El
imperialismo en el nuevo siglo
Por
Roberto Ramírez
Este
texto es la primera parte de un abstract (o más bien un desarrollo más
amplio) de un libro en preparación. Los presentes acontecimientos
mundiales nos decidieron a adelantarnos, publicándolo, a sabiendas de
su carácter de mero esquema conceptual, donde faltan desarrollar los
distintos puntos e incorporar, además, el cuerpo de citas sobre el
que está basada su redacción. El tema del imperialismo, en parte
gracias a Bush, ha vuelto a ocupar el centro de interés... y no sólo
de los marxistas.
Sumario:
*
La larga marcha de los imperios y del imperialismo capitalista
*
Décadas de crisis, guerras, revoluciones... y contrarrevoluciones
*
El final del “boom” y del orden de Yalta-Potsdam
*
La globalización de la economía mundial
*
Las relaciones del imperialismo con la periferia de países
“atrasados”
*
Las relaciones interimperialistas y la disputa por un nuevo orden
mundial
*“En
el planeta hay dos superpoderes”
Si
en los años 90, la globalización del capital fue un tema dominante
en los debates, ahora es evidente la necesidad de volver sobre la teoría
del imperialismo, de acuerdo a los rasgos que éste va tomado. En
verdad, aunque desde ángulos diferentes, los análisis de la
globalización ayer y del imperialismo hoy se enfocan sobre un mismo
“objeto”: el sistema capitalista.
Éste
no es solamente un sistema económico mundial, un sistema
universal de explotación del trabajo por el capital, sino que
simultáneamente es también un sistema mundial de Estados, un
régimen jerarquizado de dominio, opresión y avasallamiento.
Uno no podría funcionar sin el otro.
El
plan de este libro consta de dos partes. En la primera, cuyo resumen
publicamos a continuación, se intentará exponer los rasgos
principales del imperialismo de hoy, tratando de explicar por qué la
“lógica” de sus contradicciones, tanto económicas como políticas
y sociales ha llevado a lo que Itsván Mészáros define como “la
fase potencialmente más mortífera del imperialismo”. O sea, cómo
la disyuntiva “socialismo o barbarie” toma forma hoy en la de socialismo
o peligro de extinción de la humanidad.
En
la segunda, que está siendo preparada por otro redactor, se
desarrollará la crítica de visiones que creemos equivocadas. Por
ejemplo, la tan de moda de Toni Negri, en la que el imperialismo,
gracias a la globalización de los intercambios económicos y
culturales ha sido sustituido por un Imperio sin domicilio conocido,
descentrado y desterritorializado. (¡Lamentablemente Bush, por no
haber leído a Negri, no se ha enterado!)
Asimismo,
en esa segunda parte, se van a considerar las concepciones de quienes
llamamos “neoreformistas”. Ellos suelen pintar, por un lado, un
imperialismo (yanqui) omnipotente, y por el otro, la utopía de
enfrentarlo contraponiéndole una alternativa anticapitalista y
socialista. Lo único “realista” frente al curso bélico de
Washington sería apelar a las beneméritas instituciones
internacionales, como las Naciones Unidas. Lo que, en los hechos,
significa depositar esperanzas en la alianza "pacífica" de
las potencias europeas continentales (Francia-Alemania-Rusia) para
contrapesar el belicismo de Bush. El programa general de “humanización”
del capitalismo se concreta aquí en la utopía de una “comunidad
internacional” que, bajo el paraguas de la ONU y la Corte Penal
Internacional, lograría vivir en paz.
La
larga marcha de los imperios y del imperialismo capitalista
Como
advierte Lenin, la política imperial y de dominación colonial, por
un lado, y de competencia y lucha entre distintos Estados imperiales,
por el otro, existieron ya antes de la actual etapa imperialista del
capitalismo, y aun antes de este modo de producción. Por ejemplo, con
la antigua Roma, basada en esclavismo.
El
capitalismo, desde sus albores en los siglos XV y XVI hasta coronarse
como el modo de producción globalmente dominante, se fue
estructurando en una estrecha combinación desigual con distintos
Estados imperiales que, inicialmente desde Europa, comenzaron a
extender su dominio y expoliación a otras regiones y continentes del
planeta y fueron constituyendo un sistema internacional de poder,
aunque sin un Estado mundial.
Ni
el Reino de Portugal desde Felipe el Navegante en el siglo XV ni luego
el Imperio Español de Carlos V en el siglo XVI surgieron sobre la
base del modo de producción capitalista ni eran burgueses por su carácter
de clase. Sin embargo, con su actuación imperial “extraeuropea”
—a la que se fueron sumando Francia, Holanda, Inglaterra, Rusia,
etc.—, con la circunnavegación de África que permitió establecer
enclaves en la India y el comercio directo con China y otras partes de
Asia, la colonización de América, el saqueo de sus riquezas y la
explotación de sus pueblos originarios, la cacería de esclavos en África
para las economías de plantación del Nuevo Mundo, la expansión
posterior del Imperio Ruso en Siberia y Asia central, etc., fueron
abriendo caminos a la conformación del mercado mundial, del
capitalismo como economía-mundo. Esta combinación con poderes
estatales que desde Europa comenzaban a actuar a escala mundial, fue
un factor imprescindible de la “acumulación originaria”
del capital, que no se redujo simplemente a la expropiación del
campesino libre europeo descripta por Marx en el Libro I.
Pero
la impetuosa expansión y transformaciones del capitalismo, desde que
se impusiera como modo de producción dominante con la Revolución
Industrial de fines del siglo XVIII, condujeron a finales del siglo
XIX a una nueva simbiosis entre el capitalismo como sistema
económico mundial (con sus determinados centros económicos
“desarrollados” y sus regiones periféricas “atrasadas”) y las
grandes (y pequeñas) potencias imperiales europeas, EE.UU. y Japón,
que se colocaron en la cúspide del sistema mundial de Estados.
Esa
conformación del capitalismo como imperialismo exigió a los
marxistas nuevas elaboraciones teóricas. La necesidad se hizo
perentoria cuando en agosto de 1914 acabó bruscamente la “paz”
imperialista que reinaba en Europa desde 1871 y se desató la primera
gran carnicería mundial por el dominio y reparto del planeta.
Rudolf
Hilferding con El capital financiero en 1910, Rosa Luxemburgo
con La acumulación del capital en 1913, Bujarin con El
imperialismo y la economía mundial (1915) y Lenin con El
imperialismo, fase superior del capitalismo (1916) hicieron análisis
a veces contradictorios entre sí pero en lo esencial complementarios.
Hilferding
tuvo el mérito de señalar, entre muchos aportes, el predominio del
capital financiero en la nueva etapa, su estrecha relación con el
surgimiento de monopolios en las diversas ramas y su tendencia a las
conquistas coloniales. Rosa Luxemburgo, aunque basada en un discutible
esquema de reproducción ampliada, trató de explicar las causas del “impulso
irresistible del capital a apoderarse de aquellos territorios y
sociedades” que aun no domina y cómo para el capitalismo se
vuelve también “una cuestión vital la apropiación violenta de
los medios de producción más importantes de los países
coloniales... y sus trabajadores”. Por otro lado, fue de los
primeros en advertir el papel fundamental del militarismo, no sólo
como herramienta de lucha entre los principales países capitalistas,
y de conquista y opresión del resto del mundo, sino también, en la
época imperialista, como esfera de acumulación, capitalización y
realización de la plusvalía a través de los colosales gastos del
Estado en la producción de medios bélicos.
Pero
van a ser Bujarin y Lenin, después de estallada la Primera Guerra
Mundial (1914-18), quienes van a formular, con distintos matices, la
teoría marxista clásica del imperialismo.
“Si
fuera necesario dar una definición lo más breve posible del
imperialismo —sintetizaba
Lenin—, debería decirse que el imperialismo es la fase
monopolista del capitalismo. Una definición tal comprendería lo
principal, pues, por una parte, el capital financiero es el capital
bancario de algunos grandes bancos monopolistas fundido con el capital
de los grupos monopolistas de industriales y, por otra, el reparto del
mundo es el tránsito de la política colonial, que se expande sin
obstáculos en las regiones todavía no apropiadas por ninguna
potencia capitalista, a la política colonial de dominación
monopolista de los territorios del globo, enteramente repartido.
“Pero
las definiciones excesivamente breves, si bien son cómodas, pues
resumen lo principal, son, no obstante, insuficientes, ya que es
necesario deducir de ellas especialmente rasgos muy esenciales del fenómeno
que hay que definir. Por eso, sin olvidar la significación
condicional y relativa de todas las definiciones en general, las
cuales no pueden nunca abarcar en todos sus aspectos las relaciones
del fenómeno en su desarrollo completo, conviene dar una definición
del imperialismo que contenga sus cinco rasgos fundamentales
siguientes, a saber: 1) la concentración de la producción y del
capital llegada hasta un grado tan elevado de desarrollo que ha creado
los monopolios, que desempeñan un papel decisivo en la vida económica;
2) la fusión del capital bancario con el industrial y la creación,
sobre la base de este "capital financiero", de la oligarquía
financiera; 3) la exportación de capital, a diferencia de la
exportación de mercancías, adquiere una importancia particular; 4)
la formación de asociaciones internacionales monopolistas de
capitalistas, las cuales se reparten el mundo, y 5) la terminación
del reparto territorial del mundo entre las potencias capitalistas más
importantes. El imperialismo es el capitalismo en la fase de
desarrollo en la cual ha tomado cuerpo la dominación de los
monopolios y del capital financiero, ha adquirido una importancia de
primer orden la exportación de capital, ha empezado el reparto del
mundo por los trusts internacionales y ha terminado el reparto de todo
el territorio del mismo entre los países capitalistas más
importantes.”
