinte años, pese a que muchos de los gobiernos de esos estados hayan
sido verdaderos campeones en la retórica anti-estatista que se
lanzara con furia desde comienzos de la década de los ochenta. Lo que
ocurrió desde el advenimiento de la crisis del capitalismo
keynesiano, a mediados de los setenta, fue un descenso relativo en la
tasa de crecimiento del gasto público, pero éste continuó creciendo
sin interrupción aunque a un ritmo más lento. Es por eso que un
informe especial sobre el tema elaborado por la revista conservadora
británica The Economist lleva por título "Big
Government is Still in Charge", y en él su redactor no puede
ocultar su desencanto ante la tenaz resistencia de los estados a
ajustarse y achicarse tal cual lo manda el catecismo neoliberal
(H&N no parecen haber tenido la posibilidad de examinar este
trabajo porque el último apartado del capítulo 15 del libro lleva un
título que por sí solo retrata los alcances del extravío en el cual
se hallan en un tema crucial para todo su argumento teórico: "Big
Government is over!"). En todo caso, luego de un cuidadoso análisis
de los datos recientes sobre el gasto público en catorce países
industrializados de la OECD el articulista concluye que a pesar de las
reformas neoliberales iniciadas a partir de las proclamadas nuevas
metas de austeridad fiscal y reducción del gasto público, entre 1980
y 1996 el gasto público en los países seleccionados ascendió del
43,4% del PIB al 47,1%, mientras que en algunos países como Suecia (y
en menor medida algunos otros) este guarismo supera con creces el 50%
(The Economist, 1997: 8). Dicho en sus propias palabras,
"en los últimos cuarenta años el crecimiento del gasto público
en las economías avanzadas ha sido persistente, universal y
contraproductivo", y el objetivo tan fuertemente proclamado de
llegar a un "gobierno pequeño" aparentemente ha sido más
un arma de la retórica electoral que un verdadero objetivo de la política
económica. Ni siquiera los más rabiosos defensores de la famosa
"reforma del estado" y del achicamiento del gasto público,
como Ronald Reagan y Margaret Thatcher, lograron algún progreso
significativo en este terreno (The Economist, 1997: 48).
Pero
mientras los estados se agigantan en el corazón de los capitalismos
desarrollados, la historia en el mundo de la periferia es
completamente distinta. En la reorganización mundial del sistema
imperialista que tuvo lugar bajo la égida ideológica del
neoliberalismo, los estados fueron radicalmente debilitados y las
economías periféricas sometidas cada vez más abiertamente, y casi
sin la mediación estatal, a los influjos de las grandes empresas
transnacionales y las políticas de los países desarrollados,
principalmente los Estados Unidos. Este proceso no tuvo nada de
natural y fue el resultado de las iniciativas políticas
conscientemente adoptadas en el centro del imperio: el gobierno de los
Estados Unidos, en el papel rector, acompañado por sus agencias y
lugartenientes (el FMI, el Banco Mundial, la OMC, etc.) y respaldado
por la militante complicidad de los gobiernos del G7. Fue esta coalición
la que forzó (en muchos casos mediante brutales presiones de diverso
tipo) a las endeudadas naciones del conjunto del Tercer Mundo a
aplicar las políticas conocidas como el "Consenso de
Washington" y a reconvertir sus economías en consonancia con los
intereses de la coalición dominante y, muy especialmente, del primus
inter pares, los Estados Unidos. Estas políticas favorecieron la
prácticamente ilimitada penetración de los intereses empresariales
norteamericanos y europeos en los mercados domésticos de las naciones
del Sur. Para ello fue preciso desmantelar el sector público de esos
países, producir una verdadera desestructuración del estado y, con
el objeto de generar excedentes para destinar al pago de la deuda,
reducir al mínimo el presupuesto público sacrificando para ello
gastos vitales e impostergables en materia de salud, vivienda, educación
y otros del mismo tipo que deterioraron de manera impresionante la
calidad de vida de grandes masas de la población. Las empresas de
propiedad pública fueron primero desfinanciadas y luego vendidas a
valores irrisorios a las grandes corporaciones de los países
centrales, con lo que se hacía lugar para el máximo despliegue de la
"iniciativa privada" (¡pese a que en muchos casos los
adquirentes eran empresas públicas de los países industrializados!).
