La
estrategia del imperio norteamericano
Por
Alex Callinicos
Alex
Callinicos es profesor de política en la Universidad de York y
miembro del Socialist Workers Party de Inglaterra. El
presente artículo fue publicado en las revistas International Socialist
(dic/2001) y en Socialismo o Barbarie (nov/2002).
El
unilateralismo norteamericano se ha convertido en la cuestión
predominante de la política mundial. Es uno de los
rasgos más visibles del actual gobierno norteamericano desde que
George W. Bush asumió en enero del 2001. Al denunciar Bush el
protocolo de Kioto sobre el recalentamiento global, el Financial
Times de Londres comentó: “La posición antirregulatoria en lo
interno y el enfoque unilateralista en lo externo son señales de que
el gobierno estadounidense será el más conservador desde la Segunda
Guerra Mundial [1939-45].”[1] Esta tendencia se reforzó en forma
dramática a raíz del 11 de septiembre del 2001, sobre todo con el
vigoroso avance del gobierno de Bush hacia una guerra para imponer un
“cambio de régimen” en Irak, con el apoyo obsecuente de siempre
de Tony Blair. En el primer aniversario de los atentados en Nueva York
y Washington se dio a conocer una Estrategia de Seguridad Nacional
nueva que comienza con la afirmación: “Estados Unidos posee una
fuerza e influencia sin precedentes —y sin igual— en el mundo” y
concluye con la advertencia: “Nuestras fuerzas tendrán el poder
suficiente para disuadir a los adversarios en potencia de iniciar una
escalada militar con la esperanza de superar o igualar el poderío de
Estados Unidos.”[2]
Esta
afirmación contundente de que, al decir del periodista de derechas
Anatole Lieven, EE.UU. aspira a “la dominación unilateral del mundo
por medio de la superioridad militar absoluta”, ha sido una
desagradable sorpresa para los que se tragaron la idea —muy
difundida en la inmediata posguerra fría— de que la globalización
económica vendría acompañada por el surgimiento de “métodos
globales de gobierno” capaces de superar la centenaria lucha por la
supremacía entre las grandes potencias.[3] Nadie ha defendido esta
posición con mayor energía que [el primer ministro británico Tony]
Blair, quien expuso su “Doctrina de la comunidad internacional”
por primera vez durante la guerra de los Balcanes de 1999 y la reafirmó
en el congreso del Partido Laborista de septiembre del 2001.[4] Los
exaltados elogios de Blair al “reordenamiento del mundo” se dan de
patadas con el acertado pronóstico de Condoleezza Rice, la asesora de
Seguridad Nacional de Bush, de que su gobierno “actuará desde el
terreno firme de los intereses nacionales, no los de una comunidad
internacional ilusoria”.[5]
Comprender
al imperialismo norteamericano
La
moralina farisaica que emplea Blair para proporcionar una fachada de
justificación a la Realpolitik de Bush y sus asesores tiene su
aspecto absurdo. Pero lo importante es comprender lo que está en
juego en el impulso belicista norteamericano actual. Edward Luttwak
define la estrategia general de la siguiente manera: “es la dimensión
del conflicto entre Estados en la cual lo militar se desenvuelve en el
contexto más amplio de la política interior, la diplomacia
internacional, la actividad económica, y todo lo que fortalece o
debilita”.[6] ¿Cuál es entonces la estrategia general del imperio
norteamericano bajo George W. Bush?
Uno
de las características salientes de la teoría marxista del
imperialismo es que trata los conflictos diplomáticos y militares
entre los Estados como instancias del proceso más general de
competencia que impulsa al capitalismo. En concreto, tal como la
formuló Nikolai Bujarin durante la Primera Guerra Mundial [1914-18],
la teoría del imperialismo sostiene que durante el siglo XIX, dos
procesos hasta entonces relativamente autónomos —la rivalidad
geopolítica entre los Estados y la competencia económica entre los
capitales— tienden a fusionarse cada vez más. Por un lado, la
industrialización creciente de la guerra significaba que las grandes
potencias ya no podían conservar sus posiciones sin desarrollar una
base económica capitalista. Por el otro lado, en virtud de la
concentración e internacionalización crecientes del capital, las
rivalidades económicas entre empresas traspasaban las fronteras
nacionales para convertirse en enfrentamientos geopolíticos en los
cuales los combatientes requerían el apoyo de sus respectivos
Estados. La competencia económica y por la seguridad se entrelazaban
en conflictos de carácter cada vez más complejo que desembocaron en
la era terrible de las guerras interimperialistas desde 1914 hasta
1945.[7]
Esta
teoría proporciona el marco más adecuado para comprender el actual
impulso belicista norteamericano. Pero antes de seguir, es necesario
aclarar una cuestión crucial. Tanto partidarios como críticos de la
teoría marxista del imperialismo suelen reducirla a la afirmación de
que los Estados imperialistas actúan motivados exclusivamente por
razones económicas. Un ejemplo reciente es la difundida idea de que
el verdadero objetivo del ataque occidental a Afganistán fue el deseo
del gobierno de Bush y las empresas petroleras con las cuales está
estrechamente aliado de construir un oleoducto a través del país
para exportar el petróleo y el gas del Asia Central.[8]
Indudablemente,
las reservas de combustibles constituyen un factor de peso en los
intereses de Washington en la región, pero reducir la guerra en
Afganistán a esos intereses sería un grave error. Como veremos,
Estados Unidos atacó Afganistán sobre todo por razones políticas
centradas en la reafirmación de su hegemonía global después del 11
de septiembre. Su mayor acceso al Asia Central fue un subproducto
importante del derrocamiento de los talibán, no el motivo principal
de esa acción. Con todo, sería un error igualmente grave reducir la
estrategia nortamericana a la geopolítica: el control del petróleo
del Medio Oriente es, como se verá, uno de los factores de mayor peso
en los planes bélicos de Washington.[9]
Durante
la historia del imperialismo, las grandes potencias han actuado por
una mezcla compleja de razones económicas y geopolíticas. A fines
del siglo XIX, la clase dominante británica empezó a ver en Alemania
un gran peligro para sus intereses, principalmente ante la decisión
del II Reich [*] de construir una fuerza naval de primer orden. Esto
constituía una amenaza a la supremacía naval británica, de la cual
dependían tanto la seguridad de las Islas Británicas como el control
del imperio y el flujo de ganancias de las inversiones en
ultramar.[10]
Para
dar otro ejemplo, Hitler era un gobernante movido intensamente por su
ideología, cuyo objetivo a largo plazo era asegurar la dominación de
la gran masa de Eurasia por una Alemania purificada racialmente. Sin
embargo, los factores económicos tenían gran peso tanto en la
estrategia militar (las decisiones de iniciar la Segunda Guerra
Mundial, extenderla a la Unión Soviética y tratar de tomar
Stalingrado obedecieron en gran medida al temor de que escasearan las
materias primas), como en la visión hitleriana de una Rusia
colonizada para resolver las contradicciones económicas del
capitalismo alemán.[11]
Hoy
es importante comprender que la teoría marxista del imperialismo
analiza las formas bajo las cuales se entrelazan la competencia geopolítica
y económica bajo el capitalismo; bajo ningún concepto se trata de
reducir la una a la otra.
La
estrategia de Estados Unidos después de la Guerra Fría
El
origen de la “fuerza sin precedentes y sin igual” de la cual se
jacta el gobierno de Bush radica, claro está, en el desenlace de la
última etapa de competencia interimperialista, la Guerra Fría
(1945-1990). Tras las revoluciones en Europa central y oriental en
1989 y el derrumbe de la Unión Soviética en 1991, Estados Unidos
quedó como potencia militar dominante. El capitalismo norteamericano
ahora pudo conseguir acceso a regiones que hasta entonces le estaban
vedadas debido a la división del mundo durante la Guerra Fría en
bloques dominados por las superpotencias rivales, principalmente el
Asia Central, con sus importantes reservas de combustibles y su
situación estratégica en la frontera entre las esferas de influencia
rusa y china. No obstante, la desintegración del sistema estalinista
no abolió la rivalidad entre las grandes potencias. Sin dejarse
amedrentar por la cháchara triunfalista sobre “el fin de la
historia” y el advenimiento de un segundo siglo norteamericano,
algunos marxistas sostuvieron que, al ser eliminada la disciplina
relativa impuesta por la estructura bipolar de la política
internacional durante la Guerra Fría, el mundo ingresaba en un período
de competencia geopolítica intensificada, y por lo tanto, de peligro
e inestabilidad mayores de los que habían reinado antes de 1989.[12]
Concretamente,
Estados Unidos enfrentaba dos posibles desafíos. El primero surgió
en el seno del bloque capitalista occidental. Durante la Guerra Fría,
Alemania y Japón se habían subordinado a la conducción política y
militar de Washington, pero se habían convertido en grandes rivales
económicos del capitalismo norteamericano. El retroceso económico
relativo de Estados Unidos frente a este desafío fue una de las
fuerzas motrices principales de la nueva era de crisis de la economía
mundial a finales de los 60.[13]
Liberados
de las restricciones impuestas por la unidad contra el bloque
oriental, Alemania y Japón podrían tratar de afirmarse en el terreno
geopolítico y convertirse en potencias mundiales capaces de amenazar
la hegemonía norteamericana. Aunque la Alemania reunificada hiciera
alarde de su independencia de Washington (por ejemplo, al provocar la
desintegración de Yugoslavia en 1991-92 frente a los intentos del
gobierno de Bush padre [1989-93] de mantener unida la federación),
era el Japón que aparecía como la amenaza mayor en virtud de su
penetración en los mercados norteamericanos y sus inversiones en el
propio territorio de EE.UU. A principios de los 90, George Friedman,
de la consultora de seguridad Stratfor, fue coautor de un libro que
anunciaba The Coming War with Japan [La inminente guerra con
Japón].
El
segundo grupo de rivales en potencia provenía de afuera del bloque
occidental. Aunque empobrecida y sumida en el caos social y político,
Rusia seguía siendo una gran potencia, con sus miles de ojivas
nucleares, su gran territorio que abarca Europa y Asia, y sus vastas
reservas de combustibles.
China
era una amenaza aun mayor. El crecimiento económico veloz registrado
por los chinos desde que sus gobernantes adoptaron el estalinismo de
mercado en los años 80, aparecía como una reivindicación del
capitalismo liberal, pero también les dio los recursos para crear una
importante potencia militar en la región geopolítica más inestable
del mundo.[14] A medida que el desafío económico japonés retrocedía
a lo largo de los 90, China surgía como la amenaza a largo plazo para
el capitalismo norteamericano. Recientemente, el principal analista
norteamericano de relaciones internacionales, John Mearsheimer,
escribió:
“Otra
manera de ilustrar el futuro poderío de China si su economía sigue
creciendo rápidamente es mediante la comparación con Estados Unidos.
El PBN norteamericano es de 7,9 billones de dólares. Si el PBN per cápita
chino es equivalente al de Corea [del Sur], el PBN global chino sería
de unos 10,66 billones de dólares, 1,35 veces el de Estados Unidos.
Si llega a la mitad del PBN per cápita japonés, el PBN global chino
sería 2,5 veces el de Estados Unidos. A título de comparación, la
riqueza de la Unión Soviética equivalía aproximadamente a la mitad
de la norteamericana durante la mayor parte de la Guerra Fría... En
pocas palabras, China tiene el potencial de ser mucho más poderosa
incluso que Estados Unidos.”[15]
Sobre
la base de esta proyección, Mearsheimer elabora una hipótesis sombría
para el noreste asiático y, en realidad, el mundo entero:
“China
no sólo sería mucho más rica que cualquiera de sus rivales asiáticos...
sino que su enorme ventaja en materia de población le permitiría
construir un ejército mucho más poderoso que el de Japón o Rusia.
Además tendría los recursos para adquirir un arsenal nuclear
impresionante. El noreste asiático sería mucho más peligroso de lo
que es ahora. Como todos los hegemónicos en potencia que la
precedieron, China tendería a convertirse en un hegemónico real, y
todos sus rivales, incluido Estados Unidos, la cercarían para tratar
de impedir su expansión.”[16]
Otros
analistas como Zbigniew Brzezinski, asesor de seguridad nacional del
presidente Jimmy Carter (1977-1981), son mucho más escépticos acerca
de la capacidad de China de desafiar seriamente la hegemonía
norteamericana, sobre todo cuando las predicciones se basan (como
posiblemente las de Mearsheimer) en “la confianza mecanicista en las
proyecciones estadísticas”.[17] Con todo, Brzezinski es uno de los
que alega con mayor energía que el desafío que enfrenta la clase
dominante norteamericana desde el fin de la Guerra Fría es el de
conservar su liderazgo sobre los estados capitalistas occidentales y
extenderlo para incorporar a las demás grandes potencias. El
principal triunfo geopolítico del gobierno de Clinton (1993-2001)
consistió en mantener una hegemonía norteamericana reorganizada en
Eurasia. Esto se vio facilitado en gran medida por el contexto económico.
Durante la mayor parte de los 90, la economía norteamericana conoció
un boom que fue adquiriendo fuerza a lo largo del decenio.[18] En ese
mismo período, la economía alemana se estancó y la japonesa sufrió
la caída deflacionaria más grave de cualquier estado capitalista
importante desde los años 30. Este cambio relativo de la relación de
fuerzas económica a favor de Estados Unidos se vio reforzado por el
uso selectivo de la fuerza militar por parte del gobierno de Clinton.
El bombardeo de Serbia por la OTAN [**] en 1995 a raíz de la cuestión
de Bosnia y —en escala mucho mayor—de Kosovo en 1999 sirvieron
para poner de manifiesto la dependencia de la Unión Europea de la
conducción política y la fuerza militar norteamericanas para
resolver las crisis, incluso en su propio patio trasero balcánico.