A estas definiciones sintéticas Lenin agrega luego otro rasgo
importante, el carácter “rentista” y “parasitario”
del capitalismo en su nueva fase.
Subrayemos
la importancia del quinto rasgo, “el
reparto territorial del mundo entre las potencias capitalistas”.
Este se hacía en función de relaciones de fuerza no sólo económicas
sino políticas y sobre todo militares. Por eso, después de años de
forcejeo económico y diplomático, se había llegado a la guerra.
Décadas
de crisis, guerras, revoluciones... y contrarrevoluciones
Se
configuró así el moderno imperialismo, que luego, durante el siglo
XX fue transformándose al compás de sus luchas con los trabajadores
y los pueblos que explota y domina, de revoluciones que pusieron en
cuestión su misma supervivencia, de terribles guerras por el reparto
del mundo, de las más graves crisis económicas de la historia, y de
diversas mutaciones en la producción, el intercambio, las finanzas y
la técnica.
No
podemos aquí dar cuenta cabal del complejo curso del siglo XX (o más
precisamente del período que va desde la guerra de 1914 y la Revolución
de Octubre de 1917, hasta el derrumbe de la ex URSS y el Este en
1989-91). Sólo recordaremos algunos desarrollos a nivel político,
social y económico (que interesan a los efectos del tema del
imperialismo de hoy), pero que en la realidad viva se entrecruzaron y
determinaron recíprocamente como partes de la misma totalidad, con
una historia colmada de cambios convulsivos.
Hay
tenerlo en cuenta, ya que el reduccionismo ha sido una tentación difícil
de resistir para muchos. Por ejemplo, reducir el siglo XX a la
historia de sus ciclos económicos (crisis de los 30, boom de
posguerra, nuevo ciclo de dificultades desde 1973/74, “crecimiento
lento”, “globalización”), o de los patrones de explotación
(taylorismo-fordismo, toyotismo, posfordismo, etc.), o de las peleas y
bloques entre Estados (1914-45: disputa de la hegemonía mundial entre
EE.UU. y Alemania; 1945-1989/91: “guerra fría”, bloque occidental
versus bloque oriental; desde 1991, posguerra fría y supremacía de
EE.UU.), o de los picos de ascenso revolucionario y retrocesos
(1917-23, fines de la II Guerra e inmediata posguerra, 1968 y años
siguientes...), etc.
Es
verdad también que la historia es la historia de las luchas de clases
(y, más en general, sociales). Pero eso no debe entenderse en sentido
estrecho. El universo de las luchas de clases y sociales abarca mucho
más que huelgas, movimientos y revoluciones. Contiene también otros
elementos, desde las ideologías hasta las formas en que el capital
explota al trabajo, desde los medios de comunicación hasta los
sistemas educativos y culturales...
Teniendo
en cuenta esas advertencias, recordemos que el siglo XX se abre con
dos acontecimientos trascendentales: la Gran Guerra de 1914 y la
Revolución de 1917.
La
vencida Alemania (y su coalición de los Imperios Centrales) fue
castigada con la pérdida de sus colonias, arruinada económicamente y
avasallada en Europa con el humillante Tratado de Versalles. Sin
embargo, la guerra dejó sin resolver categóricamente uno de los
problemas fundamentales por el cual había estallado: el de la pelea
por la hegemonía mundial.
Ya
Bujarin y luego Trotsky habían advertido el espectacular ascenso de
Estados Unidos sobre sus rivales de Europa y Asia. Pero, por diversos
motivos políticos y económicos —entre ellos aislacionismo que primó
en EE.UU. y, sobre todo, la crisis de los ’30 que lo golpeó
profundamente—, quedó sin dirimir la supremacía mundial. Y así el
imperialismo germano, con Hitler, volvió a ponerse de pie para otra
embestida.
Pero
la disputa inconclusa por la hegemonía mundial se entrelazó con otro
hecho más grave para el imperialismo, que puso en peligro su
existencia y la del sistema capitalista como tal: la Revolución Rusa
de 1917 que, mucho más que eso, fue el inicio de un proceso
revolucionario que abarcó al conjunto de Europa, con inmensas
repercusiones a lo ancho del mundo y a lo largo del siglo.
Una
de las tantas elucubraciones post-Muro de Berlín, ha sido la de
considerar a la Revolución de 1917 como una excepcionalidad rusa,
producto de rarezas que sólo se daban en el Imperio Zarista, y que
permitió a un grupo de aventureros lanzarse a un golpe de Estado. O
sea, un trágico malentendido histórico.
En
verdad, lo que comenzó en noviembre de 1917 en Petrogrado fue sólo
el primer acto de una revolución europea,
consecuencia directa y respuesta de las masas a la guerra imperialista
que se libraba principalmente en los territorios de Europa. El
principal campo de batalla, donde se decidieron los destinos de esa
revolución europea, no fue el ex Imperio del Zar, sino Alemania, en
muchos aspectos el más poderoso de los imperialismos, sólo
aventajado por EE.UU.
Las
derrota de la Revolución Alemana de 1918-23 y después el golpe de
gracia del ascenso de Hitler en 1933, salvaron la vida al imperialismo
(y no sólo germano) en lo que aún era su centro mundial, Europa.
Pero además originaron fenómenos contrarrevolucionarios de rasgos
novedosos. La contrarrevolución se desarrolló no sólo por
fuera
de los movimientos y organismos de las masas trabajadoras y populares
(fascismo), sino también por
dentro
de ellos (stalinismo). Esto tuvo inmensas consecuencias. Y de varias
maneras aún las sufrimos, aunque los aparatos contrarrevolucionarios
respectivamente encabezados por Hitler y Stalin hayan desaparecido.
Pero
la exasperación de las luchas sociales y políticas en el intervalo
entre ambos conflictos mundiales no tuvo que ver solamente con su
punto de partida, la guerra de 1914 y la revolución que ella detonó.
Recordemos que en esos años se dio la crisis económica más aguda de
la historia del capitalismo. El 29 de octubre de 1929 estalló la
“burbuja” de la bolsa de Nueva York. Ese fue el punto de partida
de la llamada Gran
Depresión,
que toco fondo en 1933. Los más afectados en el mundo fueron los dos
países imperialistas más avanzados, Alemania y EE.UU. (Fue al revés,
como veremos, de lo que está pasando con la crisis mundial de hoy día,
en la que son los países de la periferia quienes pagan los platos
rotos.) Su producción industrial del ’29 al ‘31 cayó la tercera
parte. La desocupación llegó a alrededor del 30%. Esto llevó a
cambios políticos en ambos países, que tendrían consecuencias
trascendentales.
En
EE.UU, en 1933, asume la presidencia Franklin Roosevelt, que gobernará
hasta 1945. Con su New Deal [Nuevo Contrato (en el sentido
social)] EE.UU. abandona el liberalismo e inaugura una política de
intervencionismo estatal, regulaciones de los bancos y la bolsa, y de
las relaciones obrero patronales, y medidas anticíclicas: obras públicas,
gastos sociales, etc.. Roosevelt logrará un amplio apoyo popular y de
los sindicatos, que será decisivo para la intervención de EE.UU. en
la Segunda Guerra, donde disputará la hegemonía mundial.
En
Alemania, en el mismo año, Adolf Hitler llega al gobierno. Los dos
grandes partidos de izquierda, el PC y la socialdemocracia, habían
sido incapaces de constituir un frente único obrero para cerrarle el
paso. Y el nazifascismo toma el poder prácticamente sin lucha.
El
triunfo de Hitler determinó —como predijo Trotsky— que otra
guerra mundial sería inevitable. Pero las consecuencias más
complejas (y de decisiva importancia para el futuro del imperialismo)
las decidió el triunfo de la burocracia stalinista en la Unión Soviética.
Allí implicó no sólo la liquidación física de una generación de
revolucionarios y de millones de obreros y campesinos. La victoria de
la burocracia también significó que, en vez de seguir un curso de
transición al socialismo o de restauración inmediata del
capitalismo, todo fuera a parar temporalmente a una “vía muerta”.
En los límites nacionales de la URSS, cristalizó por un breve período
histórico un “subsistema” de explotación parasitario-burocrático,
basado en elementos heredados del capitalismo (en primer lugar, el
trabajo asalariado). Tuvo la inconsistencia y la incurable debilidad
de no ser un sistema de explotación “orgánico” ni tampoco
mundial, como el capitalismo. Aunque llevaba la etiqueta de
“socialismo en un solo país”, no pasó de ser un “subsistema”
nacional, un híbrido englobado contradictoriamente en el único
sistema económico mundial existente, el capitalismo. Esta fue, en última
instancia, la base económico-social sobre la cual, unos 60 años
después, el “socialismo en un sólo país” pudo ser reabsorbido
con tanta facilidad por el capitalismo mundial.
Pero,
desde el primer momento, el triunfo de Stalin tuvo importantes
consecuencias para la política y los destinos de los imperialismos.
La aspiración fundamental de la burocracia de Moscú no era la
revolución europea y mundial, sino que la dejasen disfrutar en paz de
la plusvalía estatizada. Para eso Stalin buscó en un primer momento
el acuerdo con los imperialismos “democráticos” (Francia,
Inglaterra). Luego, en 1939, pactó con Hitler el reparto de Europa,
lo que dejó a éste las manos libres para desatar la Segunda Guerra
Mundial (1939-45). Pero su socio alemán lo invadió el 22 de junio de
1941...
Es
que el jefe del imperialismo germano no sólo tenía contradicciones
“ideológicas” con el pseudocomunismo de Stalin. Lo decisivo es
que estaba forzado a seguir la lógica expansiva ya advertida por Rosa
Luxemburgo. Desde antes de Hitler, los teóricos de la geopolítica
alemana ponderaban la conquista y colonización de Rusia como la
solución a los problemas del imperialismo germano. Y, en verdad, no
había en esas circunstancias muchas opciones.
