Los
países centrales y la periferia
El
imperialismo del siglo XXI
Por
Claudio Katz*
*
Economista, profesor de la Universidad de Buenos Aires, investigador del
Conicet. Este texto fue publicado en Inprecor de septiembre de 2002 y en
Socialismo o Barbarie (revista) de septiembre de 2003. Otros textos del
autor pueden consultarse en www.netforsys.com/claudiokatz
El
renovado interés que suscita el estudio del imperialismo está
modificando el debate sobre la globalización, hasta ahora exclusivamente
centrado en la crítica al neoliberalismo y el análisis de los rasgos
novedosos de la mundialización. Una noción desarrollada por los teóricos
marxistas de principios del siglo XX –que alcanzó gran difusión
durante los 70– despierta nuevamente la atención de los investigadores,
ante el agravamiento de la crisis social del Tercer Mundo, la multiplicación
de conflictos bélicos y la competencia descarnada entre corporaciones.
El
imperialismo es una noción que conceptualiza dos tipos de problemas. Por
un lado, las relaciones de dominación vigentes entre los capitalistas del
centro y los pueblos periféricos y por otra parte, las vinculaciones
prevalecientes entre las grandes potencias en cada etapa del capitalismo.
¿Qué actualidad presenta esta teoría? ¿En qué medida contribuye a
esclarecer la realidad contemporánea?
Una
explicación de la polarización mundial
La
polarización mundial de los ingresos confirma la importancia de esta
concepción en su primer sentido. Cuándo la fortuna de 3 multimillonarios
sobrepasa el PBI de 48 naciones y cada cuatro segundos un individuo de la
periferia muere de hambre, resulta difícil ocultar que el ensanchamiento
de la brecha entre los países avanzados y subdesarrollados obedece a
relaciones de opresión. Ya es indiscutible que esta asimetría no es un
acontecimiento “pasajero”, ni será corregida por el “derrame” de
los beneficios de la globalización. Los países periféricos no son sólo
“perdedores” de la mundialización, sino que soportan una
intensificación de las transferencias de recursos que históricamente
frustraron su crecimiento.
Este
drenaje ha provocado la duplicación de la miseria extrema en las 49
naciones más empobrecidas y mayores deformaciones en la acumulación
fragmentaria de los países dependientes semiindustrializados. En este
segundo caso, la prosperidad de los sectores insertos en la división
internacional del trabajo se consuma en desmedro de las actividades económicas
destinadas a los mercados internos.
El
análisis del imperialismo no ofrece una interpretación conspirativa del
subdesarrollo, ni exculpa a los gobiernos locales de esta situación.
Simplemente aporta una explicación de por qué la acumulación se
polariza a escala mundial, reduciendo las posibilidades de nivelación
entre economías disímiles. El margen de crecimiento acelerado que
permitió en el siglo XIX a Alemania o Japón alcanzar el status de
potencia que ya detentaban Francia o Gran Bretaña, no se encuentra hoy al
alcance de Brasil, la India o Corea. El mapa mundial ha quedado moldeado
por una ”arquitectura estable” del centro y una “geografía
variable” del subdesarrollo, dónde sólo caben modificaciones del
status periférico de cada país dependiente [1].
La
teoría del imperialismo atribuye estas asimetrías a la transferencia
sistemática del valor creado en la periferia hacia los capitalistas del
centro. Estas traslaciones se concretan a través del deterioro de los términos
de intercambio comercial, la succión de recursos financieros y la remisión
de utilidades industriales. El correlato político de este drenaje es la pérdida
de autonomía política de las clases dominantes periféricas y la
intervención militar creciente del gendarme norteamericano. Estos tres
rasgos del imperialismo contemporáneo se observan con nitidez en la
realidad latinoamericana.
Las
contradicciones de las economías periféricas
Desde
la mitad de los 90 América Latina ha padecido las consecuencias del
colapso de los “mercados emergentes”. La mayor parte de las naciones
afectadas sufrieron agudas crisis, precedidas por la fuga de capitales y
seguidas por devaluaciones que potenciaron la inflación y contrajeron el
poder adquisitivo. Estos desplomes provocaron quiebras bancarias, cuyo
socorro estatal agravó el agobio de la deuda pública, obstaculizó la
aplicación de políticas reactivantes y acentuó la pérdida de soberanía
monetaria y fiscal.
Estas
crisis obedecen a la dominación imperialista y no exclusivamente a la
instrumentación de políticas neoliberales, que también han prevalecido
en los países centrales. Los desmoronamientos que soporta la periferia
latinoamericana son muy superiores a los desequilibrios predominantes en
Estados Unidos, Europa o Japón, porque están caracterizados por el
derrumbe periódico de los precios de las materias primas exportadas, la
periódica cesación de pagos de la deuda y la desarticulación de la
industria local. La periferia es más vulnerable a las turbulencias
financieras internacionales, porque su ciclo económico depende del nivel
de actividad de las economías avanzadas. Además, el avance de la
mundialización acentúa esta fragilidad, al profundizar la segmentación
de la actividad industrial, la concentración del trabajo calificado en el
centro y el ensanchamiento de los desniveles de consumo.
La
dominación imperialista le permite a las economías desarrolladas
transferir parte de sus propios desequilibrios a los países dependientes.
Esta traslación explica el carácter asimétrico y no generalizado que
presenta hasta el momento la recesión internacional en curso. Mientras
que una crisis equivalente al 30 ya se ha registrado en la periferia, esta
caída constituye sólo una eventualidad para el centro. Las mismas políticas
de privatización no han producido tampoco descalabros semejantes en ambas
regiones. El thatcherismo aumentó la pobreza en Gran Bretaña, pero ha
desencadenado la desnutrición y la indigencia en la Argentina; el
ensanchamiento de la brecha distributiva deterioró los salarios en
Estados Unidos, pero desató la miseria y emigración masiva en México;
la apertura comercial debilitó a la economía japonesa, pero condujo a la
devastación de Ecuador. Estas diferencias responden al carácter
estructuralmente central o periférico de cada país en el orden mundial.
La
dependencia es una causa central de la gran regresión que soporta
Latinoamérica desde mitad de los 90, luego del corto alivio que generó
la afluencia de capitales de corto plazo. La región ha vuelto a la dramática
situación de la “década pérdida” de los 80. El PBI regional se
mantuvo estancado en 0,3% durante el año pasado y volverá a situarse en
0,5% en el 2002. Luego de cuatro años de salidas netas de capital, el
ingreso de inversiones se ha estancado y la especialización productiva en
actividades básicas afianza el deterioro comercial (las sumas remitidas
por emigrantes en Estados Unidos ya superan en muchos países las divisas
generadas por sus exportaciones). Cómo resultado de esta crisis, tan solo
20 de los 120 títulos de compañías latinoamericanas que se negociaban
en las Bolsas mundiales hace una década continúan comercializándose en
la actualidad.
La
dominación imperialista es el origen de los grandes desequilibrios económicos
que derivan en déficit comercial (México), descontrol fiscal (Brasil) o
depresión productiva (Argentina). Actualmente estas conmociones han
desatado una sucesión de colapsos que irradian desde el Cono Sur,
desestabilizando a la economía uruguaya y amenazando a Perú y Brasil.
Los economistas neoliberales se esfuerzan por analizar las excepciones de
esta crisis, ni comprender la regla general de estos desequilibrios. Al
ignorar la opresión del imperialismo tienden a cambiar frecuentemente de
opinión y denigran con inusitada rapidez los modelos económicos que
antes elogiaban.
Pero
evadir el análisis del imperialismo se ha vuelto prácticamente imposible
desde el lanzamiento del ALCA. Este proyecto estratégico de dominación
norteamericana apunta a expandir las exportaciones estadounidenses para
bloquear la concurrencia europea y consolidar el control de la primer
potencia de todos los negocios lucrativos de la región (privatizaciones
faltantes, contratos privilegiados en el sector públicos, pagos de
patentes).
El
ALCA es un tratado neocolonial que impone la apertura comercial
latinoamericana sin ninguna contrapartida estadounidense. Para lograr el
“fast track” (autorización legislativa para negociar rápidamente
acuerdos con cada país), Bush introdujo recientemente nuevas cláusulas
que impiden la transferencia de alta tecnología a Latinoamérica y traban
el ingreso de 293 productos regionales al mercado estadounidense. Estas
barreras arancelarias afectan particularmente a los insumos siderúrgicos,
textiles y agrícolas. Además, ha puesto en marcha un programa de mayores
subsidios al agro, que en la próxima década propinarán un golpe mortal
a las exportaciones zonales de soja, trigo y maíz [2]
El
ALCA desenmascara el doble discurso imperialista, que incentiva la
apertura comercial en el exterior y el proteccionismo en casa. La
implementación del acuerdo provocaría un colapso de países medianamente
industrializados como Brasil y de asociaciones regionales como el Mercosur,
mientras que sólo permitiría una débil adaptación al convenio de las
economías pequeñas o complementarias en rubros muy específicos con
Estados Unidos.
Al
cabo de una década de neoliberalismo, el mensaje imperialista de apertura
comercial ya no engaña a nadie. Es evidente que la prosperidad de un país
no depende de su “presencia en el mundo”, sino de la modalidad de esta
inserción. Africa, por ejemplo, detenta una tasa de comercio
extraregional en proporción al PBI (45,6%) muy elevada en comparación a
Europa (13,8%) o Estados Unidos (13,2%) y es la región más empobrecida
del planeta [3]. Este caso extremo de subordinación desfavorable a la
división internacional del trabajo ilustra la situación de dependencia
general que soportan las economías periféricas.