La
expansión de la OTAN hacia Europa oriental y central durante la
guerra de los Balcanes de 1999 cumplió una triple función: 1)
mantuvo la posición de Estados Unidos, ganada durante la Guerra Fría,
de potencia dominante en Europa Occidental y la extendió hacia el
este; 2) legitimó la penetración en la zona estratégica y económicamente
clave del Asia Central por una OTAN, ya bajo la conducción
norteamericana, y ahora autorizada a realizar operaciones “extrazona”;
3) redundó en una nueva estrategia para cercar a Rusia, que en opinión
de los autores de la política norteamericana, difícilmente se
transformaría en una democracia liberal próspera y por lo tanto
debería ser contenida.[19]
Los
resultados de la primera prueba que enfrentó la nueva OTAN contra
Serbia fueron equívocos, en el mejor de los casos, ya que el
bombardeo (que causó escasos daños graves al ejército yugoslavo)
fue sólo uno entre varios factores que llevaron a Milosevic a
abandonar Kosovo: la negativa rusa a respaldarlo y su presión para
que llegara a un acuerdo fue un factor de gran peso, por ejemplo. Pero
fue en la guerra de los Balcanes que se invocó con mayor insistencia
la ideología de la intervención humanitaria, sobre todo por parte de
Blair, que afirmaba el derecho de la “comunidad internacional”
—en este caso, Estados Unidos y sus aliados europeos— de
atropellar las soberanías nacionales y librar la guerra,
ostensiblemente al menos, para castigar a los “Estados
facinerosos” que violan los derechos humanos.[20]
A
primera vista, pareciera que el gobierno de Clinton aplicó una
estrategia multilateralista. Pero los verdaderos motivos de su
estrategia fueron expuestos con la mayor claridad por Brzezinski, uno
de los arquitectos principales de la expansión de la OTAN. En The
Grand Chessboard señaló que esta estrategia encajaba dentro de
de un enfoque más amplio cuya finalidad era mantener la dominación
norteamericana mediante una política continental de dividir para
dominar. Brzezinksi emplea el lenguaje del imperio (“La supremacía
global norteamericana evoca de alguna manera a imperios
anteriores”), al abogar por la construcción de coaliciones para
incorporar y subordinar a rivales en potencia, como Alemania, Rusia,
China y Japón:
“A
corto plazo, conviene a Estados Unidos consolidar y perpetuar el
pluralismo geográfico imperante en el mapa de Eurasia. Esto reconoce
el valor de la maniobra y la manipulación para impedir el surgimiento
de una coalición hostil que, con el tiempo, desafiaría la supremacía
norteamericana, por no mencionar la posibilidad remota de que algún
Estado en particular intentara hacerlo. A mediano plazo [en los próximos
veinte años], se debe hacer hincapié cada vez más en el surgimiento
de socios más importantes pero a la vez más estratégicamente
compatibles que, bajo una conducción norteamericana, ayudarían a
forjar un sistema de seguridad transeurasiático más dispuesto a la
colaboración. Más adelante, en un plazo mucho más largo, lo
anterior podría llevar a un núcleo de responsabilidad política auténticamente
compartida.”[21]
Es
importante comprender que a pesar del énfasis que pone en la
construcción de coaliciones (y la disposición de Brzezinski a
visualizar la posibilidad de una relación de auténtica cooperación
entre las grandes potencias en un futuro muy remoto), la estrategia
del gobierno de Clinton no puede considerarse multilateralista, al
menos en términos sencillos. Promover la expansión de la OTAN y la
Unión Europea sirvió para mantener la hegemonía norteamericana en
Eurasia, no para crear una alternativa a ella. Clinton y sus asesores
eran al decir de un conservador norteamericano, “multilateralistas
funcionales”: “Los norteamericanos prefieren actuar con la sanción
y el apoyo de otros países, si es posible. Pero tienen fuerza
suficiente para actuar por su cuenta si necesitan hacerlo.”[22]
Estados
Unidos inició la guerra de los Balcanes de 1999 bajo la égida de la
OTAN, sin acudir al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. El
gobierno de Clinton ya había desairado a la ONU cuando bombardeó
Irak en 1998 con el apoyo de Gran Bretaña y Kuwait. Madeleine
Albright, la secretaria de Estado de Clinton que se destacaba por su
ineptitud y arrogancia, justificó un ataque previo a Irak con misiles
crucero con el siguiente argumento: “Si tenemos que usar la fuerza,
es porque somos Estados Unidos.Tenemos nuestro orgullo. Miramos hacia
un futuro más lejano.”[23] Esta clase de soberbia imperialista
provocó la siguiente advertencia por parte de Samuel Huntington,
veterano servidor del Estado norteamericano: “Al actuar como si éste
fuera un mundo unipolar, Estados Unidos se encuentra cada vez más
solo en el mundo... Mientras denuncia a diversos países como
‘Estados facinerosos’, Estados Unidos se convierte a los ojos de
muchos en la superpotencia facinerosa.”[24]
La
doctrina de Bush: “represalias preventivas”
La
superpotencia facinerosa se ha lanzado a un asalto rabioso. Las
atrocidades terroristas del 11 de septiembre del 2001 representaron lo
que el politólogo norteamericano Chalmers Johnson llamó una
“explosión de revés”. La reacción que provocó el poder
imperial norteamericano, sobre todo en Medio Oriente, ya había
costado la vida a miles de civiles norteamericanos inocentes.[25] Pero
los atentados en Nueva York y Washington dieron al gobierno de Bush
(hijo) un margen mucho mayor que antes para seguir una estrategia
global cualitativamente más unilateralista que la de sus antecesores.
El
desdén del gobierno por la construcción de coaliciones quedó
manifiesto en su actitud hacia la OTAN. El 12 de septiembre del 2001,
la alianza del Atlántico Norte invocó, por primera vez en su
historia, el artículo 5 del tratado de 1949 que creó la OTAN, al
declarar que todos los Estados miembros de la alianza se consideraban
víctimas de los ataques a Estados Unidos. Bush aceptó esta declaración
de solidaridad junto con una resolución del Consejo de Seguridad de
la ONU, pero el Pentágono ni siquiera asoció a la OTAN en su guerra
contra Afganistán. La OTAN, que dos años antes había sido el
instrumento preferido por Washington para su intervención en los
Balcanes, esta vez era tratada con el desdén que los norteamericanos
suelen reservar para la ONU. El documento del gobierno norteamericano National
Security Strategy (La estrategia de seguridad nacional) le
dedica apenas tres párrafos.
Esta
preferencia por la acción unilateral reflejaba en primera instancia
el golpe simbólico grave sufrido por el poder estadounidense el 11 de
septiembre. Después de los ataques espectaculares a su centro
financiero y al cuartel general de sus fuerzas armadas, era
imprescindible que el Estado norteamericano devolviera el golpe
directamente, sin acudir a las fuerzas de seguridad internacionales.
El poder norteamericano había sido violado: el poder norteamericano
debía vengarse. Ya durante la guerra de los Balcanes de 1999, los
jefes del Pentágono expresaban su impaciencia ante los procedimientos
torpes y lentos de la OTAN. Pero desde la caída de Kabul en noviembre
del 2001, resultaba claro que el gobierno de Bush iba a utilizar la
“guerra contra el terrorismo” para justificar una estrategia
geopolítica mucho más agresiva, que emplearía el poder militar para
eliminar algunas amenazas e intimidar a todos.
El
primer paso fue la ampliación de los objetivos de la guerra,
anunciada por Bush en su discurso sobre el Estado de la Nación el 29
de enero del 2002. Al reafirmar que “nuestra guerra contra el terror
apenas comienza”, Bush declaró que, además de atacar directamente
las redes terroristas, “nuestro segundo objetivo es impedir que los
regímenes que patrocinan el terror amenacen a Estados Unidos,
nuestros amigos o nuestros aliados con armas de destrucción
masiva”, y designó a Irán, Irak y Corea del Norte como integrantes
de un “eje del mal”.[26] El subsecretario de Estado John Bolton
posteriormente extendió la red para incluir a Libia, Siria y Cuba
como “Estados patrocinadores del terrorismo que están construyendo
o tienen los medios para construir armas de destrucción
masiva”.[27]
Pero
la plena envergadura de la estrategia del gobierno se dejó ver
claramente cuando Bush anunció, en un discurso en la academia militar
de West Point el 1 de junio del 2002, lo que el Financial Times
llamó “una doctrina totalmente nueva de acción preventiva”.[28]
Bush dijo:
“Durante
buena parte del siglo pasado, la defensa de Estados Unidos se basó en
las doctrinas de la Guerra Fría de disuasión y contención. En
algunos casos, esas estrategias siguen vigentes. Pero nuevas amenazas
requieren ideas nuevas. La disuasión —la promesa de represalias en
gran escala contra las naciones— no tiene sentido contra furtivas
redes terroristas que no tienen nación ni ciudadanos que defender. La
contención no es posible cuando dictadores desequilibrados que poseen
armas de destrucción masiva podrían lanzarlas con misiles o
proveerlas clandestinamente a sus aliados terroristas.
“No
podemos defender a Estados Unidos y nuestros amigos con esperanzas. No
podemos confiar en la palabra de los tiranos, que solemnemente firman
tratados de no proliferación y los violan de manera sistemática. Si
esperamos a que se realicen plenamente las amenazas, habremos esperado
demasiado tiempo. (Aplausos.)
“La
defensa interior y la defensa antimisilística son parte de la
seguridad reforzada, prioridades esenciales para Estados Unidos. Pero
la guerra contra el terror no se gana a la defensiva. Debemos llevar
la batalla al terreno del enemigo, desbaratar sus planes, enfrentar
las peores amenazas antes de que surjan. (Aplausos.) En el mundo en
que hemos entrado, el único camino hacia la seguridad es el camino de
la acción. Y esta nación actuará.”(Aplausos).[29]
La
“doctrina Bush” de las “represalias preventivas” (como la llamó
un funcionario del gobierno) está consagrada en el documento La
estrategia de seguridad nacional: “Si bien Estados Unidos tratará
constantemente de obtener el apoyo de la comunidad internacional, no
vacilaremos en actuar por nuestra cuenta, si es necesario, para
ejercer nuestro derecho de autodefensa mediante la acción
preventiva.”[30]
La
primera prueba de esta doctrina es Irak. La política norteamericana
en el Medio Oriente después de la guerra del Golfo Pérsico de 1991
fue de “contención doble”, diseñada para aislar a Irán e Irak.
En el caso de este último, se aplicó una combinación de sanciones
económicas y bombardeos para mantener el régimen del Ba’ath de
Saddam Hussein débil y a la defensiva. Para fines de los 90, esta política
se derrumbaba desde el punto de vista diplomático ya que tanto
Francia y Rusia, miembros permanentes del Consejo de Seguridad, como
los Estados árabes mostraban un creciente interés en fortalecer sus
vínculos económicos y diplomáticos con Irak. Para mantener el
aislamiento de Irak, Washington y Londres se vieron obligados a tomar
medidas unilaterales, en particular la intensificación de la campaña
de incursiones aéreas.[31]
Ya
en el 2000, Condoleezza Rice (entonces profesora en la Universidad de
Stanford y asesora del candidato Bush) abogaba por la prolongación de
esta política. En alusión a “Estados facinerosos” como Irak y
Corea del Norte, escribió:
“Estos
regímenes viven en un tiempo prestado. No debe haber sensación de pánico
con respecto a ellos. Más bien, la primera línea de defensa debería
ser una declaración clara y clásica de disuasión: si adquieren
armas de destrucción masiva, no podrán usarlas porque cualquier
intento en ese sentido provocará la aniquilación nacional.”[32]
Cuando
se le cuestionó recientemente acerca de estas afirmaciones, Rice
bromeó a la defensiva que “los académicos pueden escribir
cualquier cosa”, y se respaldó en la espantosa advertencia del
11-9.[33] El argumento no es persuasivo. La amalgama que intentan
hacer Bush y Blair entre regímenes como el de Saddam y la red
terrorista al-Qaida pasa por alto que no se ha encontrado la menor
prueba que vincule a Irak con el 11 de septiembre. Nada de lo sucedido
desde esos atentados altera el hecho de que un Estado que montara un
ataque nuclear, químico o biológico contra Estados Unidos cometería
un suicidio nacional. Y desde luego, las acusaciones sobre armas de
destrucción en masa pasa por alto los enormes arsenales nucleares de
Estados Unidos y otras potencias dominantes, así como el desarrollo
de esas armas por Estados estrechamente alineados con Washington como
Israel y Pakistán. Para comprender la Doctrina Bush, es necesario
echar una mirada más profunda al gobierno de Bush mismo.
Bush
II: la derecha republicana toma el timón
Al
principio se solía presentar al gobierno de Bush hijo como una
continuación del de su padre. Así, se dice que la guerra prevista
contra Irak busca saldar una vieja cuenta familiar. Pero esta clase de
interpretaciones son fundamentalmente erróneas.[34] Si bien varios
altos funcionarios del gobierno actual —en particular el
vicepresidente Dick Cheney, el secretario de Estado Colin Powell y el
de Defensa Donald Rumsfeld— cumplieron funciones importantes bajo
Bush padre entre 1989 y 1993, ideológicamente Bush II se remonta a la
era de Ronald Reagan, presidente durante la última etapa de la Guerra
Fría, de 1981 a 1989.