La
Segunda Guerra Mundial no sólo fue una catástrofe para las potencias
vencidas (Alemania, Italia y Japón) sino también para casi todas las
vencedoras, como Gran Bretaña y Francia. Sólo EE.UU. salió, en
verdad, victorioso, convertido en una superpotencia tanto militar como
económica. Nunca en la historia del imperialismo se había dado
semejante relación de fuerzas.
Así,
paradójicamente, al terminar la guerra en 1945, EE.UU. no tenía
frente a sí a otro imperialismo sino a la burocracia soviética...
que pasó a jugar un rol fundamental... y en varios aspectos.
Europa
hacia el final de la guerra estaba nuevamente revolucionada. Por
segunda vez en el siglo el capitalismo y el imperialismo eran puestos
en tela de juicio por las masas. El mundo colonial iba entrando también
en ebullición...
Los
partidos comunistas de Europa occidental, sumisos a Stalin (en Asia,
el PC chino desobedeció y en 1949 tomó el poder), cumplieron
entonces un papel decisivo —como el de la socialdemocracia al final
del anterior conflicto mundial—, para acabar con la situación
revolucionaria y restaurar el orden imperialista. Podían hacerlo
porque ante las masas trabajadoras y populares tenían una doble
aureola. Por un lado, aunque Stalin era el enterrador de la Revolución
de Octubre, seguía apareciendo como su representante y la URSS, como
la “patria del socialismo”. Por otro lado, Stalin emergía como el
gran vencedor de Hitler.
Agreguemos
que en Japón también se produjo un fuerte ascenso en la posguerra,
con sindicatos combativos y elementos de poder dual. Este proceso fue
derrotado por la represión del gobierno militar norteamericano de
ocupación y la traición de las direcciones stalinistas y socialdemócratas.
Pero
la articulación de la burocracia de Moscú con el imperialismo fue más
allá. Los cronistas vulgares llaman al período que va desde el fin
de la Segunda Guerra Mundial hasta la caída del Muro de Berlín
(1989) y el derrumbe de la Unión Soviética (1991) como el “período
de la Guerra Fría”, de la cual EE.UU. es proclamado “vencedor”.
Más correcto es definirla como la época de los acuerdos de Yalta-Potsdam
entre el imperialismo yanqui y la burocracia soviética, que garantizó
un orden internacional como no existió en el interregno entre las dos
guerras mundiales... y como no ha vuelto a recobrarse hasta ahora. La
llamada “Guerra Fría” tuvo lugar en ese marco. Por eso (y no sólo
por el arsenal nuclear) nunca llegó a calentarse.
En
el marco de ese acuerdo-rivalidad, se echaron los cimientos de
instituciones fundamentales del orden imperialista y del sistema
mundial de Estados, como por ejemplo, las llamadas “instituciones
internacionales”, las Naciones Unidas, el Fondo Monetario
Internacional, el Banco Mundial...
No
fue una época tranquila. Pasó de todo... grandes luchas, importantes
revoluciones como las de China (1949), Bolivia (1952), Cuba (1959),
Argelia (1962)... Los pueblos coloniales afroasiáticos, de grado o
por fuerza, conquistaron su independencia formal. EE.UU. recibió la
gran paliza al intervenir en Vietnam (1960-75). La burocracia de Moscú
también debió enfrentarse a levantamientos y revoluciones (Polonia y
Hungría en 1956, Checoslovaquia en 1968, otra vez Polonia en
1980-81). Desde 1968 hasta fines de los ’70, hubo otro pico
revolucionario y de cuestionamiento del capitalismo, con el “mayo
francés (1968), el “otoño caliente” en
Italia (1969), el “cordobazo” de Argentina (1969), el proceso
chileno (1970-73), la Revolución Portuguesa (1974), producto a su vez
de las guerras de independencia en sus colonias africanas, las
revoluciones en Nicaragua y Centroamericana (1979), etc. Pero en todo
ese tumulto, el marco del orden de Yalta-Potsdam se reveló decisivo
para encauzar y reabsorber pacíficamente y/o derrotar
violentamente esos procesos...
El
orden de Yalta-Potsdam y especialmente la pacificación de Europa están
asimismo muy relacionados con el curso de la economía capitalista. Es
imposible explicar el boom económico de posguerra, que duró hasta
principios de los ‘70, la recuperación de la tasa de ganancia y la
reconstrucción imperialista de las economías de Europa y Japón, sin
tener en cuenta diversos factores “extraeconómicos”, como el
trabajo destructivo de la guerra que liquidó una inmensa masa de
capital y bienes, y fundamentalmente las condiciones políticas
generadas por el orden de Yalta-Potsdam. Las clases trabajadoras de
Europa occidental y Japón fueron lanzadas no a la conquista del poder
por sus direcciones stalinistas, laboristas y socialdemócratas, sino
a la “batalla por la producción”.
Sin
embargo, este triunfo
estratégico
del imperialismo no fue gratuito. Como subproducto de esa grave
situación de la lucha de clases, el
capitalismo imperialista se vio obligado a negociar y dar concesiones
que
en los países ricos, significaron un aumento notable del nivel de
vida de los trabajadores, con el crecimiento sostenido del salario
real, la generalización de sistemas de seguridad social (retiro,
salud, desempleo, etc.), leyes “sociales” y convenios colectivos
que regulaban las relaciones entre el capital y el trabajo, y, por
sobre todo eso, un aparato de Estado “democrático”, que
aparentemente se ponía “por encima” de las clases en pugna, y
regulaba y ponía orden en el caos capitalista.
El
Welfare State, Estado de bienestar social,
Estado‑providencia o Estado‑plan keynesiano —se lo ha
llamado de mil maneras—, ensayado en EE.UU. con Roosevelt y
generalizado en la posguerra, no fue un reordenamiento “racional”
del capitalismo, sino un subproducto de esa situación de la lucha
de clases. Claro que podían hacerlo porque el mismo boom comenzó a
darles tasas de ganancia extraordinarias.
Por
la acción de las burocracias y en particular del stalinismo, la clase
trabajadora no llegó a disputar abiertamente el poder en los centros
vitales del imperialismo de Europa y Japón. Pero a su vez el
imperialismo tampoco fue suficientemente fuerte como para poder negar
concesiones, reformas y “libertades”, que a su vez dialécticamente
servían para fragmentar a los trabajadores en los acuerdos
corporativos con la patronal y enjaularlos en el marco de los Estados
nacionales a través de las burocracias “obreras” políticas y
sindicales cooptadas por el Estado capitalista.
Este
fenómeno también se verificó fuera de los países imperialistas, en
ciertos países “prósperos” de la periferia. El peronismo, por
ejemplo, fue la versión argentina de ese hecho político y económico-social
de alcances mundiales.
Es
que el boom no sólo abarcó los países centrales. En una medida más
desigual y limitada tocó también a muchos países capitalistas de la
periferia (que en forma no muy exacta son denominados “tercer
mundo”) y también al “segundo mundo” de la URSS y el Este
europeo.
En
el “tercer mundo”, tanto en América Latina como en países
afroasiáticos independizados, fue la hora del “desarrollismo”,
del inicio o crecimiento de industrias nacionales al calor del
proteccionismo, la sustitución de importaciones y la estatización de
ramas de la producción y los servicios.
En
el “segundo mundo”, principalmente en la URSS, el desarrollo de la
economía combinó la reparación de las destrucciones de la guerra
con un gran crecimiento extensivo, logrado no por saltos en la
productividad sino por el aumento del número de trabajadores,
mediante la transferencia de mano de obra del campo a la ciudad y la
incorporación masiva de la mujer a la producción.
El
boom también terminó alterando las relaciones de fuerza económicas
entre los tres polos del imperialismo, EE.UU., Europa occidental y Japón.
El primero había salido de guerra mundial con una superioridad
abrumadora no sólo militar sino económica. Era el único país
imperialista cuya industria e infraestructura no había sido devastada
total o parcialmente. Pero, al poco tiempo, Europa occidental y Japón
comenzaron a crecer a tasas muy superiores a las de EE.UU. Su ventaja
de absoluta se fue haciendo relativa, hasta el punto que en algunos
momentos, alternativamente, Europa y Japón amenazaron tomar la
delantera...
Digamos
por último que la posguerra marcó también importantes cambios económicos
y políticos en el imperialismo mismo. Los veremos más adelante, al
comparar al imperialismo que estudiaron los marxistas a inicios del
siglo XX con el actual. Sin embargo, adelantemos que después de 1945 desapareció
(¿para siempre?) un rasgo fundamental señalado por ellos, los
enfrentamientos militares por el reparto del mundo.
Para
eso concurrieron varias causas. Entre otras, la superioridad militar
estadounidense y la formación del “bloque occidental” como uno de
los dos pilares del orden de Yalta-Potsdam. Con la constitución de la
OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte) en 1949, por
primera vez en la historia todas las potencias imperialistas de
Occidente formaron un mismo bloque militar. Y en el otro extremo
del globo, Japón también se acogió a la alianza militar con EE.UU.,
el mismo enemigo que en 1945 le había tirado dos bombas atómicas.
El
final del “boom” y del orden de Yalta-Potsdam
Pero
luego de casi 30 años de gran crecimiento del producto y de buenas
ganancias, especialmente notables en Europa y Japón en los ’50 y
parte de los ‘60, la economía mundial entró, más visiblemente a
partir de 1973, en un largo ciclo de declinación, que oscila
entre el estancamiento y el crecimiento a paso de tortuga del
producto, matizado por crisis financieras cada vez peores y acompañado
de una caída general del nivel de vida. Ha sido un proceso
desigual: “evolutivo” en los países imperialistas,
pero convulsivo y catastrófico en la mayoría de los países de la
periferia, en especial de África y América Latina... Y aún no
puede decirse que el mundo haya salido de eso. El mini-boom
estadounidense de 1993-2000 no se generalizó, como muchos esperaban.