Nada de esto hubiera sido posible, naturalmente, sin la incansable
propaganda ideológica del neoliberalismo que, desde sus grandes
usinas en Washington y las principales capitales europeas, satanizó
al gobierno y la empresa pública al paso que endiosaba a los
mercados. Otra política que se impuso sobre la periferia fue la
apertura unilateral de la economía, con lo que se posibilitó la
invasión de bienes importados producidos en otros países a la par
que los índices de desocupación aumentaban extraordinariamente. Cabe
consignar que mientras la periferia era forzada a abrirse
comercialmente, el proteccionismo del Norte se sofisticaba cada vez más.
La desregulación de los mercados, sobre todo el financiero, fue también
otro de los objetivos de la "revolución capitalista"
precipitada desde los años ochenta del siglo pasado. En su conjunto,
estas políticas tuvieron como resultado un fenomenal debilitamiento
de los estados en la periferia, cumpliendo el sueño capitalista de
mercados funcionando sin tener que preocuparse por las regulaciones
estatales, lo que originó que de hecho fuesen los conglomerados
empresariales más fuertes los que se encargaban de
"regularlo", obviamente en provecho propio. Y como decíamos
antes, estas políticas no fueron para nada fortuitas ni producto del
azar, toda vez que el desmantelamiento de los estados aumentó
significativamente la gravitación del imperialismo y de las firmas y
naciones extranjeras en su capacidad para controlar no sólo la vida
económica sino también la vida política de los países de la
periferia. Por supuesto, nada de esto hallamos en la obra de H&N.
Lo que sí encontramos, en cambio, son reiteradas declaraciones en el
sentido de que las relaciones imperialistas se han acabado, pese a que
la visibilidad que éstas han adquirido en las últimas décadas es
tan destacada que hasta los sectores menos radicalizados de nuestras
sociedades no dudan en reconocerlas.
Para
concluir, nuestros autores parecen no poder distinguir entre formas
estatales y funciones y tareas de los estados. No hay la menor duda
que la forma del estado capitalista ha cambiado en el último cuarto
de siglo. Dado que el estado no es una entidad metafísica sino una
criatura histórica –continuamente formada y reformada por las
luchas de clases y las intermitentes irrupciones de las clases y capas
populares– sus formas difícilmente podrían ser concebidas como
esencias inmanentes flotando por encima del proceso histórico.
Consecuentemente, las formas del estado democrático en los países
capitalistas avanzados han cambiado. ¿En qué sentido? Hubo una
verdadera involución democrática, algunos de cuyos indicadores son
los siguientes: una progresiva pérdida de poder en las manos de
congresos y parlamentos; creciente unaccountability de los
gobiernos, junto a una acrecentada concentración del poder en favor
de los ejecutivos; proliferación de áreas secretas de toma de
decisiones (vgr. las abortadas negociaciones del MIA, la acelerada
aprobación del NAFTA, las actuales negociaciones a puerta cerrada
para crear el Área de Libre Comercio de las Américas, etc.);
declinantes niveles de respuesta gubernamental ante los reclamos y
demandas de la sociedad civil; drástica reducción de la competencia
partidaria debido a la mimetización de los partidos políticos
mayoritarios, siguiendo el modelo del bipartidismo norteamericano;
tiranía de los mercados –de hecho, de los oligopolios que los
controlan– que votan día a día y capturan la permanente atención
de los gobiernos, mientras que el público vota cada dos o tres años;
en función de lo anterior, lógicas tendencias hacia la apatía política
y el retraimiento individualista; creciente predominio de grandes
oligopolios en los medios de comunicación de masas y la industria
cultural; y, por último, creciente transferencia de derechos
decisorios desde la soberanía popular hacia algunas de las agencias
administrativas y políticas del imperio, proceso éste que se
verifica tanto en las "provincias exteriores" del mismo como
en el propio centro. En el caso latinoamericano ello significa que la
soberanía popular ha sido privada de casi todos sus atributos, y que
ninguna decisión estratégica en materia económica o social se
adopta en el país sin una previa consulta con –y aprobación de–
alguna agencia relevante de Washington. Como se comprenderá, una
situación como ésta no puede menos que contradecir en los hechos la
esencia misma del orden democrático: la soberanía popular, reducida
a una inverosímil letra muerta.
Boaventura
de Sousa Santos ha examinado los cambios experimentados por los
estados bajo la globalización neoliberal y sus análisis confirman
que "no hay una crisis total del estado, y mucho menos una crisis
terminal del estado, tal como lo sugieren las tesis más extremas de
los teóricos de la globalización" (de Sousa Santos, 1999: 64).