Fue
Reagan quien denunció a la Unión Soviética como un “imperio del
mal” y autorizó a la CIA y el Pentágono a que respaldaran
guerrillas derechistas contra regímenes nacionalistas del Tercer
Mundo en Nicaragua, Angola y Afganistán, que según Washington se habían
alineado con el bando equivocado en la Guerra Fría.[35] El archicínico
Henry Kissinger sintetizó en estos términos de admiración la política
exterior reaganiana: “La sublime retórica wilsoniana en apoyo a la
libertad y la democracia era matizada con un realismo casi maquiavélico...
la Doctrina Reagan se resumía en la estrategia de ayudar al enemigo
del enemigo: Richelieu la hubiese aprobado” (uno de los
beneficiarios de esta estrategia fue Osama bin Laden).[36]
Bush
hijo evidentemente ha adoptado el estilo personal de Reagan, el gran
comunicador campechano que se concentró en pintar a grandes brochazos
y limitarse a las cuestiones de más importancia (desde el punto de
vista de la derecha republicana). Es más: la política del reaganismo
es el eje central de su gobierno. Bush padre era producto de la elite
intelectual del Este de EE.UU.; el tono de su política exterior lo
daba el secretario de Estado James Baker, quien construyó una gran
coalición basada en la autoridad del Consejo de Seguridad de la ONU
para librar la guerra contra Irak y negó a Israel una garantía para
un préstamo de 10.000 millones de dólares para obligar al primer
ministro derechista Yitzhak Shamir a participar en la conferencia de
paz de Madrid con la Organización para la Liberación de
Palestina.[37]
Cheney,
el secretario de la Defensa de Bush padre, era entonces una figura
relativamente aislada. En marzo de 1992, el diario New York Times
obtuvo una copia de un documento del Pentágono sobre política de
defensa. En lo principal, anticipaba la estrategia de seguridad
nacional de Bush hijo: “Nuestro primer objetivo es impedir el
resurgimiento de un nuevo rival... que represente un desafío de la
magnitud de la Unión Soviética... Nuestra estrategia debe cambiar de
enfoque y concentrarse en impedir el surgimiento de un futuro
competidor global en potencia.”[38]
Uno
de los autores del documento (que fue repudiado por el gobierno del
primer Bush) era Paul Wolfowitz, hoy lugarteniente de Rumsfeld. Según
Frances Fitzgerald, Rumsfeld era “el mentor de Cheney en Washington,
su amigo de más de treinta años. Como jefe de personal y luego
secretario de Defensa de [el presidente Gerald] Ford, Rumsfeld provocó
un fuerte viraje a la derecha del gobierno de Ford [1974-1977] y
frustró el intento de [el secretario de Estado] Kissinger de firmar
el tratado SALT II”, que reducía los arsenales nucleares de las
superpotencias.[39]
Hoy,
Cheney, Rumsfeld, y Wolfowitz conforman el núcleo de un grupo de
intelectuales republicanos de derecha que determina la política del
gobierno de Bush, junto con Condoleezza Rice en el Consejo Nacional de
Seguridad; el subsecretario de Estado de Control de Armas y Asuntos
Internacionales, John Bolton; y Richard Perle, el legendario “príncipe
de las tinieblas” derechista bajo Reagan, hoy presidente de la Junta
de Política de Defensa, un organismo asesor. Como dice Fitzgerald,
“la que había sido una posición minoritaria en el gobierno del
primer Bush se había convertido en mayoritaria en el segundo”.[40]
Ahora Colin Powell, jefe del Estado Mayor Conjunto y arquitecto de la
guerra del Golfo Pérsico de 1991 bajo Bush padre, queda aislado
cuando aboga por la construcción de una coalición. La posición de
Powell tuvo alguna influencia en el período inmediato posterior al 11
de septiembre, pero últimamente está siendo marginado cada vez más
por los unilateralistas de derecha. ¿Cuál es el plan de éstos?
Como
dice James Fallows, la visión de la derecha “se define por el
pesimismo, el optimismo y la impaciencia ante los formalismos”.[41]
El pesimismo se refleja principalmente en la suposición de que la
supremacía norteamericana podría verse enfrentada en poco tiempo al
surgir competidores de su mismo rango. Wolfowitz expresó este punto
de vista en un ensayo que escribió en la época de Clinton. Allí
comparó el triunfalismo post-1989 sobre la victoria del capitalismo
liberal y “el fin de la historia” con la posición, muy difundida
a fines del siglo XIX, de que la guerra se había vuelto obsoleta
debido al crecimiento económico y la integración internacional:
“El
fin de este siglo se asemeja al fin del anterior en otro sentido
importante, pues el umbral del siglo XXI pone en tela de juicio las
grandes esperanzas de paz y prosperidad. Junto con el progreso notable
y pacífico que se producía a fines del siglo pasado, el mundo
abordaba —más precisamente, no lograba controlar— el surgimiento
de nuevas grandes potencias. No sólo Japón se volvía poderoso en
Asia, sino que Alemania, que ni siquiera existía antes de fines del
siglo XIX, se convertía en una fuerza dominante en Europa.
“Hoy,
el mismo crecimiento económico espectacular que reduce la pobreza,
extiende el comercio y crea nuevas clases medias también está
generando nuevas potencias económicas y posiblemente militares. Esto
sucede sobre todo en Asia... El surgimiento de China presentaría por
sí solo problemas de magnitud; el surgimiento de China junto con
otras potencias asiáticas presenta una ecuación sumamente compleja.
En el caso de China, existe el factor de su evidente marginalidad.
Comparándolo con el fin de siglo anterior, se presenta la analogía
evidente y perturbadora [con] la posición de Alemania, un país
convencido de que le habían negado su ‘lugar al sol’, de que las
demás potencias lo habían tratado mal y que estaba resuelto a ocupar
el lugar que le correspondía mediante la afirmación
nacionalista.”[42]
Esta
visión histórico-mundial respalda la preocupación del equipo de
Bush por afirmar el poder militar norteamericano e impedir el
surgimiento de retadores. Como dijo Zalmay Khalilzad, colaborador de
Cheney en los 90 y ahora asesor especial del presidente para asuntos
del Oriente Próximo, el Sudeste Asiático y el Norte de Africa,
“corresponde a los intereses vitales de Estados Unidos estar
dispuesto a usar la fuerza en caso de necesidad” para “prevenir el
surgimiento de otro rival global en un futuro indeterminado”.[43]
Una comisión creada por el grupo derechista Proyecto para un Nuevo
Siglo Norteamericano (y que incluye a Wolfowitz junto con toda una
galería de ideólogos republicanos) advirtió en el 2000:
“En
la actualidad Estados Unidos no enfrenta un rival global. La
estrategia general norteamericana debería apuntar a conservar y
extender esta posición ventajosa lo más posible hacia el futuro. Sin
embargo, existen Estados potencialmente poderosos descontentos con la
situación actual y desesperados por cambiar, si pueden, con
consecuencias que pondrán en peligro la situación relativamente pacífica,
próspera y libre que disfruta el mundo hoy. Hasta ahora, les ha
disuadido el poderío y la presencia global de la fuerza armada
norteamericana. Pero a medida que decae ese poderío, en términos
tanto relativos como absolutos, las condiciones felices que derivan de
él se verán inevitablemente socavadas.”[44]
Así,
el impulso para mantener la hegemonía norteamericana corresponde a
una visión de debilidad potencial a largo plazo. Pero lo sustenta una
confianza que deriva en parte del desenlace de la Guerra Fría. Como
dice Fallows:
“La
confianza radica en la convicción de que Estados Unidos puede ganar
si enfrenta a los enemigos ‘malignos’. Prueba de ello es, claro
está, la caída de la Unión Soviética. Ronald Reagan ganó la
presidencia, no con invocaciones a la distensión sino con llamados a
lograr la victoria total sobre el ‘imperio del mal’. Diez años
después, el imperio había desaparecido. Casi todos los miembros
actuales de la conducción de la defensa eran integrantes del equipo
de Reagan. El recuerdo de ese triunfo subyace la promesa de George W.
Bush de que los terroristas no sólo serán contenidos, como los
narcotraficantes, sino derrotados como los nazis y los soviéticos.”[45]
Esta
confianza es reforzada por los éxitos de las fuerzas armadas en la
posguerra fría, en particular por el papel de la fuerza aérea en la
victoria contra Irak en 1991, Yugoslavia en 1999 y Afganistán en el
2001.[46] Aun antes del 11 de septiembre, Rumsfeld peleaba por una
transformación de las fuerzas armadas ante la resistencia del Pentágono.
Para ello utilizaba la llamada “revolución en los asuntos
militares” posibilitada en particular por el desarrollo de la
tecnología informática, con el fin de reorganizar las fuerzas
armadas norteamericanas en unidades especializadas relativamente pequeñas,
apoyadas por distintas formas de poder aéreo con municiones de
precisión. En un discurso clave de enero del 2002, Rumsfeld comparó
el asalto a Mazaar-e-Sharif por la Alianza del Norte y las Fuerzas
Especiales norteamericanas durante la guerra de Afganistán con la Blitzkrieg
(guerra relámpago) nazi de 1939-41:
“Lo
revolucionario e inédito en la Blitzkrieg no radicaba en los
nuevos recursos empleados por los alemanes, sino más bien en la forma
revolucionaria e inédita de mezclar recursos nuevos y existentes.
Asimismo, la batalla por Mazaar provocó transformaciones.
“Las
fuerzas coaligadas utilizaron recursos militares existentes, desde las
más modernas armas guiadas por láser hasta antigüedades como los
B-52 de hace 40 años, e incluso lo más rudimentario, un hombre a
caballo. Los usaron de maneras inéditas, con consecuencias
desastrosas para las posiciones enemigas, la moral enemiga, y esta
vez, para la causa del mal en el mundo.”[47]
La
misma fe en la destreza militar norteamericana se refleja en la
afirmación de Richard Perle, de que bastarían apenas 40.000 soldados
norteamericanos para derrocar a Saddam: “Me sorprendería que
necesitáramos esos 200.000 soldados de los que suele hablar la
prensa. Una fuerza mucho menor, integrada principalmente por fuerzas
especiales con el respaldo de algunas unidades regulares, debería ser
suficiente.”[48] Después de derrocar a los talibán, el equipo de
Bush se cree capaz de cualquier cosa.
Estados
Unidos contra Europa
Esta
certeza explica lo que Fallows llama su “impaciencia con los
formalismos”. En primer lugar, están aun menos dispuestos que sus
predecesores demócratas o republicanos a respetar las instituciones
internacionales. John Bolton resumió esta actitud cuando dijo: “No
existen las Naciones Unidas. Existe una comunidad internacional que
puede ser dirigida por la única potencia verdadera que queda en el
mundo, que es Estados Unidos, cuando conviene a nuestros intereses y
cuando podemos conseguir que otros nos sigan.”[49]
Esta
posición no representa tanto una ruptura con el pasado como un cambio
de énfasis: como hemos visto, el gobierno de Clinton estaba
perfectamente dispuesto a soslayar a la ONU y tomar medidas
unilaterales cuando lo consideraba necesario. Pero el gobierno de Bush
hijo expresa con mayor franqueza su desdén por los demás Estados
capitalistas principales de Europa Occidental y Asia oriental. Enfrentó
desde sus comienzos una serie de conflictos con la Unión Europea en
torno del protocolo de Kioto, el comercio (particularmente al imponer
tarifas aduaneras sobre el acero) y la oposición norteamericana al
Tribunal Internacional en lo Criminal. El desprecio implícito de la
derecha republicana por los europeos fue expresado con franqueza por
Perle, quien como asesor ad honorem del gobierno puede darse el lujo
de la indiscreción. Cuando se le preguntó si Estados Unidos
necesitaba el respaldo de la UE para derrocar a Saddam, respondió:
“El
mismo fenómeno en virtud del cual los europeos toleran a Saddam
Hussein —es decir, toleran a quien esté en el poder— los llevará
a apoyar al régimen que suceda a Saddam. Cambiarán rápidamente...
Harán lo que convenga a sus intereses. Quiero decir, que ahora están
atestando los hoteles de Bagdad para firmar contratos que entrarán en
vigencia cuando se levanten las sanciones. Estarán en los mismos
hoteles, buscando los mismos contratos, con el próximo régimen.”[50]
A
veces, este desdén por Europa se vuelve hostilidad lisa y llana, como
lo evocó vívidamente Anatol Lieven, un periodista británico
vinculado con la derecha republicana, inmediatamente después del 11
de septiembre:
“Poco
después de que asumió poder el gobierno de Bush en enero, fui a
almorzar en un lujoso restaurant de Nueva York con un grupo de jefes
de redacción y periodistas de un influyente diario de derecha. Los
platos y el vino eran sumamente caros, el decorado lujoso pero
discreto, la clientela muy bien vestida y buena parte de la conversación
alcanzaba un grado de demencia más que mediano. Con respecto a la
mayor parte del mundo fuera de Estados Unidos, la actitud de mis
anfitriones era una combinación de repugnancia, desprecio,
desconfianza y miedo: no sólo hacia los árabes, rusos, chinos,
franceses y otros, sino hacia los ‘gobiernos socialistas
europeos’, cualquiera que fuese el significado de esa expresión.