Lo de la “nueva economía” resultó un fiasco.
El
fin del boom de posguerra tuvo consecuencias trascendentales. Las
diversas y complejas transformaciones de la economía mundial que se
conocen bajo el nombre tan equívoco de “globalización”
(pero que usaremos por comodidad), han sido a la vez consecuencias
y respuestas que el capital imperialista ha ido dando ante el
ciclo descendente abierto en los ’70. Veremos luego esos cambios con
más detalle. Pero adelantemos que así como el boom de posguerra no
tiene explicaciones económicas “puras”, la fase de globalización
de la economía capitalista nos remite también a la interacción con
un contexto político-social mundial.
Ella
se enmarcó, inicialmente, en las derrotas violentas y/o las
asimilaciones “pacíficas” de los procesos del ascenso mundial de
1968, en las victorias de los gobiernos imperialistas especialmente
Reagan y Thatcher sobre los trabajadores de sus países en los ‘80 y
en la capitulación de las burocracias sindicales y los partidos
“obreros” que se acomodaron a los “ajustes inevitables” y a
los “sacrificios momentáneos para salir de la crisis” (¡argumentos
que se repiten desde hace 30 años!).
Pero
casi coincidente con la globalización económica se produjo otro
cambio trascendental: el fin del orden mundial de Yalta-Potsdam
por la caída del Muro de Berlín (1989) y finalmente de la misma
URSS (1991). Su primera consecuencia fue la de dar el impulso más
formidable al ya iniciado proceso de globalización del capital y a
las políticas neoliberales que lo instrumentaban.
El
derrumbe de la Unión Soviética permitió al imperialismo convencer a
la mayoría que el “socialismo” había fracasado, que es
imposible, y que no hay alternativas al capitalismo. Éste era
presentado en su versión neoliberal ya que también, se decía, habían
fracasado el estatismo y las regulaciones. Para América Latina, por
ejemplo, el llamado Consenso de Washington, que sintetizó el
programa neoliberal aplicado en el continente desde los ‘90, fue
formulado expresamente a partir del hecho de la caída del Muro.
Sin
embargo, la debacle de la URSS está teniendo a la larga consecuencias
más contradictorias. El final poco glorioso del “socialismo”
burocrático permitió inicialmente convencer a muchos de que no
existen alternativa al capitalismo. Pero simultáneamente hizo
desaparecer una caricatura que constituía el mayor obstáculo para
luchar por una transformación auténticamente socialista. Esto se está
poniendo más de presente hoy, cuando las luchas y movimientos
anticapitalistas replantean con fuerza la cuestión de la alternativa.
Asimismo,
el fin del aparato burocrático internacional con sede en Moscú,
significó un golpe al conjunto de las burocracias, aunque no fuesen
parte directa de él. Las fuertes tendencias a la independencia del
Estado y los aparatos, a la democracia desde abajo, a la autoactividad
y autodeterminación, y el rechazo al verticalismo, palpables en las
luchas y movimientos del presente, tienen que ver con ese hecho histórico.
Y esas tendencias no son un elemento de estabilidad del orden
imperialista.
Por
último, la borrachera neoliberal tampoco permitió advertir a muchos
que con el fin de Yalta-Potsdam también finalizaba casi medio
siglo de orden mundial, de un relativo orden en el sistema de
Estados que contrastó con el período caótico del 1914-45 y también
con la “paz armada” de 1871-14 que desembocó en la primera gran
guerra. Ahora, el curso de la administración Bush pone ese problema
en el centro de la escena.
Corresponde
ahora examinar qué continuidad y qué cambios se han registrado. Para
comodidad del análisis y la exposición, agrupamos esto en tres órdenes.
El primero, el de la globalización de la economía mundial. Es decir,
cómo es hoy “económicamente” el imperialismo. El segundo, el de
las relaciones del imperialismo con los países de la periferia
“subdesarrollada”. En el tercero, veremos las relaciones
interimperialistas y la disputa por un nuevo orden mundial, y las
fuerzas y debilidades del imperialismo actual.
La
globalización de la economía mundial
Hilferding,
Bujarin y Lenin analizaron el nacimiento de los monopolios modernos,
uno de los rasgos con que definieron la etapa imperialista del
capitalismo. Pero si bien esos monopolios competían en el terreno del
comercio mundial, aun eran por regla general (a excepción de los
petroleros) monopolios esencialmente nacionales, tanto por sus
capitales como por la localización de gran parte de su producción.
Tras
la última posguerra, esto comenzó a cambiar con la generalización
de las multinacionales, que operaban y producían ya en varios países.
Pero, en esa fase inicial, se trataba de lo que se denomina
“producción multidoméstica”. Seguían actuando ajustados al
marco de las distintas economías nacionales donde tenían sus
empresas e inversiones. Por ejemplo, la multinacional instalaba en país
una filial no especializada que producía unidades completas del
producto, que se vendían principalmente en el mercado interno de allí.
En los países donde operaban, formaban parte de monopolios u
oligopolios a escala nacional.
La
globalización significó una nueva fase. Las multinacionales
—y los grupos económicos (holdings) que las agrupan— se organizan
como empresas globales: operan a nivel mundial en el
conjunto de sus actividades (producción, tecnología, finanzas e
integración de sus capitales, comercio, etc) y no para un mercado
nacional ni tampoco para una suma de mercados nacionales, como se hacía
inicialmente en la posguerra. Esto se traduce asimismo en la
constitución de oligopolios ya verdaderamente mundiales.
Se
ha definido el concepto de oligopolio mundial como el “espacio de
competencia” delimitado por el pequeño número de grandes grupos
económicos (holdings) que, en una rama o un grupo de ramas, son los
únicos operadores efectivos a escala mundial.
Esta
situación de ninguna manera suprime la competencia ni resuelve la
anarquía que resulta de la contradicción entre el carácter social
de las fuerzas productivas y el carácter privado de su apropiación.
El capitalismo no logra por eso desarrollarse “armónicamente” y
sin sobresaltos, ni menos planificar su desarrollo. Pero ahora las
batallas fundamentales de esa guerra se dan a nivel de los oligopolios
mundiales.
Como
toda guerra, esto no niega sino por el contrario implica pactos,
alianzas y acuerdos entre rivales. Por eso, en el oligopolio mundial
hay competencia feroz, pero simultáneamente colaboración
y acuerdos entre las firmas que lo componen.
En
la conformación de los oligopolios mundiales se verifica un fenómeno
de importancia, íntimamente ligado a la globalización del
capital-dinero y la constitución de un único mercado financiero
mundial. Este fenómeno, es el crecimiento importante de las inversiones
directas en el extranjero (IDE) como así también de las
inversiones de cartera de un país al otro.
Pero
al revés de las tendencias de las inversiones directas en el
extranjero que se observaron en la primera época del imperialismo
—los países avanzados exportaban capitales hacia las colonias o
semicolonias—, el grueso de las IDE se ha ido canalizando
principalmente entre los mismos países avanzados: EE.UU., Japón y
Europa occidental. Además, el porcentaje históricamente decreciente
de las IDE que van a los “países en desarrollo” se concentra en
pocos lugares, principalmente China.
El
origen y destino de las IDE significa que se viene dando un proceso de
interpenetración mutua de los capitales de los países avanzados,
mediante inversiones cruzadas de un país a otro, compras y
fusiones de empresas, etc. O sea, desde Japón se invierte en empresas
de EE.UU., desde EE.UU. en Europa occidental y viceversa.
Esto
ha determinado, lógicamente, una colosal concentración del
capital monopolista, pero ahora a escala realmente mundial.
Todo
esto tiene relación estrecha con cambios en sus operaciones económicas,
que han determinado transformaciones de fundamental importancia en la
producción, el comercio internacional, la investigación y desarrollo
y el flujo de tecnologías a escala mundial, etc. Aunque en menor
medida que las finanzas, todas las operaciones económicas han tendido
a internacionalizarse.
Esto
da condiciones óptimas, en primer lugar, para la clave de la
valorización del capital, que es la extracción de más y más
plusvalor en la producción. La ubicación de las multinacionales como
productores mundiales permite unos márgenes de maniobra
cualitativamente superiores a los que tenían en el período anterior
para la explotación del trabajo. Significa de por sí un cambio en
las relaciones de fuerza entre el capital y el trabajo, que no está
organizado internacionalmente para resistir las imposiciones de nuevos
patrones de explotación, de precarización creciente, de liquidación
de las legislaciones laborales y leyes sociales, etc.
En
formas o menos “blanda” en Europa, más dura en EE.UU. y Gran
Bretaña, y salvaje en América Latina y otras regiones de la
periferia, los años de la globalización han sido los de una ofensiva
sin pausas sobre el salario, los ritmos de producción, la jornada de
trabajo, la estabilidad laboral y la precarización, los convenios
colectivos, etc. Esto se ve facilitado al ubicarse en el marco de una
producción directamente mundial.
El
comercio mundial, desde la posguerra, ha tendido a crecer a un ritmo más
rápido que el crecimiento del Producto mundial. Pero el hecho más
significativo es que en el flujo del comercio internacional se
constata un fenómeno semejante al de las IDE: se ha ido concentrando
cada vez más entre los países desarrollados (con el agregado del
Sudeste asiático y China) y, en especial, entre la Tríada (EE.UU.,
Europa occidental y Japón). Con algunas excepciones, el resto de los
países ha visto caer su participación proporcional en el comercio
mundial.
Pero
las transformaciones del comercio mundial no sólo son cuantitativas
sino cualitativas. Al tender a internacionalizarse la producción,
hoy el sector predominante del intercambio internacional es cada vez más
el comercio intrasectorial (dentro de oligopolios de la misma
rama o afines) e incluso intrafirmas (un holding, a través de
sus filiales, se compra y se vende a sí mismo productos de país a país.
