Sólo
aprendemos que nunca aprendemos
Por
Robert Fisk
The Independent, 19/03/08
La Jornada,
19/03/08
Traducción de Jorge Anaya
Han pasado
cinco años y todavía no aprendemos. Con cada aniversario
los escalones se desmoronan bajo nuestros pies, las piedras
se agrietan más, la arena se vuelve más fina. Cuatro años
de catástrofe en Irak y pienso en Churchill, que al final
llamó a Palestina un "desastre infernal".
Pero ya
antes nos hemos valido de estos paralelismos y se han
dispersado en la brisa del Tigris. Irak está empapado en
sangre. Sin embargo, ¿cuál es nuestro estado de contrición?
¡Claro, tendremos una consulta pública, pero todavía no!
Ojalá la inadecuación fuera nuestro único pecado.
Hoy estamos
empeñados en un debate inútil. ¿Qué salió mal? ¿Cómo
fue que los miembros del senado romano de nuestra era no se
rebelaron cuando les contaron mentiras sobre armas de
destrucción masiva, sobre vínculos de Saddam Hussein con
Osama Bin Laden y el 11 de septiembre? ¿Cómo dejamos que
ocurriera? ¿Y cómo fue que no previmos lo que vendría
después de la guerra?
Sí, claro,
los británicos intentamos que los estadounidenses
escucharan, nos dice ahora Downing Street. De veras, en
serio lo intentamos, antes que supiéramos de manera total y
absoluta que era bueno embarcarnos en esta guerra ilegal.
Ahora existe vasta literatura sobre la debacle de Irak y
existen precedentes de planeación para la posguerra
–volveré más tarde sobre esto–, pero no se trata de
eso. Nuestro predicamento en Irak está en una escala mucho
más terrible.
Cuando los
estadounidenses entraron a sangre y fuego en Irak, en 2003,
con sus misiles crucero zumbando sobre la tormenta de arena
hacia un centenar de poblados y ciudades, yo solía sentarme
en mi sucia habitación del hotel Bagdad Palestina, incapaz
de dormir por el estruendo de las explosiones, y hojeaba los
libros que había comprado para sortear esas horas oscuras y
peligrosas. La guerra y la paz de Tolstoi me recordaba que
un conflicto puede ser descrito con sensibilidad, gracia y
horror –recomiendo la batalla de Borodin–, junto con un
archivo de recortes de periódico. En esa pequeña carpeta
hay una larga arenga de Pat Buchanan, escrita cinco meses
antes, y todavía siento su poder, su premonición y su
absoluta honestidad histórica: "Con nuestra regencia
estilo McArthur en Bagdad, la pax americana llegará a su
apogeo. Pero luego la marea bajará, porque la única
empresa en la que los pueblos islámicos sobresalen es en
expulsar a las potencias imperiales mediante el terrorismo o
la guerra de guerrillas.
"Sacaron
a los británicos de Palestina y Adén, a los franceses de
Argelia, a los estadounidenses de Somalia y Beirut, a los
israelíes de Líbano. Hemos emprendido el camino hacia el
imperio y pasando la próxima colina nos encontraremos con
quienes fueron antes que nosotros. La única lección que
aprendemos de la historia es que no aprendemos de la
historia."
Con cuánta
facilidad los hombrecitos nos llevaron al infierno, sin ningún
conocimiento de historia o al menos sin ningún interés por
ella. Ninguno leyó de la insurgencia iraquí contra la
ocupación británica de 1920, ni del brusco y brutal
arreglo que dio Churchill al conflicto el año siguiente.
En nuestros
radares históricos ni siquiera aparece Craso, el más rico
de los generales romanos, quien exigió ser emperador luego
de conquistar Macedonia –"misión cumplida"– y
en venganza se propuso destruir Mesopotamia. En un lugar del
desierto, cerca del río Éufrates, los partos
–antecesores de los actuales insurgentes iraquíes–
aniquilaron las legiones, le cercenaron la cabeza a Craso y
la enviaron de vuelta a Roma, llena de oro. En estos tiempos
habrían grabado en video la decapitación.