Esto iba acompañado de un fuerte deseo —al menos teórico— de
lanzar acciones militares contra una amplia gama de países del
mundo.”[51]
Según
Lieven, un importante político republicano preguntó: “¿Quién
dice que tenemos valores comunes con los europeos? Ni siquiera van a
la iglesia.” Robert Kagan, colega de Lieven en el instituto
conservador de investigaciones Carnegie Endowment for International
Peace, ha desarrollado un análisis un tanto más sutil, según el
cual la tendencia norteamericana hacia el unilateralismo y la posición
firme de los europeos a favor del multilateralismo derivan de la
“brecha de poder” entre los dos bandos:
“El
problema transatlántico actual no es un problema de George Bush, sino
un problema de poder. El poderío militar norteamericano ha generado
una inclinación a utilizar esa fuerza. La debilidad de Europa ha
generado un rechazo perfectamente comprensible hacia el ejercicio del
poder militar. Por el contrario, ha dado lugar a un fuerte interés
europeo por habitar un mundo donde la fuerza no importa, donde
predominan el derecho y las instituciones internacionales, donde está
vedada la acción unilateral por parte de sectores poderosos, donde
todas las naciones independientemente de su fuerza gozan de igualdad
de derechos y están bajo la protección igualitaria de normas
internacionales de conducta acordadas en común. Los europeos están
profundamente interesados en devaluar y finalmente erradicar las leyes
brutales de un anárquico mundo hobbesiano [***] donde el poder es el
determinante de última instancia de la seguridad y prosperidad
nacionales.”[52]
Kagan
sostiene que estas consecuencias de las diferencias de poder material
entre Estados Unidos y Europa se vieron reforzadas por el desarrollo,
a través de la integración europea, de instituciones multilaterales
que alientan la conciliación de los intereses nacionales. Pero Europa
pudo dominar las rivalidades interestatales por hallarse bajo el
paraguas militar norteamericano:
“Gracias
a la seguridad que le da Estados Unidos, el gobierno supranacional
europeo no tiene necesidad de brindarla... La situación actual abunda
en ironías. El rechazo de la política del poder por los europeos y
su desdén por la fuerza militar como herramienta de las relaciones
internacionales dependen de la presencia de las fuerzas armadas
norteamericanas en tierra europea. El nuevo orden kantiano [****] de
Europa sólo pudo florecer bajo el paraguas del poder norteamericano
ejercido según las reglas del antiguo orden hobbesiano. Gracias al
poder norteamericano, los europeos pudieron creer que el poder dejaba
de ser importante”.[53]
Sobre
la base de esta tesis, Kagan critica la idea, expuesta por Francis
Fukuyama y sus discípulos, como el diplomático británico Robert
Cooper, de que con “el fin de la historia” el capitalismo avanzado
ha entrado en una era “posmoderna, poshistórica”, en la cual la
guerra es obsoleta dentro de este bloque, aunque la amenaza aún
existe en las regiones “modernas” o aún “premodernas” del
mundo.[54] Tal vez Europa pudo trascender la historia, sostiene Kagan,
pero “aunque Estados Unidos ha cumplido la función clave de
introducir a Europa en el paraíso kantiano, y todavía cumple un
papel al hacer posible ese paraíso, él mismo no puede ingresar en él.
Mantiene la guardia en las murallas, pero no se le permite atravesar
los portones. A pesar de su vasto poderío, Estados Unidos sigue
atrapado en la historia, debe hacerse cargo de los Saddam y los
ayatolas, los Kim Jong Il y los Jiang Zemin, mientras otros recogen
los beneficios.”[55]
Esta
imagen que tienen los estadounidenses de sí mismos como centinelas
abnegados mientras los europeos corretean despreocupados por el paraíso
posmoderno naturalmente genera encono. Algunas de las tensiones
subyacentes afloraron en septiembre del 2002 cuando el canciller alemán
Gerhard Schroeder, en peligro de perder las elecciones federales,
orientó al Partido Socialdemócrata hacia una firme oposición a un
ataque norteamericano a Irak. Cuando la ministra de Justicia alemana
comparó a Bush con Hitler, Condoleezza Rice dijo que “se ha creado
una atmósfera envenenada”.[56] Mientras Schroeder festejaba en Berlín
su victoria por margen estrecho, Donald Rumsfeld repetía la protesta
en una reunión de la OTAN en Varsovia. Richard Perle fue más allá
al declarar que lo mejor que podía hacer Schroeder para restaurar las
relaciones germano-estadounidenses era renunciar.[57]
Imperialismo
de libre mercado
Con
esta visión histórico-mundial, el equipo de Bush está convencido de
que se les ha abierto una oportunidad para usar la supremacía militar
y así consolidar la posición del capitalismo norteamericano a largo
plazo. El 11 de septiembre y la “guerra contra el terrorismo” han
creado la oportunidad para esta campaña, pero Estados Unidos busca
peces mucho más gordos que el esquivo bin Laden y su red al-Qaida. Un
pasaje clave de La estrategia de seguridad nacional del
gobierno de Bush advierte: “Estamos atentos a la posible renovación
de los antiguos patrones de competencia entre las grandes potencias.
Varios aspirantes a grandes potencias están en período de transición
interna, en particular Rusia, la India y China.”
Aunque
repite que estas potencias comparten ciertos intereses y valores con
Estados Unidos, el documento apunta concretamente a Pekín: “Un
cuarto de siglo después de empezar a despojarse de los peores rasgos
del legado comunista, los gobernantes chinos todavía no han pasado a
la serie siguiente de decisiones fundamentales sobre el carácter del
Estado. En su búsqueda de recursos militares avanzados capaces de
amenazar a sus vecinos de la región del Pacífico asiático, China
sigue un camino anticuado que en definitiva impedirá la búsqueda de
su grandeza nacional. Con el tiempo, China descubrirá que la libertad
social y política es la única fuente de esa grandeza.”[58]
Dicho
de otra manera, el consenso entre las grandes potencias al que aspiran
Bush y sus asesores debe estar basado en las condiciones impuestas por
Estados Unidos. Esto es así en la esfera militar. El Tío Sam es el
único autorizado a desarrollar “recursos militares avanzados”.
Según la comisión de estrategia para la defensa de la derecha
republicana: “En última instancia, la magnitud y el carácter de
nuestras fuerzas nucleares no debe obedecer a la paridad numérica con
los recursos rusos sino al mantenimiento de la superioridad estratégica
norteamericana, y con esa superioridad, la capacidad de disuadir
posibles coaliciones hostiles de potencias nucleares. No hay motivos
por avergonzarse de la superioridad nuclear de Estados Unidos, que
antes bien, será un factor esencial para conservar la supremacía
norteamericana en un mundo complejo y caótico.”[59]
A
la luz de semejantes declaraciones, no es casual que Rusia y China
teman que la denuncia del Tratado sobre Misiles Balísticos (ABM) y la
construcción de un Sistema Nacional de Defensa Misilística por el
gobierno de Bush tengan por objeto otorgar a Estados Unidos la
capacidad de dar el primer golpe nuclear, con el fin de perpetuar la
supremacía norteamericana.
En
octubre del 2002, Paul Wolfowitz se jactó de los “progresos
veloces” en el desarrollo de la Defensa Misilística Nacional:
“Por fin, Estados Unidos está en libertad de desarrollar las
defensas misilísticas sin las limitaciones artificiales de un
anticuado tratado de hace 30 años con un país que ya no
existe.”[60] El Estudio sobre posición nuclear del gobierno,
divulgado a principios del mismo año, nombraba a Rusia, China, Corea
del Norte, Irán, Irak, Siria y Libia como adversarios nucleares en
potencia y proponía la integración de las armas nucleares con las
convencionales: por ejemplo, el agregado de ojivas nucleares a los
misiles antibúnker diseñados para matar a gobernantes enemigos como
Saddam Hussein.[61]
Al
mismo tiempo, la guerra contra el terrorismo brindaba a Estados Unidos
la oportunidad de instalar una serie de bases militares en el Asia
Central —una región que le estuvo vedada durante la Guerra Fría—
y regresar a Filipinas, donde había clausurado sus bases a principios
de los 90.[62] La estrategia de seguridad nacional destaca que
éste no es un proceso del momento: “Para afrontar la incertidumbre
y los muchos desafíos de seguridad, Estados Unidos necesitará bases
y destacamentos dentro y más allá de Europa Occidental y el Noreste
Asiático, así como dispositivos de acceso temporal para el
despliegue de sus fuerzas a larga distancia.”[63] Nadie puede
reprochar a los gobernantes chinos por ver en estas medidas la primera
etapa de una estrategia destinada a cercarlos.
Con
todo, es importante advertir que la estrategia general del gobierno de
Bush no apunta solamente a mantener la preeminencia geopolítica
global de Estados Unidos sino también a imponer el modelo
angloamericano del capitalismo de libre mercado en el mundo. El prólogo
de Bush a La estrategia de seguridad nacional afirma desde el
principio: “Las grandes contiendas del siglo XX entre la libertad y
el totalitarismo culminaron en una victoria decisiva para las fuerzas
de la libertad, y dejaron un único modelo sustentable para el éxito
nacional: libertad, democracia y libre empresa.” A continuación,
Bush afirma su intención de “crear un nuevo equilibrio de poder que
favorece la libertad humana; condiciones en las que todas las naciones
y sociedades puedan escoger para sí mismas las gratificaciones y los
desafíos de la libertad política y económica.” Un capítulo
entero del documento esboza las políticas neoliberales que “pondrán
en marcha una nueva era de crecimiento global por medio de los
mercados libres y el libre comercio”. El documento advierte: “La
estrategia de seguridad nacional de EE.UU. se basará en un
internacionalismo particularmente estadounidense que refleja la unión
de nuestros valores y nuestro éxito nacional.” Es en verdad un
internacionalismo muy particular el que concede a los pueblos la
libertad de optar por el “único modelo sustentable para el éxito
nacional”: el capitalismo liberal al estilo norteamericano. Se podrá
evitar una nueva era de competencia entre grandes potencias siempre y
cuando los posibles desafiantes como Rusia y China adopten los
“valores comunes”, es decir, claro está, los valores capitalistas
liberales norteamericanos.[64]
El
economista Robert Wade, liberal de izquierda, ha trazado un retrato
notable de la estructura de la economía mundial desde el derrumbe del
sistema de Bretton Woods a principios de los 70, y en qué medida esto
ha favorecido los intereses del imperialismo norteamericano:
“Supongamos
que tú eres un emperador romano moderno, cabeza del país más
poderoso de un mundo de Estados soberanos y mercados internacionales.
¿Qué clase de economía política internacional crearás para que,
sin necesidad de matonear demasiado, las fuerzas normales del mercado
sustenten la preeminencia económica de tu país, permitan a tus
ciudadanos consumir mucho más de lo que producen y mantengan a raya a
los competidores?
“Quieres
autonomía para determinar tu tasa de cambio y política monetaria
propias, y a la vez obligar a los demás países a depender de tu
apoyo para manejar sus economías. Quieres la capacidad de provocar
volatilidad y crisis económicas en el resto del mundo con el fin de
obstaculizar el crecimiento de los centros que podrían desafiar tu
preeminencia. Quieres que los exportadores del resto del mundo
compitan intensamente entre ellos para darte un flujo de importaciones
a precios constantemente decrecientes con respecto al precio de tus
exportaciones...
“¿Qué
rasgos permanentes introduces en la economía política internacional?
Primero, la libre movilidad del capital. Segundo, el libre comercio
(exceptuando las importaciones que amenazan las industrias nacionales
cuyo destino puede afectar tu reelección). Tercero, inversiones
internacionales libres de normas discriminatorias que favorezcan a las
empresas nacionales por medio de la protección, las compras públicas,
la propiedad estatal u otros recursos, destacando en particular la
libertad de tus empresas para buscar clientela entre las elites
nacionales para la administración de sus bienes financieros, educación
privada, salud, pensiones y cosas afines. Cuarto, tu moneda como
principal moneda de reserva. Quinto, nada de limitaciones a tu
capacidad para crear tu moneda a voluntad (por ejemplo, un vínculo dólar-oro)
para que puedas financiar déficits comerciales ilimitados con el
resto del mundo. Sexto, préstamos internacionales a tasas de interés
variables nominados en tu moneda, lo cual significa que los países
prestatarios en crisis tienen que pagarte más cuando tu capacidad es
menor. Esta combinación te permite consumir mucho más de lo que
ellos producen (y provoca inestabilidad y crisis financieras periódicas
en el resto del mundo). Para supervisar el marco internacional,
quieres organizaciones internacionales que aparentan ser cooperativas
de Estados miembros y aportan la legitimidad del multilateralismo,
pero son financiadas de manera que las puedas controlar.”[65]
Esta
es una descripción de lo que Peter Gowan llama el Régimen Dólar-Wall
Street (RDWS) mediante el cual los gobiernos desde Nixon en adelante
han tratado de organizar los mercados financieros globales durante los
últimos treinta años.[66]
Se
exagera su peso en tres sentidos. En primer lugar, Gowan en particular
da una explicación demasiado conspirativa del desarrollo del RDWS. La
casualidad (por ejemplo, el éxito en modo alguno previsible del plan
de privatizaciones de Thatcher) y las innovaciones de los actores
financieros cumplieron un papel importante en esta historia. Además,
como señala con razón Robert Brenner, el dólar sin respaldo oro
como centro del sistema financiero internacional no siempre ha sido
ventajoso para el capitalismo norteamericano. El Acuerdo del Plaza de
septiembre de 1985 entre los principales Estados capitalistas provocó
una caída del dólar que resultó crucial para la recuperación de la
competitividad internacional de EE.UU. Pero lo que Brenner llama “el
Acuerdo del Plaza inverso”, diez años después, cuando el gobierno
de Clinton adoptó una política de dólar fuerte para reanimar la
deprimida economía japonesa, sentó las bases para la crisis de
rentabilidad del sector manufacturero norteamericano de fines de los
90.[67]
En
segundo lugar, las instituciones dominadas por Estados Unidos que
rigen el RDWS —lo que Wade llama el complejo Secretaría del
Tesoro de EEUU-FMI-Wall Street— en cierta medida proporcionan
“bienes públicos” que favorecen a todas las economías
capitalistas desarrolladas, no sólo la norteamericana: así,
multinacionales europeas como Suez han sido las más beneficiadas por
la privatización del agua en el norte y el sur, exigida por el
acuerdo neoliberal llamado Consenso de Washington.
Tercero,
esto indica que el capitalismo europeo y japonés, aunque son actores
geopolíticos relativamente marginales, al mismo tiempo son actores
económicos protagónicos, cuyos intereses y reclamos Washington y
Wall Street no pueden simplemente pasar por alto.