En
investigación y desarrollo e intercambio de tecnologías,
la “deslocalización” y el entrecruzamiento entre los grupos
oligopólicos mundiales es aun mayor: hay una feroz rivalidad pero al
mismo tiempo “redes de alianzas” para desarrollar y/o monopolizar
investigaciones, incluso entre competidores frontales. Esto implica
que hoy existe una apropiación casi absoluta de toda innovación
por parte de los oligopolios. Esta es un arma decisiva, en un período
como el actual, caracterizado por grandes cambios tecnológicos.
La
regionalización del intercambio (con el NAFTA, la extensión
de la Unión Europea, el Mercosur, etc.) es también un fenómeno
característico de esta fase del capitalismo, que tuvo su precedente
en el antiguo Mercado Común Europeo.
Todos
estos fenómenos hicieron teorizar a algunos que vamos hacía la práctica
desaparición de las economías nacionales, de las fronteras (por lo
menos en su sentido económico) y hasta, en perspectiva, de los
Estados nacionales, y que las empresas y holdings ya han perdido o están
perdiendo su “nacionalidad”. Significaría, entre otras
consecuencias, que irían desapareciendo las rivalidades
interimperialistas, entre EE.UU., Japón y Europa. Todo esto se ha
demostrado falso. Hay tendencias contrapuestas, pero las
multinacionales siguen tenido “patria” y cuando hay algún
problema apelan a su Estado imperialista.
Pero
el fenómeno quizás más “espectacular” de la fase de globalización
ha sido la hipertrofia del capital financiero y especulativo.
Aquí la internacionalización es prácticamente total.
Mediante
la desregulación general de los movimientos internacionales del
capital-dinero y los mercados financieros (consumada en los ’80) y
la interconexión en tiempo real de todas las bolsas, mercados de
cambio y plazas financiera se ha configurado un único mercado
financiero global “libre” (es decir, con escasas regulaciones
y controles estatales). Ha habido un aumento fenomenal, desde mediados
de los ‘70 y plenamente desde los ‘80, de los capitales volcados
al mercado financiero global (generalmente en operaciones
exclusivamente rentísticas o especulativas), aumento que no ha
guardado proporción alguna con las tasas de crecimiento del Producto,
de las inversiones productivas o del comercio exterior.
El
mercado de cambios es un termómetro que mide bien este movimiento. Se
ha calculado que apenas entre el 3% ó 4% de las transacciones en el
mercado mundial de cambios tiene que ver con el pago de operaciones
del comercio internacional (importaciones y exportaciones de bienes y
servicios), turismo, etc.
Los
mismos holdings industriales funcionan hoy como centros financieros,
aunque no sean bancos y aunque posean principalmente grandes empresas
productivas. Se esfuman las fronteras entre sus actividades
productivas y las especulativas. Las complejas maniobras para sostener
a toda costa el valor de sus acciones, que van desde la recompra por
la misma empresa hasta la falsificación lisa y llana de los balances,
las ganancias por nuevas emisiones de acciones o bonos, etc. sin
relación con la producción, se fueron convirtiendo en el centro de
la actividad de muchas empresas. Enron fue un caso extremo pero no
excepcional.
Pero
uno de los hechos más notables ha sido la constitución de colosales
concentraciones de capital-dinero en “estado
puro”, manejadas internacionalmente por apenas 30 a 50 bancos y un
puñado aun menor de “inversores institucionales”
que agrupan principalmente a los fondos de pensión, compañías
de seguros, fondos mutuos de inversión, etc. de EE.UU. Ellos fueron
los principales fogoneros de la “burbuja” del mercado de valores
de Nueva York, cuyo “desinfle”
ha agravado seriamente los problemas de la economía mundial y de
EE.UU. en los últimos tiempos.
Aquí
es imposible desarrollar a fondo cómo se articulan y funcionan todos
estos elementos descriptos por separado. Simplificando abusivamente,
digamos que desde la posguerra el “circuito” productivo, comercial
y financiero mundial se estructuró como una ancha, luminosa y bien
pavimentada avenida circular —que se podría bautizar Av. Del
Imperialismo— que une tres country clubs de alto copete: EE.UU.,
Europa occidental y Japón. Cada tanto, de los costados de la Av. Del
Imperialismo salen calles de barro, mal iluminadas, que van a unos
barrios pobres y villas donde vive el 80% de la humanidad. Por la Av.
Del Imperialismo circula la mayor parte de la riqueza mundial, incluso
la que no se produce allí sino en los barrios de extramuros...
capitales, comercio, finanzas, inversiones, servicios, tecnología...
Este
circuito, “funcionó bien” al principio, durante casi 30 años,
pero luego ha ido de mal en peor. La tasa de ganancia, especialmente
de la industria, declinó fuertemente Hay diversas causas, entre ellas
que la producción de los tres polos es redundante y no
complementaria, que hay un exceso de capacidad instalada y que la
brecha actual en la producción mundial entre capacidad industrial y
su utilización es la mayor desde la crisis de 1930.
EE.UU.
es, de alguna manera, el centro de este circuito, que mantiene en
movimiento de varias formas. Entre ellas un déficit comercial
colosal, que ayuda a colocar la producción de Japón y Europa...
quienes a su vez equilibran el balance de pagos yanqui y financian su
no menor déficit fiscal, comprando Bonos del Tesoro, acciones en Wall
Street y haciendo inversiones directas. Los del principal country,
EE.UU., no ahorran nada, están endeudados hasta el cuello y gastan más
de lo que les ingresa... Lo justifican, entre otras razones, porque
ellos se ocupan de mantener el orden en los barrios de tierra y de
manejar los punteros a su servicio. En este esquema, los miserables de
la periferia, donde cada vez son más los desocupados, cumplen un
papel esencial, trabajando por monedas para los dueños de los
countries, vendiendo lo que producen a precios cada vez peores y
endeudándose hasta más no poder con los usureros que también tienen
chalet allí.
De
1993 al 2000, uno de los polos, EE.UU. logró un ascenso de su economía.
Pero eso finalizó sin haberse podido de conjunto relanzar un ciclo de
crecimiento de todo el circuito, como en la posguerra. Aquí ha sido
mortal, además, la burbuja especulativa de la bolsa. Inicialmente
ayudó a empujar las cosas demasiado para arriba (“efecto
riqueza”), con una borrachera de consumo, endeudamiento familiar y
empresario, y exceso de inversiones. Pero al desinflarse, agravó en
la misma medida los factores depresivos (inversión del “efecto
riqueza”).
Advirtamos
que los imperialismos no estaban organizados en un circuito semejante,
cuando Lenin y los otros marxistas los estudiaron. Menos aún entre la
Primera y Segunda guerras, cuando la Gran Depresión empujó más bien
a cada imperialismo hacia una (imposible) autarquía o, los que tenían
grandes colonias como el Imperio Británico, a establecer con ellas y
algunos países dependientes (Argentina) un circuito cerrado. De
alguna manera, el circuito de la Av. Del Imperialismo sigue reflejando
las relaciones interimperialistas tal como se conformaron después de
la Segunda Guerra, alrededor de EE.UU. La pregunta del millón es en
qué medida esto va a mantenerse.
Pero
lo fundamental es subrayar cuál es la consecuencia
mundialmente más importante de la actual configuración del
capitalismo. Marx señalaba que la producción no sólo produce cosas,
sino que también “produce al productor”. Distorsionando esta
frase, podríamos decir que hoy, en la etapa de globalización de la
economía capitalista, la producción produce al no-productor.
La principal “rama de producción” del capitalismo actual es la
producción de desempleados, de excluidos tanto del trabajo
asalariado como de cualquier otra forma de ganarse el pan. Esta
“rama de la producción”, la producción de pobreza e indigencia,
nunca entra en recesión.
Mundialmente
el desempleo de coyuntural se ha vuelto estructural. O
sea que en el capitalismo sobra cada vez más gente. Y esto es
cualitativamente más grave en la periferia que en el centro
desbordante de riqueza.
El
capitalismo, al expandirse universalmente, ha ido destruyendo cada vez
más las distintas formas de trabajo “independiente” urbano o
rural, la producción “domestica”, el pequeño campesino, etc.
Cada vez más gente está condenada a trabajar como asalariada.
Pero al mismo tiempo, no hay más puestos de trabajo, sino
menos. A ello concurre una variedad de factores, desde los cambios
tecnológicos hasta las tendencias declinantes de la economía y sobre
todo la polarización mundial de la riqueza entre un sector
obscenamente rico, que es un porcentaje cada vez menor de la
humanidad, y otro porcentaje extremadamente pobre, que crece en la
misma medida. Esta es la contradicción social más explosiva del
imperialismo en el siglo XXI.
Las
relaciones del imperialismo con la periferia de países
“atrasados”
En
la presente fase del imperialismo, se han producido asimismo cambios
en las relaciones entre el centro del mundo, con sus tres polos
de EE.UU., Europa occidental y Japón, y la periferia atrasada. En el
siglo XX, esas relaciones pasaron por dos situaciones previas al
actual período
La
primera, es la que analizaron Lenin y los otros marxistas. En ese
momento, la mayoría de los pueblos atrasados eran directamente colonias,
principalmente de las potencias europeas.
Pero,
decía Lenin, entre “los dos grupos fundamentales de países
—los que poseen colonias y las colonias—” existen excepcionalmente
“diversas formas transitorias de dependencia estatal...
las formas variadas de países dependientes que, desde un punto de
vista formal, son políticamente independientes, pero que en realidad
se hallan envueltos en las redes de la dependencia...”.
Había, entonces, “países semicoloniales” que “son típicos,
en este sentido, como «caso intermedio»”. Los
países de América Latina se encontraban entre esa variedad
excepcional de “formas transitorias” o “casos intermedios”.
