Radiografía
de la invasión
Análisis
de Jim Lobe
Inter
Press Service (IPS), 19/03/08
Washington.–
Al final, ¿cuáles fueron las verdaderas razones por las
que Estados Unidos invadió Iraq hace cinco años, en la
noche del 19 al 20 de marzo de 2003?
Según la
historia oficial, descartada hace ya mucho, el programa de
armas de destrucción masiva del régimen del presidente
iraquí Saddam Hussein (1979–2003) y la posibilidad de que
las cediera a la red terrorista Al Qaeda suponían una
amenaza para Estados Unidos y sus aliados. Jamás se encontró
la menor evidencia sobre la existencia de esas armas.
Otra teoría
menciona el deseo de liberar a Iraq de la sangrienta tiranía
de Saddam Hussein, sentando así un irresistible precedente
democratizador que se propagaría por todo el mundo árabe.
Esta línea
argumental fue adoptada por el gobierno del presidente
estadounidense, George W. Bush, cuando se hizo evidente que
la historia oficial era insostenible. Ese enfoque parece
haber sido la obsesión del hoy ex subsecretario
(viceministro) de Defensa Paul Wolfowitz.
Otras
explicaciones prefieren concentrarse en la enigmática
psicología de Bush, particularmente en lo que hace a la
relación con su padre, el ex presidente George Bush
(1989–1993).
Algunos
creen que quiso avergonzarlo por no haber tomado Bagdad en
1991, tras la fulminante victoria contra Saddam Hussein en
la guerra del Golfo, motivada por la invasión iraquí a
Kuwait, un pequeño emirato rico en petróleo y amigo de
Estados Unidos.
Otros dicen
que quiso "terminar el trabajo" inconcluso de su
padre, y hay quienes piensan que procuró vengar el supuesto
intento de asesinato contra el ex presidente planificado por
el régimen iraquí luego de la derrota, aunque la
verosimilitud de tal complot resulta altamente cuestionable.
No debería
desecharse completamente esta explicación. Bush aseguró
que él fue quien tomó la decisión final y, por otra
parte, ningún funcionario de alto nivel de su gobierno ha
sido capaz de explicar cuándo, y mucho menos por qué, se
dio luz verde a la invasión de Iraq.
Está la
cuestión del petróleo. ¿Actuó el gobierno de Bush en
nombre de la industria petrolera, desesperada por poner sus
manos en el crudo iraquí al que no podía acceder a causa
de las sanciones económicas que prohibían a las compañías
estadounidenses hacer negocios con Bagdad? Se trata de una
teoría atractiva.
Bush y el
vicepresidente Dick Cheney han tenido durante años una
estrechísima relación con los "barones del petróleo".
En sus memorias, el ex presidente de la Reserva Federal
(banco central) de Estados Unidos, Alan Greenspan, aseguró
que "la guerra de Irak tuvo mucho que ver" con el
crudo.
La
izquierda es el sector más inclinado a esta explicación,
particularmente aquéllos que convirtieron en su favorita la
consigna acerca de no derramar sangre a cambio de petróleo.
Sin
embargo, existe escasa evidencia, o ninguna, sobre el interés
de las grandes petroleras en una guerra que se decidió de
manera unilateral y que planteaba el riesgo de
desestabilizar la región del mundo más rica en
hidrocarburos, donde se encuentran aliados de Estados Unidos
como Arabia Saudita y Emiratos Árabes Unidos.
El
instituto de la Universidad Rice que lleva el nombre del ex
secretario de Estado (canciller) de Estados Unidos, James
Baker III, un hombre que representó y encarnó a los
intereses petroleros durante toda su vida, formuló antes de
la invasión a Iraq una clara advertencia.
Si Bush tenía
que enviar tropas a Iraq, cualquiera fuera la razón, señaló,
debía de todas formas abstenerse salvo que se cumplieran
dos condiciones: que la acción fuera autorizada por el
Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones
Unidas y que nada sugiriera que el motivo fue la adquisición
del crudo iraquí por parte de las petroleras
estadounidenses.
Esto no
implica decir que el petróleo estuvo fuera de los cálculos
del gobierno de Bush, pero en un sentido muy diferente al
sugerido por la consigna de no cambiar sangre por
hidrocarburos.
El petróleo,
a fin de cuentas, es indispensable para el funcionamiento de
las economías y fuerzas armadas modernas.
Y la invasión
envió un claro mensaje al resto del mundo, especialmente a
potenciales rivales estratégicos como China, Rusia e
incluso la Unión Europea, acerca de la capacidad de Estados
Unidos para conquistar rápida y eficazmente un país rico
en petróleo en el corazón de Medio Oriente y en el golfo Pérsico
(o Arábigo) cuando lo deseara.
De esa
forma, quizás persuadía a esas potencias menores de que
desafiar a Estados Unidos atentaría contra sus intereses de
largo plazo, aunque no su suministro de energía en el corto
plazo.
El
despliegue de ese poder podría ser la forma más rápida de
formalizar un nuevo orden internacional, el de un mundo
unipolar, basado en la abrumadora superioridad militar de
Estados Unidos, sin paralelo desde los tiempos del Imperio
Romano.
Esta visión
fue la que alimentó, en 1997, el Proyecto para un Nuevo
Siglo Estadounidense, obra de una coalición de
nacionalistas agresivos, neoconservadores y líderes de la
derecha cristiana que incluía en sus filas a varios
entonces futuros funcionarios del gobierno de Bush.
Ya en 1998
plantearon la necesidad de un "cambio de régimen"
en Iraq y, nueve días después de los ataques en Nueva York
y Washington del 11 de septiembre de 2001, advirtieron que
cualquier "guerra contra el terrorismo" que dejara
de lado la eliminación de Saddam Hussein sería
inevitablemente incompleta.
En
perspectiva, resulta claro que este grupo, fortalecido por
el triunfo electoral de Bush en 2000 y consolidado tras los
atentados de 2001, vio a Iraq como el camino más fácil
para establecer a Estados Unidos como la potencia dominante
en la región, con implicancias estratégicas de carácter
global para posibles futuros competidores.
Para los
neoconservadores y la derecha cristiana, los más ansiosos y
entusiastas respecto de la guerra contra Iraq, Israel también
sería beneficiado por la invasión.
Los
representantes de la línea dura neoconservadora ya habían
señalado en un documento de 1996 que derrocar a Saddam
Hussein e instalar en su lugar a un líder prooccidental era
la clave para desestabilizar a los enemigos árabes de
Israel o someterlos a su voluntad.
Esto,
argumentaron, permitiría a Israel "escapar" del
proceso de paz de Medio Oriente y conservar tanto territorio
ocupado palestino, y sirio, como desearan.
En su opinión,
eliminar a Saddam Hussein y ocupar Iraq no sólo fortalecería
el control de los territorios árabes por parte de Israel,
sino que amenazaría la supervivencia del arma árabe e islámica
más formidable contra el estado judío: la Organización de
Países Exportadores de Petróleo (OPEP).
Al inundar
el mercado con petróleo iraquí, libre de las cuotas de
producción fijadas por la OPEP, el precio de los
hidrocarburos caería en picada a sus niveles históricos más
bajos.
Al menos,
así lo creían cinco años atrás.
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