Recolonización
política
El
correlato político de la dominación económica imperialista es una
recolonización de la periferia, que se apoya en la creciente asociación
de las clases dominantes locales con sus socios del norte. Este
entrelazamiento es consecuencia de la dependencia financiera, la entrega
de los recursos naturales y la privatización de los sectores estratégicos
de la región. La pérdida de la soberanía económica le otorgó al FMI
un manejo directo de la gestión macroeconómica y al Departamento de
Estado una incidencia equivalente sobre las decisiones políticas. Ya ningún
presidente latinoamericano adopta resoluciones de importancia sin
consultar la opinión de la embajada norteamericana. La prédica de los
medios de comunicación y de la intelectualidad americanizada ha
contribuido a naturalizar esta subordinación.
A
diferencia del período 1940-70, los capitalistas latinoamericanos no
propugnan reforzar los mercados internos mediante la sustitución de
importaciones. Su prioridad es la vinculación con las corporaciones
extranjeras, porque la clase dominante regional es también parcialmente
acreedora de la deuda externa y se ha beneficiado con la desregulación
financiera, las privatizaciones y la flexibilización laboral. Existe
incluso una capa de funcionarios que es más fiel a los organismos
imperialistas que a sus estados nacionales. Cómo han sido educados en las
universidades norteamericanas, adiestrados en los organismos
internacionales y entrenados en las grandes corporaciones, sus carreras
están más atadas al futuro de estas instituciones que a la salud de los
estados que gobiernan.
Pero
esta generalizada recolonización también acentúa el descalabro del
sistema político de la región. La pérdida de legitimidad que soportan
los gobiernos servidores del FMI produjo en los últimos dos años el
colapso de los regímenes de cuatro países (Paraguay, Ecuador, Perú,
Argentina). Al cabo de un largo proceso de erosión de la autoridad de los
partidos tradicionales, los gobiernos se tornan frágiles, los regímenes
tienden a disgregarse y algunos estados se desmoronan. Esta secuencia
corona el vaciamiento de instituciones, que ya no receptan ningún reclamo
popular y que simplemente operan como agentes del imperialismo. A medida
que la fachada constitucional pierde relevancia, también el Departamento
de Estado norteamericano alienta un retorno a las prácticas golpistas del
pasado, aunque encubriendo ahora el viejo autoritarismo con nuevos
artificios constitucionalistas.
Esta
línea de acción ya fue visible en el reciente intento golpista de
Venezuela. Desplazar al gobierno nacionalista de ese país es una
prioridad del gobierno estadounidense para reforzar el embargo contra
Cuba, desarticular al zapatismo, condicionar una victoria electoral del PT
en Brasil e imponer un gran escarmiento a la rebelión popular argentina.
La diplomacia norteamericana ha comenzado incluso a evaluar la posibilidad
de restaurar los viejos protectorados, en los estados que considera
definitivamente “fracasados”. Colombia y Haití son los primeros
candidatos a este ensayo neocolonial, que también podría ponerse en práctica
en Yugoslavia, Ruanda, Afganistán, Somalia y Sierra Leona. Recientemente
la Argentina ha empezado a figurar entre las naciones incluidas en este
proyecto de administración virreinal [4]. Estas alternativas también
suponen una mayor injerencia directa del gendarme norteamericano.
El
intervencionismo militar
El
“Plan Colombia” es el principal ensayo de esta intervención bélica
en Latinoamérica. El Pentágono ya dejó de lado el pretexto del narcotráfico
y luego de forzar la ruptura de las negociaciones de paz ha iniciado una
campaña militar contra la guerrilla. El cuidado por minimizar la
presencia directa de tropas norteamericanas apunta a reducir la pérdida
de vidas estadounidenses (“síndrome de Vietnam”) mediante un mayor
desangre de los “nativos”.
Con
la guerra en Colombia se busca restaurar la autoridad de un estado
desmembrado y recomponer la apropiación imperialista de los recursos
estratégicos. Como lo prueba la conspiración en Venezuela, estas
acciones también apuntan a garantizar el aprovisionamiento petrolero de
Estados Unidos. Para asegurar este abastecimiento, la CIA ya instaló
también un centro estratégico en Ecuador y audita desde la vecindad
fronteriza todo el territorio mexicano.
El
imperialismo está embarcado en modernizar sus bases militares con
efectivos de alta movilidad. Por eso descentralizó el viejo comando de
Panamá e instaló nuevos dispositivos en Vieques, Mantas, Aruba y El
Salvador. A través de una red de 51 instalaciones en todo el planeta, las
tropas norteamericanas realizan ejercicios que involucran desplazamientos
simultáneos diarios de 60.000 efectivos en 100 países [5]. Un objetivo
siempre presente es la agresión contra Cuba, a través del sabotaje
terrorista o algún renovado plan de la invasión.
Este
giro belicista se acentuó luego del 11 de septiembre, porque Estados
Unidos apuesta a reactivar su economía mediante el rearme y tiene en
carpeta planes de guerra contra Irak, Irán, Corea del Norte, Siria y
Libia. Con el 5% de la población mundial, la principal potencia absorbe
el 40% del gasto militar total y se ha lanzado a reacondicionar
submarinos, diseñar nuevos aviones y testear en un programa de “guerra
de las galaxias” las nuevas aplicaciones de las tecnologías de la
información.
Este
relanzamiento militar es la respuesta imperialista a la desintegración de
estados, economías y sociedades periféricas, que provoca el creciente
ejercicio de la dominación sobre la periferia. Por eso, la actual
“guerra total contra el terrorismo” presenta tantas similitudes con
las viejas campañas coloniales. Nuevamente se diaboliza al enemigo y se
justifican masacres de la población civil en el frente y restricciones de
los derechos democráticos en la retaguardia. Pero cuánto más se avanza
en la destrucción del enemigo “terrorista”, mayor es la desarticulación
política y social en los escenarios de este atropello. El estado general
de guerra perpetúa la inestabilidad, provocada por la depredación económica,
la balcanización política y la devastación social de la periferia [6].
Estos
efectos son muy visibles en América Latina y Medio Oriente, dos zonas que
tienen relevancia estratégica para el Pentágono, porque detentan
recursos petroleros y representan importante mercados frente a la
competencia europea y japonesa. Debido a esta significación estratégica
constituyen centros de la dominación imperialista y sufren procesos muy
semejantes de desarticulación estatal, debilitamiento económico de la
clase dominante local y pérdida de autoridad de los representantes políticos
tradicionales.
Fatalismo
neoliberal
La
expropiación económica, la recolonización política y el
intervencionismo militar conforman el triple pilar del imperialismo
actual. Muchos analistas se limitan a describir resignadamente esta opresión
como un destino inexorable. Algunos presentan la fractura entre
“ganadores y perdedores” de la globalización como un “costo del
desarrollo”, sin explicar porqué este precio se perpetúa a lo largo
del tiempo y recae siempre sobre las naciones que ya cargaron en el pasado
con ese padecimiento.
Los
neoliberales tienden a pronosticar que el fin del subdesarrollo sobrevendrá
en los países periféricos que apuesten a la “atractividad” del
capital extranjero y a la “seducción” de las corporaciones. Pero las
naciones dependientes que intentaron este camino en la última década
abriendo sus economías soportan hoy la factura más pesada de las
“crisis emergentes”. Quiénes más se embarcaron en la privatización,
más posiciones económicas perdieron en el mercado mundial. Al otorgar
mayores facilidades al capital imperialista removieron las barreras que
limitaban la depredación de sus recursos naturales y por eso, ahora
padecen un intercambio comercial más asimétrico, un vaciamiento
financiero más intenso y una desarticulación industrial más acentuada.
Algunos
neoliberales atribuyen estos efectos a la limitada aplicación de sus
recomendaciones, cómo si una década de nefastos experimentos no brindara
suficientes lecciones del resultado de sus recetas. Otros sugieren que el
subdesarrollo constituye una fatalidad derivada del temperamento desganado
de la población periférica, del peso de la corrupción o de la inmadurez
cultural de los pueblos del Tercer Mundo. En general, la argumentación
colonialista ha cambiado de estilo, pero su contenido se mantiene
invariable. Ya no justifica la superioridad del conquistador en la pureza
racial, sino en su acervo de conocimientos o en la calidad de sus
comportamientos.
Transnacionalización
imperial
T.Negri
y M.Hardt [7] presentan un cuestionamiento más serio a la teoría del
imperialismo, porque estiman que la globalización diluye las fronteras
entre el Primer y Tercer Mundo. Consideran que un nuevo capital global actúa
en torno a la ONU, el G8, el FMI y la OMC y ha creado una soberanía
imperial, que enlaza a las fracciones dominantes del centro y la periferia
en un mismo sistema de opresión mundial.
Esta
caracterización supone la existencia de cierta homogeneización del
desarrollo capitalista, que resulta muy difícil de verificar. Todos los
datos de inversión, ahorro o consumo confirman la contundente ampliación
de los desniveles entre las economías centrales y periféricas e indican
que los procesos de acumulación y crisis también se polarizan. No sólo
la prosperidad norteamericana de la última década contrastó con el
derrumbe generalizado de las naciones subdesarrolladas, sino que el
colapso social de la periferia no tiene por ahora equivalentes en Europa.
Tampoco existe ningún indicio de convergencia del status de la burguesía
venezolana y estadounidense o de asimilación de la crisis argentina a la
japonesa. Lejos de uniformar la reproducción del capital en un horizonte
común, la mundialización profundiza la creciente dualización de este
proceso a escala planetaria.
Es
cierto que la asociación entre las clases dominantes de la periferia y
las grandes corporaciones es más estrecha y que la pobreza se extendió
en el corazón del capitalismo avanzado. Pero estos procesos no convierten
a ningún país dependiente en central, ni tampoco tercermundizan a las
potencias metropolitanas. El mayor entrelazamiento entre las clases
dominantes coexiste con la consolidación de la brecha histórica que
separa a los países desarrollados y atrasados. Por eso, el capitalismo no
se nivela, ni se fractura en torno a un nuevo eje trasnacional, sino que
se desenvuelve ahondando la polarización forjada durante el siglo pasado.
La
mayor evidencia de esta persistente organización jerárquica del mercado
mundial es el poder detentado por los capitalistas de una veintena de
naciones sobre los restantes 200 países. Ejercen su dominación militar a
través del Consejo de Seguridad de la ONU, imponen su hegemonía
comercial por medio de la OMC y afianzan su control financiero con el FMI.
