Las
últimas actitudes del presidente iraní permiten sospechar
que busca modificar su imagen internacional porque su frente
interno le es cada vez menos favorable
Si
Irán negocia, Occidente debe aceptar el desafío
Por
Gilles Kepel (*)
Clarín, 11/03/08
Mahmud
Ahmadinejad estuvo de visita oficial en Bagdad pocos días
atrás. Teherán quiere ser protagonista central de
cualquier perspectiva de salida de la crisis iraquí, y
Washington se ve obligado a admitir ese papel.
Hace muy
poco, la Casa Blanca tenía sobre el tapete la opción de un
ataque estadounidense contra las instalaciones nucleares
iraníes; el presidente de la República Islámica era un
paria, con el que Occidente no quería tener nada que ver
por su llamamiento a "borrar Israel del mapa". Se
le acaba de recibir con todos los honores en un Irak que es
un protectorado de Estados Unidos y lleva a cabo su gran
regreso como superpotencia regional del Golfo Pérsico.
¿Por qué
George Bush dejó que se recibiera en un país en el que hay
160.000 soldados estadounidenses al mascarón de proa del
"Eje del mal"? ¿El triunfo de Ahmadinejad es tan
importante como proclaman sus defensores?
Al margen
de la paradoja, la realidad es más compleja y se inscribe
en el proceso de apertura de un sistema de negociaciones
globales en Oriente Medio, que aborde hasta el final el tema
nuclear, la crisis de Líbano y Siria y el enfrentamiento
palestino–israelí. Europa debería ser consciente de ello
y dejar claro su papel, si es que desea tener algún peso en
un futuro de paz para la gran región Europa–Mediterráneo–Golfo
que será su espacio natural en el planeta globalizado del
siglo XXI, entre la espada estadounidense y la pared asiática.
La visita
de Ahmadinejad selló la influencia decisiva de Teherán
sobre las diversas milicias iraquíes que, al pasar a la
ofensiva contra los sunnitas y Al Qaeda en 2006,
desencadenaron prácticamente una guerra civil.
Las tribus
y facciones sunnitas, excluidas del futuro político y económico
iraquí y desposeídas de las rentas del petróleo,
instruyeron al jefe de Al Qaeda en Mesopotamia, el jeque de
los degolladores, Zarqaui, para emprender una yihad
sanguinaria contra sus compatriotas chiítas, víctimas por
excelencia de los atentados suicidas. Aunque se suponía que
su objetivo eran solamente las tropas extranjeras infieles,
lo cierto es que multiplicaron las matanzas de civiles iraquíes
heréticos.
Después de
dejar que se instalara el caos, que constituyó una enorme
presión para el Ejército y los dirigentes estadounidenses,
Teherán instó a sus protegidos chiítas en Irak a
establecer una tregua: de ahí, en gran parte, el descenso
de la violencia en 2007. Si Irak ha abandonado
provisionalmente la primera plana de The New York Times
durante este período electoral, es gracias a la República
Islámica, más que al refuerzo por el que Bush envió
30.000 soldados más a principios de 2007.
Con ese
paso, Irán se ha introducido en la campaña presidencial
estadounidense, tal como hizo Jomeini con la crisis de los
rehenes de la Embajada norteamericana durante los años
1979–1980, cuando contribuyó a la derrota de Carter y la
elección de Reagan. Ahmadinejad confía, como su mentor, en
negociar por un alto precio con McCain, Obama o Hillary
Clinton.
Sin
embargo, el presidente iraní no tiene una situación mejor
dentro de sus propias fronteras que su colega George W.
Bush. La política de enfrentamiento —al menos verbal—
con EE. UU., Israel y Occidente se ha traducido en el
empobrecimiento del país debido a las sanciones económicas
y financieras, a pesar del alza extraordinaria de los
precios de los hidrocarburos, que no reporta ningún
beneficio a los ciudadanos iraníes, a diferencia de sus
vecinos árabes.
La generación
Pasdaran —Ejército y milicias de los Guardianes de la
Revolución— a la que representa está en conflicto con un
clero asustado por su carácter aventurero y con las clases
medias iraníes, que viven en sintonía con Occidente
gracias a las parabólicas y no entienden por qué se les
impide el acceso a la prosperidad cuando los precios del
crudo sobrepasan los 100 dólares por barril. Ante esta
alianza que amenaza con hacerle perder las elecciones
legislativas del 14 de marzo, Ahmadinejad contaba con que la
visita a Bagdad le permitiera adquirir una categoría de
jefe de Estado con reconocimiento internacional. Pero
cualquier negociación y esbozo de diálogo con Occidente
serán de provecho, ante todo, para los reformistas, y ése
es el dilema del presidente iraní.
Lo paradójico
es que su fuerza procede del bloqueo que ejerce en varias
situaciones: sobre las elecciones presidenciales libanesas a
través de Hezbollah, sobre el reconocimiento de Israel, etcétera.
Empezar a negociar puede suponer para él, ante sus
adversarios interiores, el beso de la muerte.
La política
del gobierno de Bush, la guerra contra el terror que iba a
reorganizar Oriente Medio bajo la batuta de Estados Unidos,
ha fracasado en el marasmo iraquí; la apoteosis islamista
prometida por Bin Laden, Zawahiri y compañía, gracias a la
yihad y el martirio, no ha conseguido movilizar a las masas
árabes, y el Estado islámico de Irak en embrión que Al
Qaeda ha instaurado en las provincias sunnitas va camino de
ser un aborto, sin ningún elemento de realidad más que en
Internet.
El enemigo
común de Bush y Bin Laden, el Irán chiíta y
revolucionario, está hoy en condiciones de negociar. La
presidencia estadounidense, deslegitimada por su fracaso y
desfavorecida por la incertidumbre electoral, no puede
recoger el guante; por consiguiente, es Europa la que debe
mostrar el camino, en colaboración con los Estados árabes
del Consejo de Cooperación del Golfo, un órgano creado en
1981 contra Irán pero que acogió a Ahmadinejad en su última
cumbre, celebrada en Qatar. Este desafío —que es un desafío
de civilización— será una de las principales tareas de
la presidencia francesa de la UE.
(*)
Politólogo, profesor del Instituto de Estudios Políticos
(París)
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