Afganistán,
el próximo desastre
Por
Saul Landau (*)
Progreso Weekly, febrero 2008
“Tenemos
que terminar el trabajo allí (Afganistán)”, aseguró
Barack Obama
sin especificar cuál es “el trabajo”
Después
de más de seis años, la guerra en Afganistán se prolonga.
Ocasionalmente los medios citan las bajas, pero si no tiene
que ver con la ejecución del veterano de la Liga Nacional
de Football Pat Tillman a manos de sus propios camaradas,
Afganistán recibe poca atención. Unas pocas noticias
mencionan el creciente número de veteranos de las guerras
de Afganistán e Irak en las calles norteamericanas. Pero
los aspirantes a candidatos ignoran tal reacción negativa.
En su lugar, demuestran agresión verbal, una característica
que se cree necesaria para la victoria. “Tenemos que
terminar el trabajo allí (Afganistán)”, aseguró Barack
Obama sin especificar cuál es “el trabajo”. (AP. 14 de
agosto de 2007.)
Obama
pidió la retirada de las tropas norteamericanas de Irak y
enviarlas al “campo de batalla adecuado”, Afganistán y
Pakistán. Para presionar al presidente pakistaní Pervez
Musharraf para que actúe contra los campamentos terroristas
de entrenamiento, Obama usaría la fuerza militar –si
llega a ser presidente– contra los “terroristas ocultos
en esas montañas, que asesinaron a 3.000
norteamericanos”. (Bloomberg, 1 de 2007.)
A
mediados de enero, Bush despachó a Afganistán a 3.200
infantes de marina adicionales. Curiosamente, los medios
poco curiosos no preguntaron por qué las fuerzas de EEUU y
de la OTAN siguen luchando allí. ¿Construyendo una nación?
¿Con poco o ningún presupuesto para reconstruir el país?
Como
socios menores, los líderes británicos no han aprendido la
lección mejor que sus contrapartes yanquis. El Ministro de
Defensa Des Browne pronosticó que las tropas británicas
podrían estar allí durante “décadas”. ¿No sabía él
que desde 1839 a 1842 tropas británicas pelearon en
Afganistán para poder arrebatarle esa esfera a Rusia? Ahora
la OTAN hace la guerra allí, dice Browne, para garantizar
que otra vez no “se convierta en lugar de entrenamiento
para los terroristas que amenazan a Gran Bretaña”.
En
el siglo 19, el imperio británico sufrió desastrosas pérdidas
cuando invadió Afganistán y erigió un régimen títere en
Kabul –al igual que hizo Estados Unidos (Hamid Karzai)
después de la invasión de Bush en 2001. El títere cayó rápidamente
cuando los británicos no pudieron aplastar la resistencia.
En 1842, el populacho afgano atacó a los ingleses que
permanecieron en Kabul. El ejército británico se retiró a
la India y sus oficiales creyeron que habían negociado el
salvoconducto. “Insurgentes” afganos masacraron a unos
16.000 soldados ingleses.
En
2001, las fuerzas británicas y otras de la OTAN entraron
para capturar o matar a Osama bin Laden y derrocar al Talibán.
Más de seis años después, bin Laden permanece oculto
–probablemente en Pakistán– y el talibán ha regresado
a Afganistán para lanzar una gran insurgencia en áreas que
controlaron en otro tiempo. Adicionalmente, los agricultores
afganos han producido enormes cosechas de opio que terminan
como heroína en ciudades occidentales y como ganancias para
los líderes del Talibán que cobran impuestos a los
cultivadores. Al igual que sus predecesores apoyados por los
británicos, el gobierno títere de EEUU en Kabul casi no
controla territorio alguno.
Browne
omitió que los terroristas han encontrado lugares de
entrenamiento en otra parte –en ciudades inglesas, por
ejemplo, y en Internet. Pueden comprar en ferreterías o
tiendas de productos agrícolas –para que todos no olviden
donde compraron sus explosivos (antes del 11/9) los
terroristas cristianos de Oklahoma. El ejército de EEUU
suministró el entrenamiento a Timothy McVeigh, condenado y
ejecutado por su papel en la explosión de Oklahoma City.
Aquellos terroristas no necesitaron de Afganistán, ni
tampoco los demonios que volaron la estación de trenes de
Madrid, o los asesinos que atacaron el subterráneo de
Londres. Ciudades europeas y norteamericanas ofrecen muchos
lugares de reunión y las fuerzas armadas norteamericanas y
británicas han enseñado a cientos de miles de jóvenes a
matar con eficacia.
Los
rusos tampoco han aprendido la lección de luchar contra un
pueblo decidido a resistir. Aproximadamente 15.000 soldados
del Ejército Rojo murieron entre 1979 y 1988, cuando los
soviéticos se retiraron. La humillación aceleró la
implosión de la Unión Soviética.
Bush
ignoró estos hechos, así como siglos de experiencia,
cuando ordenó la invasión de Afganistán. Es más, la
ausencia de éxito en Afganistán no ha impedido que los
principales candidatos presidenciales hayan jurado mantener
el rumbo allí. Las guerras de selección en Corea y Viet
Nam y ahora en Irak han demostrado que los norteamericanos y
sus socios menores europeos no toleran fácilmente las bajas
en el extranjero, en especial en guerras que sus líderes no
pueden explicar satisfactoriamente.