Con su
monumental arrogancia, esos hombrecitos que nos llevaron a
la guerra hace cinco años ahora demuestran que no han
aprendido nada. Anthony Blair –como siempre debimos llamar
a ese abogado de ciudad pequeña– debería ser sometido a
juicio por su mendacidad. En cambio presume de llevar la paz
a un conflicto árabe–israelí que tanto ha contribuido a
exacerbar. Y ahora el hombre que cambió de parecer sobre la
legalidad de la guerra –y que lo hizo en una sola hoja de
papel carta– se atreve a sugerir que deberíamos examinar
a los inmigrantes que solicitan la ciudadanía británica.
La pregunta 1, propongo, debería ser: ¿qué procurador
general empapado en sangre ayudó a enviar 176 soldados británicos
a la muerte por una mentira? Pregunta 2: ¿cómo salió
impune de ese acto?
Pero en
cierto sentido la naturaleza facilona y boba de la propuesta
de lord Goldsmith es una pista sobre la estructura
transitoria y de cartón de todo nuestro proceso de toma de
decisiones. Los grandes temas que nos confrontan –Irak o
Afganistán, la economía estadounidense o el calentamiento
global, las invasiones armadas o el
"terrorismo"– no se abordan según calendarios
políticos serios, sino según los horarios de la televisión
y las conferencias de prensa.
¿Los
primeros ataques aéreos en Irak llegarán a la televisión
estadounidense en horario triple A? Por fortuna sí. ¿Las
primeras tropas estadounidenses en Bagdad aparecerán en los
noticieros de la hora del desayuno? Desde luego. ¿La
captura de Saddam Hussein será anunciada simultáneamente
por Bush y Blair?
Pero todo
esto es parte del problema. Cierto, Churchill y Roosevelt
discutieron sobre la hora del anuncio de que la guerra en
Europa había terminado. Y los rusos se les adelantaron.
Pero dijimos la verdad. Cuando los británicos se replegaban
hacia Dunquerque, Churchill anunció que los alemanes habían
"penetrado profundamente y sembrado alarma y confusión
en sus filas".
¿Por qué
Bush o Blair no nos dijeron eso cuando los insurgentes iraquíes
comenzaron a asaltar a las fuerzas de ocupación? Vaya,
estaban muy ocupados diciéndonos que las cosas iban a
mejorar, que los rebeldes no eran más que
"desesperados".
El 17 de
junio de 1940, Churchill dijo al pueblo británico:
"Las noticias de Francia son muy malas y estoy
consternado por el galante pueblo francés, que ha caído en
esta terrible desgracia". ¿Por qué Blair o Bush no
nos dijeron que las noticias de Irak eran muy malas y que
estaban consternados –bueno, siquiera unas lágrimas
durante un minuto– por el pueblo iraquí?
Porque ésos
fueron los hombres que tuvieron la temeridad, el genuino
descaro de vestirse como Churchill, como héroes que
escenificarían una redición de la Segunda Guerra Mundial,
en tanto la BBC obedientemente llamaba "los
aliados" a los invasores y pintaba al régimen de
Saddam Hussein como el Tercer Reich.
Desde
luego, cuando yo iba a la escuela nuestros líderes
–Attlee, Churchill, Eden, Macmillan o Truman, Eisenhower y
Kennedy en Estados Unidos– habían tenido experiencia real
de guerra. Ni un solo líder occidental actual tiene
experiencia de primera mano del conflicto. Cuando comenzó
la invasión angloestadounidense de Irak, el opositor
europeo más prominente a la guerra era Jacques Chirac,
quien combatió en el conflicto argelino. Pero ahora ya no
está. También Colin Powell, veterano de Vietnam, que fue
hecho a un lado por Rumsfeld y la CIA.
Sin
embargo, una de las terribles ironías de nuestros tiempos
es que los más sedientos de sangre de los políticos
estadounidenses –Bush y Cheney, Rumsfeld y Wolfowitz–
jamás han escuchado un disparo hecho con furia y se
aseguraron de no tener que combatir por su patria cuando
tuvieron oportunidad de hacerlo. No es extraño que títulos
de Hollywood como "conmoción y pavor" resulten
atractivos para la Casa Blanca. Las películas son su única
experiencia de conflicto humano; lo mismo se puede decir de
Blair y Brown.
Churchill
tuvo que rendir cuentas por la pérdida de Singapur ante una
Cámara atestada. Brown ni siquiera rendirá cuentas por
Irak hasta que la guerra termine.
