El imperialismo

en el siglo XXI

 

El águila tiene un aterrizaje violento

Por Immanuel Wallerstein (*)

 

* Immanuel Wallerstein, es universalmente conocido por sus estudios acerca de la génesis y transformaciones históricas del capitalismo. Su monumental trabajo El moderno sistema mundial,  cuyo primer tomo publicó en 1976, estudia el desarrollo del capitalismo como “economía-mundo”. En este artículo, publicado en  septiembre del 2002  pasado en la revista Foreing Policy, desarrolla una tesis que choca con la visión generalizada de un imperialismo yanqui con creciente poderío.

 

Ha terminado la Pax Americana. Desafíos desde Vietnam y los Balcanes a Oriente Medio y el 11 de Septiembre revelaron los límites de la supremacía norteamericana. ¿Aprenderá Estados Unidos a mantenerse en silencio o resistirán los conservadores y transformarán una declinación gradual en caída peligrosa?

¿Estados Unidos en decadencia? Hoy poca gente creería semejante afirmación. Los únicos que lo creen en Estados Unidos son los halcones, que piden a gritos políticas que reviertan la caída. La creencia de que ha comenzado la caída de la hegemonía norteamericana no surge de la aparente vulnerabilidad revelada por el 11 de Septiembre de 2001. De hecho Estados Unidos viene decayendo como poder global desde los años ’70, y la respuesta de Estados Unidos a los ataques terroristas simplemente acelera esta decadencia.  Para entender la mengua de la así llamada Pax Americana se requiere un examen de la geopolítica del siglo XX, especialmente de las tres últimas décadas del siglo. Este ejercicio revela una conclusión simple e inocultable: Los factores económicos, políticos y militares que contribuyeron a la hegemonía norteamericana son los mismos que producirán inexorablemente la caída de Estados Unidos.

 

Introducción a la hegemonía

 

 El surgimiento de la hegemonía global norteamericana fue un largo proceso que comenzó  junto con la recesión mundial de 1873. En ese momento, Estados Unidos y Alemania comenzaron a acaparar una proporción creciente de los mercados globales, principalmente a expresas de la estable recesión de la economía británica. Ambas naciones habían logrado una estabilización política sólida –Estados Unidos a partir del fin de la Guerra Civil y Alemania por lograr la unificación y derrotar a Francia en la guerra Franco-Prusiana.

Entre 1873 y 1914 tanto Estados Unidos como Alemania se convirtieron en los principales productores de sectores fundamentales: el acero y más tarde los automóviles para Estados Unidos y la industria química para Alemania. Los libros de historia establecen que la I Guerra Mundial estalló en 1914 y terminó en 1918 y que la II Guerra Mundial se extendió entre 1939 y 1945. Sin embargo, tiene más sentido considerar las dos guerras como una única y continua “guerra de 30 años” entre Estados Unidos y Alemania, con treguas y conflictos locales improvisados de tanto en tanto. La competencia por la sucesión hegemónica dio un giro ideológico en 1933, cuando los Nazis llegaron al poder en Alemania y comenzó su escalada por trascender el sistema global, buscando no ya la hegemonía sino una forma de imperio global. Recuerde el eslogan nazi ein tausendjähriges Reich (un imperio de cien años). Por su parte, Estados Unidos asumió el rol de defensor del liberalismo centrista mundial – recuerde las “cuatro libertades” del ex presidente norteamericano Franklin D. Roosvelt (libertad de expresión, de trabajo, de deseo y de miedo)- y conformó una alianza estratégica con la Unión Soviética que le permitió vencer a Alemania y sus aliados.

La II Guerra Mundial provocó una enorme destrucción de infraestructura y poblaciones en toda Eurasia, del Atlántico al Pacífico, con casi ningún país sin heridas. El único poder industrial importante en el mundo que emergió intacto – incluso muy fortalecido desde la perspectiva económica- fue Estados Unidos, que caminó seguro a consolidar su posición.