Al
analizar los vínculos predominantes entre las clases dominantes, la tesis
transnacionalista confunde asociación con la equiparación del poder. Qué
un sector de los grupos capitalistas de la periferia incremente su
integración con sus aliados del centro no los convierte en partícipes de
la dominación global, ni diluye su debilidad estructural. Mientras que
las corporaciones norteamericanas explotan a los trabajadores
latinoamericanos, la burguesía ecuatoriana o brasileña no participa de
la expropiación del proletariado estadounidense. Aunque el salto
registrado en la internacionalización de la economía es muy
significativo, los capitales continúan operando en el marco de un orden
imperialista que fractura al centro de la periferia.
Clases
y estados I
Algunos
autores sostienen que la transnacionalización del capital se ha extendido
a las clases y a los estados, creando un nuevo corte transversal de
dominación global que atraviesa a todos los países y estratos sociales
[8].
Esta
tesis identifica a los procesos de integración regional con la
“transnacionalización” social y estatal, sin percibir la diferencia
cualitativa que separa la asociación entre grupos imperialistas de la
recolonización periférica. La Unión Europea y el ALCA, por ejemplo, no
forman parte de una misma tendencia hacia la “transnacionalización”,
sino que constituyen expresiones de dos procesos muy distintos. No es lo
mismo una alianza entre sectores dominantes en el mercado mundial que un
plan neocolonial de una potencia.
En
realidad, sólo la alta burocracia de los países periféricos también
perteneciente a los organismos internacionales constituye un grupo social
plenamente “transnacionalizado”. La lealtad de este sector hacia el
FMI o la OMC es mayor que hacia los estados nacionales que manejan y se
podría incluso caracterizar que el comportamiento y las perspectivas de
estos funcionarios anticipa el curso futuro de las clases capitalistas del
Tercer Mundo. Pero esta evolución constituye una posibilidad y no
representa todavía una realidad verificable, especialmente en los países
de la periferia superior (como Brasil o Corea del Sur), cuya clase
dominante está muy enlazada con los procesos de acumulación dependientes
de los mercados internos. La situación es completamente diferente en las
economías de pequeños países (por ejemplo, de Centroamérica),
altamente integrados al mercado de una gran potencia. Estas diferencias
desmienten la existencia de un proceso general o uniforme de
transnacionalización.
Algunos
defensores de la tesis imperial afirman que el grado de ensamble efectivo
entre las clases centrales y periféricas es superior a lo que indican los
parámetros obsoletos de las cuentas nacionales. Y es cierto que estas
categorías ya son insuficientes para evaluar el curso de la mundialización
actual, pero complementan a otros indicadores contundentes de la brecha
entre el centro y la periferia. La profundización de estas desigualdades
se verifica en cualquier plano de productividad, ingresos, consumo o
acumulación.
Es
por otra parte falso, suponer que un “nuevo estado global” ha
sustituido la distinción entre estados dominantes y recolonizados. Esta
diferencia se verifica en la irrelevante influencia que tienen las burguesías
del Tercer Mundo en cualquier decisión de la ONU, el FMI, la OMC o el BM.
Las clases dominantes de la periferia no son víctimas del subdesarrollo y
lucran ampliamente con la explotación de los trabajadores de sus países.
Pero esta participación no les otorga ninguna gravitación en la dominación
mundial.
La
tesis del imperio ignora este rol marginal y desconoce la perdurabilidad
del dominio imperialista en los sectores estratégicos de la periferia. No
registra que esta sujeción no es ya puramente colonial, ni está
exclusivamente centrada en la apropiación de las materias primas o el
manejo territorial directo, pero subsiste como mecanismo de control
metropolitano de los sectores estratégicos de los países
subdesarrollados [9].
Esta
dominación no se ejerce a través de un misterioso “poder global”,
sino por medio de la acción militar y diplomática de cada potencia en
sus áreas de mayor influencia. El rol de Estados Unidos es más nítido
en el “Plan Colombia” que en el conflicto de los Balcanes y el papel
de Europa es más definido en las crisis del Mediterráneo que en el
desarrollo del ALCA. Esta especificidad deriva de los intereses que cada
grupo imperialista canaliza a través de sus estados en acciones geopolíticas,
que los teóricos del imperio no pueden percibir.
¿Un
retorno al capitalismo industrialista?
La
mayor parte de los críticos del neoliberalismo en la periferia reconocen
que la dependencia persiste como una causa central del subdesarrollo. Pero
proponen superar esta sujeción mediante la construcción de “otro
capitalismo”. Ya no vislumbran un proyecto totalmente nacional, autónomo
y centrado en la “sustitución de importaciones” –como sus
antecesores de la CEPAL– pero si un modelo regional, regulado y basado
en los mercados internos. Auspician esquemas keynesianos, para erigir
”estados de bienestar en la periferia”, sostenidos en transformaciones
institucionales (erradicar la corrupción, recomponer la legitimidad) y en
grandes cambios comerciales (frenar la apertura), financieros (limitar los
pagos de la deuda) e industriales (reorientar la producción hacia la
actividad local) [10].
¿Pero
cómo se construiría un “capitalismo eficiente” en países sometidos
al sistemático drenaje de sus recursos? ¿Cómo se lograría actualmente
alcanzar un objetivo resignado por la clase dominante desde la mitad del
siglo XIX? ¿Qué grupos construirían este sistema de mejoras sociales y
maximización del beneficio?
Los
partidarios del nuevo capitalismo periférico no brindan respuestas a
ninguno de estos interrogantes cruciales. Ignoran que el margen para
implementar su proyecto se ha reducido a partir de la asociación
creciente de las clases dominantes periféricas con el capital
metropolitano. Esta vinculación obstaculiza la acumulación interna,
multiplica la salida de capitales y dificulta la aplicación de políticas
reactivantes de la demanda interna. Las burguesías que no lograron en el
pasado poner en pié un capitalismo autónomo, tienen menos posibilidades
de aproximarse a esa meta en la actualidad.
Su
giro proimperialista limita incluso la viabilidad de proyectos regionales
como el Mercosur. Esta asociación tambalea luego de una década de
fracasos en la erección de instituciones económicas y políticas
comunes. Todas las propuestas de acción concertada (monedas, organismos,
instancias de arbitraje) fueron archivadas a medida que la crisis se
extendió en toda la zona. Estos colapsos se profundizan con las políticas
de “diferenciación” que ensayan todos los gobiernos, para demostrarle
al FMI que “ellos no son irresponsables”. La fractura regional repite
así la historia de balcanización latinoamericana y confirma la
incapacidad de las burguesías locales para instrumentar políticas de
acumulación autocentradas.
Muchos
autores explican este resultado por el tradicional “rentismo” regional
y la consiguiente ausencia de empresarios dispuestos a invertir o
arriesgar. Pero si esta ausencia de impulsos a la acumulación sostenida
se ha reforzado: ¿Por qué apostar a un proyecto que carece de sujeto? ¿Qué
sentido tiene construir un capitalismo, sin capitalistas interesados en
competir e innovar?
Convocar
a los trabajadores a que sustituyan a la clase dominante en esta tarea
equivale a incentivarlos a construir las cadenas de su propia explotación.
La expectativa en que otros sectores sociales reemplazarán a los
empresarios en la tarea de apuntalar un capitalismo próspero
(burocracias, clase media) tampoco tiene gran fundamento, ni precedentes
empíricos.
Los
partidarios de erigir “otro capitalismo” deberían recordar que el
modelo prevaleciente en cada país es producto de ciertas condiciones históricas
y no de elecciones libres de sus gestores. Existe una dinámica objetiva
de este proceso que explica porqué el desarrollo del centro acentúa el
subdesarrollo de la periferia. Es evidente que todos los miembros de las
naciones periféricas hubieran deseado un destino de potencias
desarrolladas, pero en el mercado mundial hay poco lugar para grupos
dominantes y mucho espacio para las economías dependientes. Por eso, las
“economías de mercado exitosas” en la periferia son excepcionales o
transitorias. Para emerger del subdesarrollo no alcanza con implementar
políticas antiliberales. Se requiere, además, enlazar la acción
antiimperialista con la construcción de una sociedad socialista.
Tres
modelos en discusión
La
vigencia de la teoría clásica del imperialismo para explicar las
relaciones de dominación entre el centro y la periferia es contundente.
Pero su actualidad para clarificar las vinculaciones contemporáneas entre
las grandes potencias es más controvertible. En este segundo sentido, el
concepto de imperialismo ya no apunta a esclarecer las causas del atraso
estructural de los países subdesarrollados, sino que pretende aclarar el
tipo de alianzas y rivalidades predominantes en el campo imperialista.
Varios autores [11] han destacado la importancia que tiene distinguir
entre ambos significados, señalando que las modalidades de dominación
periférica y de vinculación entre las potencias han seguido cursos
divergentes a lo largo de la historia.
El
punto de partida tradicional para analizar este segundo aspecto es la
distinción entre fase imperialista y librecambista del capitalismo,
propuesta por los teóricos marxistas de principios del siglo XX. Con esta
delimitación buscaron caracterizar una nueva etapa del sistema, signada
por el reparto de los mercados entre las potencias a través de la guerra.
Lenin
atribuía esta tendencia al conflicto bélico interimperialista a la
gravitación del monopolio y el capital financiero, Luxemburgo a la
necesidad de buscar salidas externas al estrechamiento de la demanda,
Bujarin al choque entre los intereses expansionistas y proteccionistas de
los grandes carteles y Trotsky al agravamiento de las desigualdades económicas
generadas por la propia acumulación. Estas interpretaciones pretendían
clarificar porqué la concurrencia entre grupos monopólicos que comenzaba
en confrontaciones comerciales y áreas monetarias desembocaba en
desenlaces sangrientos.
