El Islam político,
al servicio del imperialismo
Por Samir
Amin (*)
CSCAweb,
julio de 2008
Traducción
de Lucas Antón
Todas las corrientes que
prestan adhesión al Islam político proclaman la
“especificidad del Islam”. Según este criterio, el
Islam nada sabe de la separación entre política y religión,
algo supuestamente distintivo del cristianismo. Nada se
lograría recordándoles, como yo he hecho, que sus
observaciones reproducen, casi palabra por palabra, ¡lo que
afirmaban reaccionarios europeos (como Bonald y de Maistre)
a comienzos del siglo XIX con el fin de condenar la ruptura
que la Ilustración y la Revolución Francesa habían
ocasionado en la historia del Occidente cristiano!
Sobre la base de esta
postura, todas las corrientes del Islam político eligen
llevar su lucha al terreno de la cultura, pero “cultura”
reducida en realidad a la afirmación convencional de
pertenecer a una religión particular. En realidad, los
militantes del Islam político no están verdaderamente
interesados en discutir los dogmas que configuran la religión.
La afirmación ritual de pertenencia a la comunidad es su única
y exclusiva preocupación.
Esa visión de la realidad
del mundo moderno no sólo es inquietante por la inmensa
vacuidad de pensamiento que esconde sino que también
justifica la estrategia del imperialismo de substituir el
llamado conflicto de culturas por el que existe entre los
centros imperialistas y las periferias dominadas. El énfasis
exclusivo sobre la cultura permite al Islam político
eliminar de todas las esferas de la vida las confrontaciones
sociales reales entre las clases populares y el sistema
capitalista globalizado que las oprime y explota. Los
militantes del Islam político no tienen presencia real en
las zonas en las que tienen lugar los conflictos sociales
reales y sus dirigentes repiten incesantemente que esos
conflictos carecen de importancia. Los islamistas solo están
presentes en estos terrenos para abrir escuelas y clínicas
de salud. Pero esto no supone más que una labor caritativa
y de adoctrinamiento. No son medios de apoyo de las
luchas de las clases populares contra el sistema responsable
de su pobreza.
En el terreno de las
cuestiones sociales de verdad, el Islam político se alinea
en el campo del capitalismo dependiente y el imperialismo
dominante. Defiende el principio del carácter sagrado de la
propiedad y legitima la desigualdad y los requisitos de la
reproducción capitalista. El apoyo prestado por los
Hermanos Musulmanes en el parlamento egipcio a las recientes
leyes reaccionarias que refuerzan los derechos de los
propietarios en detrimento de los arrendatarios rurales (la
mayoría del pequeño campesinado) no es más que un caso
entre cientos. No hay ejemplo siquiera de una sola ley
reaccionaria promovida en cualquier Estado musulmán a la
que los movimientos islamistas se hayan opuesto. Además,
esas leyes se promulgan con el acuerdo del sistema
imperialista. El Islam político no es antiimperialista, ¡hasta
sus militantes piensan que no lo es! Es un aliado
inapreciable del imperialismo y éste lo sabe. Es fácil
entender, por tanto, que el Islam político haya contado
siempre en sus filas con la clase dominante de Arabia Saudí
y Pakistán. Por ende, estas clases estaban entre sus más
activos promotores desde su mismo principio. Las burguesías
compradoras locales, los nuevos ricos, beneficiarios de la
actual globalización imperialista, apoyan generosamente al
Islam político. Y éste ha renunciado a una perspectiva
antiimperialista y la ha reemplazado por una postura
“antioccidental” (casi “anticristiana”) que
evidentemente sólo lleva a las sociedades afectadas a un
callejón sin salida y no constituye por tanto un obstáculo
al despliegue del control imperialista sobre el sistema
mundial.
El Islam político no sólo
es reaccionario en ciertas cuestiones (sobre todo en las
referentes al estatus de la mujer) y acaso hasta responsable
de los excesos del fanatismo contra ciudadanos no musulmanes
(como los coptos en Egipto): es fundamentalmente
reaccionario y por tanto no puede participar evidentemente
en el progreso de liberación de los pueblos.
Tres argumentos principales
son los que, con todo, se postulan para alentar a los
movimientos sociales en conjunto a dialogar con los
movimientos del Islam político. El primero es que el Islam
político moviliza a nutridas masas populares, a las que no
se puede ignorar o despreciar. Esta pretensión la refuerzan
ciertamente numerosas imágenes. Con todo, hay que mantener
la cabeza fría y valorar adecuadamente la movilización en
cuestión. Los “éxitos” electorales registrados se sitúan
en perspectiva tan pronto como se les somete a un análisis
más riguroso. Mencionemos aquí, por ejemplo, la enorme
proporción de la abstención –¡más del 75 %!– en las
elecciones egipcias. El poder de la calle islamista es en
buena medida tan solo el reverso de la debilidad de la
izquierda organizada, ausente de las esferas en que se
producen los actuales conflictos sociales.