La
segunda situación se configuró en la última posguerra. Fue
producto, por un lado, de las luchas de los pueblos coloniales. Por el
otro, de la hegemonía mundial del imperialismo yanqui, que no poseía
grandes colonias y al que resultaba intolerable que sus competidores
europeos las conservaran. Los “casos intermedios” —países
formalmente independientes pero en verdad envueltos en las redes de la
dependencia— pasaron a ser la regla y no la excepción.
Dentro
de esa diversidad, se desarrolló una gama de economías capitalistas
nacionales más o menos “cerradas” y estatizadas, rodeadas de
ciertas mediaciones y defensas en sus relaciones con el mercado
mundial y el capital imperialista. Fue la época de la mitología del
“desarrollismo” y el “despegue”, teorizado por W.W. Rostow.
Los países atrasados iban a remontar vuelo y alcanzar a los más
avanzados. Pero prácticamente todos los aviones que intentaron
despegar, se estrellaron a metros o, con suerte, a algunos kilómetros
de la pista...
En
los ‘90, la fábula del “despegue” de Rostow fue reemplazada por
la “apertura al mundo” y la “globalización” que iban a
homogeneizar y limar diferencias entre los países. Los resultados
fueron peores aun. El paradigma mundial de integración a la
globalización fue en su momento Argentina. Sobran las palabras...
Desde
la posguerra la gran brecha económica y social que mediaba entre los
países imperialistas y la periferia atrasada se ha convertido en un
abismo insondable, especialmente si se excluyen de la estadística
ciertos casos especiales como China y algunos países petroleros. Y
esto medido por el indicador que se quiera, desde el producto y el
ingreso per cápita hasta la participación en el comercio mundial. A
esto concurre una variedad de factores.
En
primer lugar, hunde sus raíces en las funciones que históricamente
cumplió la periferia en la constitución misma del mercado mundial
hace cinco siglos, en la “acumulación originaria” del capital y
en los sistemas imperiales (y luego imperialistas) de Estados que se
fueron sucediendo.
Como
analizaba agudamente Trotsky, al exponer la “ley de desarrollo
desigual y combinado”, los países más avanzados terminaron
bloqueando el progreso de los rezagados. Sólo la revolución
socialista podrá corregir esto.
Pero
además de esta ubicación histórica general, el agravamiento
acelerado e inaudito de esta asimetría, desde los desastres en que se
hunden continentes enteros como el África negra hasta el colapso de
países de industrialización media como Argentina, indican que hoy
también operan nuevos mecanismos específicos que empeoran la situación.
Basta
comparar (como ha señalado Claudio Katz) la situación relativa del
centro y la periferia durante el anterior ciclo descendente del
capitalismo (el de entreguerras, con centro en la Gran Depresión de
1929-33) con la situación actual.
En
los ’30, lo peor de la crisis la sufrieron los países
imperialistas, y las mayores catástrofes económicas y sociales
ocurrieron precisamente en los dos más avanzados, Alemania y EE.UU.
Hoy
sucede lo opuesto. El ojo de la tormenta pasa por la periferia y
devasta incluso a países que, en los papeles, en las estadísticas
del PBI per cápita, aparecían a “medio camino” entre el
“tercer mundo” y el primero, como es el caso de Argentina.
Ello
se debe a que hoy existen a nivel mundial nuevos y más eficaces
mecanismos de transferencia de riquezas, de valor, de la periferia al
centro imperialista. Hagamos la lista de algunos de ellos:
a)
La deuda externa: una bola de nieve cuyo servicio implica la reducción
progresiva de los gastos sociales del Estado (salud, educación,
retiro, etc.) y la imposibilidad de que éste pueda cumplir el mismo
papel “reactivador” de la economía que realizan los Estados
imperialistas en sus países. El Estado semicolonial se vuelve cada
vez más un mero recaudador de impuestos para el pago de la deuda.
b)
El deterioro de los precios de las commodities que vuelven
gradualmente a ser el grueso de la producción para el mercado mundial
de los países latinoamericanos y de la mayor parte del “tercer
mundo” (a excepción de casos especiales como los del Sudeste asiático).
c)
La bancarrota de la industria sustitutiva de importaciones del
anterior período deja multitudes de obreros de desocupados. Esto no
se compensa con el eventual desarrollo de subcentros de ensamblaje
anexos a alguna multinacional. Además esta variante de
pseudoindustrialización es simplemente una “aspiradora” de valor
de la periferia al centro.
d)
Los tributos por marcas, patentes y tecnología son otra carga
adicional, ligada a ese cambio de la industria.
e)
Las privatizaciones entregan a precio vil al capital imperialista los
bienes acumulados durante la anterior etapa “desarrollista”.
f)
Las inversiones de capital extranjero se ubican principalmente en los
servicios y ex empresas del Estado privatizadas, que generalmente
constituyen monopolios con clientela cautiva y sin riesgo empresario
alguno. Sólo un porcentaje menor se invierte en unidades productivas
para la exportación al mercado mundial.
g)
El dominio del sistema financiero por la banca extranjera y su conexión
directa con el mercado financiero mundial establece un “puente de
plata” para la fuga de capitales de la burguesía nacional y de
todas las empresas. Este “dólarducto” alimenta los mercados bursátiles
de EE.UU. y otros centros financieros del imperialismo. Se incorpora a
la circulación por la Av. Del Imperialismo, de la que hablamos, y así
contribuye a aliviar la crisis en los países centrales.
h)
Las remesas al exterior por ganancias del capital extranjero en la
empresa privada, por marcas y patentes, y por las superganancias de
los servicios privatizados es otra hemorragia que, junto con la
amortización de la deuda y la fuga de capitales, deja exhaustos a los
países semicoloniales. Estos viven de crisis en crisis de su balance
de pagos. Crisis que son aprovechadas por el imperialismo a través
del Fondo Monetario Internacional para imponer más sacrificios y
sometimiento.
Todas
estas sangrías que aniquilan a los países de América Latina
y el “tercer mundo”, son al mismo tiempo transfusiones de
sangre para la anémica economía imperialista, que no logra salir
del ciclo declinante iniciado en 1973. Este es el secreto de que, a
diferencia de la crisis del ’30, las catástrofes sociales se dan
ante todo en la periferia.
Subrayemos
que, en este cuadro, el imperialismo asocia de mil maneras a las
burguesías nacionales de las semicolonias (e incluso a
sectores altos de las clases medias): como poseedores de títulos de
la deuda pública de su propio país, como accionistas minoritarios de
las empresas extranjeras o simplemente como inversores en el mercado
financiero globalizado (compra de acciones y/o cuotas de fondos de
inversión, de Bonos del Tesoro, depósitos de “plazos fijos” en
los bancos del centro, etc.). Hay, entonces, una base material para el
eclipse del nacionalismo burgués en la mayoría de los países de América
Latina y el “tercer mundo”. Y es sugestivo que cuando un
gobernante como Chávez, se atreve a tomar algunas tímidas medidas,
la gran mayoría de la burguesía e incluso de las clases medias le
salta al cuello.
Pero
estas transformaciones van a asociadas a otro cambio político mundial
aun más importante. Existe una tendencia a la recolonización de
la periferia, que se expresa de múltiples maneras.
Esto,
por supuesto, no significa simplemente el regreso a los tiempos de la
Reina Victoria. Pero recordemos que la categoría misma de país
semicolonial es algebraica. Puede abarcar una “diversidad
de formas transitorias de dependencia estatal”. Y es
evidente en qué sentido hoy sopla el viento del imperialismo.
Esto
se presenta de diversas maneras pero con el mismo signo. En los países
de América Latina y otras regiones del “tercer mundo”, por
ejemplo, el FMI se ha convertido de hecho en una institución de esos
Estados. Determina al detalle los planes económicos y las cuentas
estatales, controla su aplicación y, de hecho, en muchos casos también
los ejecuta, imponiendo ministros de Economía que son sus agentes
directos. Ejerce así poderes discrecionales sobre resortes esenciales
de la soberanía de un Estado, como la emisión de moneda o la creación
y destino de los impuestos. Es una institución colocada por encima de
los poderes “constitucionales”, que no sólo decide, ejecuta y
controla, sino que también amonesta severamente a los gobernantes
“indisciplinados”. Su hermano mellizo, el Banco Mundial, asume
asimismo un carácter cuasi estatal. Dictamina sobre aspectos
fundamentales de las “reformas del estado”, planifica cambios
totales en los sistemas de salud, de educación, etc. Por eso, cuando
la debacle de Argentina, no sonó raro la propuesta de Rudi Dornbusch
del MIT de establecimiento de una especie de protectorado financiero
que se hiciera cargo de la conducción económica, vista la
incapacidad de los nativos para administrarse.
Simultáneamente,
en un proceso mucho más silencioso, el continente se está cubriendo
de una red de bases e instalaciones militares con presencia del ejército
de EE.UU. El presidente Uribe de Colombia ha hecho punta reclamando
tropas norteamericanas en su territorio.
Pero
lo que marca claramente la tendencia es Irak. Tras los ensayos de
Kosovo y Afganistán, aquí se plantea pura y simplemente un gobierno
militar estadounidense sine die. Y eso en un país que ha sido el
corazón histórico de la civilización árabe.
Y
conviene subrayar que el proyecto imperialista que fue presentado como
opuesto al de EE.UU., la propuesta de Francia, era igualmente la de establecer
un protectorado... sólo que del Consejo de Seguridad de la ONU...
o sea con participación de los bandidos imperialistas de París en el
reparto de Irak.
Creemos
entonces que, como producto de la crisis, vuelve a replantearse la
observación de Lenin que “para
el capital financiero la subordinación más beneficiosa y más «cómoda»
es aquella que trae aparejada consigo la pérdida de la
independencia política de los países y de los pueblos sometidos”.
