Más allá del evidente retraso en
la publicación de los resultados y de las sospechas de
fraude, el panorama post–electoral iraquí, marcado por el
desastroso balance de siete años de ocupación, se presenta
lleno de problemas e incertidumbres sobre el futuro del país.
La
fotografía actual –aunque ocultada intencionadamente–
nos muestra un triste y doloroso balance de la ocupación.
El alto coste de vidas humanas, la crisis humanitaria, los
abusos de los derechos humanos, la corrupción, la
fragmentación del Estado y de la sociedad, la privatización
de las empresas iraquíes, especialmente en el sector energético,
el auge de movimientos jihadistas, la violencia
descontrolada y la sensación de terror generalizado son
algunas piezas de este nuevo Irak que han construido las
fuerzas de ocupación.
Las
recientes elecciones han tenido lugar en este contexto. Por
ello, resulta difícil hablar de un proceso electoral libre
y limpio. Además, la propia legislación para la ocasión
ha estado repleta de irregularidades y de medidas nada
democráticas. La prohibición de importantes candidatos
bajo la genérica acusación de haber mantenido lazos con el
partido Baath se ha mostrado como un claro intento para
obstaculizar la presencia de las voces más laicas del país,
y, sobre todo, para poner trabas a la puesta en marcha de
una alternativa a la política de fuerzas sectarias que
tanto parece agradar a Washington y a sus aliados locales y
regionales.
El
lento recuento está haciendo aumentar las especulaciones
sobre la limpieza electoral, pero todo apunta a que no
tendremos un vencedor por mayoría absoluta, por lo que el
escenario político diseñado por la ocupación estará
nuevamente sometido a pactos y arreglos, muchos de ellos
contra natura. El proceso para la elección del próximo
presidente y del primer ministro será largo y complejo, lo
que además anticipa una coyuntura nada favorable para los
intereses de las fuerzas de ocupación.
Cualquier
intento de lograr una coalición para la formación de un
nuevo Gobierno va a estar sometido a maniobras y presiones
por muchas partes. Los enfrentamientos personales, el
rechazo de ciertos dirigentes, el recelo entre formaciones
son evidentes obstáculos para alcanzar un acuerdo rápido y
estable.
Las
tensiones y los pactos van a condicionar sobremanera las próximas
semanas en Irak, dando una sensación de vacío que puede
incrementar las tensiones entre los diferentes actores
locales, e incluso algunos de los poderes regionales
aprovechará la situación para mover los hilos en defensa
de sus propios intereses. Se presenta interesante el papel
de las fuerzas suníes y árabes, que sin duda alguna
aumentará, pero es difícil anticipar su posición ante el
primer ministro saliente Al–Maliki, que se ha granjeado la
enemistad de unos y al que muchos apuntaban como virtual
vencedor, aunque mantiene una dura pugna con el laico Iyad
Allawi.
También
habrá que prestar especial atención a los resultados que
obtengan los candidatos de la Alianza Nacional Iraquí, la
gran coalición chií otrora aliada de Al–Maliki, pero que
en estas elecciones se ha presentado en solitario y ha
disputado a la lista del Estado de Derecho el voto de la
comunidad chií.
Finalmente
los resultados de la principal fuerza kurda, la Alianza del
Kurdistán, formada por el PDK y el UPK, parecen haber
logrado conjurar la «amenaza interna» que representaba la
lista Goran, y está a la espera de conocer los resultados
en las zonas de mayor disputa con las fuerzas árabes, como
Kirkuk.
Fuera
de ese escenario parlamentario se han vuelto a situar los
grupos y organizaciones de la resistencia civil que han
solicitado el boicot a las elecciones, así como los grupos
cada vez más minoritarios que se sitúan en torno al
jihadismo transnacional y que podrían aprovechar el vacío
para incrementar sus atentados indiscriminados y tensar
todavía más la cuerda en el país ocupado.
También
habrá que seguir de cerca los movimientos de los llamados
poderes regionales. Las maniobras de Teherán tendrán una
consecuencia directa sobre el panorama iraquí, habida
cuenta de los intereses que están en juego. Tampoco hay que
olvidar el papel que pueda desempeñar Siria, que acoge a
una gran cantidad de refugiados iraquíes, la mayoría de
los cuales podrían identificarse con la resistencia civil
al régimen colaboracionista de Bagdad –la alta abstención
entre éstos es una muestra de ello–. De igual manera,
Arabia Saudí (buscando contrarrestar la influencia iraní),
Jordania (siguiendo el guión marcado por Washington) o
Turquía (en este caso, sus maniobras buscarán
imposibilitar cualquier marco que conceda un régimen de
independencia al sur de Kurdistán) intentarán forzar un
escenario favorable para sus propios intereses.
La
solución para Irak no pasa por el desarrollo del plan
puesto en marcha hace siete años por los neoconservadores
desde la Casa Blanca, y que contaron con el apoyo de sus
aliados occidentales y regionales, y dentro del cual se
enmarca la reciente cita electoral. Para una solución
definitiva y justa debe ponerse fin a la ocupación, y no
presentar ésta como una consecuencia y una realidad a
partir del próximo agosto, fecha que ha señalado Obama
para la «salida de las tropas de combate de Irak».
Porque
habría que preguntarle al presidente de EEUU qué pintan en
esa nueva coyuntura las bases permanentes que Washington
tiene en Irak, o el papel de los miles de mercenarios e
incluso de los soldados norteamericanos presentados bajo
otro nombre, o del enorme «personal diplomático».
La
población de Irak debe poder articular los mecanismos
necesarios para la búsqueda de fórmulas que solucionen los
temas más candentes y que abran las vías hacia una
reconciliación, y todo ello deberá tener lugar sin ningún
tipo de injerencia externa. El status del sur de Kurdistán,
de Kirkuk, el regreso de los refugiados, el fin de la
ocupación... deberían ser los ejes sobre los que pivote
cualquier intento serio por buscar una solución definitiva.
(*) Gabinete vasco de Análisis
Internacional (GAIN).