Las funciones hobbesianas, represivas, del estado, gozan de todo su
vigor tanto en la periferia como en el centro del sistema. En el
apartheid social del capitalismo contemporáneo el estado sigue
desempeñando un papel crucial: es el Leviatán hobbesiano de los
ghettos y los barrios marginales, mientras garantiza las bondades del
contrato social lockeano para ricos, famosos y poderosos. En
consecuencia, ese estado, supuestamente en vías de extinción según
la ofuscada visión de H&N, continúa su marcha como un estado
escindido, casi esquizofrénico: para los pobres y los excluidos un
estado fascista, para los ricos un estado democrático. Pero la
vitalidad del estado-nación no sólo se mide en estos términos.
También se constata cuando se examina el papel cumplido en varios
otros terrenos, tales como la unificación supranacional, la
liberalización de la economía, la apertura comercial, la desregulación
del sistema financiero y la elaboración de un marco jurídico-institucional
propicio para la adecuada protección de las empresas privatizadas y
el nuevo modelo económico inspirado en el "Consenso de
Washington". "Lo que está en crisis es la función de
promover intercambios no-mercantiles entre los ciudadanos",
remata de Sousa Santos (1999:
64).
Sintetizando:
los mercados globales potencian la competencia entre las gigantescas
corporaciones que dominan la economía mundial. Dado que estas firmas
son transnacionales por su alcance y el rango de sus operaciones pero
siempre poseen una base nacional, para tener éxito en esta lucha sin
cuartel requieren del apoyo de "sus gobiernos" para mantener
a sus rivales comerciales en raya. Conscientes de esta realidad, los
estados nacionales ofrecen a "sus empresas" un menú de
posibilidades entre las que se incluyen las siguientes: la concesión
de subsidios directos; gigantescas operaciones de rescate de firmas y
bancos costeadas en muchos casos con impuestos aplicados a
trabajadores y consumidores; imposición de políticas de austeridad
fiscal y ajuste estructural encaminadas a garantizar mayores tasas de
ganancias de las empresas; devaluar o apreciar la moneda local, a fin
de favorecer a algunas fracciones del capital en detrimento de otros
sectores y grupos sociales; políticas de desregulación de los
mercados; "reformas laborales" orientadas a acentuar la
sumisión de los trabajadores, debilitando su capacidad de negociación
salarial y sus sindicatos; garantizar la inmovilidad internacional de
los trabajadores al tiempo que se facilita la ilimitada movilidad del
capital; "ley y orden" garantizados en sociedades que
experimentan regresivos procesos sociales de reconcentración de
riqueza e ingresos y masivos procesos de pauperización; la creación
de un marco legal adecuado para ratificar con todo el ímpetu de la
ley la favorable correlación de fuerzas que han gozado las empresas
en la fase actual; establecimiento de una legislación que
"legaliza", en los países de la periferia, la succión
imperialista de plusvalía y que permite que las superganancias de las
firmas transnacionales puedan ser libremente remitidas a sus casas
matrices. Estas son algunas de las tareas que realizan los estados
nacionales y que la llamada "lógica global del imperio" tan
exaltada en los análisis de H&N no puede garantizar si no es a
través de esta todavía imprescindible mediación del estado-nación
(Meiksins Wood, 2000: 116-117). Sólo bajo el supuesto de que la clase
capitalista está constituida por imbéciles profundos podría
entenderse que sus más prominentes e influyentes integrantes estén
trabajando activamente para destruir un instrumento tan útil y
formidable como el estado-nación (nos apresuramos a aclarar, para
despejar posibles dudas, que el estado capitalista no es tan sólo una
herramienta de la burguesía sino muchas cosas más, lo que no obsta
para que también sea un instrumento imprescindible en el proceso de
acumulación de capital).
Las
desventuras de la democracia absoluta
Un
segundo tema que quisiéramos tratar en estas páginas es el de la
teorización sobre la democracia que se propone en el artículo
reproducido en este número del OSAL. En relación a ella digamos,
para anticipar sintéticamente nuestra opinión, que la misma contiene
numerosos errores que la tornan inaceptable desde el punto de vista de
un proyecto socialista de emancipación humana.