Disipada
la euforia que rodeó el boom norteamericano de fines de los 90, y al
salir a la luz sus componentes de especulación y de fraude liso y
llano, los elogios a la “Nueva Economía” norteamericana
—cuyo rendimiento, al decir de Alan Greenspan, presidente de la
Junta de Reserva Nacional, le permitía “trascender la historia”
— se han desinflado junto con la burbuja de Wall Street. Brenner
destaca que el crecimiento de la productividad norteamericana durante
el boom “no fue decisivamente superior al de sus principales
competidores. Mientras entre 1993 y el 2000 la productividad del
trabajo manufacturero aumentó a una tasa anual del 5,1 %, las de
Alemania Occidental y Francia crecieron a tasas del 4,8 % (hasta 1998)
y 4,9 % respectivamente.”[68]
Richard
Layard extiende esta comparación a las economías en su conjunto:
“En los últimos diez años, la producción por hora ha crecido más
rápidamente en los países de la eurozona que en Estados Unidos, y en
Francia y Alemania es ahora tan alta como en aquél. En términos per
cápita, la producción ha crecido tan rápidamente en la eurozona
como en Estados Unidos, en los últimos diez años y en los últimos
tres.”[69] Según el FMI, ¡en el 2001 no sólo Alemania y Francia
sino incluso Italia superaban a Estados Unidos en producción por
hora![70]
La
enorme ventaja militar de Estados Unidos sobre las demás potencias no
debe ocultar el hecho de que la competencia económica, en particular
con la UE, está mucho más equilibrada.[71] Esto implica que la
supremacía norteamericana actual depende de un conjunto de
circunstancias altamente contingente y transitorio. Precisamente por
ello, los gobiernos norteamericanos han debido librar una batalla
feroz para mantener su hegemonía —antes sobre el capitalismo
occidental, ahora en escala global— durante la generación pasada.
El gobierno de Bush aprovecha la coyuntura actual para inclinar la
balanza aun más a favor del capitalismo norteamericano. Pero,
parafraseando el título del libro de Gowan, esto es un riesgo, y no
hay una salida garantizada.
“Cambio
de régimen” y política petrolera
Con
todo, la prioridad inmediata para el equipo de Bush no es enfrentar a
los grandes rivales de Estados Unidos sino derrocar a Saddam Hussein
por la fuerza. Este proyecto cumplirá dos funciones principales.
Primero, una guerra victoriosa contra Irak serviría pour
encourager les autres: si la fuerza abrumadora norteamericana es
capaz de derrocar al dictador recalcitrante de una potencia menor del
Oriente Medio, los que pretendan competir con Washington en pie de
igualdad harán bien en tener cuidado con lo que hacen. Segundo, el
derrocamiento de Saddam cumpliría una función concreta en el plan
ambicioso de por lo menos algunos miembros de la derecha republicana,
de reorganizar el Oriente Medio en su totalidad.
“Lo
que la gente no termina de comprender aquí es que después de Irak
tienen una larga lista de países que quieren reventar”, dice el
especialista en defensa John Pike acerca de Richard Perle y sus congéneres.
“Irak no es el capítulo final sino el inicial.”[72] Uno de los
primeros en la lista de blancos es Arabia Saudita. En julio del 2002,
Perle provocó una conmoción cuando presentó ante la Junta de Política
de la Defensa a Laurent Murawiec, analista de la Rand Corporation y
antiguo seguidor de Lyndon LaRouche, el notorio teórico
conspirativista que se desplazó sin esfuerzo de la extrema izquierda
a la extrema derecha de la política norteamericana. El organismo
asesor escuchó con estupor a Murawiec cuando dijo que Arabia Saudita
era el “meollo del mal” y que “debe ser incluida entre
‘nuestros enemigos’, y en caso de necesidad, Estados Unidos debe
amenazar a las dos ciudades más sagradas del Islam, La Meca y Medina,
que se encuentran en Arabia Saudita.”[73]
En
medio del alboroto, Rumsfeld y Perle se apresuraron a tomar distancia
de estos desvaríos. Pero las ideas de Murawiec tienen algunos
partidarios en la derecha republicana.
Según
Michael Leeden, del instituto de investigaciones políticas American
Enterprise Institute, “la red terrorista —de al-Qaida a Jizbolá,
de Yihad Islámica a Hamás y diversos grupos de la Organización de
Liberación de Palestina— es tan poderosa debido al apoyo que le
brindan cuatro regímenes déspotas, que yo llamo los ‘dueños del
terror’: Irán, Irak, Siria y Arabia Saudita.” Leeden no llega a
proponer que Estados Unidos vaya a la guerra contra Arabia Saudita.
Sostiene que el primer blanco de Washington debe ser Irán, que “creó,
entrenó, protegió, financió y apoyó al grupo terrorista más mortífero
del mundo, Jizbolá”; lo que viene a significar que matar soldados
israelíes es un crimen más odioso que masacrar civiles
norteamericanos.[74] Sin embargo, que un aliado crucial de Estados
Unidos en el mundo árabe desde los años 40 pase bruscamente a
integrar la lista washingtoniana de los Estados más facinerosos es un
trastrocamiento asombroso.
Tres
factores intervienen en este cambio. El primero es el 11 de
septiembre. El gobierno mismo trató de pasar por alto las raíces de
bin Laden en la clase dominante saudita, así como el origen saudita
de la mayoría de los que perpetraron el atentado, pero muchos en la
derecha republicana exigen abiertamente una rendición de cuentas:
“Los saudíes están activos en cada nivel de la cadena del terror,
desde el planificador hasta el proveedor de fondos, desde el oficial
hasta el soldado raso, desde el ideólogo hasta el que aplaude desde
la tribuna”, dijo Murawiec a la Junta.[75]
Los
parientes de las víctimas han entablado juicios por un billón de dólares
contra varias instituciones saudíes y tres miembros de la familia
real por financiar el terrorismo. Un análisis más honesto hubiera
apuntado el dedo al gobierno de Estados Unidos —al de Reagan en
particular— por su estrecha alianza con Arabia Saudita al financiar,
entrenar y armar a las guerrillas islámicas que combatieron en
Afganistán durante la última etapa de la Guerra Fría. Pero en el
prisma deformante de la visión mundial republicana de derecha, el 11
de septiembre ayudó a introducir a Arabia Saudita en el eje del mal.
Segundo,
en una medida mucho mayor que generaciones anteriores de conservadores
norteamericanos, muchos derechistas contemporáneos apoyan
incondicionalmente el Estado de Israel. Por ejemplo, Perle es un
director del Jerusalem Post y trató de usar su influencia en
Israel en un intento torpe por sabotear las conversaciones de Camp
David del 2000. El apoyo a Israel refuerza la aprensión de la derecha
republicana frente a Irak, al que Israel considera una amenaza mayor
desde hace mucho tiempo. Como señaló Perle en 1996, derrocar a
Saddam es “un importante objetivo estratégico israelí por derecho
propio”.[76]
Los
derechistas republicanos (entre ellos los cristianos fundamentalistas
que consideran a Palestina la tierra que Dios dio a los judíos en el
Antiguo Testamento) tienden a coincidir con dirigentes del Likud como
Ariel Sharon y Binyamin Netanyahu en su hostilidad hacia el proceso de
paz en el Oriente Medio. Por eso detestan a los Estados árabes
conservadores como Arabia Saudita y Egipto, que presionan a Washington
para que obligue a Israel a regresar a la mesa de negociaciones. Según
Anatol Lieven, “Murawiec era partidario de enviar un ultimátum a
los saudíes para exigir no sólo que su policía coopere plenamente
con las autoridades norteamericanas, sino también que supriman las críticas
públicas a Israel y Estados Unidos dentro del país, algo imposible
para cualquier Estado árabe.”[77]
En
lugar de negociar con los palestinos, la derecha aboga por una
reestructuración del mundo árabe por la fuerza. En medio de la
crisis de Jenín en mayo del 2002, William Kristol y Robert Kagan
sostuvieron que Bush no debía “sumergirse en el proceso de paz”
hasta el punto de olvidar “el camino que conduce a la verdadera paz
y seguridad: el camino que atraviesa Bagdad”.[78] Derrocar a Saddam
sería el comienzo de un proceso de “reducción” —como las
contrarrevoluciones manejadas por Estados Unidos en Centroamérica y
el derrumbe del estalinismo en Europa Oriental en los 80— que
extendería la democracia liberal por el mundo árabe. Según el Wall
Street Journal, “liberar a Irak de Saddam y auspiciar la
democracia no sólo eliminaría una gran amenaza militar de la región.
Al mismo tiempo, enviaría un mensaje al mundo árabe de que la
autodeterminación como parte del mundo moderno es posible.” Si esta
conmoción democrática llegase a reemplazar la dinastía Saudí por
un gobierno antinorteamericano, esto “obligaría a tomar una decisión
sobre la ocupación de los campos petroleros saudíes, lo cual sería
el fin de la OPEP.”[79]
Condoleezza
Rice ha dicho que Washington puede usar su poder militar para extender
las fronteras del capitalismo liberal: “Si el derrumbe de la Unión
Soviética y el 11 de septiembre son los extremos de un gran cambio en
la política internacional, este período presenta no sólo grandes
peligros sino también oportunidades enormes... Es un período similar
al de 1945 a 1947, cuando la primacía norteamericana amplió el número
de Estados democráticos —Japón y Alemania entre las grandes
potencias— para crear un nuevo equilibrio de poder que favoreció la
libertad.”[80]
La
realidad subyacente tras estas fantasías triunfalistas de imponer la
democracia liberal en el Oriente Medio radica en el tercer factor, el
más decisivo en el pensamiento de la derecha republicana con respecto
a la región: el petróleo. El hecho de que Arabia Saudí contiene los
yacimientos de petróleo más grandes del mundo es lo que ha unido a
las clases dominantes norteamericana y saudí desde la Segunda Guerra
Mundial. El gobierno de Bush, estrechamente vinculado con las empresas
de combustibles fósiles —Mike Davis lo llama el comité ejecutivo
del Instituto Norteamericano del Petróleo— está obsesionado por el
acceso a largo plazo a las reservas de combustibles.[81] En mayo del
2001, Washington divulgó el Plan nacional de energía,
redactado (con ayuda de la Enron) por un equipo encabezado por Dick
Cheney.
Acerca
de este Plan Michael Klare escribe: “En esencia, el informe
Cheney establece tres cuestiones principales:
“*
Estados Unidos debe importar una parte creciente de su demanda de petróleo.
(En la actualidad, Estados Unidos importa unos 10 millones de barriles
diarios, que representan el 53% de su consumo total; para el 2020, la
importación diaria sumará casi 17 millones de barriles, el 65% del
consumo.)
“*
Estados Unidos no puede depender exclusivamente de las fuentes
tradicionales de oferta como Arabia Saudí, Venezuela y Canadá para
obtener el petróleo adicional. Deberá obtener una provisión
adicional de nuevas fuentes como los Estados del Caspio, Rusia y
Africa.
“*
Estados Unidos no puede confiar exclusivamente en las fuerzas del
mercado para acceder a esta provisión adicional, sino que se
necesitará un esfuerzo significativo de parte de las autoridades del
gobierno para superar la resistencia a la extensión hacia el exterior
de las empresas norteamericanas de combustibles.
“De
acuerdo con estos tres principios, el plan Cheney pide al gobierno de
Bush que apruebe una amplia gama de iniciativas destinadas a
incrementar la importación del petróleo desde fuentes de ultramar.
En particular, pide al presidente y a los secretarios de Estado, Energía
y Comercio que colaboren con los gobiernos del Asia Central y Azerbaiján
para incrementar la producción en la región del Caspio y construir
oleoductos hacia Occidente. Pide a los funcionarios norteamericanos
que convenzan a sus homólogos en África, el Golfo Pérsico y
Latinoamérica a que abran sus industrias petroleras a la participación
de las grandes empresas norteamericanas y envíen más petróleo a
Estados Unidos.
“Al
abogar por estas medidas, el equipo Cheney es consciente de que los
esfuerzos norteamericanos por acceder a cantidades crecientes de petróleo
extranjero podrían suscitar resistencia en algunas regiones
productoras. El informe destaca que para el 2020, Estados Unidos
‘importará casi dos de cada tres barriles de petróleo [que
consume], una condición de dependencia creciente de potencias
extranjeras no siempre dispuestas a favorecer los intereses
norteamericanos’.”[82]
Lo
que Klare llama la “estrategia de adquisición global de petróleo”
permite explicar muchas acciones del gobierno de Bush: planes para el
gran incremento de las importaciones de petróleo ruso, instalación
de bases militares en la región del Caspio, apoyo oficial al
fracasado golpe de derecha venezolano en abril, la ofensiva militar
del gobierno colombiano con respaldo estadounidense. Pero también
pone de relieve la importancia estratégica de los Estados petroleros
del Oriente Medio. Como se ha visto, la relación entre Estados Unidos
y Arabia Saudita en deterioro, y por ambas partes. En agosto del 2002,
el Financial Times informó que “saudíes enfadados”
retiraron últimamente hasta 200.000 millones de dólares de Estados
Unidos, lo que ayudó a debilitar el dólar. Se citaron entre otros
motivos el apoyo norteamericano a Israel y el reclamo por parte de
analistas de derecha de que se congelasen los bienes saudíes en
Estados Unidos. “Desde Riad, incluso en la prensa cercana al
gobierno, se reclama una revisión de la relación estratégica con
Estados Unidos. En la elite saudita también se discute, de manera
menos pública, si no conviene poner el precio del petróleo en euros,
en lugar de dólares, para castigar a Estados Unidos.”[83]
Arabia
Saudita ha cumplido un papel crucial en la OPEP al usar sus enormes
reservas para convencer a los demás miembros del cartel que mantengan
niveles de producción y precios capaces de mantener un flujo
constante de ingresos, pero sin afectar demasiado las ganancias de las
empresas occidentales ni alentar las inversiones en regiones
productoras menos eficientes no controladas por OPEP. Pero aunque la
familia real saudita siga en este rumbo, su petróleo no es suficiente
para abastecer el capitalismo norteamericano. Irak es el número dos
del mundo en cuanto a reservas. Un gobierno post-Saddam impuesto y
mantenido en el poder por las armas norteamericanas sería, en el
mejor de los casos, una criatura débil, como el régimen títere de
Karzai en Afganistán; incluso existen señales de que Washington
piensa instalar su propio gobierno militar para gobernar Irak durante
una prolongada “transición democrática” según el modelo de la
ocupación de Alemania y Japón en la posguerra.[84]
Algunos
especialistas en petróleo creen que Irak, dominado por Estados
Unidos, se retiraría de la OPEP. En el peor de los casos, aumentaría
su producción, frenada desde 1991 por la falta de inversiones y el
embargo de la ONU, lo cual bajaría los precios del petróleo. The
Economist comenta estas hipótesis:
“¿Habrá
una inundación de petróleo iraquí? Es posible. Cualquier futuro
gobierno en Irak, que necesitará dinero en enormes cantidades para
reconstruir el país, tratará de ampliar el sector petrolero con la
mayor rapidez. Por lo menos algunos directivos petroleros piensan que
esta bonanza podría atraer muchas inversiones extranjeras a la
producción petrolera iraquí. Aunque el nuevo gobierno no rompiera
sus lazos con la OPEP, como preferiría Estados Unidos, probablemente
pediría —teniendo en cuenta los años de supervisión de sus
exportaciones petroleras por la ONU— una prolongada exención de las
cuotas. ¿OPEP, QEPD?