Es grotesco
que hoy, después de todas las posturas de nuestros enanos
políticos hace cinco años, se nos permita tener siquiera
un encuentro espiritista válido con los fantasmas de la
Segunda Guerra Mundial. Las estadísticas son el médium, y
la habitación tendrá que estar a oscuras. Pero es un hecho
que el total de muertos estadounidenses en Irak (3 mil 978)
está muy por encima del número de bajas estadounidenses
sufridas en los desembarcos iniciales del día D en Normandía
(3 mil 384 entre muertos y desaparecidos), el 6 de junio de
1944, o más de tres veces las bajas totales británicas en
Arnhem, ese mismo año (mil 200).
Representan
poco más de un tercio de las muertes totales (11 mil 14) de
toda la fuerza expedicionaria británica desde la invasión
alemana de Bélgica hasta la evacuación final de
Dunquerque, en junio de 1940. El número de británicos caídos
en Irak (176) es casi igual al total de las fuerzas británicas
perdidas en la batalla del Bolsón en 1944–45 (poco más
de 200). El número de estadounidenses heridos en Irak –29
mil 395– es más de nueve veces el de los lesionados el día
D (3 mil 184) y más de la cuarta parte de la cuota total de
heridos en la guerra de Corea de 1950–53 (103 mil 284).
Las bajas
iraquíes permiten una comparación aún más cercana con la
Segunda Guerra Mundial. Aun si aceptamos la más
conservadora de las estadísticas sobre civiles muertos
–van de 350 mil a un millón–, ésta rebasó hace mucho
tiempo el número de civiles británicos muertos en los
bombardeos alemanes a Londres en 1944–45 (6 mil) y ahora
excede con mucho la cifra total de bajas civiles en
bombardeos en todo el Reino Unido –60 mil 595 muertos, 86
mil 182 heridos graves– de 1940 a 1945.
De hecho,
la cuota mortal iraquí desde nuestra invasión es hoy más
grande que el número total de bajas militares británicas
en la Segunda Guerra Mundial, que llegó a la asombrosa
cifra de 265 mil muertos (algunos historiadores hablan de
300 mil) y 277 mil heridos. Las estimaciones mínimas de
iraquíes muertos significan que los civiles de Mesopotamia
han sufrido seis o siete Dresdes o –más terrible aún–
dos Hiroshimas.
Y sin
embargo, en cierto sentido todo esto es una distracción
respecto de la terrible verdad de la advertencia de
Buchanan. Hemos despachado nuestros ejércitos a la tierra
del Islam. Lo hicimos con el solo respaldo de Israel, cuyos
propios informes falsos sobre Irak han sido discretamente
olvidados por nuestros amos mientras derraman lágrimas de
cocodrilo por los miles de iraquíes muertos hasta ahora.
El enorme
prestigio militar estadounidense ha sufrido un daño
irreparable. Y si hoy, como ahora calculo, se encuentra en
el mundo musulmán 22 veces la cifra de soldados
occidentales que fueron allá durante las cruzadas de los
siglos XI y XII, debemos preguntarnos qué estamos haciendo.
¿Estamos allá por el petróleo? ¿Por la democracia? ¿Por
Israel?
Alegremente
conectamos Afganistán con Irak. Según se dice, si
Washington no se hubiera distraído con Irak, el talibán no
se habría restablecido. Pero Al Qaeda y el nebuloso Osama
Bin Laden no se distrajeron. Y eso explica por qué
expandieron sus operaciones en Irak y luego usaron esta
experiencia para acosar a Occidente en Afganistán con el
atacante suicida, del cual no se había sabido antes en
aquel país.
Voy a
aventurar una presunción terrible: que hemos perdido
Afganistán como sin duda hemos perdido Irak y como de
seguro vamos a "perder" Pakistán. Es nuestra
presencia, nuestro poder, nuestra arrogancia, nuestra
renuencia a aprender de la historia y nuestro horror –sí,
horror– al Islam lo que nos precipita al abismo. Y en
tanto no aprendamos a dejar en paz a esos pueblos
musulmanes, nuestra catástrofe en Medio Oriente se volverá
más grave. No hay conexión entre el Islam y el
"terror". Pero sí hay conexión entre nuestra
ocupación de tierras musulmanas y el "terror". No
es una ecuación tan complicada. Y no necesitamos una
consulta pública para entenderla bien.
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