“Carlos,
el iraní”: Morir en su ley
Por
Roberto Bardini
Bambu Press, 14/02/08
Las
agencias de inteligencia occidentales lo llamaban el
“hombre invisible”. Para Estados Unidos e Israel era
“uno de los terroristas más buscados del planeta”, por
cuya entrega Washington ofrecía cinco millones de dólares
en 1983, suma que elevó a 25 millones después de los
atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York. Para
sus seguidores, que lo apodaban “Carlos, el iraní”, fue
el cerebro de las acciones más arriesgadas y espectaculares
de los años 80 y 90; para ellos, a partir de ahora será
“un mártir asesinado por los sionistas israelíes”.
El
escurridizo Imad Fayez Mughniyeh, un libanés de 45 años
asesinado con una bomba el miércoles 13 de febrero en
Damasco, era el jefe del llamado Aparato Especial de
Seguridad de Hezbolá y vivió las últimas dos décadas en
la más absoluta clandestinidad: cortó todos sus vínculos
familiares, se sometió a varias cirugías en el rostro,
nunca aparecía en público, no daba conferencias de prensa
y no permitía que lo fotografiaran.
Sus
últimas fotos –tomadas clandestinamente por los servicios
secretos franceses y distribuidas a sus colegas
estadounidenses e israelíes– datan de noviembre de 1985,
cuando llegó a París en un vuelo procedente de Beirut y
presentó un pasaporte falso con el número 623.298. En 1994
estuvo presente en el funeral de un hermano, asesinado por
gatilleros israelíes.
“Es
el terrorista más peligroso que nunca hemos encontrado”,
dijo a la cadena CBS en 2002 el agente de la CIA Robert
Baer. “Es probablemente el agente más inteligente, el más
capacitado, que nunca hemos encontrado, incluyendo al KGB y
al resto. Entra por una puerta, sale por otra, cambia de
coche a diario, nunca arregla encuentros por teléfono,
nunca es predecible. Sólo usa gente relacionada con él en
la que puede confiar. Nunca recluta gente. Es un maestro de
terroristas, el grial que buscamos desde 1983”.
Nacido
posiblemente en Tayr Dibba, al sur del Líbano, Mughniyeh
ingresó muy joven, en 1976, a Al–Fatah, la principal rama
de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP),
donde fue guardaespaldas de Yasser Arafat e integrante de la
Fuerza Especial 17, un cuerpo de élite en el que operó
como francotirador. En 1982, después de la invasión israelí
a Líbano, se unió a Hezbolá y en poco tiempo encabezaba
el aparato de inteligencia de la Jihad islámica.
Estados
Unidos lo señalaba como responsable del atentado ataque
contra su embajada en Líbano en 1983, en el que murieron
241 personas, la mayoría marines o agentes de inteligencia,
y el ataque con bombas a los barracones de soldados
franceses, que costó la vida a 58 militares ese mismo año.
También se le acusaba del secuestro de un avión de la
empresa estadunidense TWA en el aeropuerto de Beirut en 1985
y del asesinato del jefe de la estación de la CIA , William
Buckley, amigo del entonces presidente Ronald Reagan.
Mughniyeh
también estuvo involucrado en 1986 en el caso Irán–Contras
o Irangate, por el cual Washington transfirió armas a Teherán
a través de Israel y de los contrarrevolucionarios nicaragüenses
para lograr la liberación de un grupo de rehenes en poder
del régimen iraní que encabezaba el fallecido ayatola
Ruhola Jomeini.
La
Corte Suprema de Argentina pedía su captura internacional
por su presunta participación en los atentados contra la
embajada de Israel en Buenos Aires en marzo de 1992 –donde
murieron 29 personas– y la Asociación Mutual Israelita
Argentina (AMIA) en julio de 1994, que dejó 85 víctimas.
Es probable, sin embargo, que estos dos hechos sean los únicos
en lo que Mughniyeh no haya participado en su larga carrera
como jefe del Aparato Especial de Seguridad de Hezbolá.
Durante
más de una década, las indagaciones del ataque a la AMIA
sumaron cerca de 600 expedientes de 200 fojas cada uno y 400
legajos que, en total, acumulan 136.000 páginas, pero no
condujeron a la más mínima pista para esclarecer el
criminal ataque. A esta altura, tratar de hallar a un solo
culpable es como intentar capturar con la mano a una anguila
eléctrica en un barril de petróleo.
Varias
investigaciones independientes destaparon una olla en la que
hervían fiscales nada imparciales, pruebas amañadas
suministradas por la CIA y el Mossad, testigos comprados,
policías corruptos, testimonios falsos e, incluso,
complicidades internacionales vinculadas al tráfico de
armas y drogas. Y todo este turbio caldo fue pasado por una
licuadora en la Secretaría de Información del Estado
(SIDE), el muy cuestionado servicio de inteligencia
argentino, cuya mayor destreza es intervenir teléfonos,
elaborar informes al gusto de los sucesivos jefes y
desperdiciar presupuesto para mantener contento al
mandatario de turno.
El
reportero de investigación argentino Juan José Salinas,
autor del libro Narcos, Banqueros & Criminales –que
lleva el subtítulo de Armas, Drogas y Política a Partir
del Irangate– fue muy explícito a través de un mensaje
electrónico con el autor de este artículo: “Todo
periodista sabe que es posible hacer una montaña de espuma
a partir de una pizca de jabón, pero en este caso es una
indigerible boñiga travestida de albóndiga”.
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