Aunque estuviéramos de
acuerdo en que el Islam moviliza en realidad cifras
considerables, ¿justifica eso concluir que la izquierda
debe tratar de incluir a las organizaciones políticas islámicas
en las alianzas para la acción política o social? Si el
Islam político moviliza con éxito a gran número de
personas, se trata sencillamente de un hecho y cualquier
estrategia política efectiva debe incluir este hecho en sus
consideraciones, propuestas y opciones. Pero buscar alianzas
no es necesariamente el mejor medio de enfrentarse a este
desafío. Habría que apuntar que las organizaciones del
Islam político –los Hermanos Musulmanes, en particular–
no buscan dicha alianza, de hecho incluso la rechazan. Si
por casualidad algunas organizaciones izquierdistas llegan a
creer que las organizaciones políticas islámicas los han
aceptado, la primera decisión que éstas tomarían, una vez
alcanzado con éxito el poder, sería liquidar a sus
engorrosos aliado con extrema violencia, como sucedió en Irán
con los muyaidín y los fedayín jalk.
La segunda razón que
postulan los partidarios del “diálogo” es que el Islam
político, aunque sea reaccionario en lo que toca a sus
propuestas sociales, es “antiimperialista”. He oído
decir que el criterio para esto que propongo (apoyo sin
reservas a las luchas favorables al progreso social) es
“economicista” y descuida las dimensiones políticas del
reto al que se enfrentan los pueblos del Sur. No creo que
esta crítica sea válida, considerando lo que he dicho
sobre las dimensiones democráticas y nacionales de
las respuestas deseables para enfrentarse a este reto. Estoy
también de acuerdo en que, en su respuesta al desafío al
que se enfrentan los pueblos del Sur, las fuerzas en acción
no se muestran necesariamente coherentes en su manera de habérselas
con sus dimensiones sociales y políticas. Así pues,
resulta posible imaginarse un Islam político que sea
antiimperialista, aunque regresivo en el plano social. Irán,
Hamás en Palestina, Hizbolá en Líbano y ciertos
movimientos de resistencia en Irak son ejemplos que vienen
inmediatamente a la cabeza. Discutiré estas situaciones
concretas posteriormente. Lo que sostengo, muy
sencillamente, es que el Islam político en su conjunto no
es antiimperialista sino que se alinea tras los poderes
dominantes a escala mundial.
El tercer argumento llama la
atención de la izquierda sobre la necesidad de combatir la
islamofobia. Ninguna izquierda digna de ese nombre puede
ignorar la question des banlieues, es decir, el
tratamiento de las clases populares de origen inmigrante en
las metrópolis del capitalismo desarrollado contemporáneo.
Los análisis de este reto y las respuestas dadas por
diversos grupos (los mismos partidos interesados, la
izquierda electoral europea, la izquierda radical) quedan
fuera del objeto de este texto. Me contentaré con expresar
mi punto de vista en principio: la respuesta progresiva no
puede basarse en la institucionalización del
comunitarismo,[1]*, que está siempre esencial y
necesariamente asociado con la desigualdad y en última
instancia se origina en una cultura racista. Producto ideológico
específico de la cultura política reaccionaria de los
Estados Unidos, el comunitarismo (ya triunfante en Gran
Bretaña) está empezando a contaminar la vida política del
continente europeo. La islamofobia, sistemáticamente
promovida por importantes sectores de la élite política y
los medios, forma parte de una estrategia para gestionar la
diversidad comunitaria en beneficio del capital, puesto que
este supuesto respeto por la diversidad es, de hecho, sólo
un medio para ahondar las divisiones entre las clases
populares.
La cuestión del llamado
problema de las barriadas (banlieues) es concreta y
confundirla con la cuestión del imperialismo (es decir, de
la gestión imperialista de las relaciones entre los centros
imperialistas dominantes y las periferias dominadas), como
se hace a veces, en nada contribuirá a lograr progresos en
cada uno de estos terrenos completamente distintos. Esta
confusión forma parte del instrumental reaccionario y
refuerza la islamofobia, que, a su vez, hace posible
legitimar tanto la ofensiva contra las clases populares en
los centros imperialistas como la ofensiva contra los
pueblos de las periferias afectadas. Esta confusión, así
como la islamofobia, proporcionan por su parte un valioso
servicio al Islam político reaccionario, dando credibilidad
a su discurso político antioccidental. Afirmo, por tanto,
que las dos campañas ideológicas reaccionarias promovidas,
respectivamente, por la derecha racista en Occidente y el
Islam político se apoyan mutuamente, en la medida en que
apoyan prácticas comunitarias.