Las
relaciones interimperialistas y la disputa por un nuevo orden mundial
El
derrumbe de la URRS y el fin del orden de Yalta-Potsdam implicaron un
cambio fundamental en el marco en que se habían dado las relaciones
interimperialistas desde 1945. Desde ese momento, ellas no estuvieron
sobredeterminadas por la necesidad primordial de cerrar filas contra
el “Imperio del Mal” con domicilio en Moscú, ni tampoco la de
delegar en EE.UU. la representación y decisiones del “mundo
libre”.
En
la historia, las alianzas basadas en el principio de “el enemigo de
mi enemigo es mi amigo” se han disuelto tarde o temprano al
desaparecer el adversario común... y a veces la cosa han terminado
violentamente... ¿Esto implicará la vuelta a la competencia y los
enfrentamientos interimperialistas por el reparto del mundo, que
analizaron Lenin y los marxistas de su época? ¿Las evidentes pugnas
económicas, políticas y diplomáticas podrían ser continuadas
“por otros medios”, por ejemplo, militares? ¿O el poder del
imperialismo yanqui, tanto económico como militar, sigue haciendo
inconcebible no ya los desafíos bélicos sino ni siquiera una
competencia seria entre los imperialismos?
Estas
preguntas son pertinentes. Sin embargo, la vida no ha dado aún
respuestas categóricas. Hay tendencias contradictorias en uno y otro
sentido, que es importante analizar.
Para
eso, hay que comenzar por decir que la historia nunca vuelve atrás.
Aunque haya desaparecido la URSS, el imperialismo del siglo XXI sigue
siendo muy diferente al de hace cien años.
En
primer lugar, en la esfera de la economía, hay tendencias tanto a
la colaboración como a la rivalidad. Por supuesto, como ya señalamos,
hay que descartar las exageraciones acerca de “trasnacionalización”
de las corporaciones. Prácticamente todas siguen firmemente asentadas
en su suelo nacional y en su Estado imperialista que las protege y
defiende. Y hoy más que nunca, porque la competencia es feroz bajo el
aguijón de la crisis. Es evidente además que van aumentado los
contenciosos económicos y comerciales entre los imperialismos, lo que
se refleja en la montaña de juicios en la OMC..
Sin
embargo, esto no significa que es lo mismo de un siglo atrás. Simultáneamente
existen diferentes relaciones de colaboración e intereses comunes, no
sólo entre corporaciones sino también más en general entre
inversores. Hay, como ya dijimos, un entrecruzamiento de inversiones
directas y de cartera como no existía un siglo atrás. Si la burguesía
japonesa en 1941 hubiese tenido en cartera cientos de miles de
millones de dólares de Bonos del Tesoro de EE.UU., hubiera pensando
dos veces antes de lanzarse a Pearl Harbor. Y no es menor el
entrelazamiento a ambos lados del Atlántico. Recordemos igualmente
que la despiadada competencia en el seno de los oligopolios mundiales
se da combinada con el crecimiento del comercio intra-ramas, la
complementación en la producción, los acuerdos de tecnologías y
patentes, etc., en una escala muy distinta a la del pasado.
En
las relaciones con la periferia, se aprecian también las mismas
tendencias contradictorias.
Proyectos como el del ALCA, por ejemplo, están evidentemente
dirigidos establecer un coto de caza exclusivo de EE.UU. En África
negra, Francia sigue actuando en sus ex colonias como el dueño de
casa, lo que ha motivado conflictos con otros países.
Pero
simultáneamente hay un interés común en sostener los mecanismos de
expoliación ya descriptos de transferencia de valor desde la
periferia al centro, que ayudan a moderar la crisis en los países
imperialistas. Y para eso sigue habiendo un frente único, como se
puede apreciar por ejemplo en el FMI cuando se trata de despellejar a
los países del “tercer mundo” en problemas.
Más
en general, el mecanismo económico ya descripto —de EE.UU. como
centro económico y financiero de un circuito muy interdependiente de
sus déficits comercial, fiscal y de pagos, que contribuyen a sostener
la demanda mundial pero que a la vez exigen el ingreso de capitales
para compensarlos— hoy está en situación delicada. Como en toda
crisis, hay forcejeos de las partes, pero hasta ahora nadie ha pateado
el tablero.
Son
todos elementos a tener en cuenta. Sin embargo sería un error
economicista reducir la cuestión a ellos. El problema no es sólo
“económico” sino también de hegemonía, del problema de cómo
establecer un “nuevo orden mundial”, como planteó Bush (padre) en
1991.
Esta
necesidad tiene que ver también con los mismos “éxitos” de la
globalización. Ellos han agudizado como nunca antes una de las
contradicciones más graves del sistema capitalista: por un lado, el
carácter cada vez más mundializado de la economía y, por el
otro, la imposibilidad de un Estado mundial bajo el capitalismo.
Después
de la caída del Muro, el problema se fue encarando, podríamos decir,
pragmáticamente, caso por caso (Kuwait, Somalia, Bosnia, Haití,
Kosovo, etc.). Pero era evidente que en el “concierto
internacional” muchos instrumentos desafinaban. El atentado a la
Torres pareció que al fin lograría hacer marcar el mismo ritmo a
todos. Sin embargo, a un año y medio, las divisiones entre los
imperialismos son las más profundas desde 1945. Su organismo de
“frente único” político-diplomático, la ONU, no logra resolver
nada. Y su “frente único militar”, la OTAN, ha quedado también
paralizado y dividido.
Podríamos
decir —en una simplificación algo peligrosa— que hay dos
proyectos de “orden mundial” imperialista sobre tapete.
Reflejan, por supuesto, los intereses opuestos de sus promotores. El
problema es que esos proyectos no son fáciles conciliar.
El
proyecto de la administración Bush se concreta en lo inmediato en el unilateralismo,
pero que podría ir más allá si logra imponerse y legitimarse.
Apunta a un hegemonismo superimperialista (lo que no significa
que ya lo sea realmente). Este hipotético superimperialismo admitiría
socios menores, por ejemplo, Gran Bretaña, pero incluso éstos no
hacen a la esencia del proyecto. Sus principales puntos son los
siguientes:
1)
Estados Unidos está en “guerra contra el terrorismo”, algo lo
suficientemente ambiguo como para incluir cualquier cosa. Y es EE.UU.
el que decide por sí y ante sí quién es “terrorista”.
2)
A diferencia de otras guerras, ésta no se libra en un territorio
determinado sino potencialmente en todo el planeta. Es que los
“terroristas” pueden estar en cualquier lado, como los
extraterrestres de la vieja serie Los Invasores. En qué
lugares se llevarán adelante las operaciones militares y policiales,
lo irá decidiendo EE.UU. “No
nos limitaremos a una sola campaña pues nuestra estrategia es
mundial”,
declaraba uno de los jefes del Pentágono en vísperas de Afganistán.
3)
Esta guerra, que ordena y determina el conjunto de la política
mundial, no va a terminar jamás. “Es
distinta a la Guerra del Golfo —dice
el vicepresidente Cheney—, en el sentido que no puede acabar
nunca. Al menos, no en el transcurso de nuestras vidas.”
4)
Contra el mismo derecho internacional burgués y la sacrosanta Carta
de la ONU, Bush establece la doctrina de la “guerra preventiva”
que (no está demás recordarlo) solía ser la invocada por Hitler.
Por ejemplo, cuando invadió Noruega, Dinamarca, Bélgica, Holanda y
Luxemburgo en 1940 y declaró la guerra a la URSS en 1941. EE.UU.
tiene derecho a hacer la guerra no contra una agresión real, actual,
sino potencial, que se supone que podría darse en el futuro.
Por supuesto, es el gobierno de EE.UU. el encargado de prever el
futuro.
5)
EE.UU., en principio, no rechaza los organismos internacionales, como
la ONU... pero siempre que “voten bien”, o sea lo que les pide
Washington. Si no es así, EE.UU. no se disciplina a ningún
“organismo internacional”. Si la ONU lo avala, bien. Si no, también.
A la Corte Penal Internacional para juzgar crímenes contra la
humanidad, directamente no le reconoce jurisdicción sobre ciudadanos
de EE.UU.
El
otro proyecto de orden imperialista mundial es el auspiciado por las
potencias hegemónicas en la Unión Europea, Francia y Alemania, y
(por lo menos en la coyuntura) por Rusia y China. Se puede resumir así:
1)
Existe una “comunidad internacional”, un “derecho
internacional” y “organismos internacionales”, la Organización
de las Naciones Unidas en primer lugar, la Corte Penal Internacional,
la Organización Mundial de Comercio, etc.
2)
La guerra y la paz y, en general, todas las querellas internacionales
de orden político las debe decidir la ONU, a través del Consejo de
Seguridad (donde EE.UU., Gran Bretaña, Francia, Rusia y China tienen
asientos permanentes y derecho de veto).
3)
Del mismo modo, tiene que ser competencia exclusiva de la ONU disponer
la ocupación militar de países y el establecimiento de
protectorados. Así también debe ser en el caso de Irak. Si hay que
invadirlo, lo decidirá la ONU, se hará con tropas bajo el comando de
la ONU y el gobierno de ocupación también será de las Naciones
Unidas.
4)
La Corte Penal Internacional debe tener el derecho a juzgar a todo el
mundo, incluso a estadounidenses, por crímenes de lesa humanidad.
Es
obvio que, dentro de este ordenamiento, nada puede ser decidido sin el
acuerdo de Francia, Rusia y China. Tanto EE.UU. como su alter ego británico
estarían siempre obligados encuadrarse en el consenso con ellos.