“Pues
bien, parecería que al noquear al señor Hussein matarían dos pájaros
de un tiro: sería el fin de un dictador peligroso, y con él, el de
un cartel que durante años ha manipulado precios, manejado embargos y
perjudicado a los consumidores de diversas maneras.”[85]
The
Economist sostiene que
diversos obstáculos se interponen en el camino de este desenlace:
Arabia Saudita podría negarse a cumplir su papel habitual de
productor de última instancia y no incrementar la producción para
evitar que los precios del petróleo se vayan a las nubes en caso de
una guerra en el Oriente Medio; la infraestructura petrolera iraquí
está tan derrengada que se necesitarán años y grandes inyecciones
de inversión extranjera para lograr un aumento notable de la producción,
y así sucesivamente. Pero aun con estas salvedades, es evidente que
uno de los grandes factores en juego en una guerra con Irak sería que
Estados Unidos pasaría a controlar las segundas reservas petroleras
del mundo. Esto no sólo aliviaría sus preocupaciones acerca del
acceso a largo plazo a los combustibles, sino que aumentaría el poder
de Washington sobre aliados y rivales como Alemania y Japón, aun más
dependientes del petróleo importado que Estados Unidos. Una vez más,
se advierte cómo los factores económicos y geopolíticos están
indisolublemente ligados en la estrategia general del imperialismo
norteamericano.
Bush
I contra Bush II: el debate en el seno de la clase dominante
La
Doctrina Bush y los planes del gobierno para atacar a Irak han
provocado una polémica notablemente pública e intensa en la cima de
la clase dominante norteamericana. Lo más notable es el
enfrentamiento entre el primer gobierno Bush y el segundo.
En
agosto del 2002, James Baker y Lawrence Eagleburger, secretarios de
Estado sucesivos bajo Bush padre, se opusieron públicamente a una
acción unilateral de Estados Unidos contra Irak. A ellos se sumó
Brent Scowcroft, asesor de seguridad nacional del primer Bush, quien
resumió así el alegato de los críticos:
“Lo
central es que cualquier campaña contra Irak, cualesquiera que sean
la estrategia, el costo y los riesgos, seguramente nos desviarán por
un plazo indeterminado de nuestra guerra contra el terrorismo. Peor
aun, en el mundo existe consenso virtual contra un ataque a Irak en
este momento. Mientras persista ese sentimiento, EE.UU. estaría
obligado a actuar por cuenta propia, lo cual incrementaría las
dificultades y costos de las operaciones militares...
“Las
consecuencias más funestas serían posiblemente las que afectarían
la región de Medio Oriente. La opinión generalizada allá es que
Irak es ante todo una obsesión norteamericana. En cambio, la obsesión
regional es el conflicto palestino-israelí. Si parece que estamos
volviendo la espalda a ese conflicto enconado —cuando la región,
con razón o sin ella, considera que está en nuestro poder
resolverlo— para perseguir a Irak, habría una explosión de furia
contra nosotros, pues estaríamos dando la espalda a un interés
crucial del mundo musulmán, en aras de lo que se considera un interés
mezquino norteamericano.
“Aun
sin la participación israelí, los resultados bien podrían
desestabilizar a los regímenes árabes de la región, lo cual, irónicamente,
facilitaría uno de los objetivos de Saddam. Como mínimo, impediría
la colaboración contra el terrorismo e incluso podría engrosar las
filas de los terroristas.”[86]
A
estos críticos se sumaron figuras importantes del gobierno de Clinton
como Madeleine Albright y Richard Holbrooke, así como veteranos de
presidencias anteriores como Henry Kissinger y Zbigniew Brzezinski.
Kissinger criticó la doctrina Bush ante el Comité de Relaciones
Exteriores del Senado: “No puede ser favorable a los intereses
nacionales norteamericanos ni a los del mundo desarrollar principios
que otorguen a cada nación el derecho irrestricto de tomar medidas
preventivas contra las amenazas a su seguridad nacional tal como ella
misma las define.”[87] Al viejo criminal de guerra no le tembló el
pulso para ordenar acciones preventivas durante su período en el
gobierno: por ejemplo, cuando Estados Unidos invadió Camboya en mayo
de 1970. Lo que él temía era el peligro de adoptar públicamente la
doctrina de la acción preventiva, que lejos de intimidar a los
rivales, podría alentarlos a seguir el ejemplo.
No
obstante, el debate entre el gobierno de Bush y sus críticos tiende a
referirse a las tácticas más que a los fines. Por ejemplo, Holbrooke
apoyó el objetivo del “cambio de régimen” en Irak, pero sostuvo:
“El
camino a Bagdad pasa por el Consejo de Seguridad de las Naciones
Unidas. El gobierno de Bush debe reconocer esta verdad elemental si
desea obtener el apoyo internacional que es esencial para el éxito en
Irak. Para construir ese apoyo se necesita una nueva resolución del
Consejo de Seguridad, que autorice el uso de la fuerza si Saddam
Hussein se niega a permitir un régimen total de inspecciones de
armas, es decir, de inspecciones sin aviso previo, en cualquier
momento y lugar. Semejante resolución daría un pretexto legitimador
vital para la acción a aquellas naciones (Turquía, Gran Bretaña)
que quieren apoyar una ofensiva para derrocar a Saddam, a la vez que
presionaría a aquellas que vacilan o se oponen, como Alemania,
Francia y Arabia Saudita.”[88]
Esto
equivaldría en esencia a regresar a la estrategia del primer gobierno
Bush en el prólogo a la Guerra del Golfo Pérsico de 1991: utilizar
la autoridad de la ONU para legitimar el uso de la fuerza militar por
Estados Unidos, o al decir de Robert Kagan, “el puño de hierro
unilateralista en el guante de seda multilateralista”.[89] Scowcroft
y Brzezinski presentaron argumentos muy similares.[90] En este caso,
el gobierno se desplazó un poco en ese sentido con el discurso de
Bush a la Asamblea General en el primer aniversario del 11 de
septiembre. Pero Bush y sus asesores dejaron sentado que para ellos,
una nueva resolución del Consejo de Seguridad era un preludio a la
acción militar contra Saddam en lugar de una alternativa, como
esperaban Francia y Rusia. Bush se mofó de la ONU al recordarle la
suerte de la Liga de las Naciones, que fue incapaz de impedir el
estallido de la Segunda Guerra Mundial, y advirtió: “Trabajaremos
con el Consejo de Seguridad de la ONU para elaborar las resoluciones
necesarias. Pero que nadie ponga en duda los propósitos de Estados
Unidos. Se impondrán las resoluciones del Consejo de Seguridad... o
la acción será inevitable, Y un régimen que ha perdido su
legitimidad también perderá su poder.” La alternativa para la ONU
era darle el sello de legitimidad a la guerra de Washington o sentarse
a un lado a contemplar el ataque de Estados Unidos y Gran Bretaña a
Irak.[91]
Las
críticas de ese sector de la clase dominante se fundamentaban en un
conocimiento de las realidades del poder en el Oriente Medio y en la
escala global. La estrategia estadounidense en la región se ha valido
de una serie de alianzas con Estados clave: por un lado, Israel, y por
el otro, los regímenes árabes conservadores, sobre todo los de
Egipto y Arabia Saudita. Israel es un aliado valioso; su aislamiento
en la región y su enorme arsenal provisto por Estados Unidos lo
convierten en un contrapeso fiable a cualquier régimen indígena que
intente desafiar los intereses norteamericanos. Pero, como señalaron
los críticos, al depender exclusivamente de Israel los intereses
norteamericanos quedarían peligrosamente expuestos a la hostilidad de
las masas populares en la región. El primer gobierno Bush hizo
grandes esfuerzos por mantener a Israel al margen de la guerra de 1991
(a pesar de la vigorosa oposición de Ariel Sharon), consciente de que
la participación israelí socavaría la posición de sus aliados árabes
en la coalición contra Saddam.[92]
Esta
concepción estratégica suele ser reforzada por los intereses
materiales derivados de los vínculos económicos estrechos que aún
mantienen unidas a las clases dominantes norteamericana y árabe. Bush
padre y Baker son miembros del Grupo Carlyle, una furtiva empresa
privada de inversiones con importante participación saudita. Quiso el
destino que el Grupo Carlyle estuviera reunido en Manhattan el 11 de
septiembre del 2001: así, pilares del establishment
norteamericano y un hermanastro de Osama bin Laden contemplaron codo a
codo el derrumbe de las Torres Gemelas en medio de las llamas y el
polvo.
El
imperialismo norteamericano no puede operar en escala global sin
aliados. Con todo su poderío militar y económico, su posición geográfica
lo sitúa a distancia de la masa terrestre eurasiática donde se
concentran la mayor parte de la población y riqueza del mundo. Para
proyectar su poder militar, Estados Unidos necesita aliados y clientes
que le proporcionen bases en Europa y Asia. Las clases eurasiáticas
capitalistas, incluso las más débiles, tienen recursos e intereses
propios. Para asegurarse su cooperación, no basta la coerción, sino
que se necesitan el soborno y la persuasión. Como señala en
particular Brzezinski, la construcción de coaliciones es
indispensable para mantener la dominación norteamericana del
continente eurasiático.
El
equipo de Bush no tiene paciencia para los compromisos y las demoras
que requieren la construcción y el mantenimiento de las coaliciones
necesarias. No los mueve el mero fervor, sino la convicción de que la
supremacía actual de Estados Unidos les brinda una oportunidad
singular para liquidar a rivales en potencia. Pero aunque pone más énfasis
que sus antecesores en la acción unilateral y la coerción, el
gobierno actual no puede sustraerse a las limitaciones del poder
norteamericano. Así, cuando Sharon advirtió que Israel no accedería,
como en la guerra de 1991, al pedido norteamericano de no tomar
represalias ante un ataque iraquí, Rumsfeld intervino rápidamente
para reclamar moderación a los israelíes en caso de una guerra
contra Irak: “La no participación beneficiaría de manera
abrumadora los intereses de Israel”, dijo el funcionario.[93] La
misma derecha republicana tiene que sopesar los riesgos políticos que
implica provocar la hostilidad del mundo árabe.
Conclusión
Sería
excesivamente simplista calificar los planes del gobierno de EE.UU. de
irracionales, como hizo el especialista en sociología histórica
Immanuel Wallerstein al denunciar a Bush como “un geopolítico
incompetente. Ha permitido que una camarilla de halcones lo induzca a
tomar una posición sobre la invasión a Irak de la cual no puede
retractarse, que sólo tendrá consecuencias negativas para Estados
Unidos, así como para el resto del mundo.”[94]
Como
he intentado demostrar, el plan del equipo de Bush se basa en una
lectura acertada de las amenazas económicas y geopolíticas a largo
plazo que enfrenta el capitalismo norteamericano, e implica la decisión
de aprovechar el 11 de septiembre y la actual supremacía militar para
modificar el actual equilibrio global de poder económico y político
aun más a favor suyo. Si bien la estrategia contiene elementos
irracionales —que surgen sobre todo de los lazos crecientes entre
las derechas norteamericana e israelí—, de ahí no se desprende que
todo el enfoque es una aventura al estilo del Doctor Insólito. Aunque
sectores de la clase dominante la cuestionan, la estrategia representa
una visión de cómo favorecer de la mejor manera posible los
intereses globales del capitalismo norteamericano.
Con
todo, es mucho lo que está en juego en la guerra inminente con Irak.
En términos políticos estrechos, el fracaso —acaso incluso la
decisión de retractarse de atacar a Irak— le quitaría a Bush la
posibilidad de una segunda presidencia. Blair se ha jugado tanto en el
apoyo a la guerra que una debacle militar podría significar su propia
caída. En términos más amplios, dice Anatol Lieven: “La guerra
con Irak forma... parte de lo que es en esencia una estrategia de
emplear la fuerza militar norteamericana para descargar sobre el resto
del mundo los costos ecológicos de la economía norteamericana
existente, sin necesidad de exigir sacrificios a corto plazo al
capitalismo, a la elite política ni al electorado
norteamericanos.”[95] La estrategia del gobierno de Bush sintetiza
las razones que han atraído a millones al movimiento anticapitalista
desde las protestas de noviembre de 1999 en Seattle: sobre todo, la
expansión imperialista del sistema capitalista que amenaza con
liquidar el planeta mediante la guerra y la destrucción del medio
ambiente.
Pero,
como hemos visto, este impulso belicista ha dividido a la clase
dominante norteamericana y aislado a Estados Unidos de las demás
principales potencias. Es una inversión asombrosa de la situación
imperante luego de los atentados en Nueva York y Washington, cuando el
diario parisino Le Monde, antiguo crítico de la política
exterior norteamericana, proclamó: “Todos somos norteamericanos.”