En
este artículo los autores introducen la noción de la
"democracia de la multitud", una concepción que apenas
estaba insinuada en Imperio. Ahora bien: ¿qué significa
exactamente esto? Tras las huellas de Baruch Spinoza los autores
aseguran que se trataría de una "democracia absoluta" y,
por eso mismo, "ilimitada e inconmensurable". Si bien es
comprensible la desconfianza que genera una propuesta tan grandiosa
como esa, H&N logran calmar momentáneamente la inquietud del
lector cuando afirman que una realización democrática de ese porte
es impensable, e irrealizable, en el marco de las arcaicas
instituciones del imperio. Esta constatación los lleva a concluir que
"el único camino para realizar la democracia de la multitud es
la revolución" (H&N, 2002: 163). Se trataría pues de una
"democracia revolucionaria": sólo que, a diferencia de
otras que le habrían precedido y que tuvieron una fugaz y turbulenta
existencia, este tipo de democracia nada tiene que ver con la nación
o con el estado nacional. Lo que la define es precisamente lo
contrario: su vocación de encarnar "el combate contra la nación".
Por razones similares la "democracia revolucionaria" no
guarda correspondencia alguna con el concepto ya obsoleto, según
H&N, de "pueblo", ligado como es sabido a la idea misma
del estado-nación y a la noción de la "identidad-unidad"
que le es sustancial. El pueblo sería, por definición, limitado, y
sus límites son precisamente la condición de posibilidad de su
representación política. La multitud, en cambio, es ilimitada e
infinita y, por eso mismo, irrepresentable. "La multitud –dicen
H&N– desafía la representación porque es una multiplicidad
ilimitada e inconmensurable" (H&N, 2002: 162). En la edad del
imperio, argumentan nuestros autores, las fronteras son flexibles y móviles,
y la soberanía imperial es ilimitada. Podría decirse en consecuencia
que el carácter ilimitado de la multitud no sería sino el reverso
dialéctico de la constitución del imperio, pese a que, como es bien
sabido, nuestros autores retrocederían horrorizados ante la sola
mención de la palabra "dialéctico". En el imperio, el
pueblo -o mejor, los pueblos- se desdibuja por completo y en su lugar
aparece la figura arrolladora de la multitud: móvil, multiforme,
avasallante. En virtud de este razonamiento H&N concluyen que los
contenidos esenciales de la nueva democracia de la multitud no pueden
referirse a las viejas instituciones de la democracia representativa,
ni aún a las de la democracia directa como la que heroicamente
ejercieran los comuneros de París. Tales contenidos remiten, en
cambio, al concepto de "contra-poder".
El
"contra-poder" implica tres componentes: resistencia,
insurrección y poder constituyente. Luego de analizar las mutaciones
sufridas por estos elementos en el tránsito de la modernidad a la
posmodernidad, H&N aseguran que en las diversas experiencias
insurgentes habidas en la época de la sociedad moderna –un amplio y
bastante indefinido arco histórico que arrancaría desde los albores
del capitalismo hasta el advenimiento de la sociedad
"post-moderna", en las décadas finales del siglo XX– la
noción de "contra-poder" se reducía a uno solo de sus
componentes: la insurrección. Pero, según nuestros autores, la
"insurrección nacional era en realidad ilusoria". Es
preciso buscar la causa de esta frustración en el entramado
internacional, que hacía que en esa época histórica la insurrección
nacional comunista estuviese condenada a desembocar en una guerra
internacional crónica, lo que "tiende una trampa a la insurrección
victoriosa y la transforma en régimen militar permanente". Pero
si el papel sumamente relevante del sistema internacional es
indiscutible –como lo atestigua la obsesiva preocupación que
manifestaran por este asunto los grandes revolucionarios del siglo XX,
desde Lenin y Trotsky a Fidel y el Che, pasando por Gramsci, Mao y Ho
Chi Minh– no es menos cierto que, tal como ocurre reiteradamente en Imperio,
H&N incurren en graves errores de apreciación histórica cuando
hablan del carácter "ilusorio" de las tentativas
revolucionarias que jalonaron el siglo XX. ¿Qué quiere decir
"ilusorio"? El hecho de que una insurrección popular ponga
en movimiento los mecanismos internacionales de sometimiento y
control, en un abanico de políticas que va desde el aislamiento
diplomático hasta el genocidio de los insurrectos, demuestra
precisamente lo contrario de lo que aducen H&N: que en una situación
tal no hay nada de "ilusorio" y sí mucho de real, y que las
fuerzas imperialistas reaccionan ante lo que consideran como una
inadmisible amenaza a sus intereses con su reconocida ferocidad. En
todo caso, cualquiera sea la experiencia insurreccional que se analice
a lo largo de los siglos XIX y XX, resulta evidente que la guerra
internacional es mucho menos atribuible a la intransigencia de los
revolucionarios que a la furia represora que desata la insubordinación
de las masas.