Ambos
proyectos de “orden mundial” tienen que ver con los puntos fuertes
y débiles de cada agrupamiento imperialista. Estados Unidos, aunque
cumple el papel central que hemos señalado en el circuito económico
mundial, no tiene una superioridad neta en ese terreno, y hoy menos
que nunca con el fin del boom 1993-2000. Y el futuro se presenta muy
incierto. Su único as es la carta militar, donde tiene superioridad
absoluta sobre el resto. Esa es la que juega Bush, para desequilibrar
todo a su favor, incluida la economía mundial. El imperialismo yanqui
huye hacia adelante con una bomba atómica en la mano.
Es
que rediseñar el mapa de Medio Oriente, establecer allí una colonia
petrolera y hacerse con las mayores reservas mundiales de
hidrocarburos sin tener que pasar por la ventanilla de Saddam y la
OPEP, no sólo sería un gran negocio para Bush —a la vez familiar y
“patriótico”—, sino que pondría a Francia, Alemania y otros
imperialismos en una situación de grave dependencia de EE.UU. en el
terreno vital de la energía.
En
cambio, Francia y sus aliados, por el lugar que ocupan en los
“organismos internacionales”, pretenden, con el solo gasto de
levantar la mano en el Consejo de Seguridad, dictar condiciones a
EE.UU., que gasta en su presupuesto militar la suma de los
presupuestos de los 15 siguientes países. Esto le resulta
inaceptable, por lo menos al sector de la burguesía de EE.UU.
representado por Bush.
Por
otra parte, un orden imperialista mundial siempre se ha apoyado en última
instancia en la fuerza militar. Así fue en la “paz armada” de
1871 a 1914. En el período de 1945 a 1989-91, el orden fue sostenido
de últimas por la OTAN y el Pacto de Varsovia. El “derecho
internacional” sin cañones nunca ha sido respetado. Es como si un
Estado burgués quisiera hacer “cumplir la ley” sin una policía.
Francia,
Alemania y las demás potencias que objetan a EE.UU., ¿están
dispuestas en entrar en carrera con el imperialismo yanqui en el
terreno militar? Es muy dudoso. Pero si se llegara a eso, quedarían
alteradas no sólo las ecuaciones del poder, sino también de la
economía mundial.
“En
el planeta hay dos superpoderes”
Como
decíamos al principio citando a Itsván Mészáros, en el siglo XXI
estamos en “la fase potencialmente más mortífera del
imperialismo”.
El
capitalismo imperialista ha organizado las relaciones entre la
humanidad y la naturaleza, de manera tal que está destruyendo a esta
última.
Ha
organizado las relaciones entre los hombres para producir, de manera
tal que un sector creciente de trabajadores queda excluido y el otro
es cada vez más explotado. La economía capitalista mundial, en las
cumbres de la tecnología, tiene como su principal producto la
fabricación de pobres.
Para
solucionar su crisis expandiéndose, trata desesperadamente de
mercantilizar todas las esferas de la actividad humana, y a todas las
necesidades del hombre hacerlas objeto de compra-venta.
Quiere
llevar otra vez a pueblos enteros a la esclavitud colonial.
Ahora,
ha entrado nuevamente, como en otros períodos de su historia, en el
camino de buscar la solución de sus problemas mediante las armas,
llevando el sufrimiento y la muerte a millones de personas. Quiere
imponer el horror de un estado de guerra universal, sin límites de
espacio ni tiempo.
Pero
simultáneamente, también está levantando una formidable ola de
oposición y protesta de las masas trabajadoras y populares del mundo.
Es
quizás un órgano del imperialismo quien mejor describe esta situación.
El principal diario de EE.UU., The New York Times, era hasta
hace poco un gran propagandista de la guerra contra Irak (y también,
de paso, de masacrar al pueblo palestino). Pero ahora ha comenzado a
vacilar. Ha debido reconocer que hay “un nuevo poder en las
calles”:
“La
fractura de la alianza occidental en relación a Irak y las
gigantescas movilizaciones alrededor del mundo, nos hacen recordar que
en el planeta hay dos superpoderes: Estados Unidos y la opinión
pública mundial.
“En
su campaña para desarmar a Irak, mediante la guerra si fuese
necesario, el presidente Bush aparece frente a frente ante un nuevo y
tenaz adversario: millones de personas que desbordaron las calles de
Nueva York y decenas de millones en otras ciudades del mundo para
decir que están contra la guerra...”
(A New Power in the Streets [Un Nuevo Poder en las Calles], New
York Times, 17/02/03, subrayado nuestro)
Es
importante tomar nota de lo que nos dice este lúcido analista desde
el propio riñón del imperialismo.
Las
pantallas de TV y las páginas de los diarios se llenan con las
noticias de la carrera de Bush hacia la guerra y del forcejeo
interimperialista en los pasillos de la ONU. Se puede, entonces,
perder de vista que la otra superpotencia que se levanta frente al
imperialismo yanqui no son ni Francia, ni Alemania ni Rusia, ni China
sino las masas... por supuesto, en la medida que se movilizan.
Por
eso, además, ni el imperialismo de Bush ni otro en la historia es “topoderoso”,
como se nos quiere vender desde diversos mostradores. Y menos en este
principio de siglo.
Tiene
una ferretería impresionante, que por supuesto no es de menospreciar.
Pero el problema que decide todo es político. Es la cuestión
de qué pasa con las masas trabajadoras y populares, en primer
lugar las del mismo país imperialista. Si el imperialismo las
gana y fanatiza para sus planes de agresión o no. Ningún Estado
imperialista ha podido librar una guerra importante sin un mínimo de
condiciones políticas. Esta es una norma histórica que se ha
cumplido siempre.
Los
bandidos imperialistas alemanes y franceses pudieron desatar la
Primera Guerra Mundial, porque durante medio siglo de “paz” habían
logrado meter en la cabeza de sus pueblos el fanatismo patriotero. Y
porque quienes tenían el deber y la posibilidad de combatir eso, la
mayoría de los dirigentes de la socialdemocracia, capitularon
cobardemente.
La
eficacia de los ejércitos de Hitler y el desastre de los de Mussolini
en la Segunda Guerra, no se debió a que los alemanes eran valientes y
los italianos temerosos. Eso es lo que cuentan las películas de
guerra del cine-basura de Hollywood. La verdad fue otra.
Lamentablemente, gran parte del pueblo alemán había sido ganado políticamente
por Hitler, gracias en primer lugar a la doble deserción del
stalinismo y la socialdemocracia, que se fugaron sin organizar la
unidad de los trabajadores para luchar contra el nazismo. Por el
contrario, gran parte del pueblo italiano estaba contra la guerra
imperialista. Por eso en 1943 los obreros hicieron un gran
levantamiento revolucionario en Milán y otras ciudades, y luego
durante dos años combatieron contra los ocupantes alemanes y los
fascistas. Miles y miles cayeron heroicamente en esa lucha.
Esta
norma histórica se verificó nuevamente en Vietnam, donde el
imperialismo yanqui tenía también una abrumadora superioridad técnica.
Para
decirlo estilo Gramsci: el imperialismo necesita un cierto grado de consenso
para hacer la guerra. Y el grado de consenso requerido suele ser mucho
mayor que para otras operaciones políticas.
El
hecho es que en nuestra época esas condiciones no son de lo mejor. Si
algo caracteriza la relación actual de las masas con los sistemas políticos,
incluso en los mismos países centrales, no es precisamente el fervor
por los gobernantes, ni la fe en sus discursos. ¡Imperialismos eran
los de antes! ¡La gente creía!
Fue
necesario el desastre del atentado a la Torres, para que Bush pudiera
ganar el consenso político suficiente como para intentar el giro “superimperialista”.
Pero eso va en descenso. Ese capital político se ha ido gastando sin
ser repuesto, aunque es aún importante. Por eso Bush no quiere dar
largas al asunto... Necesita urgentemente una blitzkrieg, una
guerra rápida que resuelva la cosa en horas... o en días... Un hecho
consumado... Si no logra eso...
Asimismo,
otra parte esencial de la formación de consenso ha sido siempre la
percepción del enemigo que el imperialismo haya podido plantar en
el imaginario de las masas. Y con Irak no ha debido esforzarse. Saddam
Hussein parece una figura hecha a propósito... un dictador que cometió
los peores crímenes... claro que al servicio de Estados Unidos...
pero a ese detalle no se lo recuerda...
¿Pero
qué pasará mañana si el enemigo propuesto no es un personaje
siniestro sino, por ejemplo, una gran revolución obrera y popular
latinoamericana, una revolución superdemocrática por basarse en la
libre autodeterminación de las masas? ¿No atraería casi
naturalmente, como un imán, las simpatías de los trabajadores y la
juventud estudiantil de EE.UU. y de los pueblos del mundo? Este es
otro posible parámetro que no tienen en cuenta los que dibujan a un
imperialismo omnipotente, que no cabe desafiar sino acomodarse a él.
Para
terminar la evaluación de los imperialismos de este siglo y sus
antecesores, digamos que se verifica también aquí un desarrollo
desigual. Por un lado, son inmensamente superiores en la técnica
—la de las armas en primer lugar— y han desarrollado mecanismos más
“refinados” de explotación del trabajo, y de tratamiento de las
crisis y su descarga sobre la mayoría de la humanidad que padece
fuera de sus Estados. Pero, por el otro lado, su fuerza política,
medida por el consenso y adhesión de sus masas trabajadoras y
populares, hoy es sensiblemente menor que en el pasado. Esta
decadencia política se refleja hasta en la estatura de sus líderes. ¡De
Franklin Roosevelt a George Bush, del general De Gaulle a Jacques
Chirac, de Wiston Churchill a Tony Blair...!
El
gran dificultad de estos inicios del siglo XXI no es principalmente la
fuerza política del imperialismo, sino nuestros propios
problemas: las debilidades y limitaciones políticas, programáticas
y de dirección de las luchas y los movimientos sociales que sin
embargo, afortunadamente, despuntan por todas partes.
Publicado
en Socialismo o Barbarie (revista) Nº 13, noviembre 2002
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