Esta
caracterización quedó desactualizada en la posguerra, cuándo la
perspectiva de conflictos armados directos entre las potencias tendió a
desaparecer. La hipótesis de este choque se tornó descartable o muy
improbable, a medida que la competencia económica entre las diversas
corporaciones y sus estados se fue concentrando en rivalidades más
continentales. Estos cambios transformaron los términos del análisis del
segundo aspecto de la teoría del imperialismo.
En
los años 70, Mandel [12] sintetizó la nueva situación, mediante un análisis
de tres modelos posibles de evolución del imperialismo: competencia
interimperialista, transnacionalismo (en su denominación original:
ultraimperialismo) y superimperialismo. Estimaba que el rasgo dominante de
la acumulación era la rivalidad creciente y por eso atribuyó a la primer
alternativa mayores posibilidades. También pronosticó que la
concurrencia intercontinental se profundizaría junto a la formación de
alianzas regionales.
El
economista belga cuestionó la segunda perspectiva transnacionalista
(anticipada por Kautsky) y defendida por los autores que preveían la
constitución de asociaciones transnacionales divorciadas del origen geográfico
de sus integrantes [13]. Mandel consideraba que, si bien la
internacionalización de las empresas multinacionales debilitaba sus
cimientos nacionales, no era probable una gran sucesión de fusiones entre
propietarios de corporaciones de distinto origen. Dado el carácter
concurrente de la reproducción capitalista, estimaba aún menos factible
el sostenimiento de este proceso en la constitución de “estados
mundiales”. Además, consideraba muy improbable la indiferencia de las
corporaciones hacia la coyuntura económica de sus países de origen y la
consiguiente prescindencia frente a las políticas anticíclicas en estas
naciones, que supondría este tipo de integraciones. Descartaba este
escenario, argumentando que el desarrollo desigual del capitalismo y las
crisis crean tensiones incompatibles con la perdurabilidad de alianzas
transnacionales.
La
tercer alternativa superimperialista presagiaba la consolidación del
dominio de una potencia sobre las restantes y el sometimiento de los
perdedores a relaciones de sujeción semejantes a las vigentes en los países
periféricos. Mandel consideraba en este caso, que la supremacía
alcanzada por Estados Unidos no colocaba a Europa y Japón al mismo nivel
de dependencia que las naciones subdesarrolladas. Destacaba que la hegemonía
norteamericana en el plano político y militar, no implicaba supremacía
económica estructural de largo plazo.
¿Cómo
se plantean actualmente estas tres perspectivas? ¿Qué tendencias
prevalecen a principio del siglo XXI: la competencia interimperialista, el
ultraimperialismo o el superimperialismo?
Los
cambios en la concurrencia interimperialista
La
interpretación inicial de la tesis del imperialismo como una etapa de
rivalidad bélica entre potencias no tiene prácticamente adherentes en la
actualidad. Existe en cambio una versión débil de esta visión centrada
ya no en el desenlace militar, sino en el análisis de la concurrencia
económica.
Algunos
analistas subrayan la activa intervención de los estados imperialistas
para apuntalar esta competencia, así como la vigencia de políticas
neomercantilistas para debilitar a las compañías rivales [14]. Otros
autores remarcan la prioridad que mantienen los mercados internos en la
actividad de las corporaciones y la homogeneidad de origen de sus
propietarios [15]. Esta atadura a sus bases nacionales, explica para
ciertos estudiosos porqué la tendencia a la formación de bloques
regionales es más significativa que la mundialización comercial,
financiera o productiva [16]. Qué el crecimiento norteamericano de la última
década se haya concretado a expensas de sus rivales es interpretado también
como una expresión del retorno a la concurrencia interimperialista. Estos
enfoques coinciden en presentar a la mundialización como un proceso cíclico
de fases expansivas y contractivas del grado de internacionalización de
la economía [17].
Esta
variedad de argumentos contribuye a refutar la mitología neoliberal sobre
el “fin de los estados”, la “desaparición de las fronteras” y la
“movilidad irrestricta del trabajo”. La tesis de la concurrencia
interimperialista demuestra cómo esta rivalidad limita la deslocalización
industrial, la liberalización financiera y la apertura comercial,
destacando que la competencia de bloques exige cierta estabilidad geográfica
de la inversión, restricciones al movimiento de capital y políticas
comerciales orientadas por cada estado.
Pero
aunque desmientan convincentemente las simplificaciones globalizantes,
estas contribuciones no alcanzan para esclarecer las diferencias
existentes entre el contexto actual y el vigente a principio del siglo XX.
Es cierto que la concurrencia interimperialista continúa determinando el
curso de la acumulación: ¿Pero porqué razón la rivalidad entre las
potencias ya no desemboca en conflagraciones bélicas directas? La misma
competencia se desarrolla ahora en un marco de mayor solidaridad
capitalista, puesto que Estados Unidos, Europa y Japón comparten los
mismos objetivos de la OTAN y actúan dentro de un bloque común de
estados dominantes, frente a los distintos conflictos militares.
Se
podría interpretar que el alcance mutuamente destructivo de las armas
nucleares ha transformado el carácter de las guerras, neutralizando las
confrontaciones abiertas. Pero este razonamiento explica solo las
modalidades de la disuasión que asumió el choque entre Estados Unidos y
la ex URSS, sin aclarar porqué los tres rivales imperialistas prescinden
de este tipo de enfrenamiento. También es cierto que la “lucha contra
el comunismo” diluyó la concurrencia entre potencias capitalistas, pero
este conflicto tampoco estalló luego de concluida la “guerra fría”.
En
realidad, el choque entre potencias ha quedado mediatizado por el salto
registrado en la mundialización. La actividad capitalista internacional
tiende a entrelazarse con el crecimiento del comercio por encima del
aumento de la producción, la formación de un mercado financiero
planetario y la afirmación de la gestión globalizada de los negocios por
parte de las 51 corporaciones, que ya integran el pelotón de las 100
mayores economías del mundo.
La
estrategia productiva de estas compañías se basa en combinar tres
opciones: abastecimiento de insumos, fabricación integral para el mercado
local y fragmentación del ensamblado de partes elaboradas en distintos países.
Esta mixtura de producción horizontal (recreando en cada región el molde
del país de origen) y producción vertical (subdividiendo el proceso
productivo de acuerdo a un plan global de especialización) implica un
grado de asociación más significativo entre capitales
internacionalizados [18]. Las corporaciones que definen su estrategia a
escala global tienden además a predominar sobre las menos
internacionalizadas, como lo demuestra por ejemplo, la gravitación del
primer tipo de firmas en las fusiones corporativas de la última década
[19].
Este
avance de la mundialización explica también porqué las tendencias
proteccionistas no alcanzan actualmente la dimensión del 30, ni
desembocan en la formación de bloques totalmente cerrados. El
neomercantilismo coexiste con la presión opuesta hacia la liberalización
comercial, ya que el intercambio interno entre las empresas localizadas en
distintos países ha crecido notablemente. Este hecho no aparece
claramente registrado en las estadísticas corrientes, puesto que las
operaciones entre compañías internacionalizadas realizadas dentro de un
mismo mercado nacional son generalmente computadas como transacciones
internas de ese país [20].
Este
avance de la mundialización que debilita la concurrencia tradicional
entre potencias imperialistas expresa una tendencia dominante y no sólo
un vaivén cíclico del capitalismo. Los períodos de retracción nacional
o regional constituyen movimientos contrarrestantes de ese impulso central
a la ampliación del radio de acción geográfico del capital. El freno de
esta tendencia proviene de los desequilibrios que genera la expansión
mundial y no de la pendularidad estructural de ese proceso.
En
última instancia, la presión mundializadora es la fuerza dominante
porque refleja la creciente acción de la ley del valor a escala
internacional. Cuánto más gravitan las empresas transnacionales, mayor
es el campo de valorización del capital a escala global frente a las áreas
exclusivamente nacionales. Esta influencia expresa la tendencia a la
formación de precios mundiales representativos de los nuevos patrones del
tiempo de trabajo socialmente necesario para la producción de mercancías
[21].
La
gestión internacionalizada de los negocios erosiona la vigencia del
modelo clásico de concurrencia interimperialista. Pero esta transformación
no es perceptible si se observa a la mundialización en curso como un
“proceso tan viejo como el propio capitalismo”. Esta postura tiende a
ignorar las diferencias cualitativas que separan a cada etapa de ese
proceso y esa distinción es vital para poder comprender porqué la
internacionalización de la Compañía de las Indias del siglo XVI tiene,
por ejemplo, tan poco parecido con la fabricación mundialmente segmentada
de General Motors.
La
rivalidad contemporánea entre corporaciones se desenvuelve en un marco de
acción más concertada. En los organismos mundiales de acción política
(ONU, G8), económica (FMI, BM, OMC) y militar (OTAN) se negocian las
reglas de esta actividad común. A diferencia del pasado, la acción
tradicional de los bloques competitivos coexiste con la incidencia
creciente de esas instituciones, que actúan haciéndose eco de los
intereses de las compañías internacionalizadas.
Por
eso la remodelación contemporánea de territorios, legislaciones y
mercados se consuma a través de ambas instancias y no por medio de la
guerra entre potencias. Es evidente que la nueva configuración
imperialista se sostiene en masacres bélicas sistemáticas, pero los
escenarios de estas batallas son periféricos. La multiplicación de estos
conflictos no deriva de guerras interimperialistas y este cambio obedece a
un salto cualitativo de la mundialización, que no es contemplado, ni
explicado por el viejo modelo de la concurrencia entre potencias.
La
exageración transnacionalista
Algunos
defensores de la hipótesis transnacionalista estiman que las
corporaciones actuales ya operan desconectadas de sus países de origen
[22]. Otros [23] atribuyen el surgimiento del “capital global” a la
informatización de la economía, a la sustitución de la actividad
industrial por la acción de las redes y a la expansión del trabajo
inmaterial. Destacan que esta conjunción elimina la centralidad del
proceso productivo, favorece la gestación de un mercado planetario y
refuerza la “desterritorizalización del imperio”.