Por
otra parte, afirmar que las revoluciones triunfantes asediadas por los
ejércitos y las instituciones imperialistas –con un repertorio de
iniciativas que incluye sabotajes, atentados, bloqueos comerciales,
boicots, guerras "de baja intensidad", invasiones militares,
bombardeos "humanitarios", genocidios, etc.– se convierten
en "regímenes militares permanentes" implica un monumental
error de interpretación del significado histórico de dichas
experiencias. Equívoco que, dicho sea al pasar, es típico de la
ciencia política norteamericana que procede de igual manera cuando,
por ejemplo, coloca en una misma categoría –los famosos
"sistemas de partido único"– a regímenes políticos tan
diversos como la Italia de Mussolini, la Alemania Nazi, la Rusia de
Stalin y la China de Mao. Nuestros autores subestiman los factores
históricos que a lo largo del último siglo obligaron a las jóvenes
revoluciones a armarse hasta los dientes para defenderse de las
brutales agresiones del imperialismo, a años luz de las sutilezas del
imperio imaginado por H&N. Si la revolución cubana sobrevive en
estos días de un supuesto "imperio sin imperialismo", se
explica tanto por la inmensa legitimidad popular del gobierno
revolucionario como por la probada eficacia de sus fuerzas armadas,
que disuadieron a Washington de intentar nuevamente una aventura
militar en la isla. Por otra parte, la interpretación de H&N
revela asimismo el grave equívoco en que incurren a la hora de
caracterizar a las emergentes formaciones estatales de la revolución.
Una cosa es lamentarse por la degeneración burocrática de la
revolución rusa y otra bien distinta afirmar que lo que allí se
constituyó fue un "régimen militar". De la misma manera,
que Cuba haya tenido que invertir cuantiosos recursos, materiales y
humanos, para defenderse de la agresión imperialista no la convierte
en un "régimen militar". Sólo una visión irreparablemente
insensible ante el significado histórico de los procesos
revolucionarios puede caracterizar de ese modo a las formaciones
sociales resultantes de las grandes revoluciones del siglo veinte. Por
último, y haciéndonos cargo de todas sus limitaciones y
deformaciones, ¿puede efectivamente decirse que las revoluciones en
Rusia, China, Vietnam y Cuba fueron apenas una ilusión? Una cosa es
la crítica a los errores y desviaciones de esos procesos y otra bien
distinta decir que se trató de meros espejismos. ¿Habrá sido un
simulacro baudrillardiano la paliza sufrida por el colonialismo francés
en Dien Bien Phu? Y la bochornosa derrota de los Estados Unidos a
manos del Vietcong, ¿habrá sido tan sólo una visión alucinada de
sesentistas trasnochados, o se produjo de verdad? Esa huída
desesperada desde los techos de la embajada norteamericana en Saigón,
donde espías, agentes secretos, asesores militares y torturadores
policiales destacados en Vietnam del Sur se mataban entre sí para
subir al último helicóptero que los conduciría sin escalas del
infierno vietnamita al "American dream", ¿habrá
sido verdadera o fue una mera ilusión? Los cuarenta y tres años de
hostigamiento norteamericano a Cuba, ¿son producto del fastidio que
provoca en Washington el carácter ilusorio de la revolución cubana?
Y, para acercarnos a nuestra realidad actual: el abierto
involucramiento del gobierno norteamericano en el frustrado golpe de
estado de Venezuela, ¿habrá sido propiciado por el carácter
ilusorio de las políticas del "chavismo"?
De
todos modos nuestros autores nos advierten que se trata de preguntas
que, en realidad, ya son anacrónicas porque según ellos en la
posmodernidad las condiciones que tornaban posible la insurrección
moderna, con todo su ilusionismo, han desaparecido, "de tal forma
que inclusive hasta parece imposible pensar en términos de insurrección"
(H&N, 2002: 164). Pero el pesimismo que se desprende de esta
afirmación se atenúa ante la constatación de que la decadencia de
la soberanía nacional y la laxitud que caracterizaría al imperio
también se llevaron consigo las condiciones que sometían a la
insurrección a las restricciones impuestas por las guerras nacionales
e internacionales.
