La batalla por
Pakistán
Por
Txente Rekondo (*)
La Haine, 28/12/07
La muerte
de Benazir Bhutto ha sacudido los cimientos políticos
paquistaníes, pero más allá de la tragedia personal y política
–incluso para el futuro del país–, su violento final
recuerda a «la crónica de una muerte anunciada». Los
intereses de Washington y los deseos de la propia Bhutto
forjaron un escenario virtual. Y este se ha topado de bruces
con la cruda realidad de este complejo y turbulento Pakistán.
Un breve vistazo
nos permite observar cómo hasta hace días el movimiento
talibán paquistaní se mantenía el control de los
distritos de Swat y Shangla en la Provincia Fronteriza del
Noreste. Recientemente recuperadas por el Ejército tras
duras batallas y con importantes pérdidas de vidas en ambos
bandos, esta intervención militar ha provocado también un
alto número de muertes civiles, lo que a su vez trae
consigo un mayor rechazo a las fuerzas de Islamabad en la
zona y una mayor radicalización de sus habitantes.
La violencia
sectaria también es periódica, tanto entre diferentes
tribus como entre miembros de las comunidades chiítas y
sunitas del país. Otras zonas, como Baluchistán, asisten
al resurgir del movimiento armado que busca la formación de
un Estado propio y rechaza la autoridad del Gobierno
central, al que acusa de expoliar las riquezas de ese pueblo
y de marginar a sus ciudadanos.
También estamos
asistiendo a un notable incremento de los ataques suicidas
contra militares, altos cargos del Gobierno y líderes políticos
–el propio Musharraf ha sido objeto de más de un
ataque–. Y todo ello se ve aderezado con la presencia de
una oposición dividida y desestructurada que busca
acariciar alguno de los resortes del poder aunque eso
signifique llevar a cabo alianzas contra natura. Las
diferentes posturas en torno a la participación o el boicot
en las próximas elecciones del 8 de enero siguen dividiendo
a aquella aún más.
El presidente
Musharraf , como la figura del «general en su laberinto»,
parece, de momento, sentirse seguro, al menos en el estricto
sentido político, ya que, como hemos visto, en cualquier
momento se puede producir otro ataque contra su vida. Y para
analizar a esa situación es clave el apoyo que recibe de
Washington –la ciudadanía lo percibe y lo expresa con
humor al llamarle Busharraf–, y de los militares paquistaníes,
lo que le permite mantenerse firme en su puesto al frente
del país.
La desaparición física
de la escena política de Bhutto va a dar lugar a un sin fin
de especulaciones e interpretaciones. Especulaciones que
incluirán, sin duda, el modus operandi y el contexto del
propio atentado registrado en Rawalpindi. Es cierto que el
anterior ataque contra Bhutto al llegar al país tras años
de exilio dio muestras de ser una acción planeada con mucha
meticulosidad, lo que hace pensar que no muy lejos de ella
podríamos encontrar a algún miembro del todopoderoso
servicio secreto, el ISI. Y esos datos pasaron curiosamente
desapercibidos en la mayoría de análisis occidentales.
En esta ocasión
será difícil encontrar el autor intelectual del atentado,
ya que éste puede obedecer a un amplio abanico de intereses
que se benefician con la desaparición de Bhutto. En esta línea,
tampoco podemos olvidar los muchos enemigos que tenía la
dirigente política paquistaní.
Una de las claves
para entender ese complejo puzzle en el que se ha convertido
el Pakistán actual es el papel que desempeñan las Fuerzas
Armadas desde la fundación del país. En estos momentos,
los militares paquistaníes son una importante empresa
financiera que ha ido creando redes y fuentes finan–
cieras para poder desarrollar su maquinaria militar,
incluido el costoso programa nuclear, y controlar, al mismo
tiempo, política y económicamente Pakistán.
Los generales
paquistaníes no están interesados en la defensa o
articulación de un modelo democrático, porque son
conscientes de que ello podría significar el final de sus
privilegios y de su acomodada y poderosa situación, y en
esto coinciden también con el otro protagonista clave, el
Gobierno de Estados Unidos.
