Atrocidades
de EEUU en Iraq
Testimonios
de soldados estadounidenses
Por
Aaron Glantz y Michael Prysner
Boletin Entorno, año 6 Nº 87, 23/10/08
Traducido por Germán Leyens
En marzo de
este año, un valeroso grupo de veteranos ayudó a
comprender lo que es la guerra en un histórico evento
realizado en Silver Spring, Maryland, inspirado por
veteranos de Vietnam de una generación antes. “Soldado de
Invierno: Iraq y Afganistán” reunió a más de 200
soldados que han servido en la así llamada “Guerra contra
el Terror.” Como otros soldados antes que ellos, que
compartieron historias que pusieron al desnudo la pesadilla
de Vietnam, esos veteranos dieron testimonio sobre los crímenes
que han sido cometidos en nombre de los estadounidenses
durante la ocupación de Iraq y Afganistán. Las audiencias
duraron cuatro días; en sus testimonios, los soldados
describieron como el descarte de las reglas de
enfrentamiento de las fuerzas armadas y su sistemática
deshumanización de civiles iraquíes y afganos ha llevado a
horribles actos de violencia contra hombres, mujeres y niños
inocentes. “No se trata de incidentes aislados,” fue un
refrán común, incluso cuando los episodios que describían
parecían excepcionalmente brutales. Para muchos de los
veteranos, fue la primera vez que habían relatado sus
historias.
Ahora, el
abrasador testimonio ha sido compilado en un importante
nuevo libro: “Winter Soldier: Iraq and Afghanistan:
Eyewitness Accounts of the Occupation” [Soldado de
invierno; Iraq y Afganistán: Relatos de la ocupación por
testigos presenciales], editado por Aaron Glantz y publicado
por Haymarket Books. Os aliento fervorosamente a comprar el
libro, de preferencia a través del sitio en la Red de Iraq
Veterans Against the War, que organizó las audiencias de
Winter Soldier y sigue realizando eventos similares en
ciudades en todo el país. Todos los ingresos de libros
comprados a través de IVAW irán en apoyo a su trabajo
crucial.
El
siguiente pasaje es de Michael Prysner, cabo en la Reserva
del Ejército quien volvió a casa en febrero de 2004.
Liliana
Segura, Editora, War on Iraq Special Coverage
20/10/2008
"Alternet" – Cuando me alisté en el ejército,
me dijeron que el racismo ya no existe en las fuerzas
armadas. Un legado de desigualdad y de discriminación fue
repentinamente eliminado por algo llamado el Programa de
Igualdad de Oportunidades [EO]. Nos sentábamos en clases
obligatorias, y cada unidad tenía un representante de EO
para asegurar que no volverían a aparecer elementos de
racismo. El ejército parecía firmemente dedicado a
aplastar todo indicio de racismo.
Entonces
ocurrió el 11 de septiembre, y comencé a escuchar nuevas
palabras como “cabeza de toalla” y “jockey de
camellos,” y el más inquietante: “nigger de las
arenas.” Al principio esas palabras no provenían de otros
soldados rasos alistados, sino de mis superiores: el
sargento de mi pelotón, mi sargento primero, el comandante
de mi batallón. Para toda la cadena de comando, esos ponzoñosos
términos racistas eran repentinamente aceptables.
Cuando
llegué a Iraq en 2003, aprendí una nueva palabra:
“haji.” Haji era el enemigo. Haji era cada iraquí. No
era una persona, un padre, un maestro, o un trabajador. Es
importante que se comprenda de donde proviene esa palabra.
Para los musulmanes, lo más importante es hacer un
peregrinaje a La Meca: el Haji. El que ha hecho el
peregrinaje a La Meca es un haji. Es algo que, en el Islam
tradicional, es el mayor llamado de la religión. Tomamos lo
mejor del Islam y lo convertimos en lo peor.
Desde la
creación de este país, el racismo ha sido utilizado para
justificar la expansión y la opresión. Los americanos
nativos eran llamados “salvajes,” los africanos eran
llamados toda clase de cosas para excusar la esclavitud, y
los veteranos de Vietnam conocen la multitud de palabras
utilizadas para justificar esa guerra imperialista.