Pero la aspiración hegemónica enfrentó algunos obstáculos políticos prácticos. Durante la guerra, el poder aliado aceptó el establecimiento de las Naciones Unidas, compuesta principalmente por países que habían estado en la coalición contra el poder del Eje. El tema crítico de la organización era el Consejo de Seguridad, la única estructura que podía autorizar el uso de la fuerza. Desde que la Carta de las Naciones Unidas otorgó poder de veto a cinco potencias –incluyendo Estados Unidos y la Unión Soviética- el Consejo se volvió muy ineficaz en la práctica. Así, no fue la fundación de las Naciones Unidas en abril de 1945 lo que determinó los marcos geopolíticos de la segunda mitad del siglo XX, sino la reunión de Yalta entre Roosvelt, el primer ministro británico Winston Churchill y el líder soviético José Stalin, dos meses antes.

Los acuerdos formales de Yalta fueron menos importantes que los informales, los acuerdos implícitos, que se pueden afirmar sólo al observar el comportamiento de Estados Unidos y la Unión Soviética en los años que siguieron. Cuando terminó la guerra en Europa, el 8 de mayo de 1945, tropas soviéticas y occidentales (norteamericanas, británicas y francesas) se establecieron en determinados lugares –esencialmente, a lo largo de la línea central europea que se llamó la Línea Oder-Neisse. Fuera de algunos ajustes, permanecieron así. En el fondo, Yalta significó el acuerdo de que ambas partes permanecerían en su lugar y que ninguna parte usaría la fuerza contra la otra. Este acuerdo tácito se aplicó también a Asia, lo que se evidenció en la ocupación norteamericana de Japón y en la división de Corea. Entonces, prácticamente Yalta fue un acuerdo para mantener el status quo por el cual la Unión Soviética controlaría un tercio del mundo y Estados Unidos el resto.

Washington también enfrentó importantes desafíos militares. La Unión Soviética tenía el ejército más grande del mundo, mientras que el gobierno norteamericano estaba bajo presión interna para achicar su armada, particularmente para poner fin a los reclutamientos. Estados Unidos decidió entonces no asentar su fuerza militar en las fuerzas terrestres sino a través del monopolio de las armas nucleares (además de una fuerza aérea capaz de desarrollarlas). Este monopolio terminó pronto: para 1949 la Unión Soviética también había desarrollado armas nucleares. Desde entonces, Estados Unidos se dedica a evitar que otras potencias adquieran armas nucleares (así como armas biológicas y químicas), un esfuerzo que en el siglo XXI parece que no tendrá mucho éxito.

Hasta 1991, Estados Unidos y la Unión Soviética coexistieron en el “equilibrio de terror” de la Guerra Fría. Este status quo sólo fue puesto a prueba en tres oportunidades: el bloqueo de Berlín de 1948-49, la Guerra de Corea en 1950-53, y la crisis de los misiles cubanos de 1962. El resultado en cada caso fue el restablecimiento del status quo. Más aún, es de notar que cada vez la Unión Soviética enfrentó una crisis política con sus regímenes satélites –Alemania del Este en 1953, Hungría en 1956, Checoeslovaquia en 1968 y Polonia en 1981- Estados Unidos se involucró poco menos que en un ejercicio de propaganda y permitió que la Unión Soviética procediera como lo considerara correcto.

Por supuesto, esta pasividad no se extendía a la arena económica. Estados Unidos se capitalizó en el marco de la Guerra Fría liderando los esfuerzos por las reconstrucciones masivas, primero en Europa occidental y después en Japón (así como en Corea del Sur y Taiwán).  El objetivo era obvio: ¿Para qué esta abrumadora superioridad productiva si el resto del mundo no producía una demanda efectiva? Más aún, la reconstrucción económica ayudó a crear obligaciones clientelares por parte de las naciones que recibían ayuda norteamericana; este sentido de obligación forzó el ingreso a alianzas militares, y más importante todavía, a la subordinación política.

 Finalmente, no se puede subestimar el componente ideológico y cultural de la hegemonía norteamericana. El período inmediatamente posterior a 1945 debe de haber sido el punto más alto de la popularidad de la ideología comunista. Hoy olvidamos con facilidad la gran cantidad de votos de los partidos comunistas en elecciones libres en países como Bélgica, Francia, Italia, Checoeslovaquia y Finlandia, por no mencionar el apoyo que los partidos comunistas alcanzaron en Asia –Vietnam, India y Japón- y en toda Latinoamérica. Y esto todavía por fuera de China, Grecia e Irán, donde no había elecciones libres o eran restringidas, pero donde los partidos comunistas contaban con gran adhesión.  En respuesta Estados Unidos sostuvo una ofensiva ideológica anticomunista masiva. En retrospectiva la iniciativa parece haber tenido éxito: Washington impuso su rol como líder del “mundo libre”, tan efectivamente como la Unión Soviética impuso su posición como líder del campo “progresista” y “antiimperialista”.