Modernidad,
democracia, secularismo e Islam
La imagen que las regiones árabes
e islámicas dan de si mismas es la de sociedades en las que
la religión (el Islam) está al frente en todos los
terrenos de la vida social y política, hasta el punto de
que parece extraño imaginar que pudiera ser diferente. La
mayoría de los observadores extranjeros (dirigentes políticos
y medios de comunicación) concluyen que la modernidad,
acaso incluso la democracia, tendrá que adaptarse a la
fuerte presencia del Islam, excluyendo de facto el
secularismo. O bien esta reconciliación es posible y será
necesario apoyarla, o no lo es y será necesario tratar con
esta región del mundo tal cual es. Yo no comparto en
absoluto esta visión considerada realista. El futuro –en
la visión prolongada de un socialismo globalizado– es,
para los pueblos de esta región, como para los demás,
democracia y secularismo. Este futuro es posible en estas
regiones como en otras partes, pero no hay nada garantizado
o seguro, en ningún lado. La modernidad supone una ruptura
en la historia del mundo, iniciada en Europa durante el
siglo XVI. La modernidad proclama que los seres humanos son
responsables de su propia historia, individual y
colectivamente, y rompe por consiguiente con las ideologías
premodernas dominantes. La modernidad hace, pues, posible la
democracia, al igual que exige secularismo, en el sentido de
separación de lo religioso y lo político.
Formulado por la Ilustración
del siglo XVIII, puesto en práctica por la Revolución
Francesa, la compleja asociación de modernidad, democracia
y secularismo, sus avances y retrocesos, ha ido configurando
el mundo contemporáneo desde entonces. Pero la modernidad
no supone por si misma una revolución cultural. Deriva su
significado solo a través de la estrecha relación que
mantiene con el nacimiento y posterior crecimiento del
capitalismo. Esta relación ha condicionado los límites
históricos de la modernidad “realmente existente”. Las
formas concretas de la modernidad, la democracia y el
secularismo que hoy encontramos deben ser, por tanto,
consideradas como productos de la historia concreta del
crecimiento del capitalismo. Están configuradas por las
condiciones específicas en que se expresa la dominación
del capitalismo, los compromisos históricos que definen los
contenidos sociales de los bloques hegemónicos (lo que yo
llamo el curso histórico de las culturas políticas).
Esta presentación
condensada de mi comprensión del método del materialismo
histórico la traigo aquí a colación simplemente para
situar las diversas formas de combinar la modernidad
capitalista, la democracia y el secularismo en su contexto
teórico.
La Ilustración y la Revolución
Francesa postularon un modelo de secularismo radical. Ateo o
agnóstico, deísta o creyente (en este caso, cristiano), el
individuo es libre de elegir, el Estado nada tiene que ver
en ello. En el continente europeo –y en Francia al inicio
de la Restauración– las retiradas y compromisos que
combinaban el poder de la burguesía con el de las clases
dominantes de los sistemas premodernos fueron la base de
formas atenuadas de secularismo, entendido como tolerancia,
sin excluir el papel social de las iglesias del sistema político.
Por lo que se refiere a los Estados Unidos, su particular
senda histórica tuvo como resultado la formación de una
auténtica cultura política reaccionaria, en la que el auténtico
secularismo es prácticamente desconocido. La religión es
aquí un actor social reconocido y el secularismo se
confunde con la multiplicidad de religiones oficiales
(cualquier religión –o incluso secta– es oficial).
Existe un lazo evidente entre
el grado de secularismo radical mantenido y el grado de
apoyo para configurar la sociedad de acuerdo con el tema
central de la modernidad. La izquierda, ya sea radical o
moderada, que cree en la efectividad de la política para
orientar la evolución social en las direcciones elegidas,
defiende conceptos fuertes de secularismo. La derecha
conservadora argumenta que debería dejarse que las cosas
evolucionen por si mismas, ya se trate de la cuestión económica,
política o social.
Por lo que toca a la economía,
la elección en favor del “Mercado” resulta
evidentemente favorable al capital. En la política, la
democracia de baja intensidad se convierte en la real, y la
alternancia es reemplazada por la alternativa. Y en la
sociedad, en este contexto, la política no tiene necesidad
de un secularismo activo: las “comunidades” compensan
las deficiencias del Estado. El mercado y la democracia
representativa hacen historia y es eso lo que se les debería
dejar que hicieran.
En el actual momento de
retroceso de la izquierda, esta versión conservadora del
pensamiento social es ampliamente dominante, en
formulaciones que recorren toda la gama que va de Touraine a
Negri. La cultura política reaccionaria de los Estados
Unidos va aún más allá al negar la responsabilidad de la
acción política. La repetida afirmación de que Dios
inspira a la nación “americana” y la masiva adhesión a
esta “creencia” dejan en nada el concepto mismo de
secularismo. Decir que Dios hace la historia es, de hecho,
dejar que sea el Mercado solo el que la haga.