El
sentimiento mayoritario contra Irak provocará un giro hacia
Afganistán a medida que continúe creciendo o se acelere la
tasa de bajas. Sí, el gobierno talibán albergó a bin
Laden y dio entrenamiento a aspirantes a militantes, pero
pregunten a millones de personas qué país suministró los
fondos para la victoria talibán en Afganistán. ¡Arabia
Saudí, nuestro querido y fiel aliado! ¿Quién pagó por
las madrasas (escuelas religiosas) donde los adolescentes y
jóvenes afganos aprendieron su ideología religiosa
–incluyendo golpeaduras a una efigie de George Bush
Padre– y recibieron entrenamiento militar?
Pakistán
–otro aliado– no solo albergó las madrasas, sino que
ofreció a bin Laden y a su pandilla gran protección antes
y después del 11/9. Bush decidió atacar Afganistán e
Irak, países cuya implicación era secundaria o
inexistente. Ninguno de los principales candidatos aborda
este tema. La prensa grita la pregunta a diario –por medio
de su silencio.
A
medida que más infantes de marina desembarcan, descubrirán
en Afganistán que las viejas fuerzas tribales continúan su
lucha por el poder. La mayor, los pashtuns, ha mostrado
simpatía por el Talibán. Algunos líderes tribales o sus
padres recibieron ayuda de la CIA durante la ocupación soviética
de Afganistán. No la usaron para construir el país, sino
que pelearon entre sí en la era post soviética e hicieron
posible que el Talibán llegara y tomara el control.
Importantes
generales pakistaníes promovieron al Talibán a principios
de la década de 1990, y su celoso tipo de islamismo se
extendió por todo el país, incluso en los círculos
militares y de la inteligencia. Cuando los asesinos
eliminaron a Benazir Bhutto el 27 de diciembre, dieron un
serio golpe al gobierno secular.
Las
fuerzas tribales desatadas por “la guerra de Charlie
Wilson” (realmente fue la guerra de Ronald Reagan y del
jefe de la CIA William Casey, para debilitar a la Unión
Soviética) no estaban interesadas en convertir a Afganistán
en una democracia moderna, otra pieza confiable más en el
engranaje de la globalización corporativa. Sin embargo, los
asesores neoconservadores de Bush mencionaron al público la
palabra “democracia” tanto como los predicadores de TV
entonan el nombre de Jesús mientras ofrecen curar las
dolencias de sus rebaños con un poco de presión de palmas
con cruces plateadas bendecidas por Dios. No planeaban
transformar esa antigua tierra y su gente en copias al carbón
de ellos mismos.
Los
afganos han demostrado mayor resistencia a los esfuerzos
occidentales por cambiar su viejo modo de vida en el de una
sociedad de consumo que las nuevas bacterias a los antibióticos.
En una excelente columna del 16 de enero, William Pfaff cita
a Roy Stewart, jefe de la Fundación Montaña Turquesa, en
Kabul. Estados Unidos y sus aliados occidentales “deben
aceptar que no tenemos el poder, el conocimiento y la
legitimidad para cambiar esas sociedades”.
Stewart
señaló que “la guerra ha erosionado estructuras sociales
y ha consolidado la sospecha étnica… El poder está en
mano de líderes tribales y comandantes de milicias. Gran
parte del territorio de Afganistán es baldío y la mayoría
del pueblo es analfabeta… La población local, en el mejor
de los casos, sospecha de nuestras acciones”. Stewart
aseguró que al menos una provincia, Helmand, “… es más
peligrosa para los civiles extranjeros de lo que era dos años
antes de que enviáramos nuestra tropas”. (16 de enero de
2008, Tribune Media Services.) El argumento de Bush se basa
en el temor, no en los hechos. Si el Talibán retoma el
control, Occidente estaría amenazado.
El
Talibán permanecerá después de que Occidente se canse de
esta guerra enigmática. Paddy Ashdown, el nuevo enviado de
la ONU a Afganistán, alertó: “Estamos perdiendo en
Afganistán –y no en el plano militar, sino que estamos
perdiendo la misión política– y en gran medida estamos
perdiendo porque la comunidad internacional ha fracasado
totalmente en la coordinación de sus esfuerzos”.
Ese
fracaso, continua él, “descansa en el hecho de que
creemos, por alguna extraña razón, que tenemos un sistema
tan singular de gobierno en nuestros países –por cierto,
una opinión que no es compartida por muchos de nuestros
propios ciudadanos– que creemos que tenemos el derecho a
imponerlo totalmente a otros países, junto con los valores
y todo lo que le acompaña, con el uso de bombarderos
B–52, tanques y fusiles”. (Doug
Saunders, Globe and Mail, 17 de enero de 2008.)
No
se pensó mucho ni se planeó antes que se diera la orden
por Bush de invadir y ocupar a Afganistán. Los artífices
de la guerra asumieron su tradicional omnipotencia de que a
partir de nobles intenciones (o retórica) de alguna manera
puede surgir una nación estable y próspera. No sucedió,
pero el Talibán regresó, y ganó fuerza y confianza. Bush
responde enviando más fuerzas norteamericanas, que ya se
encuentran sobreextendidas y sobreestresadas, para llevar la
fuerza a un lugar donde se ha demostrado tradicionalmente
que esa acción es ineficaz.
(*)
Saul Landau es miembro del Instituto para Estudios de Política
y autor de “Un mundo de Bush y de Botox”.
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