 

Uno, dos, muchos Vietnam

 

La consolidación de Estados Unidos como poder hegemónico en el período de posguerra creó las condiciones de defunción de la hegemonía nacional. Este proceso se plasma en cuatro símbolos: la guerra en Vietnam, las revoluciones de 1968, la caída del Muro de Berlín en 1989, y los ataques terroristas del 11 de Septiembre.

Cada uno construido sobre el anterior, culmina en la situación en la que Estados Unidos está hoy –una superpotencia solitaria sin poder real, un líder mundial que nadie sigue y pocos respetan y una nación que cae peligrosamente en medio de un caos global que no puede controlar.

¿Qué fue la guerra de Vietnam? Primero y principal, el esfuerzo del pueblo vietnamita por terminar con la situación colonial y establecer su propio estado. Los vietnamitas combatieron a los franceses, a los japoneses y los norteamericanos, y finalmente los vietnamitas vencieron –pequeño logro, en realidad. Geopolíticamente, la guerra representó el rechazo de pueblos etiquetados como Tercer Mundo al status quo de Yalta. Vietnam se convirtió en un símbolo poderoso porque Washington fue los suficientemente estúpido como para invertir todo su poderío militar en la batalla, y aún así Estados Unidos perdió.  Es cierto que Estados Unidos no desplegó armas nucleares (una decisión que reprochan sólo ciertos miopes grupos de la derecha), pero esa decisión hubiera desafiado los acuerdos de Yalta y podría haber producido un holocausto nuclear –una consecuencia que Estados Unidos no podía arriesgar.

Pero Vietnam no fue simplemente una derrota militar o una mancha en el prestigio de Estados Unidos. La guerra asestó un golpe grande a la habilidad de Estados Unidos para mantenerse como poder económico dominante. El conflicto resultó muy costoso y casi agotó las reservas norteamericanas de oro, tan abundantes desde 1945. Más aún, Estados Unidos incurrió en semejante gasto justo cuando las economías de Europa occidental y Japón estaban en alza. Estas condiciones terminaron con la supremacía norteamericana en la economía global. Desde fines de los ’60 los miembros de esta tríada estaban en condiciones económicas similares, alguno mejor que los otros por breves períodos, pero ninguno superando ampliamente a los demás.

Cuando estallaron en el mundo las revoluciones de 1968, el apoyo a los vietnamitas fue un componente retórico importante.  “Uno, dos, muchos Vietnam” y “Ho, Ho, Ho Chi Min” se corearon en las calles, no sólo en Estados Unidos. Pero los revolucionarios no sólo se opusieron a la hegemonía norteamericana. Condenaron la alianza soviética con Estados Unidos, se opusieron a Yalta y utilizaron y adoptaron el lenguaje de la revolución cultural china que dividían al mundo en dos campos –las dos superpotencias y el resto del mundo.

La denuncia de la alianza soviética derivó en la denuncia de aquellas fuerzas nacionales estrechamente ligadas a la Unión Soviética, en muchos casos los partidos comunistas tradicionales. Pero los revolucionarios de 1968 se revelaron también contra otros componentes de la vieja izquierda –los movimientos de liberación nacional en el Tercer Mundo, los movimientos socialdemócratas de Europa occidental, y los demócratas del New Deal en Estados Unidos- acusándolos, también de aliarse con lo que los revolucionarios genéricamente llamaron “imperialismo norteamericano”.

El ataque sobre la alianza soviética con Washington sumado al ataque a la vieja izquierda debilitó la legitimidad de los acuerdos de Yalta, sobre los que Estados Unidos había sostenido el orden mundial. También determinó la posición del liberalismo centrista como la única y legítima ideología global. Fueron mínimas las consecuencias políticas de las revoluciones mundiales de 1968, pero las repercusiones geopolíticas e intelectuales fueron enormes e irrevocables.