Pero
esta visión tiende a interpretar tendencias embrionarias como hechos
consumados y a deducir de la creciente asociación entre los capitales
internacionales un nivel de integración que no se verifica en ningún
campo. La transnacionalización de capitales constituye actualmente sólo
un proceso inicial de una transformación estructural, que en el pasado
insumió siglos. Ninguna evidencia de la última década sugiere la
presencia de un acortamiento tan radical del ritmo histórico del
capitalismo [24].
El
transnacionalismo exagera el ascenso del capital global, reflejando cierta
presión mediática por construir novedades teóricas al ritmo del consumo
periodístico. Basta observar la evolución del parámetro que indicó
Mandel –la sensibilidad de las corporaciones globalizadas a cada
coyuntura económica nacional– para registrar la invalidez de la tesis
ultraimperialista. Los cuatro rasgos centrales del curso económico de los
90 –reactivación norteamericana, estancamiento europeo, depresión
japonesa y desplome de la periferia– ilustran la inexistencia de una
evolución común del “capital globalizado”. Los beneficios y las pérdidas
de cada grupo corporativo han dependido de su ubicación en cada región.
Qué la recuperación estadounidense se haya sostenido en la caída de sus
rivales confirma la existencia de un bloque ganador diferenciado de las
compañías europeas o japonesas.
Ciertas
formas de asociación global comienzan a emerger y por primera vez se están
soldando alianzas estructurales transatlánticas y transpacíficas entre
compañías europeas, norteamericanas y niponas. Este tipo de conexiones
obstaculizan la cohesión de la Unión Europea, obligan a Estados Unidos a
fijar su política económica en función del financiamiento externo e
inducen a Japón a continuar su resistida apertura de mercados. Pero estas
vinculaciones no eliminan la existencia de bloques competitivos
estructurados en torno a los viejos lazos estatales.
En
sus variantes moderadas, el transnacionalismo ignora que el Nafta, la Unión
Europea o el Asean expresan esta puja de rivales. Pero en la vertiente
extrema de Negri esta concepción propaga, además, todo tipo de fantasías
sobre el “descentramiento” geográfico, desconociendo que la acción
estratégica de las corporaciones continúa asentada en Estados Unidos,
Europa o Japón. El enlace global ha creado un nuevo marco común para la
concurrencia, pero sin eliminar los cimientos territoriales de esta
competencia.
Es
cierto, por otra parte, que la transformación informática favorece el
entrelazamiento global del capital, ya que tiende a amalgamar la actividad
financiera, acelerando las transacciones comerciales y acentuando la
reorganización del proceso de trabajo. Pero la revolución tecnológica
también refuerza la concurrencia y la necesidad de alianzas regionales
entre las corporaciones que se disputan los mercados. La “economía de
las redes” no solo unifica, sino que también acentúa la competencia
nacional. La aplicación de las nuevas tecnologías de la información está
guiada por parámetros capitalistas de ganancia, concurrencia y explotación
que impiden flujos indiscriminados de inversiones a escala global o
movimientos irrestrictos de la mano de obra. Estas localizaciones dependen
de condiciones de acumulación y valorización del capital, que obligan a
las 200 empresas mundializadas a concentrar sus centros operativos en un
pequeño puñado de países centrales.
Clases
y estados II
Quiénes
consideran que la transnacionalización del capital ha dado lugar a un
proceso equivalente en el terreno de las clases dominantes y los estados,
señalan como evidencias de este cambio el avance de la inversión
extranjera, la internacionalización del trabajo y la gravitación de los
organismos mundiales [25]. Negri [26] incluso considera que se ha
consumado la formación de un nuevo orden jurídico –inspirado en la
constitución norteamericana– surgido de la transferencia de soberanías
nacionales al centro imperial de la ONU.
Pero
este esquema es completamente forzado, ya que no existe ningún indicio de
globalización plena de la clase dominante. Cualquiera sean sus divisiones
internas, la burguesía norteamericana constituye un agrupamiento
claramente diferenciado de su homólogo japonés o europeo. Actúa en
torno a gobiernos, instituciones y estados distintos, defendiendo políticas
arancelarias, impositivas, financieras o monetarias propias y actúa en
función de sus intereses específicos. Incluso la integración de ciertas
burguesías en torno a un estado supranacional –como en el caso de
Europa– no convierte a sus miembros en “capitalistas globales”,
puesto que no se han enlazados también con sus competidores
extracontinentales en un mismo estado.
La
eventual transnacionalización de la capa gerencial de algunas
corporaciones y del segmento directivo de los organismos internacionales
tampoco prueba el surgimiento de una clase dominante global. Este staff de
funcionarios cosmopolitas conforma una burocracia de altas
responsabilidades, pero no constituye una clase [27]. El principal parámetro
para evaluar la existencia de esta formación social –la propiedad de
los medios de producción– indican una clara fragmentación geográfica
dentro del viejo radio de las naciones. Los dueños de cada empresa
transnacional son norteamericanos, europeos o japoneses y no
“globales”. Los datos de propiedad de las 500 mayores corporaciones
confirman esta conexión nacional, ya que el 48% de estas compañías
pertenece a capitalistas norteamericanos, el 30% a europeos y el 10% a
japoneses [28].
Además,
el FMI, la OMC o el WEF (World Economic Forum) no constituyen estructuras
estatales homogéneas, sino centros de negociación de las distintas
corporaciones, que a través de sus representantes estatales defienden
distintos acuerdos comerciales y tratados de inversiones. Las compañías
se apoyan en estas estructuras para batallar con sus rivales. Cuándo, por
ejemplo, Boeing y Airbus se disputan el mercado aeronáutico mundial,
recurren más a sus lobbistas de Estados Unidos y Europa, que a los
funcionarios de la OMC. En la competencia interimperialista chocan estados
o bloques regionales y no entrelazamientos intercorporativos del tipo
Toyota-General Motors versus Chrysler-D.M.Benz.
El
rol privilegiado que mantienen los estados demuestra que las principales
funciones capitalistas de esta institución (garantizar el derecho de
propiedad, proveer las condiciones para la extracción y realización del
plusvalor, asegurar la coerción y el consenso) no pueden mundializarse a
la misma velocidad que los negocios [29]. Incluso si un estado
transnacionalizado tuviera ya los recursos, la experiencia y el personal
suficiente para encarar por ejemplo plenamente las funciones represivas,
carecería de la autoridad que cada burguesía conquistó en su nación a
lo largo de varios siglos para ejercer esta tarea.
Negri
ignora estas contradicciones al postular la existencia de una nueva
soberanía imperial en torno a la ONU. Deduce esta vigencia de un análisis
restrictivamente jurídico y totalmente desligado de la lógica de
funcionamiento del capital. Pero lo más sorprendente es su candorosa
presentación de las Naciones Unidas como un sistema opresivo en la cúpula
(Consejo de Seguridad) y democrático en la base (Asamblea General),
olvidando que esta institución –en todos sus niveles– actúa como un
pilar del orden imperialista actual. Esta benevolencia se apoya, a su vez,
en una mirada apologética de la constitución norteamericana, que
desconoce cómo la elite de ese país construyó un sistema político de
opresión, mediante un mecanismo de contrapoderes destinado a burlar el
mandato popular [30]. Esta visión de la soberanía imperial extrema los
errores del enfoque transnacionalista, porque exagera el principal defecto
de esta visión: desconocer que la mayor integración mundial del capital
se desenvuelve en el marco de los estados y las clases dominantes
existentes o regionalizadas.
Los
errores del “superimperialismo”
En
la tesis del imperio está parcialmente implícita una caracterización
del dominio indisputado de Estados Unidos. Aunque Negri [31] subraya que
el imperio ”carece de centro territorial”, también señala que todas
las instituciones de la nueva etapa derivan del antecedente estadounidense
y se erigen en oposición a la decadencia europea.
Esta
interpretación converge con todas las caracterizaciones que identifican
el liderazgo norteamericano actual con el “predominio de una sola
potencia”, la “unipolaridad del mundo” o el afianzamiento de la
“era estadounidense”. Estas visiones actualizan la teoría del
superimperialismo, que postula la hegemonía total de un rival sobre sus
competidores.
El
soporte empírico de esta tesis surge del arrollador avance norteamericano
de la última década, especialmente en el terreno político y militar.
Mientras que la acción de las Naciones Unidas ha quedado acomodada a las
prioridades de Estados Unidos, la presencia del gendarme norteamericano se
ha extendido a todos los rincones del planeta, a través de los acuerdos
con Rusia y la intervención en regiones –como Asia central o Europa
Oriental– que estaban fuera de su control.
Estados
Unidos detenta una clara superioridad tecnológica y productiva frente a
sus rivales. Esta supremacía se ha verificado en la actual recesión
global, porque el nivel de actividad económica mundial presenta un
extraordinario grado de dependencia del ciclo norteamericano.
Estados
Unidos retomó en los 90 el liderazgo que desafió Europa en los 70 y Japón
en los 80. Desde el gobierno de Reagan, la primer potencia explotó las
ventajas que le otorga su primacía militar, para financiar su reconversión
económica con recursos del resto del mundo. En ciertos períodos apeló
al abaratamiento del dólar (para relanzar las exportaciones) y en otras
fases al encarecimiento de esa divisa (para absorber capitales externos).
También impuso alternativamente la liberalización comercial y el
proteccionismo en los sectores que detenta respectivamente alta o baja
competitividad, respectivamente. Esta recuperación hegemónica se explica
a su vez por la implantación internacional que tienen las corporaciones
estadounidenses y porque el capitalismo norteamericano se ha orientado
desde el siglo pasado a penetrar los mercados internos de sus
competidores.