Posterguemos
por un momento la crítica a este segundo supuesto, el que anuncia la
"emancipación" de los procesos insurreccionales de las
guerras nacionales e internacionales, y veamos lo que significa la
insurrección en el capitalismo posmoderno. Si en la sociedad moderna
ésta era "una guerra de los dominados contra los
dominadores", en la posmodernidad la sociedad "tiende a ser
la sociedad global ilimitada, la sociedad imperial como
totalidad" (H&N, 2002: 165). Bajo estas condiciones la
resistencia, la insurrección y el poder constituyente se funden en la
noción de contra-poder que, presumiblemente, sería la prefiguración
y el núcleo de una formación social alternativa. Todo esto es
sumamente discutible, pero aún así comprensible. No ocurre lo mismo
a la hora en que nuestros autores definen, en un arrebato poético, lo
que denominan el fundamento último del "contra-poder", su
materia prima. Dicho fundamento no se encuentra en ninguna novedosa
construcción social o política ni en ningún otro producto de la
acción colectiva de las masas sino en la carne, "la sustancia
viva común en la cual coinciden lo corporal y lo espiritual"
(H&N, 2002: 165). Según este argumento los tres elementos que
constituyen el contra- poder "brotan en forma conjunta de cada
singularidad y de cada uno de los movimientos de los cuerpos que
componen la multitud" (H&N, 2002: 165). Es por esto que
"Los
actos de resistencia, los actos de revuelta colectiva y la invención
común de una nueva constitución social y política atraviesan en
forma conjunta innumerables microcircuitos políticos. De esta forma
se inscribe en la carne de la multitud un nuevo poder, un
contra-poder, algo viviente que se levanta contra el Imperio. Es aquí
donde nacen los nuevos bárbaros, los monstruos y los gigantes magníficos
que emergen sin cesar en los intersticios del poder imperial y contra
ese poder" (H&N, 2002: 165).
De
este modo, el planteamiento de nuestros autores adquiere un tono inequívocamente
vitalista que los aproxima mucho más a los vahos metafísicos de
Henry Bergson que a las enseñanzas de Spinoza, al paso que los aleja
irremisiblemente de la tradición del materialismo histórico. No habría
que esforzarse demasiado para descubrir los inquietantes paralelos
existentes entre la doctrina del "ímpetus vital" del filósofo
francés y la exaltación de la carne hecha por H&N. En todo caso,
y para resumir, digamos que una impostación de esta naturaleza
disuelve por completo el carácter histórico-estructural de los
procesos sociales y políticos en la singularidad de los cuerpos que
conforman la multitud, con lo que se arriba a una conclusión
desoladoramente conservadora toda vez que en dicha formulación se
desvanecen la especificidad del capitalismo como modo de producción y
las relaciones de explotación que le son propias. En segundo lugar,
se liquida sin mayor trámite cualquier pretensión de intentar llevar
a término uno de los proyectos inconclusos de la modernidad: la
"democracia popular y representativa". No sólo ésta es
considerada inacabada e incompleta, sino que, peor aún, se la tiene
por irrealizable, lo cual no causaría mayores objeciones si H&N
sugirieran al menos que la frustración del proyecto democrático que
surge en la modernidad y se expande con la experiencia de la Comuna de
París y los soviets se debió a la intransigente oposición de
la burguesía y el bloque dominante por ella hegemonizada, que no
escatimaron esfuerzo alguno para sabotear un proyecto que en su
expresión más radical era incompatible con su dominación de clase.