El liberalismo centrista cayó del trono que había ocupado desde las revoluciones europeas de 1848 y que había permitido cooptar tanto a conservadores como a radicales. Reaparecieron estas ideologías y una vez más representaron una verdadera gama de opiniones. Los conservadores pudieron ser nuevamente conservadores, y los radicales, radicales. Los centristas liberales no desaparecieron, pero decrecieron ostensiblemente. Y en el proceso la posición ideológica norteamericana oficial –antifascista, anticomunista, anticolonialista- decreció y dejó de convencer a grandes porciones de la población mundial.

 

La superpotencia sin poder

 

El estancamiento económico internacional en los ’70 tuvo dos importantes consecuencias para el poder de Estados Unidos. Primero, el estancamiento derivó en el colapso del “desarrollismo” –la idea de que cualquier nación podría crecer económicamente si el estado tomaba medidas apropiadas- que era la principal bandera ideológica de los movimientos de la vieja izquierda, ahora en el poder. Uno tras otro estos regímenes enfrentaron revueltas internas, niveles de vida en descenso, aumento de la dependencia por la deuda con los organismos financieros internacionales, y decreciente credibilidad. El aparente éxito de Estados Unidos en la conducción de los procesos de descolonización del Tercer Mundo –minimizando las rupturas y maximizando un suave traspaso del poder a regímenes desarrollistas pero escasamente revolucionarios- dio lugar a un orden en desintegración, generó descontentos, y no pudo canalizar los temperamentos radicales. Cuando Estados Unidos intentó intervenir, falló. En 1983 el presidente Ronald Reagan envió tropas al Líbano para restablecer el orden. Las tropas fueron repelidas. Compensó invadiendo Grenada, un país sin ejército. El presidente George H.W. Bush invadió Panamá, otro país sin tropas. Pero después de intervenir Somalia para restablecer el orden, Estados Unidos fue echado. Como el gobierno de Estados Unidos puede hacer poco para revertir la tendencia a la declinación de su hegemonía, directamente ignora esa tendencia –una política que prevaleció desde la caída en Vietnam hasta el 11 de Septiembre de 2001.

Mientras tanto, los verdaderos conservadores empiezan a tomar el control de estados clave y de instituciones interestatales. La ofensiva neoliberal de los ’80 estuvo signada por los regímenes de Tatcher y Reagan y la emergencia del Fondo Monetario Internacional (FMI) como actor clave en la escena mundial. Por una vez (en más de un siglo) las fuerzas conservadores intentaron aparecer como liberales abiertos, ahora los liberales centristas se ven compelidos a responder que fueron conservadores más eficaces. Los programas conservadores eran claros. En la arena doméstica los conservadores intentaban establecer políticas para reducir el costo del trabajo, minimizar las constricciones ambientales sobre los productores, y recortar los beneficios del estado de bienestar. Los éxitos reales fueron relativos, así que los conservadores se movieron rápidamente hacia la arena internacional. Los encuentros del Foro Económico Mundial en Davos permitieron la reunión de las elites y la prensa. El FMI se convirtió en un club para los ministros de finanzas y banqueros centrales. Y Estados Unidos impulsó la creación de la Organización Mundial del Comercio para forzar el libre flujo comercial a través de las fronteras mundiales.

Mientras Estados Unidos miraba para otro lado, la Unión Soviética entraba en colapso. Sí, Ronald Reagan calificaba a la Unión Soviética de “imperio diabólico” y  llamó pomposamente a la destrucción del Muro de Berlín, pero no era realmente la intención de Estados Unidos y tampoco fue responsable por la caída de la Unión Soviética. En realidad, la Unión Soviética y su zona imperial del este europeo colapsó por la desilusión popular con la vieja izquierda en combinación con los esfuerzos del líder soviético Mijail Gorbachev para salvar su régimen, liquidando Yalta e instituyendo la liberalización interna (perestroika más glasnot). Gorbachev tuvo éxito en liquidar Yalta pero no en salvar la Unión Soviética (aunque casi lo logra, hay que decirlo).