Sin
embargo, ninguno de estos hechos prueba la existencia del
superimperialismo, ya que la supremacía norteamericana no ha conducido al
sometimiento de Europa o Japón. Los conflictos que oponen a las grandes
potencias tienen la envergadura de conflictos interimperialistas y no son
comprables a los choques entre países centrales y periféricos. En las
disputas comerciales con Estado Unidos, Francia no se comporta como
Argentina, dentro del FMI Japón no mendiga créditos sino que actúa como
acreedor y Alemania es protagonista y no víctima de las resoluciones del
G 8.
Las
relaciones entre Estados Unidos y sus competidores no presentan los rasgos
de la dominación imperial. Existe una contundente primacía
norteamericana en las relaciones geopolíticas, pero “el nexo transatlántico”
no implican la subordinación de Europa y el “eje del Pacífico” no se
caracteriza por la sujeción de Japón a cualquier exigencia de Estados
Unidos [32].
La
tesis superimperialista sobrevalora el liderazgo norteamericano y
desconoce sus contradicciones de liderazgo. Gowan [33] opina acertadamente
que la forma de dominación “suprematista” (a costa de los rivales) y
no “hegemonista” (compartiendo los frutos del poder) de Estados Unidos
socava su liderazgo. La fuerza estadounidense se construye además,
mediante el entrelazamiento y no –como en el pasado– a través del
aplastamiento bélico de los competidores. Y esta modalidad obliga a
forjar alianzas, que al no surgir de un desenlace militar son más frágiles.
El carácter elitista del imperialismo actual, es decir carente del sostén
masivo, chauvinista y patriotero de principio del siglo XX, también
erosiona la superioridad de la primer potencia.
La
supremacía estadounidense se ejerce en la práctica a través de las
guerras en las zonas periféricas más calientes del planeta. Pero también
esta belicosidad deteriora un curso superimperialista, porque estas
agresiones sistemáticas potencian la inestabilidad. La nueva doctrina de
“guerra infinita” que aplica Bush profundiza este descontrol, ya que
rompe con la tradición de enfrentamientos limitados y sujetos a cierta
proporcionalidad entre medios y fines. En las campañas contra Irak, “el
narcotráfico” o el “terrorismo”, Estados Unidos busca crear un
clima de temor permanente a través de agresiones sin duración acotada,
ni objetivos precisos [34].
Este
tipo de acción imperialista no sólo disloca naciones, desintegra estados
y destruye sociedades, sino que también genera el tipo de
“boomerangs” que Estados Unidos acaba de padecer en carne propia con
los talibanes. La “guerra total” sin escrúpulos jurídicos
desestabiliza el “orden mundial” y deteriora la autoridad de sus
mandantes. Por eso la perspectiva de superimperialismo no se ha consumado
y está amenazada por la propia acción dominante de Estados Unidos.
La
combinación de los tres modelos
Ninguno
de los tres modelos alternativos al imperialismo clásico esclarece las
relaciones actualmente predominantes entre las grandes potencias. La tesis
de la concurrencia interimperialista no explica las razones que inhiben la
confrontación bélica e ignora el avance registrado en la integración de
los capitales. El enfoque transnacionalista desconoce que las rivalidades
entre las corporaciones continúan mediadas por la acción de las clases y
los estados nacionales o regionales. La visión superimperialista no toma
en cuenta la inexistencia de relaciones de subordinación entre las economías
desarrolladas equiparables a las vigentes en la periferia.
Estas
insuficiencias inducen a pensar que la rivalidad, la integración y la
hegemonía contemporánea tienden a combinarse en nuevo tipo de vínculos
interimperialistas, más complejos que los imaginados en los años 70.
Indagar esta mixtura es más provechoso que preguntarse cuál de los tres
modelos concebidos en ese momento ha prevalecido. En las últimas décadas
el avance de la mundialización ha incentivado la asociación trasnacional
de capitales, alentando la concurrencia tradicional e induciendo también
a una potencia a asumir un liderazgo cohesionador del sistema [35].
Reconocer
esta combinación permite comprender el carácter intermedio de la situación
actual. Por el momento no predomina la rivalidad, la integración, ni la
hegemonía plenas, sino un cambio en las relaciones de fuerza al interior
de cada potencia, que favorece a los sectores transnacionalizados en
desmedro de los nacionalizados en el marco de los estados y clases
existentes [36]. Este balance de posiciones difiere en cada país (en
Canadá u Holanda, la fracción mundializada es probablemente más
gravitante que en Estados Unidos o Alemania) y en cada sector (en la
industria automotriz, la transnacionalización es mayor que en la
siderurgia). El capital se internacionaliza mientras los viejos estados
nacionales continúan asegurando la reproducción general del sistema.
La
nueva combinación de rivalidad, integración y supremacía imperialistas
forma parte de las grandes transformaciones recientes del capitalismo. Se
inscribe en el marco de una etapa signada por la ofensiva del capital
sobre el trabajo (incremento del desempleo, la pobreza y la flexibilización
laboral), la expansión sectorial (privatizaciones) y geográfica (hacia
los ex “países socialistas”) del capital, la revolución informática
y la desregulación financiera.
Estos
procesos han alterado el funcionamiento del capitalismo y multiplicado los
desequilibrios del sistema, al debilitar la regulación estatal de los
ciclos económicos e incentivar la rivalidad entre las corporaciones. Las
viejas instituciones políticas pierden autoridad a medida que parte del
poder efectivo se desplaza hacia nuevos organismos mundializados, que
carecen a su vez de legitimidad y consenso popular. Además, la escalada
militar imperialista provoca colapsos en las regiones periféricas
ahondando la inestabilidad mundial [37].
Estas
contradicciones son características del capitalismo y no presentan las
similitudes con el imperio romano que postulan numerosos autores. Estas
analogías subrayan la identidad de mecanismos de inclusión o exclusión
de los grupos dominantes al centro imperial [38], la semejanza
institucional (Monarquía-Pentágono, Aristocracia-Corporaciones,
Democracia-Asamblea ONU) [39] o la decadencia común de ambos sistemas (caída
de Roma-“pudrición” del régimen actual) [40].
Pero
el capitalismo contemporáneo no está erosionado por una expansión
territorial desbordada, ni está corroído por el estancamiento agrario,
la improductividad del trabajo o el derroche de la casta dominante. A
diferencia del modo de producción esclavista, el capitalismo no genera la
paralización de las fuerzas productivas, sino un desarrollo descontrolado
y sujeto a crisis cíclicas.
Las
contradicciones derivadas de la acumulación, la extracción de plusvalía,
la valorización del capital o la realización del valor conducen a la
crisis, pero no a la agonía de la Antigüedad. Pero la diferencia crucial
radica en el rol jugado por sujetos sociales con capacidad de transformación
histórica, que no existían durante la decadencia romana.
Los
ámbitos de la resistencia popular
Los
trabajadores, explotados y oprimidos de todo el planeta son los
antagonistas del imperialismo del siglo XXI. Su acción ha modificado en
los últimos años el clima de triunfalismo neoliberal prevaleciente en la
elite de la clase dominante desde principios de los 90. Una sensación de
desconcierto comienza a instalarse en el “establishment” globalizador,
como lo prueban las críticas que los popes del neoliberalismo descargan
contra el curso económico actual.
Soros,
Stiglitz o Sachs ahora escriben impactantes libros para denunciar el
descontrol de los mercados, el exceso de austeridad o la inconveniencia de
ajustes extremos. Sus caracterizaciones son tan superficiales como los
desbordantes elogios que antes propinaban al capitalismo. No aportan
ninguna reflexión relevante, pero testimonian el malestar que ha creado
en la cúspide del imperialismo, el desastre social creado durante los años
de la euforia privatizadora.
Estos
cuestionamientos al “capitalismo salvaje” reflejan el avance de la
resistencia popular, porque los dueños del mundo ya no sesionan en paz.
Sus encuentros en puntos remotos y en reuniones atrincheradas siempre
enfrentan las manifestaciones del movimiento de protesta global. No pueden
aislarse en Davos, rehuir la escandalosa represión de Génova, ni ignorar
los desafíos de Porto Alegre. Ya no hay “discurso único”, ni “una
sola alternativa” y con el avance de los cuestionamientos populares
decrece la imagen de omnipotencia imperialista.
Los
participantes de la protesta global son los artífices centrales de este
cambio. Su resistencia ya desborda el impacto mediático inicialmente
creado por el boicot a las cumbres de presidentes, ejecutivos y banqueros.
Seattle marcó un “antes y un después” para el desarrollo de esta
lucha, que no ha decaído luego del 11 de septiembre. Los presagios de un
gran reflujo han quedado desmentidos y la intimidación
“antiterrorista” no logró vaciar las calles de manifestantes. Entre
octubre y diciembre pasado 250.000 jóvenes se movilizaron en Peruggia,
100.000 en Roma, 75.000 en Londres y 350.000 en Madrid. En febrero, el
segundo encuentro de Porto Alegre superó la concurrencia y
representatividad de las reuniones anteriores y una marcha posterior en
Barcelona concentró a 300.000 manifestantes. La movilización más
reciente de Sevilla contra la “Europa del Capital” reunió a 100.000
personas. Estas reacciones confirman la vitalidad de un movimiento que
tiende a incorporar a su acción la batalla contra el militarismo. Un
movimiento antiguerra empieza a despuntar, siguiendo las huellas dejadas
por las luchas contra los crímenes de Argelia en los 60 y Vietnam en los
70 [41].
La
clase obrera se perfila como otro desafiante del imperialismo, tanto por
su convergencia con la protesta global (muy significativa en Seattle), cómo
por la recomposición de las luchas reivindicativas. La etapa de severo
reflujo que inauguraron las derrotas de los 80 (Fiat-Italia en 1980, los
mineros británicos en 1984-85) tiende a revertirse desde mediados de los
90, al compás de importantes acciones en Europa (huelgas en Francia y
Alemania) y en la periferia más industrializada (Corea, Sudáfrica,
Brasil). La extraordinaria movilización de tres millones de trabajadores
italianos en mayo pasado y la impactante huelga general en España
confirman esta recuperación de la clase obrera.