A nivel popular, el antinorteamericanismo en el mundo es más fuerte
que antes del 11 de septiembre, siempre que no se lo entienda como
odio hacia los norteamericanos comunes o su cultura, sino como oposición
a las políticas globales del Estado y las grandes empresas. Incluso
dentro de Estados Unidos, el unilateralismo de Bush tiene escaso apoyo
popular. En una encuesta reciente de opinión pública, el 65 por
ciento se declaró a favor de la guerra contra Irak sólo con la
aprobación de la ONU y el apoyo de los aliados, y el 77 por ciento
apoyó el fortalecimiento de la ONU. Sólo el 17 por ciento coincidió
en que “como única superpotencia que queda, Estados Unidos debe
seguir siendo el líder mundial preeminente en la solución de los
problemas internacionales”.[96]
Estas
divisiones pueden suscitar dos clases de reacciones equivocadas. Por
un lado, Walden Bello, uno de los críticos más destacados de la
globalización capitalista, ha caracterizado el cisma entre Estados
Unidos y Europa como “un paso positivo para la mayor parte del
mundo. Abre la posibilidad de que los europeos empiecen a abordar de
manera positiva los problemas de injusticia y pobreza en el mundo en
desarrollo afrontando las estructuras de dominación occidental de
cuya construcción ellos son en gran medida responsables. Allana el
camino para alianzas globales novedosas que pueden beneficiar la mayor
parte del mundo, incluida la futura creación de una alianza Europa-África-América
Latina-Asia contra la hegemonía norteamericana.
“Desde
luego que Europa ha aplicado un conjunto propio de prácticas de
opresión tales como la Política Agraria Común, una de las causas
principales de los trastornos agrícolas en el mundo en desarrollo.
Sus empresas suelen ser tan explotadoras como las norteamericanas. Sus
restricciones a la migración suelen ser más draconianas que las de
Washington. Sin embargo, la necesidad de buscar aliados para
contrarrestar el unilateralismo de Washington puede servir de
incentivo para empezar a reformar estas instituciones.”[97]
La
idea de Bello de que la UE puede ser un aliado contra el imperialismo
norteamericano probablemente encontrará eco en el ala del movimiento
anticapitalista —representado en particular por la conducción de
ATTAC de Francia— que quiere reconstruir el poder del Estado
nacional como contrapeso a la globalización capitalista. Pero esta
clase de estrategia da por sentado la existencia de un mundo dividido
en Estados nacionales que compiten entre sí. Quiéranlo o no sus
autores, esto se basa en la lógica de que la rivalidad imperialista
es inevitable y trata de construir un contrapeso al poder hegemónico
existente. Como dice Bello, “una alianza Europa-África-América
Latina-Asia contra la hegemonía norteamericana”. Pero el problema
del mundo actual no es la dominación norteamericana. La situación
actual no mejoraría en lo fundamental si la Unión Europea desafiara
la supremacía estadounidense. Al contrario, al canalizar fondos aun
mayores hacia las fuerzas armadas y desatar una nueva carrera
armamentista, crearía un mundo aún más injusto y peligroso.
Por
el otro lado, Perry Anderson, director de New Left Review,
sobre la base de un análisis del pensamiento estratégico
norteamericano muy similar al expuesto aquí, considera que las
divisiones dentro de las clases dominantes occidentales y la amplia
oposición al unilateralismo norteamericano tienen poco que ver con el
problema. Descarta con desdén “la efusión de protestas entre la
intelectualidad atlántica” para destacar la continuidad entre las
intervenciones militares basadas en la doctrina de la “comunidad
internacional” y los derechos humanos preferida por Bush padre,
Clinton y Blair, y la guerra que se está planificando bajo la nueva
Doctrina Bush:
“Se
pretende hacernos creer que las guerras del Golfo, los Balcanes y
Afganistán eran una cosa. Esas expediciones suscitaban el apoyo
entusiasta de este estrato... Pero un ataque norteamericano a Irak es
otra cosa, explican ahora las mismas voces, ya que no cuenta con la
misma solidaridad de la comunidad internacional y requiere una
doctrina criminal de acción preventiva. A lo cual, el gobierno
republicano responde sin problemas, en las palabras del Marqués de
Sade: “Encore une effort, citoyens” [un esfuerzo más,
ciudadanos]. La intervención militar en Kosovo para impedir la
limpieza étnica violó la soberanía nacional y se mofó de la Carta
de la ONU cuando se le dio la gana a la OTAN. Entonces, ¿por qué no
se ha de intervenir militarmente en Irak para prevenir el riesgo de
las armas de destrucción en masa, con o sin el consentimiento de la
ONU? El principio es exactamente lo mismo: el derecho —más aun, el
deber— de los Estados civilizados de aniquilar las peores formas de
barbarie, no importa dentro de cuáles fronteras nacionales se
producen, para hacer del mundo un lugar más seguro y pacífico.”[98]
Anderson
insinúa que el talón de Aquiles de muchos opositores a la guerra en
Irak es su confianza en las Naciones Unidas:
“Uno
o dos meses de masajes oficiales consecuentes a la opinión pública
en ambas márgenes del Atlántico es capaz de obrar milagros. A pesar
de la gran manifestación antibélica de Londres en noviembre, las
tres cuartas partes de la opinión pública británica apoyaría un
ataque a Irak si la ONU le extendiera su hoja de parra. En ese caso,
parece bastante posible que el chacal francés participe del festín...
En resumidas cuentas, se puede dar por sentado que Europa asentirá a
la campaña.”[99]
Semejante
enfoque ultimatista es sorprendente por tratarse de un intelectual tan
sutil. Es verdad que las justificaciones ideológicas de las
anteriores guerras imperialistas en el Golfo y los Balcanes implican
el criterio de que se puede violar la soberanía nacional en nombre de
“valores” capitalistas liberales supuestamente más elevados, el
mismo que utilizan Bush y Blair en apoyo a un ataque a Irak. Pero los
movimientos políticos no se rigen exclusivamente por las leyes de la
lógica. La incoherencia que supone el apoyo a guerras anteriores y la
oposición a ésta se puede resolver de varias maneras. Podría
conducir a los que sustentan estos puntos de vista a una posición
general belicista. Alternativamente, la oposición al ataque a Irak
podría generalizarse como posición antiimperialista más amplia. Los
cientos de miles que coreaban “Victoria para el Vietcong” en 1968
no eran todos revolucionarios antiimperialistas. Al principio, algunos
eran pacifistas o liberales o incluso conservadores. La dirección que
sigue la mayoría de la gente en esas circunstancias depende de la
constelación global de fuerzas políticas. El hecho es que, primero
la guerra en Afganistán y ahora el ataque previsto a Irak han
provocado movimientos de oposición, tanto en Europa como en Estados
Unidos, mucho más grandes de los que suscitó el bombardeo de
Yugoslavia en 1999. Esto refleja un cambio en el clima político que
el pesimismo histórico de Anderson no toma en cuenta.[100]
Si
bien algunos de los opositores más prominentes de la actual aventura
anglo-norteamericana no se opusieron a guerras anteriores y conservan
ilusiones en la ONU, su posición actual ayuda a legitimar la
resistencia al impulso belicista de Bush. En todo caso, estas
ilusiones tienen menos peso ahora que durante la Guerra del Golfo de
1991, cuando críticos tan destacados del imperialismo norteamericano
como Noam Chomsky y Tony Benn reclamaron que la ONU aplicara sanciones
a Irak. A nadie se le ocurriría proponerlo ahora, después de las
terribles consecuencias humanitarias del bloqueo de la década pasada.
La experiencia de una sucesión de guerras imperialistas, cada una
librada en nombre de los derechos humanos para favorecer sobre todo
los intereses norteamericanos, ha generado un proceso de aprendizaje
que ha consolidado ideológicamente el centro del movimiento antibélico.
Además, ahora existe una corriente de radicalización
antiimperialista que faltaba a principios de los 90, lo cual refleja
la diferencia de contexto político: entonces, el triunfalismo
capitalista tras la caída del estalinismo; ahora, la resistencia
anticapitalista inspirada en las grandes protestas de Seattle y Génova,
y los Foros Sociales Mundiales de Porto Alegre.
En
verdad, la oposición a la guerra en Irak es extremadamente heterogénea
desde el punto de vista ideológico, al abarcar en Gran Bretaña desde
políticos laboristas tradicionales y clérigos islámicos respetables
hasta sindicalistas de izquierda y jóvenes anticapitalistas. Pero fue
Perry Anderson quien escribió alguna vez: “La problemática central
del frente único —el último consejo estratégico de Lenin al
movimiento obrero occidental antes de morir, la primera preocupación
de Gramsci en la cárcel— conserva toda su validez. Históricamente
nunca ha sido superado.”[101] Uno de los objetivos de la táctica
del frente único es reunir fuerzas políticas diversas en torno a un
objetivo común específico: dentro de este frente único, los
socialistas revolucionarios tienen la responsabilidad de tratar de
infundir a esta lucha la mayor combatividad posible y cuestionar las
ilusiones políticas que aún atan a algunos participantes al orden
dominante. En el clima político imperante en Gran Bretaña, la
oposición a la guerra contra Irak es muy amplia, pero la movilización
está a cargo del ala antiimperialista del movimiento.
La
oposición a la “guerra contra el terrorismo” ha servido para
radicalizar aún más el movimiento anticapitalista al darle una
faceta antiimperialista. Existe el potencial para construir el
movimiento antibélico internacional más grande desde la era de la
guerra de Vietnam. Lo que está en juego en estas luchas es el
desarrollo de un movimiento que apunte no sólo contra el gobierno de
Bush y su impulso belicista, sino contra el sistema imperialista en sí,
que hunde sus raíces en la lógica capitalista de la explotación y
la acumulación.
Notas
del autor
1
G. Baker, “Bush’s Tough Stand”, Financial Times, 31 de
marzo de 2001. Agradezco a Sam Ashman y John Rees sus comentarios
sobre el borrador de este artículo y a Sebastian Budgen y Chris
Harman su ayuda para obtener materiales.
2
The National Security Strategy of the United States of America,
Septiembre 2002, www.whitehouse.gov, págs. 1, 30.
3
A. Lieven, “The Push to War”, London Review of Books, 3 de
octubre de 2002, pág. 8.
4
T. Blair, “Doctrine of International Community”, discurso en el
Economic Club de Chicago, 22 de abril de 1999, www.fco.gov.uk. Véase
una crítica en A. Callinicos, Against the Third Way (Cambridge,
2001), cap. 3.
5
C. Rice, “Campaign 2000 - Promoting the National Interest”, Foreign
Affairs, enero/febrero 2000 (edición internet),
www.foreignpolicy2000.org.
6
E. Luttwak, Strategy (2nd ed., Cambridge MA, 2001), pág. 89. Luttwak,
un conservador norteamericano brillante y sensible, desarrolló por
primera vez su version del concepto en The Grand Strategy of the
Roman Empire (Baltimore, 1976).
7
N. Bujarin, Imperialism and World Economy (Londres, 1972). Desde
luego que la rivalidad económica entre los Estados es anterior a la
época del imperialismo: el acceso al botín fue un factor crucial en
las luchas entre las potencias europeas a partir del siglo XVI. Pero sólo
en el caso de Holanda y más adelante Inglaterra los contendientes
operaban sobre bases económicas capitalistas, lo cual les daba una
ventaja importante sobre sus rivales absolutistas. En un sentido, lo
que sucedió en el siglo XIX fue que el modelo anglo-holandés se
generalizó en el contexto de la industrialización de masas que
incrementó la organización del capital. Véase
A. Callinicos, “Bourgeois Revolutions and Historical Materialism”,
in P. McGarr y A. Callinicos, Marxism and the Great French
Revolution (Londres, 1993). Sobre la vigencia actual de la
teoría marxista del imperialismo, véase A. Callinicos, “Marxism y
Global Governance”, en D. Held y A. McGrew, comps., Governing
Globalization (Cambridge, 2002), y An Anti-Capitalist Manifesto
(Cambridge, 2003), págs. 50-65.
8
Véase la crónica de Ahmed Rashid sobre los recientes conflictos económicos
y geopolíticos en Afganistán en Taliban: Islam, Oil y the New
Great Game in Central Asia (Londres, 2000). Gore Vidal, ese gran
crítico del imperialismo norteamericano, presentó recientemente una
versión cauta de la teoría conspirativa, centrada en la aparente
ineptitud de Washington con respecto al 11 de septiembre: “The Enemy
Within”, Observer, 27 de octubre de 2002.
9
Para un análisis sistemático, véase J. Rees, “Imperialism:
Globalization, the State y War”, International Socialism, (2)
93 (2001).
10
P. Kennedy, The Rise of the Anglo-German Antagonism, 1860-1914
(Londres, 1980).
11
Véase, por ejemplo, I. Kershaw, Hitler 1936-1945: Nemesis
(Londres, 2000), cap. 5, y págs. 400-7,
517, 528-30.
12
Véase especialmente A. Callinicos y cols., Marxism and the New
Imperialism (Londres, 1994), y G. Achcar, “The Strategic
Triad”, reproducido en T. Ali, comp., Masters of the Universe?
(Londres, 2000).
13
Véanse C. Harman, Explaining the Crisis (Londres, 1984), cap.
3, y R. Brenner, “The Economics of Global Turbulence”, New Left
Review, (I) 229 (1998).
14
Véase, por ejemplo, K.E. Calder, Asia’s Deadly Triangle
(Londres, 1997).
15
J.J. Mearsheimer, The Tragedy of Great Power Politics (Nueva
York, 2001), pág. 398.
16
Ibídem., pág. 400. Mearsheimer sostiene que la hegemonía sólo
puede ser regional, no global: Estados Unidos, como antes Gran Bretaña,
es un “equilibrador extraterritorial” protegido por los mares, que
trata de impedir el surgimiento de potencias hegemónicas en Europa y
Asia: véase ibídem., caps. 2, 4, y 7. Esta concepción excesivamente
restrictiva de la hegemonía deriva en parte de que Mearsheimer iguala
hegemonía con dominación política absoluta: “Un estado hegemónico
es tan poderoso que domina todos los demás Estados en el sistema”,
ibídem., pág. 40. Aparte de cualquier otra cosa, esta definición
pasa por alto la dimensión económica del poder (salvo como fuente de
fuerza político-militar: véase ibídem., cap. 3). Pero los Estados
capitalistas, además de perseguir objetivos geopolíticos, tratan de
favorecer los intereses de los capitales radicados en su territorio.
