Mirado desde 1945, el récord
político–militar de Estados Unidos en las guerras prolongadas es mediocre.
La guerra de la península coreana de 1950–1953, que contó con la activa
participación de Estados Unidos, terminó con un armisticio que estableció
la frontera entre Corea del Norte y Corea del Sur en el paralelo 38, es decir,
con la situación idéntica al inicio de las hostilidades. Esa guerra, que en
Estados Unidos careció de fuerte apoyo de la opinión pública, no tuvo un
bando victorioso.
Más adelante vino la Guerra de
Vietnam (1960–75). Con casi tres millones de vietnamitas, entre 200.000 a
300.000 camboyanos, 20.000 a 200.000 laosianos y 58.220 estadounidenses
muertos, Washington se retiró del país asiático desgastado en el campo de
batalla y presionado por vastas movilizaciones internas. El desastre político–militar
en Vietnam fue estrepitoso.
Tres cortas acciones de fuerza
en América latina tuvieron desenlaces distintos. La invasión a Playa Girón,
Cuba, en 1960, fue un fracaso; la invasión a Granada (isla de 344 km2 cuyo
producto de exportación más importante es la nuez moscada), en 1983, culminó
con éxito para Washington, y la invasión (con 26.000 hombres) a Panamá en
1989 –que derivó en la captura y el enjuiciamiento del general Manuel
Antonio Noriega– también resultó exitosa.
La primera guerra a Iraq (1991),
en la que Estados Unidos lideró una amplia coalición de 540.000 soldados (en
gran medida financiada por Arabia Saudita y Japón), que se desplegó con
abrumador bombardeo aéreo primero, y mediante un ataque terrestre después,
tuvo un resultado mixto: en términos militares fue un triunfo categórico; en
términos políticos fue una victoria ambigua, pues Saddam Hussein preservó
su gobierno.
La segunda guerra a Iraq (2003–2011), en la que Estados Unidos encabezó otra coalición de
voluntarios y gastó aproximadamente 797.000 millones de dólares, fue un
fiasco. Según http://www.iraqbodycount.org , el total de muertes de iraquíes
en más de ocho años de ocupación fue de 16.623 militares y de 104.122 a
113.770 civiles; de acuerdo con una investigación de la revista médica
inglesa The Lancet , el total de muertes entre 2003–2006 había llegado a
654.965 personas; y según una encuesta de 2007 del británico Opinion
Research Business las muertes violentas en Iraq eran 1.033.000, al tiempo que
las Naciones Unidas calcula un total de 4,7 millones de desplazados internos y
refugiados en el exterior, en medio de múltiples y violentas luchas
intestinas.
El fracaso de Estados Unidos en Iraq
fue elocuente y muestra, una vez más, que el enorme poderío bélico no
siempre se traduce en el logro de objetivos políticos y militares. Más allá
de que Washington repita que se fue de Iraq por voluntad propia, en realidad
el descalabro interno iraquí generado por la invasión y la profunda crisis
económico–financiera en Estados Unidos fueron los que sacaron a Washington
de Bagdad. Cabe destacar que, a diferencia de la guerra en Vietnam, es muy
inquietante observar el relativamente bajo nivel de debate público en Estados
Unidos sobre el desarrollo y desenlace de la segunda guerra iraquí.
Hay, a su vez, otra derrota en
ciernes: Afganistán. Lo que no ha impedido que Estados Unidos lance un nuevo
tipo de guerra mediante la cual se llevan a cabo ataques selectivos con
misiles desde vehículos aéreos no tripulados ( unmanned aerial vehicles ,
UEV). Paquistán, Libia, Somalia y Yemen ya han conocido esta modalidad de
combate de dudosa legalidad internacional. Irán también ha sido objeto de
los UEV; en este caso, para una suerte de guerra encubierta de baja
intensidad.
A pesar de lo anterior, son
pocas las lecciones que han extraído las fuerzas armadas y la dirigencia política
estadounidense. En Washington, las voces de los guerreros, dentro y fuera de
la administración Obama, siguen resonando con insistencia. Las primarias del
partido Republicano muestran una competencia en que la mayoría de los
candidatos reivindica el uso de la fuerza en el exterior como una cuestión
indispensable. El Pentágono sólo parece interesado en extraer más
experiencias –distintas a las reiteradamente fallidas– sobre
contrainsurgencia para eventuales próximas contingencias y en perfeccionar
modos bélicos como las llamadas drone wars , esto es, operaciones de alta
precisión desde UEV cada vez más sofisticados, sin la necesidad de tropas en
el terreno, con escasa atención de la opinión pública y baja rendición de
cuentas ante el legislativo.
De lo primero –evaluar cómo
mejorar las tareas de contrainsurgencia– sólo puede derivarse la idea de
guerras perpetuas; de lo segundo seguramente se puede esperar el resentimiento
de los afectados y la búsqueda de métodos de respuesta en el marco de
mayores conflictos asimétricos.
Es muy factible que Estados
Unidos siga creyendo que su récord de seis décadas de confrontación militar
después de la Segunda Guerra Mundial es imponente, cuando de hecho lo que
muestra es su impotencia.
*
Profesor de Relaciones Internacionales en la Universidad Di Tella, Buenos
Aires.