Las actuaciones de
Washington en Pakistán, como en otras partes del mundo, han
estado disfrazadas por el discurso de «promover la
democracia en todos los rincones del planeta», pero al
igual que en el pasado con Pinochet, Marcos y otros muchos
dictadores, o incluso con el general Zia y el propio
Musharraf en Pakistán, lo que en realidad busca la actuación
de la política exterior estadounidenses es la defensa a
ultranza de sus propios intereses económicos, políticos o
militares en todo el mundo. De ahí que defender la
democracia con dictadores como los mencionados sonaría a
risa de no ser por el tremendo sufrimiento que han generado
en los pueblos a los que dice «querer ayudar».
Un repaso a la
prensa paquistaní escrita en lengua urdu –más allá de
los análisis de la prensa en lengua inglesa tan caros, pero
igualmente tan poco precisos–, nos permite a algunos
analistas descubrir el sentir de la población local,
tremendamente enojada con la actitud de su gobierno ante las
pretensiones de los dirigentes de la Casa Blanca. Un ejemplo
lo encontramos en la reciente visita a Pakistán del
subsecretario de Estado norteamericano, John Negroponte, que
ha sido interpretada como «parte de los mismos esfuerzos
para proteger sus propios intereses». Y más adelante,
entre líneas, se puede leer que «la agenda real de la
visita no es acabar con el estado de emergencia y establecer
una democracia verdadera en Pakistán, sino lograr asegurar
la protección de los intereses de Estados Unidos en el
futuro escenario político del país».
Los frutos de esta
actuación la estamos viendo en los últimos días con mayor
claridad que en el pasado. La presión de Washington ha traído
consigo un importante aumento del sentimiento antiamericano
por todo Pakistán, además de haber contribuido a un auge
de un islamismo de corte nacionalista. Este punto es
importante además si tenemos en cuenta que la realidad
islamista del país dista mucho de los discursos alarmistas
e interesados que se vierten desde Estados Unidos, sobre
todo desde sectores políticos neoconservadores.
Los partidos
religiosos no son una fuerza homogénea. A las divisiones
tradicionales en torno a chiítas y sunitas hay que sumar
las diferentes tendencias entre los grupos con base en las
zonas rurales o movimientos más urbanos. Además, hasta
hace poco la tendencia talibán paquistaní representaba un
movimiento marginal y poco numeroso. Un dato bastante
esclarecedor es el apoyo que recibe la mayor alianza
islamista del país, el Muttahida Majlis–e–Amal (MMA)
que en las elecciones de 2002 logró algo más del 12% del
voto (si bien es cierto que en algunas zonas fue la fuerza más
votada). El proceso de islamización de Pakistán ha estado
estrechamente unido al apoyo estadounidense a determinados
dirigentes del país. Así, el régimen militar del general
Zia recibió el apoyo y respaldo de la Administración
republicana de Ronald Reegan, ya que lo consideraron pieza
clave para expulsar a las fuerzas soviéticas de Afganistán.
La promoción de madrassas y la radicalización ideológica
de las fuerzas islamistas contó con el beneplácito de
Islamabad y Washington y con el apoyo económico de Arabia
Saudita. Y ahora, bajo el mandato de Musharraf, también con
apoyo norteamericano, estamos asistiendo al avance ideológico
y material de las fuerzas del islamismo militante, unido al
aumento de los ataques suicidas y a la implantación de la
sharia en algunas zonas.
Las recientes
maniobras desde EEUU han traído consigo que los canales de
comunicación entre los militantes talibanes paquistaníes y
el Ejército se hayan roto y que la situación se esté
acercando peligrosamente a un punto sin retorno.
En Pakistán
estamos asistiendo a una lucha sin cuartel. Por un lado, están
las Fuerzas Armadas y sus apoyos políticos y económicos
tanto locales como extranjeros y, por otro lado encontramos a los militantes islamistas, partidos
minoritarios, parte de la sociedad civil, e incluso a al–Qaeda.
Y en el fondo una pelea de todos contra todos. Y sin olvidar
a EEUU, uno de cuyos políticos ha señalado que «la
seguridad del arsenal nuclear paquistaní es el principal
interés estratégico de Washington». Y para ello no duda
en apoyar a los militares locales para que mantengan «controlado
el centro del país» (Islamabad y Punjab).
La sociedad
paquistaní afronta divisiones étnicas, políticas,
sectarias y culturales, y ahora a éstas hay que añadir un
movimiento islamista radicalizado en auge. Probablemente
todavía no hemos asistido a la conclusión de esta lucha
por Pakistán, pero podemos adelantar que probablemente no
asistamos a un final feliz.
(*) Gabinete
Vasco de Análisis Internacional (GAIN).
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