La
alternativa propuesta por nuestros autores es la reivindicación de
una democracia de nuevo tipo, la democracia alternativa de la
multitud, una democracia "nueva, absoluta, ilimitada e
inconmensurable". Pero desafortunadamente se limitan a la sola
enunciación, a una invocación apasionada a favor de una nueva forma
política definida en términos tan categóricos como los que
enunciamos más arriba pero sin aventurarse a identificar quiénes
podrían ser los sujetos de semejante proyecto emancipador y, menos
todavía, cuáles serían las formas institucionales que el mismo podría
asumir. Es muy difícil para quien se identifique con la tradición
del realismo político que enhebra en un hilo rojo a autores como
Maquiavelo, Marx, Lenin y Gramsci, no expresar su profundo pesimismo
ante una eclosión de romanticismo político tan acentuado como el que
se refleja en los escritos de H&N. ¿Una democracia absoluta e
ilimitada? Bien. Pero sus abogados deberían saber que toda forma
estatal –y la democracia es indudablemente una forma estatal–
reposa sobre un orden económico y social dividido en clases. Ese
orden es, en lo que ellos denominan como imperio, el capitalismo. ¿Puede
el capitalismo admitir una propuesta democrática como la que alientan
H&N? De ninguna manera, dado que ni siquiera la modesta
"democracia burguesa" consigue ser plenamente aceptada. ¿Puede
una propuesta como ésa existir codo a codo con un régimen universal
de explotación? Tampoco. ¿Qué grado de credibilidad puede tener
entonces un argumento que mientras propone una forma novedosísima de
democracia -absoluta, inconmensurable, ilimitada- guarda un
estruendoso silencio ante las estructuras de explotación y opresión
clasista, sexista y racista que constituyen el andamiaje central del
imperio? Podría argumentarse que H&N dan por supuestas todas
estas consideraciones. Lamentablemente ello no es así. No se trata de
una premisa silenciosa que sin embargo subyace con eficiencia por
debajo del argumento de una nueva democracia, sino de una radical
subestimación de lo que significa el capitalismo –y la sociedad
capitalista– en su fase actual. Parafraseando lo que alguna vez
dijera Nicos Poulantzas, quien no está dispuesto a hablar del
capitalismo debe permanecer en silencio a la hora de hablar de la
democracia. Es precisamente esa indiferencia ante la especificidad del
capitalismo la que torna posible auspiciar una propuesta democrática
como la que estamos viendo, guardando silencio en relación al
capitalismo y soslayando de raíz cualquier pretensión de abolirlo.
¿Cómo eliminar la sospecha de que llevados de la mano por un cierto
eclecticismo teórico y político nuestros autores no están negando
la existencia de una incompatibilidad irresoluble entre una democracia
absoluta y este tipo histórico de sociedad que, supuestamente, ya no
sería más capitalista sino posmoderna y, por consiguiente, liberada
de los condicionamientos estructuralmente antidemocráticos
descubiertos por Marx? Podría responderse a esta objeción diciendo
que todo esto está implícito en los planteamientos de H&N y que
se da por supuesto. Sin embargo, un tema tan crucial como éste no
puede quedar en las sombras, especialmente si se tienen en cuenta los
gruesos errores de interpretación que caracterizan el argumento
central de Imperio. En todo caso sigue en pie el interrogante
planteado más arriba y que podríamos reformular así: ¿hasta qué
punto es posible formular un discurso democrático spinoziano
–independientemente de nuestras dudas acerca de si ésa es la mejor
herencia teórica a la cual acudir para repensar el tema de la
democracia en nuestro tiempo– absteniéndose por completo de abordar
la problemática de la explotación capitalista?
En
una forma bellamente poética H&N dicen que "quizás podamos
mezclando la carne con la inteligencia de la multitud engendrar a través
de una gran obra de amor una nueva juventud para la humanidad"
(H&N, 2002: 166). Tal vez se refieran a lo que Marx planteara como
la necesidad de poner fin a la prehistoria bárbara de la especie
humana para dar comienzo a la verdadera historia de la humanidad. La
diferencia es que mientras el filósofo de Tréveris atisbaba esa
posibilidad una vez consumada la revolución socialista, convertido el
proletariado en clase dominante y cumplido el programa de transición
hacia la sociedad sin clases, lo que arrojaría como resultado el fin
de toda explotación, para H&N esta empresa histórica se resuelve
en el nivel micro y en el plano de los cuerpos, apelando a las
virtudes de la salvífica mezcla de carne con inteligencia. Pero no
hay nada en la historia de la humanidad que permita avalar tamaña
ilusión.
Observatorio
Social de América Latina -
22
de septiembre del 2002
*
Secretario Ejecutivo del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales,
CLACSO. Profesor de Teoría Política y Social en la Universidad de
Buenos Aires.
Bibliografía
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The
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Notas
1
Todas las referencias entre paréntesis pertenecen a la edición en
español de la obra, publicada bajo el título de Imperio
(Buenos Aires: Paidós, 2002).
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