Estados Unidos fue sorprendido por el colapso repentino, sin saber cómo manejar las consecuencias. El colapso del comunismos implicó, en efecto, el colapso del liberalismo, eliminando la única justificación ideológica tras la hegemonía de Estados Unidos, una justificación apoyada tácitamente por el liberalismo ostensible de su oponente ideológico. Esta pérdida de legitimidad derivó directamente en la invasión iraquí de Kuwait, a lo que nunca se hubiera atrevido el líder iraquí Saddam Hussein mientras los acuerdos de Yalta permanecieran en pie. En retrospectiva, los esfuerzos norteamericanos en la Guerra del Golfo implicaron básicamente una tregua en la misma línea de largada. ¿Pero puede el poder hegemónico estar satisfecho con quebrar al otro en una guerra contra un poder regional mediano? Saddam demostró que se puede estar en guerra con Estados Unidos y salir airoso. El temerario desafío de Saddam mordió las entrañas del derecho norteamericano, aún más que la derrota de Vietnam, sobre todo para aquellos conocidos como halcones, lo que explica el fervor de su actual deseo de invadir Irak y destruir su régimen.

Entre la guerra del Golfo y el 11 de Septiembre de 2001, los Balcanes y Medio Oriente fueron las dos escenarios más importantes del conflicto mundial. Estados Unidos jugó un rol diplomático fundamental en ambas regiones. ¿Qué habría pasado si Estados Unidos asumía una posición aislacionista? En los Balcanes un estado multinacional económicamente exitoso (Yugoslavia) se quebró en sus partes componentes. Pasados diez años la mayoría de los estados resultantes entraron en un proceso de etnificación, con una experiencia de violencia brutal, propagación de las violaciones a los derechos humanos, y guerras abiertas. La intervención externa –de la que Estados Unidos participó en la primera línea- conllevó una tregua y terminó con la violencia insigne, pero esta intervención no terminó de ninguna manera con la etnificación, que hoy está consolidada e incluso legitimada. ¿Habría terminado diferente sin la intervención norteamericana? Probablemente la violencia hubiera continuado más tiempo, pero los resultados básicos no hubieran variado.

El cuadro es aún más tétrico en Medio Oriente, donde sobre todo el involucramiento de Estados Unidos es más profundo y sus fallas más espectaculares. En los Balcanes así como en Medio Oriente, Estados Unidos no pudo ejercer efectivamente su poder hegemónico, no por no querer ni por falta de esfuerzo, sino por su deseo de poder real.

 

Los halcones Derrotados

 

Luego llegó el 11 de Septiembre –el estallido y la reacción. Bajo el fuego de los legisladores norteamericanos, la Agencia Central de Inteligencia (CIA) reclama ahora haber puesto sobre aviso de posibles ataques a la administración Bush. Pero a pesar del seguimiento que la CIA hizo de Al Qaeda y la experiencia de la agencia en inteligencia, no pudo prever (y por lo tanto prevenir) la ejecución de los golpes terroristas. O eso es lo que dice el director de la CIA, George Tenet. Este testimonio no conforma en lo más mínimo ni al gobierno ni al pueblo americanos. Sea lo que sea lo que los historiadores digan, los ataques del 11 de Septiembre de 2001 fueron un enorme desafío al poder de Estados Unidos. Las personas responsables no representaban un poder militar importante. Eran miembros de una fuerza no estatal, con un alto nivel de determinación, algún dinero, una banda de seguidores decididos, y una base fuerte en un estado débil. En resumen, militarmente no eran nada. Sin embargo tuvieron éxito en un ataque descarado sobre la honra de Estados Unidos.

George W. Bush llegó al poder criticando el manejo de los asuntos externos que hizo la administración Clinton. Bush y sus consejeros no lo admitirían –pero están indudablemente sobre aviso- que la senda de Clinton es la misma senda de cada presidente norteamericano desde Gerald Ford, incluyendo a Ronald Reagan y George H. W. Bush. Es la misma senda de la actual administración Bush desde el 11 de Septiembre. Basta con observar cómo manejó Bush la caída del avión norteamericano sobre China en abril de 2001 para ver que el nombre del juego es prudencia. Luego de los ataques terroristas, Bush cambió el curso, declarando la guerra al terrorismo, asegurando al pueblo norteamericano que “la victoria es segura” e informando al mundo que “ustedes están con nosotros o contra nosotros”. Largamente frustrados por las sucesivas administraciones norteamericanas, a cual más conservadora, finalmente los halcones dominan la política norteamericana. Su posición es clara: Estados Unidos ejerce un poder militar invencible, y aunque líderes extranjeros menores consideren imprudente que Estados Unidos afloje sus músculos militares, estos mismos líderes no podrán y no harán nada si Estados Unidos simplemente impone su deseo sobre el resto. Los halcones creen que Estados Unidos debe actuar como un poder imperial por dos razones: Una, Estados Unidos puede triunfar. Y dos, si Washington no ejerce su fuerza, Estados Unidos se verá cada vez más marginado.