Las
sublevaciones populares en la periferia representan el tercer desafío al
imperialismo. Los ejemplos de esta resistencia en Sudamérica son
contundentes, a partir de la significativa extensión de la rebelión
argentina. A medida que el “contagio económico” se irradia hacia las
naciones vecinas (fugas de capital, quiebras bancarias y mermas de
inversiones), también se expande el “contagio político” con
manifestaciones y cacerolazos en Uruguay, grandes movilizaciones agrarias
en Paraguay y masivos levantamientos contra las privatizaciones en Perú.
Por
otra parte, la intervención popular contra el golpe de estado en
Venezuela marcó el debut de una reacción masiva contra la política
pro-dictatorial que promueve el imperialismo norteamericano. Este éxito
de los oprimidos constituye apenas el primer round de un enfrentamiento
que atravesará por numerosos episodios, ya que el Departamento de Estado
ha puesto en marcha una escalada de provocaciones contra cualquier
gobierno, pueblo o política que no siga fielmente su libreto.
A
escala mundial, el caso más dramático de estas agresiones es la masacre
de los palestinos. El nivel de salvajismo imperialista en Medio Oriente
rememora las grandes barbaries de la historia colonial y por eso la
resistencia popular en esa región es emblemática y despierta la
solidaridad de todos los pueblos del plantea.
La
protesta global, la recuperación de la clase obrera y las rebeliones en
la periferia demuestra los límites de la ofensiva del capital. Al cabo de
una década de atropellos sociales las relaciones de fuerza comienzan a
cambiar y este giro abre un nuevo espacio ideológico para el pensamiento
crítico, que vuelve a tornar atractivas las ideas del socialismo. A
medida que el neoliberalismo se desprestigia, el socialismo deja de ser
mala palabra y el marxismo ya no es visto como un pensamiento arcaico.
Este resurgimiento replantea varios problemas de la estrategia socialista.
Cuatro
desafíos políticos
Un
nuevo internacionalismo ha irrumpido junto a la protesta global en las
marchas cosmopolitas en favor de “otra mundialización”. Estas
movilizaciones incluyen un fuerte cuestionamiento de los principios de
competencia, individualismo y beneficio y han generado un avance de la
conciencia anticapitalista, que se refleja en algunos lemas de estas
marchas (“el mundo no es una mercancía”). Contribuir a transformar
esta crítica embrionaria al capital en una propuesta de emancipación es
la primer tarea que enfrentan los socialistas.
Esta
alternativa ya se debate en los foros mundiales, cuándo se analiza la
perspectiva social del internacionalismo espontáneo del movimiento. En la
protesta global prevalece una oposición total a las reacciones
fundamentalistas contra los atropellos imperialistas y un contundente
rechazo a las confrontaciones étnicas o religiosas entre los pueblos
explotados, que fomenta la derecha. Esta solidaridad internacionalista es
incompatible con cualquier proyecto capitalista que invariablemente
implica fomentar la explotación y por lo tanto, estimular los
enfrentamientos nacionales. Sólo el socialismo ofrece una perspectiva de
comunidad real entre los trabajadores del mundo.
El
generalizado despertar de la lucha antiimperialista en la periferia
presenta un segundo desafío para los socialistas. Algunos teóricos
ignoran esta irrupción porque han decretado el fin del nacionalismo y
celebran esta desaparición, sin poder distinguir entre las corrientes
reaccionarias y progresistas de estos movimientos. Estos autores declaran,
además, la inoperancia de cualquier táctica, estrategia o prioridad política
en las nuevas “luchas horizontales”, porque interpretan que en estos
combates se enfrentan el capital y el trabajo sin ningún tipo de
mediaciones [42].
Esta
visión constituye una burda simplificación de la lucha nacional, porque
coloca dentro de una misma bolsa a los talibanes y a los palestinos, a los
ejecutores de masacres étnicas en Africa o los Balcanes con los artífices
de las guerras de liberación de las últimas décadas (Cuba, Vietnam,
Argelia). No logra distinguir dónde se ubica el progreso y en qué lugar
se sitúa la reacción. Por eso no comprende porqué los pueblos del
Tercer Mundo luchan por el desconocimiento de la deuda externa, la
nacionalización de los recursos energéticos o la protección arancelaria
de la producción local.
Definir
tácticas y concebir estrategias específicas es importante, dado que las
reivindicaciones nacionales que comparten los explotados de la periferia,
no tienen significación para los trabajadores de las naciones centrales.
El enfoque transnacionalista repite la vieja hostilidad liberal hacia las
formas concretas de resistencia popular en los países subdesarrollados,
recurriendo a un lenguaje más radical. Sus vaguedades transmiten un
sentimiento de impotencia frente a la dominación imperialista, porque en
el mundo sin fronteras, centros y territorios que describen, resulta
imposible localizar al opresor y establecer algún rumbo para enfrentarlo.
El
tercer desafío de la política socialista es concebir estrategias de
captura y transformación radical del estado, a fin de abrir un camino de
emancipación. Este objetivo exige desmitificar el cuestionamiento
neoliberal a la utilidad de la intervención estatal y las creencias
neutralistas del constitucionalismo, que enmascara el control detentado
por la clase dominante sobre esta institución. Especialmente, la
difundida oposición entre desreguladores neoliberales y reguladores
antiliberales encubre la vigencia de una gestión capitalista coincidente
del estado. Este manejo es la causa del creciente divorcio entre la
sociedad y el estado. Cuánto más dependen los asuntos públicos del
lucro empresario, mayor peso adquieren los aparatos y las burocracias
alejadas de las necesidades mayoritarias de la población.
Pero
la superación de esta fractura estatal exige inaugurar una gestión
colectiva que permita avanzar hacia la extinción progresiva del carácter
elitista y opresor del estado. Este objetivo no puede alcanzarse a través
de un acto mágico de disolución de instituciones que tienen raíces
milenarias, ni puede lograrse mediante el enigmático camino emancipatorio
que proponen quienes postulan cambiar la sociedad rehuyendo la captura y
manejo del poder [43].
Algunos
teóricos argumentan que en la actual “sociedad de control” las formas
de dominación son tan invasoras, como frustrantes de cualquier
transformación social basada en el manejo popular del estado [44]. Pero
esta sugerencia de un poder omnipresente (“que está en todas partes y
en ninguna”) convierte cualquier debate concreto sobre la lucha contra
la explotación, en una reflexión metafísica sobre la impotencia del
individuo frente a su entorno opresivo. Eludiendo el análisis de las raíces
objetivas y los pilares sociales de esta sujeción se torna imposible
concebir caminos concretos de superación de la dominación capitalista
[45].
Precisar
quiénes son los agentes de un proyecto de transformación anticapitalista
es el cuatro desafío de los socialistas. Observando a los trabajadores en
huelga, a los jóvenes de la protesta global y a las masas movilizadas de
la periferia no es muy difícil definir quiénes son los artífices de un
cambio emancipatorio. Este nuevo protagonismo popular socava el discurso
neoliberal individualista sobre el fin de la acción colectiva, pero no ha
generado aún, reconocimientos del papel central de las clases oprimidas
(y especialmente del rol de los trabajadores asalariados) en la
transformación social.
Esta
omisión obedece, por un lado, a la gravitación que se le asigna a la
“ciudadanía” en los cambios políticos, olvidando que esta categoría
uniforma a los opresores y oprimidos en un mismo status y oculta que el
“ciudadano-obrero” carece de las atribuciones cotidianamente ejercidas
por el “ciudadano-capitalista” (despedir, contratar, acumular,
derrochar, dominar). Incluso en las caracterizaciones más radicales que
hablan de la “ciudadanía insurrecta” o de la “ciudadanía
global”, esta frontera de clase queda disuelta y el antagonismo social
es relegado a un segundo plano.
Otra
manera de diluir el análisis clasista consiste en sustituir la noción de
trabajador o asalariado por el concepto de “multitud”. Este
agrupamiento es presentado como el embrión de un “contraimperio”
naciente, por su capacidad aglutinante de los “deseos de liberación”
de sujetos “cosmopolitas, nómades y emigrados” [46].
Aunque
los promotores de esta categoría reconocen su sentido meramente poético,
pretenden de hecho aplicarla a la acción política [47]. Y este
trasplante genera numerosas confusiones, porque la misma multitud alude a
veces al agrupamiento amorfo de individuos (nómades) y se refiere en
otras ocasiones a la acción de fuerzas particulares (emigrados). En
ninguno de los dos casos se explica porqué ocuparía un lugar tan
significativo en la lucha social de un imperio, que al no ser localizable
tampoco enfrenta contrincantes muy definidos. Pero lo más difícil de
este rompecabezas es dilucidar para que sirve.
Abandonando
los malabarismos verbales y analizando, en cambio, el potencial
emancipatorio de la clase trabajadora para comandar un proyecto socialista
se puede arribar a las conclusiones de mayor provecho. Esta reflexión
puede partir de la creciente “proletarización del mundo”, es decir de
la estratégica gravitación social que han alcanzado los trabajadores,
definidos en un sentido amplio como la masa total de los asalariados [48].
Esta impresionante fuerza podría transformarse en un poder
anticapitalista efectivo, si se concreta un salto significativo en la
conciencia socialista de los explotados.
Las
condiciones para este avance político ya se han reunido, como lo prueban
las discusiones sobre el internacionalismo, el estado y el sujeto de la
transformación social. Repitiendo lo ocurrió en 1890-1920, el debate
sobre el imperialismo vuelve a ubicarse también en el centro de esta
maduración política. ¿Estas similitudes se extenderán al crecimiento
del movimiento socialista? Quizás la sorpresa de la nueva década sea el
surgimiento de partidos, líderes y pensadores comparables a los clásicos
marxistas del siglo pasado.