Así que
haji es la palabra que usábamos. Era la palabra que usamos
en esa misión en particular de la que voy a hablar. Hemos oído
hablar mucho de incursiones, de romper puertas a patadas en
las casas de la gente y del saqueo de sus casas, pero ésta
era una incursión de un tipo diferente.
Nunca nos
daban alguna explicación por nuestras órdenes. Sólo nos
decían que un grupo de cinco o seis casas era ahora de
propiedad de los militares de EE.UU., y que teníamos que ir
y hacer que esas familias se fueran de sus casas.
Íbamos a
esas casas e informábamos a las familias que sus hogares ya
no eran suyos. No les dábamos ninguna alternativa, ni dónde
ir, ni compensación. Se veían muy confundidos y muy
asustados. No sabían qué hacer y no se iban, así que teníamos
que sacarlos.
Una familia
en particular, una mujer con dos niñas pequeñas, un hombre
muy anciano, y dos hombres de mediana edad: los arrastramos
de su casa y los arrojamos a la calle. Arrestamos a los
hombres porque se negaron a partir, y los enviamos a la
prisión.
Unos pocos
meses después lo descubrí, ya que nos faltaban
interrogadores y me dieron esa tarea. Supervisé y participé
en cientos de interrogatorios. Recuerdo uno en particular
que compartiré con ustedes. Fue el momento que me mostró
realmente la naturaleza de esa ocupación.
Ese
detenido en particular ya había sido desnudado hasta la
ropa interior, con las manos detrás de su espalda y un saco
de arena sobre la cabeza. Nunca vi su cara. Mi tarea era
tomar una silla plegable de metal y golpearla contra el muro
junto a su cabeza – enfrentaba el muro y su nariz lo
tocaba – mientras otro soldados gritaba una y otra vez la
misma pregunta. No importa cuál fuera su respuesta, mi
tarea era golpear ruidosamente la silla contra el muro. Lo
hicimos hasta que nos cansamos.
Me dijeron
que me asegurara de que se mantuviera de pie, pero algo iba
mal con su pierna. Estaba herido, y se caía todo el tiempo
al suelo. Llegaba el sargento a cargo y me decía que lo
volviera a poner de pie, así que tenía que recogerlo y
ponerlo contra el muro. Se caía continuamente. Yo lo
agarraba continuamente y lo colocaba contra el muro. Mi
sargento estaba furioso conmigo porque no lograba que
siguiera de pie. Lo agarró y lo golpeó varias veces contra
el muro. Y se fue. Cuando el hombre volvió a caer al suelo,
noté que corría sangre por debajo del saco de arena. Dejé
que se sentara, y cuando vi que mi sargento volvía de
nuevo, le dije rápidamente que volviera a pararse. En lugar
de proteger a mi unidad contra ese detenido, me di cuenta de
que estaba protegiendo al detenido contra mi unidad.
Me esforcé
considerablemente en sentirme orgulloso por mi servicio,
pero todo lo que podía sentir era vergüenza. El racismo ya
no podía disfrazar la realidad de la ocupación. Son seres
humanos. Desde entonces me persigue la culpa. Me siento
culpable cada vez que veo a un hombre anciano, como el que
no podía caminar a quien lo echamos a una camilla y dijimos
a la policía iraquí que se lo llevara. Me siento culpable
cada vez que veo a una madre con sus hijos, como la que
lloraba histéricamente y gritaba que éramos peores que
Sadam cuando la expulsamos de su hogar. Me siento culpable
cada vez que veo a una muchacha joven, como la que agarré
del brazo y arrastré a la calle.
Nos dijeron
que combatíamos a terroristas; el verdadero terrorista era
yo, y el verdadero terrorismo es esa ocupación. El racismo
dentro de las fuerzas armadas ha sido desde hace tiempo un
instrumento importante para justificar la destrucción y
ocupación de otro país. Sin el racismo, los soldados se
darían cuenta de que tienen más en común con el pueblo
iraquí que con los multimillonarios que nos mandan a la
guerra.
Arrojé a
familias a la calle en Iraq, sólo para volver a casa y
encontrar a familias arrojadas a la calle en este país, en
esta trágica crisis de ejecuciones hipotecarias. Nuestros
enemigos no están a 8.000 kilómetros, están aquí mismo,
en casa, y si nos organizamos y luchamos, podemos detener
esa guerra, podemos detener a este gobierno, y crear un
mundo mejor.
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