Hoy hay tres expresiones de la posición de los halcones: el asalto militar en Afganistán, el apoyo de facto al intento israelí de liquidar a la Autoridad Palestina, y la invasión a Irak, que todavía sigue en estado de preparación militar.

A menos de un año de los ataques terroristas de Septiembre de 2001, tal vez sea demasiado rápido para asegurar cuál será el resultado de estas estrategias. Más aún, estos esquemas llevaron a la desaparición de los Talibán en Afganistán (sin el completo desmantelamiento de Al Qaeda o la captura de su máximo líder); una destrucción enorme en Palestina (sin la rendición del “irrelevante” líder palestino Yasser Arafat, como lo llamó el primer ministro israelí Ariel Sharon); y una férrea oposición a los planes de invadir Irak de los aliados norteamericanos en Europa y Medio Oriente.

La lectura que hacen los halcones de los hechos recientes enfatiza esa oposición a las acciones norteamericanas, que aunque son serias por ahora son verbales. Ni Europa Occidental, ni Rusia, ni China, ni Arabia Saudita parecen preparadas para romper marras con Estados Unidos. En otras palabras, los halcones creen que Estados Unidos se está saliendo con la suya. Los halcones piensan que un resultado similar se obtendrá cuando el ejército norteamericano invada Irak y luego de eso, cuando Estados Unidos ejercite su autoridad en cualquier parte del mundo, sea Irán, Corea del Norte, Colombia o incluso Indonesia. Irónicamente, la lectura que hacen los halcones es la misma que hace la izquierda internacional, que chilla contra las políticas norteamericanas –fundamentalmente porque temen que las posibilidades de éxito para Estados Unidos sean altas.

Pero las interpretaciones de los halcones son incorrectas  y sólo contribuirán a la declinación de Estados Unidos, transformando un descenso gradual en una caída rápida y turbulenta. Específicamente los intentos de los halcones van a fallar por razones militares, económicas e ideológicas.

Sin duda, la carta más fuerte de Estados Unidos sigue siendo la militar, si no es la única. Actualmente Estados Unidos esgrime el aparato militar más formidable del mundo. Y si a novedades se refiere, las más incomparables tecnologías militares que se puedan concebir, la superioridad de Estados Unidos sobre el resto del mundo es hoy aún mayor que apenas hace una década atrás. ¿Quiere decir esto que Estados Unidos puede invadir Irak, conquistarlo rápidamente e instalar un régimen amigo y estable? Difícilmente. Hay que recordar que de las tres grandes guerras que libró Estados Unidos desde 1945 (Corea, Vietnam y el Golfo), una terminó en derrota y dos en empate –lo que no es un éxito glorioso.

El ejército de Saddam Hussein no es el de los Talibán, y su control militar interno es mucho más coherente. Una invasión norteamericana necesariamente involucra una gran fuerza de tierra, una que tendrá que pelear para llegar a Bagdad y que probablemente sufrirá contingencias significativas. Semejante fuerza va a necesitar territorios de base, y Arabia Saudita afirmó que no será un apoyo en este sentido. ¿Ayudarán Turquía o Kuwait? Tal vez, si Washington utiliza todas sus fichas.  Mientras tanto, se puede esperar que Saddam utilice todas las armas a su disposición y por eso el gobierno de Estados Unidos inquieta con lo que pueden hacer esas armas horribles. Puede que Estados Unidos disponga de las armas de los regímenes de la región, pero el sentimiento popular claramente ve todo el asunto como una profundo prejuicio anti árabe en Estados Unidos. ¿Se puede ganar semejante conflicto? El Estado General Británico aparentemente informó al primer ministro Tony Blair que no lo cree posible.

Y siempre queda la cuestión de los “segundos frentes”. Siguiendo la Guerra del Golfo, las fuerzas armadas norteamericanas se prepararon para dos guerras regionales simultáneas. Después de un tiempo, el Pentágono abandonó calladamente la idea por impráctica y costosa. ¿Pero quién podría estar seguro de que ningún potencial enemigo norteamericano dé un golpe cuando Estados Unidos parezca empantanarse en Irak?