Notas
1-
Hemos analizado este proceso en: Katz, Claudio: “Las nuevas turbulencias
de la economía latinoamericana”. Periferias N° 8, 2do. semestre
de 2000, Buenos Aires. Katz, Claudio: “Las crisis recientes en la
periferia”, Realidad Económica 183, octubre-noviembre 2001,
Buenos Aires. Katz, Claudio: “Una
recesión
global,
entre guerras y rebeliones”, Herramienta
19, otoño 2002. La
polarización entre el centro y la periferia es también reconocida por
los autores que clasifican a las naciones en cuatro círculos jerárquicos
(potencias centrales, países receptores de la inversión extranjera,
potenciales absorbentes de estos flujos y economías periféricas y que
plantean cómo única posibilidad de cambio un ascenso de escalón de los
países ubicados en el tercer lugar (o viceversa). Otros cambios son
considerados muy improbables (un salto del segundo al primer rango o
incluso del cuarto al segundo). Michalet,
Charles Albert, La seductions des nations, Economica, Paris, 1999,
cap. 2.
2-
Montero, Carlo. “Efecto en América Latina de nuevos subsidios al agro
en EEUU”, ATTAC,
29-5-02.
3-Amin,
Samir: “Africa: living on the fringe”, Monthly Review vol. 53,
N° 10, marzo 2002.
4-
“El fantasma del protectorado”. Informe del diario Clarín, 9
de junio 2002.
5-
Editors: “US military bases and empire”, Monthly Review vol.
53, N° 10, marzo 2002.
6-
Hearse, Phil: “Guerre á la terreur: premier bilan”. Inprecor
466-467, enero-febrero 2002. Lemaitre, Yvan: “La paix et la justice
imposibles”, Critique
Communiste
165, invierno 2002. Piquet, Christian: “Nouvelle donne, nouveaux defis”,
Critique Communiste 165, invierno 2002. Habel, Janette:
“Etats Unis-Amerique Latine”, Contretemps
3, febrero 2002.
7-
Negri, Antonio y Hardt, Michael. Imperio, Paidós, Buenos Aires,
2002, prefacio y caps. 2 y 4. Negri, Toni: “El imperio, supremo estadio
del imperialismo”, Desde los cuatro puntos 31, mayo 2001, México.
Negri, Toni: “Imperio: el nuevo lugar de nuestras conquistas”, Cuadernos
del Sur 32, noviembre 2001.
8-
Robinson, William: “Global capitalism and nation-state-centric”, Science
and Society vol. 65, N° 4, verano 2001-2002.
9-
Foster, John Bellamy, “Imperialism and empire”, Monthly Review
vol. 53, N° 7, diciembre 2001; Bensaïd, Daniel: ¿“El imperio
estado terminal?”, Desde los cuatro puntos 31, mayo 2001, México.
Bensaïd, Daniel: “Le nouveau desordre mondial”, Contretemps 2
, septiembre 2001.
10-
Estas posiciones son habitualmente expuestas por la corriente antiliberal
en los foros del movimiento de protesta global.
11-
Sutcliffe, Bob: “Conclusión”, Owen, Robert: “Introducción”,
Kemp, Tom: “La teoría marxista del imperialismo”, en Owen, Robert y
Sutcliffe, Bob: Estudios sobre la teoría del imperialismo, Era, México,
1978.
12-
Mandel, Ernest: El capitalismo tardío, Era, México, 1978, cap.
10; Mandel, Ernest: “Las leyes del desarrollo desigual”, en Ensayos
sobre el neocapitalismo, Era, México, 1969. También formuló un análisis
semejante Rowthorn, Bob: “El imperialismo en la década de 1970”, en Capital
monopolista y capital monopolista europeo, Granica, Buenos Aires,
1971.
13-
Hymer, Stephen: Empresas multinacionales e internacionalización del
capital, Ediciones Periferia, Buenos Aires, 1972. Nicolaus, Martín:
“La contradicción universal”, El imperialismo hoy, Ediciones
Periferia, Buenos Aires, 1971.
14-
Petras, James: “Imperialismo versus imperio”, Laberinto 8,
febrero 2002, Málaga.
15-
Giussani, Paolo: “¿Hay evidencia empírica de una tendencia hacia la
globalización?”; Arriola, J; Guerrero, D.: La nueva economía política
de la globalización, Universidad del País Vasco, Bilbao, 2000.
16-
Tombazos, Stravos: “La mondialisation liberale et l´imperialisme tardif”,
Contretemps
2 , septiembre 2001.
17-
Smith, Tony: “Pour une theorie marxiste de la globalisation”, Contretemps
n° 2 ,
septiembre 2001.
18-
Andreff, Wladimir: Interventions et debats. Mondialisation, Espaces
Marx, Paris, 1999. Zarifian, Philippe: Interventions et debats.
Mondialisation, Espaces Marx, Paris, 1999.
19-
D Boff, Richard y Herrman, Edward: “Merger, concentration and the
erosion of democracy”, Monthly Review vol. 53, N° 1, mayo 2001.
20-
Algunos estudios que han comenzado a tomar en cuenta esta problemática
demuestran, por ejemplo, que el típico déficit de balance de pagos
norteamericano computado de acuerdo a la localización de las compañías,
constituye en realidad un superávit medido desde el punto de vista de la
propiedad de las firmas. Bryan,
D.: “Global accumulation and accounting for national economic identity”,
Review of Radical Political Economics, vol. 33, 1999.
21-
Husson, Michel: Interventions et debats. Mondialisation,
Espaces Marx, París, 1999.
22-
Castel, Odile: “La naissance de l¨Ultraimperialisme”, Dumenil,
Gerard y Levy, Dominique: Le triangle infernal, PUF, París,
1999.
23-
Negri, Antonio y Hardt, Michael: Imperio, Paidós, Buenos Aires,
2002, Prefacio. Negri, Toni: “Entrevista”. Página 12, 31 de
marzo de 2002 Negri, Toni: “El imperio, supremo estadio del
imperialismo”, Desde los cuatro puntos 31, mayo 2001, México.
24-
Esta es la acertada objeción de Arrighi, Giovanni: “Global
capitalism and the persistence of north-south divide”, Science and
Society vol. 65, N° 4, invierno 2001-2002.
25-
Robinson, William: “Global capitalism and nation-state-centric”, Science
and Society vol. 65, N° 4, invierno 2001-2002.
26-
Negri, Antonio y Hardt, Michael: Imperio, Paidós, Buenos Aires,
2002, caps. 1, 8, 15 y
16.
27-
Mann, Michael: “Globalisation is among other things, transnational,
international and american”, Science and Society vol 65, N° 4,
invierno 2001-2002. Pijl, Kees van der: ”Globalisation or class society
in transition?”, Science and Society vol 65, N ° 4, invierno
2001-2002.
28-
Financial Times, 10 de mayo de 2002.
29-
Went, Robert: “Globalisation: towards a transnational state?”, Science
and Society vol. 65, Nº 4, invierno 2001-2002.
30-
Borón, Atilio: Imperio e imperialismo, Buenos Aires,
2002, caps. 4 y 6.
31-
Negri, Antonio y Hardt, Michael: Imperio, Paidós, Buenos Aires,
2002, (cap. 17)
32-
Serfati, Claude: “Un bourgeoisie mondiale pour un capitalisme
mondialisé?”. Bourgeoisie:
etat d´une classe dominante,
Syllepse, Paris, 2001. Serfati, Claude: “Violences de la
mondialisation capitaliste”, Contretemps N° 2, septiembre 2001.
33-
Gowan, Peter: “Cosmopolitisme liberal et gouvernance global”, Contretemps
2, septiembre 2001.
34-
Achcar, Gilbert: “Le choc des barbaries”, Contretemps 3,
febrero 2002. Bensaïd, Daniel: “Dieu, que ces guerres son saintes”, Contretemps
3, febrero 2002. Wood, Ellen Meiksins: “Guerre infinie”, Contretemps
3, febrero 2002.
35-
Husson, Michel: “Le fantasme du marché mondial”, Contretemps
2 , septiembre 2001.
36-
Panitch, Leo: “The state,
globalisation and the new imperialism”, Historical Materialism,
vol. 9, invierno 2001.
37-
Dabat, Alejandro: “La globalización en perspectiva histórica”, Mimeo,
1999, México. Barrere,
Christian: Interventions et debats. Mondialisation, Espaces Marx,
París, 1999.
38-
Negri, Toni: “Imperio: el nuevo lugar de nuestras conquistas”, Cuadernos
del Sur 32, noviembre 2001.
39-
Negri, Toni y Hardt, Michael. “La multitude contre l´empire”, Contretemps
2 , septiembre 2001.
40-
Negri, Antonio y Hardt Michael: Imperio, Paidós, Buenos Aires,
2002, cap. 17 De Bernis, Gerard: Interventions et debats. Mondialisation, Espaces
Marx, París, 1999. Del Roio, Marcos: “Las contradicciones del
imperio”, Martins, Carlos: “La nueva encrucijada”. Herramienta
18, verano 2001-2002.
41-
Ali, Tariq: “Le choc du fundamentalismes”, Inprecor 466-467,
enero-febrero 2002.
42-
Negri, Antonio y Hardt, Michael: Imperio, Paidós, Buenos Aires,
2002, prefacio y caps. 3, 5, 6 y 10.
43-
Esta es la tesis de Holloway, John: “Entrevista”, Página 12, 3
de diciembre de 2001.
44-
Negri, Antonio y Hardt, Michael. Imperio, Paidós, Buenos Aires,
2002, cap. 2.
45-
Ver la excelente crítica de Callinicos, Alex: “Toni Negri in
perspective”, International Socialism 92,
otoño 2001.
46-
Negri, Antonio y Hardt, Michael: Imperio, Paidós, Buenos Aires,
2002, cap. 16.
47-
Negri, Toni: “Entrevista”, Página 12, 31 de marzo de 2002.
48-
Esta fuerza ha crecido de 50 millones a 2000 millones de personas frente a
una población total de 1000 y 6000 millones en los años 1900 y 2000,
respectivamente. Bensaïd, Daniel: “Teoremas de la resistencia a los
tiempos que corren”, Cuadernos del Sur 32, noviembre 2001.
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