Yo empleo el término “hegemonía” para referirme a la capacidad,
siempre relativa y cuestionada, del Estado más poderoso del sistema
mundial para conseguir que otros Estados apoyen sus objetivos geopolíticos
y económicos. Véase una evaluación crítica del análisis de
Mearsheimer en P. Gowan, “A Calculus of Power”, New Left Review,
(II) 16 (2002).
17
Z. Brzezinski, The Grand Chessboard (Nueva York, 1997), pág.
159; véase ibídem., cap. 6. Henry Kissinger, aunque su posición
general sobre la posición geopolítica de Estados Unidos es similiar
en lo fundamental a la de Brzezinski, cree que “China está en
camino a alcanzar el estatus de superpotencia”, Diplomacy
(Nueva York, 1994), pág. 826.
18
C. Harman, “Beyond the Boom”, International Socialism, (2)
90 (2001), y R. Brenner, The Boom and the Bubble (Londres,
2002).
19
J. Rees, “NATO y the New Imperialism”, Socialist Review,
June 1999, G. Acapcar, “Rasputin Plays at Chess” y P. Gowan.,
“The Euro-Atlantic Origins of NATO’s Attack on Yugoslavia”,
ambos en Ali, comp., Masters of
the Universe?
20
A. Callinicos, “The Ideology of Humanitarian Intervention”, en
Ali, comp., Masters of the
Universe?
21
Brzezinski, The Grand Chessboard, págs. 10, 198. La
“geoestrategia” de Brzezinski para dominar Eurasia está muy
influenciada por Halford Mackinder, geógrafo académico y
parlamentario irlandés que a principios del siglo XX desarrolló la
concepción de Eurasia como una “Isla Mundial”, centro de la lucha
entre las grandes potencias: véase H.J. Mackinder, Democratic
Ideals and Reality (Londres, 1919).
22
R. Kagan, “Multilateralism, American Style”, Washington Post,
13 de septiembre de 2002.
23
Citado en C. Johnson, Blowback (Nueva York, 2000), pág. 217.
24
S.P. Huntington, “The Lonely Superpower”, Foreign Affairs,
Marzo/Abril 1999 (edición online), www.foreignpolicy2000.org.
25
Véase la crítica asombrisamente clarividente de Johnson en Blowback.
26
“The President’s State of the Union Address”, 29 de enero de
2002, www.whitehouse.gov. Discurso anual del presidente ante el
Congreso.
27
J. Bolton, “Beyond the Axis of Evil”, 6 de mayo de 2002,
www.state.gov.
28
R. Wolff, “The Bush Doctrine”, Financial Times, 21 de junio
de 2002.
29
“Remarks by the President at 2002 Graduation Exercise of the United
States Military Academy, West Point, New York”, 1 de junio de 2002,
www.whitehouse.gov. Discurso del presidente a los graduados de la
Academia Militar.
30
National Security Strategy, pág. 6
31
Véase una crónica periodística bien informada en A. Y P. Cockburn, Saddam
Hussen: An American Obsession (ed. rev., Londres, 2002).
32
Rice, “Campaign 2000 — Promoting the National Interest”.
33
Entrevista en Financial Times, 23 de septiembre del 2002.
34
Acerca de la visión general del gobierno, véase un análisis en N.
Lemann, “The Next World Order”, The New Yorker, 1 de abril
de 2002 (edición online).
35
Véase la crónica de Fred Halliday sobre la ofensiva
contrarrevolucionaria de EEUU durante los 80 en Cold War, Third
World (londres, 1989).
36
Kissinger, Diplomacy, pág. 774.
37
A. Shlaim, The Iron Wall (Londres, 2001), pág. 487.
38
Citado en Mearsheimer, Tragedy of Great Power Politics, pág.
386.
39
Fitzgerald, “George Bush”, pág. 81.
40
Ibídem., pág. 84.
41
J. Fallows, “The Unilateralist: A Conversation with Paul Wolfowitz”,
The Atlantic Monthly, marzo 2002 (edición online),
www.theatlantic.com.
42
P. Wolfowitz, “Bridging Centuries: Fin de Siècle All Over Again”,
The National Interest, 47 (1997) (edición online),
www.nationalinterest.org.
43
Citado en Lemann, “Next World Order”.
44
Project for the New American Century, Rebuilding America’s
Defenses, de septiembre de 2000, www.newamericancentury.org, pág.
1
45
Fallows, “The Unilateralist”.
46
Dos evaluaciones muy divergentes de la eficacia militar del poder aéreo
estratégico, compárense Luttwak, Strategy, cap. 12, y
Mearsheimer, Tragedy of Great Power Politics, págs. 96-110.
47
Citado en R. Wolfe, “Tecapnology Brings Power with Few Constraints”,
Financial Times, 18 de febrero de 2002.
48
“Saddam’s Ultimate Solution/Richard Perle Interview”, 11 July
2002, www.pbs.org. Cifra de 40.000 citada por E. Boehlert, “The
Armchair General”, Salon.com News, 5 de septiembre de 2002,
www.salon.com.
49
Citado en Fitzgerald, “George Bush”, pág. 84.
50
“Saddam’s Ultimate Solution/Richard Perle Interview”.
51
A. Lieven, “After the Attacks: America’s New Cold War”, Guardian,
28 de septiembre 2001.
52
R. Kagan, (2002) “Power y Weakness”, www.ceip.org.
53
Ibídem. En el siglo XVIII, el gran filósofo alemán Immanuel Kant
trató de definir las condiciones bajo las cuales una Europa
desgarrada por la guerra podía alcanzar la “paz perpetua”.
54
Véase, por ejemplo, R. Cooper, (2002) “Reordering the World”,
www.fpc.org.uk.
55
Kagan, “Power y Weakness”. Desde luego, no es verdad que la
UE ha trascendido los antagonismos nacionales: véase en particular el
clásico de Alan Milward, The European Rescue of the Nation-State
(Londres, 1994).
56
Financial Times, 21 de septiembre de 2002.
57
“Schröder Should Quit to Heal Ties - US Adviser”, Reuters, 1 de
octubre de, www.alertnet.org.
58
National Security Strategy, págs. 26, 27.
59
Project for an American Century, Rebuilding America’s Defenses,
pág. 8.
60
Financial Times, 25 de octubre de 2002.
61
W.M. Arkin, “Secret Plan Outlines the Unthinkable”, Los Angeles
Times, 10 de marzo de 2002.
62
Véase, por ejemplo, el editorial, “From Suez to the Pacific: US
Expands its Presence across the Globe”, Guardian, 8 de marzo
de 2002.
63
National Security Strategy, pág. 29.
64
Ibídem., págs. iv, 17, 1.
65
R.H. Wade, “The American Empire”, Guardian, 5 de enero de
2002.
66
P. Gowan, The Global Gamble (Londres, 1999).
67
Brenner, The Boom and the Bubble, caps. 2 y 4. También
me resultó útil una conferencia de Bob Brenner en la librería
Bookmarks de Londres el 29 de octubre de 2001.
68
Ibídem., pág. 222.
69
R. Layard, “Britain Will Pay the Price of Exclusion”, Financial
Times, 15 de octubre de 2002. La diferencia entre las dos
medidas es importante porque los trabajadores en EE.UU. y Gran Bretaña
trabajan muchas más horas que en Europa Continental, de manera que la
productividad per cápita mejora la apariencia del rendimiento económico
de algunos países y la de productividad por hora la de otros.
70
M. Wolf, “Berlin’s Turn to Suffer a Trap of its Own Invention”, Financial
Times, 23 de octubre de 2002.
71
Las tensiones económicas entre EEUU y Japón son una realidad, pero
hasta ahora han sido refrenadas sobre todo por el vínculo de la
interdependencia financiera mediante el cual empresas y bancos
japoneses tienen activos enormes en dólares, lo cual permite simultáneamente
mantener baja la tasa de cambio del yen (y con ello los precios de las
exportaciones japonesas) y ayuda a EEUU a manejar un enorme déficit
de la balanza de pagos con el resto del mundo: véase R.T. Murphy,
“Japan’s Economic Crisis”, New Left Review, (II) 1
(2000).
72
Boehlert, “Armchair General”.
73
Financial Times, 21 de agosto de 2002, y Boehlert, “Armchair
General”.
74
M. Leeden, “The Real Foe is Middle East Tyranny”, Financial
Times, 24 de septiembre de 2002. Conrad Burns, un
parlamentario republicano, argumentó a favor de una asociación con
Rusia como fuente alternativa de petróleo: “America Must Wean
Itself Off Saudi Oil”, ibídem., 11 de octubre de 2002.
75
Financial Times, 22 de agosto de 2002.
76
Citado en Boehlert, “The Armchair General”.
77
Lieven, “The Push to War”, pág. 8.
78
W. Kristol y R. Kagan, “Remember the Bush Doctrine”, Weekly
Standard, 15 de abril de 2002.
79
Citado en J. Lobe, “A Right-wing Blueprint for the Middle East”, 4
de abril de 2002, www.alternet.org.
80
“Remarks by National Security Advisor Condoleezza Rice on Terrorism
and Foreign Policy”, 29 de abril de 2002, www.whitehouse.gov.
81
Discurso en Marxism 2002, Londres, julio de 2002.
82
M.T. Klare, “Bush’s Master Oil Plan”, 23 de abril de 2002,
www.alternet.org.
83
R. Khalaf, “A Troubled Friendship”, Financial Times, 22 de
agosto de 2002.
84
D.E. Sanger y E. Scapmitt, “US Has a Plan to Occupy Iraq, Officials
Report”, New York Times, 11 de octubre de 2002.
85
“Don”t Mention the O-Word - Iraq’s Oil”, The Economist,
14 de septiembre de 2002.
86
B. Scowcroft, “Don”t Attack Saddam”, Wall Street Journal,
15 de agosto de 2002.
87
Financial Times, 27 de septiembre de 2002. Destacados académicos
“realistas” que conciben el sistema internacional como una anarquía
impulsada por la lucha por el poder entre Estados, también dudan de
las bondades de la estrategia oficial. John Mersheimer, por ejemplo,
escribe: “La mejor manera de aplastar al-Qaeda no es construir un
imperio mundial basado principalmente en la fuerza militar sino que
EEUU mantenga una presencia militar más discreta en el mundo y mejore
su imagen en el mundo islámico”. “Hearts
and Minds”, The National Interest, 69 (2002), pág. 16. Véase
también K.M. Waltz, “The Continuity of International Politics”,
en K. Booth y T. Dunne, Worlds in Collision (Londres, 2002).
88
R. Holbrooke, “High Road to Baghdad”, Guardian, 29 de
agosto de 2002.
89
Kagan, “Multilateralism American Style”.
90
Para las posiciones de Brzezinski, véase, por ejemplo, “Right and
Wrong Ways to Wage a War”, International Herald Tribune, 19
de agosto de 2002.
91
“Remarks by the President in Address to the United Nations General
Assembly, New York”, 12 de septiembre de 2002, www.whitehouse.gov.
Discurso de Bush en la Asamblea General de la ONU. Véase el lúcido
análisis de Anatol Lieven, “America Has Put The UN in a No-Win
Situation”, Guardian, 13 de septiembre de 2002.
92
Shlaim, The Iron Wall, págs. 472-84.
93
Financial Times, 21 de septiembre de 2002.
94
I. Wallerstein, “Iraq War: The Coming Disaster”, Los Angeles
Times, 14 de abril de 2002.
95
Lieven, “The Push to War”, pág. 8.
96
“Worldviews 2002 Survey of American and European Attitudes and
Public Opinion”, 2 de octubre de 2002, www.worldviews.org.
97
W. Bello, “Unravelling of the Atlantic Alliance?”, 25 de
septiembre de 2002, www.focusweb.org
98
P. Anderson, “Force and Consent”, New Left Review (II) 17
(2002), pág. 28.
99
Ibídem., pág. 19.
100
Véase P. Anderson, “Renewals”, New Left Review, (II) 1
(2000) y G. Acapcar, “The ‘Historical Pessimism’ of Perry
Anderson”, International Socialism, (2) 88 (2000).
101
P. Anderson, “The Antinomies of Antonio Gramsci”, New Left Review,
(I) 100 (1976-7), pág. 78. Véanse algunas reflexiones
contemporáneas sobre el frente único en A. Callinicos, “Unity in
Diversity”, Socialist Review, de abril de 2002.
Notas
del editor:
*
El II Reich (Segundo Imperio alemán) fue el régimen surgido luego de
la Guerra Franco-Prusiana de 1870-71 y que se derrumbó con la
Revolución de 1918. Lo sucedió la República de Weimar hasta 1933, año
en que Hitler tomó el poder constituyendo el III Reich, que finalizó
en 1945 con la derrota de Alemania en la Segunda Guerra Mundial.
**
OTAN: Organización del Tratado del Atlántico Norte (NATO: North
Atlantic Treaty Organization), alianza militar formada en 1949 por
EE.UU., Canadá, 13 países de Europa occidental y Turquía para
enfrentar a la Unión Soviética.
***
Thomas Hobbes (1588-1679): filósofo inglés que en Leviathan
(1651) sostuvo la necesidad de un Estado con poderes ilimitados que
mediante métodos de terror mantuviera el orden entre los hombres, que
por su propia naturaleza tienden a vivir en guerra unos contra otros.
****
Immanuel Kant (1724-1804): filósofo alemán que en La paz perpetua
(1795) teorizó un proyecto de sistema internacional europeo que
erradicara las guerras.
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