Hay que considerar también la tolerancia popular norteamericana a las derrotas.  Los americanos se debaten entre el fervor patriótico que le da apoyo a cualquier presidente en tiempos de guerra y un profundo deseo aislacionista. Desde 1945, el patriotismo se golpeó contra la pared cada vez que la tasa de muertes aumentó. ¿Por qué sería diferente la reacción en este caso? Incluso aunque los halcones (que son la mayoría de los civiles) permanecen sordos a la opinión pública, no así los generales norteamericanos, que se incineraron en Vietnam.

¿Qué pasa con el frente económico? En los ’80, muchos analistas norteamericanos se pusieron histéricos con el milagro económico japonés. Se clamaron en los ’90, dadas las publicitadas dificultades financieras de Japón. Después de comprobar la rapidez con la que Japón avanzaba, las autoridades norteamericanas parecen complacidas, confiadas en que Japón se quedó bastante atrás. Por estos días las autoridades norteamericanas se inclinan por darle lecciones a los políticos japoneses sobre lo que están haciendo mal.

Semejante triunfalismo parece poco garantizado. Considere el siguiente artículo del New York Times del 20 de abril de 2002: “Un laboratorio japonés construyó la computadora más rápida del mundo, una máquina tan poderosa que alcanza el nivel de poder de procesamiento de las 20 computadoras norteamericanas más rápidas combinadas, y supera por mucho a la líder anterior, una máquina I.B.M. Este logro... evidencia que la carrera tecnológica que los ingenieros norteamericanos creían que estaban ganando, está lejos del final.” El análisis continúa para notar que hay “prioridades científicas y tecnológicas contrastantes” entre los dos países. La máquina japonesa se construyó para analizar el cambio climático, mientras que las máquinas norteamericanas se diseñaron para simular armas. Este contraste encarna la historia más vieja en la historia de los poderes hegemónicos. El poder dominante se concentra (en su propio detrimento) en lo militar; su candidato a sucesor se concentra en lo económico. El último siempre ha sido el triunfante. Funcionó para Estados Unidos. ¿Por qué no compensaría también a Japón, tal vez en alianza con China?

Finalmente, está la esfera ideológica. En este momento, la economía norteamericana parece relativamente débil, más si se considera los exorbitantes gastos que provocan las estrategias de los halcones. Más todavía, Washington parece políticamente aislado; virtualmente nadie (salvo Israel) piensa que la posición de los halcones tiene sentido o merece ser alentada. Otras naciones tienen miedo o no pueden enfrentar a Washington directamente, pero incluso sus genuflexiones hieren a Estados Unidos.

La respuesta de Estados Unidos consigue poco más que un arrogante llamado a las armas. La arrogancia tiene sus propias contradicciones. Utilizar fichas significa tener

menos fichas para la próxima, y seguramente engendra un resentimiento creciente. Durante los últimos 200 años, Estados Unidos acumuló un gran crédito ideológico. Pero hoy por hoy, Estados Unidos se está gastando todo el crédito, más rápido que la subida del oro en los ’60.

Estados Unidos enfrenta dos posibilidades en los próximos diez años: Puede seguir la senda de los halcones, con consecuencias negativas para todos pero sobre todo para sí mismo. O puede ver que las consecuencias negativas son demasiado grandes. Recientemente Simon Tisdall de The Guardian argumentó que incluso sin tomar en cuenta la opinión pública internacional “Estados Unidos no es capaz de pelear por sí mismo una guerra exitosa contra Irak sin producir inmenso daño, por lo menos en términos de sus propios intereses económicos y sus recursos energéticos. El Sr. Bush se reduce a hablar mal y parecer inútil”. Y si aún así Estados Unidos invade Irak y es obligado a replegarse, se verá incluso más inútil.

Las opciones del presidente Bush son extremadamente limitadas, y hay pocas dudas de que Estados Unidos seguirá en declive como fuerza decisiva en los asuntos del mundo durante la próxima década. La verdadera cuestión no es si la hegemonía de Estados Unidos está por terminar, sino si Estados Unidos puede planear un descenso elegante, con el mínimo daño para el mundo, y para sí mismo.