Desde este punto de vista, ¿dónde
se sitúan los pueblos de la región de Oriente Medio? La
imagen de barbudos postrados y mujeres con velo da lugar a
apresuradas conclusiones sobre la intensidad de la adhesión
religiosa entre los individuos. Los amigos
“culturalistas” occidentales que piden respeto a la
diversidad de creencias rara vez dan cuenta de los
procedimientos utilizados por las autoridades para presentar
una imagen que les resulte conveniente. Están desde luego
los que son “locos de Dios”. ¿Son proporcionalmente más
numerosos que los católicos españoles que desfilan en
procesión en Semana Santa? ¿Más que las enormes
multitudes que prestan oídos a los teleevangelistas en los
Estados Unidos?
En cualquier caso, la región
no siempre ha proyectado esta imagen de si misma. Más allá
de las diferencias de país a país, puede identificarse una
extensa región que discurre de Marruecos a Afganistán, y
que incluye a todos los pueblos árabes (con excepción de
los de la Península Arábiga), a los turcos, iraníes,
afganos y otros pueblos de las antiguas repúblicas soviéticas
de Asia Central, en las que las posibilidades de desarrollo
del secularismo distan de ser despreciables. La situación
es diferente entre otros pueblos vecinos, los árabes de la
Península o los paquistaníes.
En esta región más extensa,
las tradiciones políticas se han visto fuertemente marcadas
por las corrientes radicales de la modernidad: las ideas de
la Ilustración, la Revolución Francesa, la Revolución
Rusa y el comunismo de la Tercera Internacional estaban
presentes en la imaginación de todos y fueron mucho más
importantes que el parlamentarismo de Westminster, por
ejemplo. Estas corrientes dominantes inspiraron los modelos
principales de transformación política aplicados por las
clases dominantes, que podrían describirse, en ciertos
aspectos, como formas de despotismo ilustrado.
Este fue desde luego el caso
del Egipto de Mohammed Ali o Jedive Ismail. El
“kemalismo” en Turquía y la modernización en Irán
fueron similares. El populismo nacional de estadios más
recientes de la historia pertenece a la misma familia de
proyectos políticos de modernidad. Fueron numerosas las
variantes del modelo (el Frente de Liberación Nacional
argelino, el “burguibismo” tunecino, el “nasserismo”
egipcio, el “baazismo” de Siria e Irak), pero la dirección
del movimiento era análoga. Experiencias aparentemente
extremas – los llamados regímenes comunistas de Afganistán
y Yemen del Sur– no eran realmente muy distintos.
Todos estos regímenes
lograron muchas cosas y por esta razón disfrutaron de
amplio apoyo popular. Esta es la razón por la cual, aun
cuando no fueran verdaderamente democráticos, abrían el
camino a un posible desarrollo en esta dirección. En
ciertas circunstancias, como las de Egipto entre 1920 y
1950, se intentó un experimento de democracia electoral,
apoyado por el centro antiimperialista moderado (el partido
Wafd), al que se oponía la potencia imperialista dominante
(Gran Bretaña) y sus aliados locales (la monarquía). El
secularismo, aplicado en versiones moderadas, no sería a
buen seguro “rechazado” por el pueblo. Por el contrario,
era la gente religiosa la que la opinión pública general
consideraba obscurantista, y la mayoría lo era.
Los experimentos de
modernización, del despotismo ilustrado al populismo
nacional radical, no eran producto de la casualidad. Los
crearon potentes movimientos que eran dominantes en las
clases medias. De esta forma expresaban estas clases su
voluntad de ser vistas como socios hechos y derechos en la
globalización moderna. Estos proyectos, que pueden
describirse como nacional–burgueses, eran portadores
potenciales, modernizantes y secularizadores, de un
desarrollo democrático. Pero precisamente porque estos
proyectos entraban en conflicto con el imperialismo
dominante, éste los combatió implacablemente, movilizando
de forma sistemática a fuerzas obscurantistas en declive
con este propósito.
La historia de los Hermanos
Musulmanes es bien conocida. La Hermandad la crearon los
británicos y la monarquía en la década de 1920 a fin de
cerrar el paso al Wafd, secular y democrático. Su regreso
en masa de su refugio saudí tras la muerte de Nasser,
organizado por la CIA y Sadat, es también bien conocido.
Todos estamos familiarizados con la historia de los talibán,
formados por la CIA en Pakistán para luchar contra los
“comunistas” que habían abierto escuelas para todos,
chicos y chicas. También es de sobra sabido que Israel apoyó
a Hamás en un principio como forma de debilitar las
corrientes seculares y democráticas de la resistencia
palestina.
El Islam político habría
tenido muchas más dificultades para moverse fuera de las
fronteras de Arabia Saudí y Paquistán sin el potente apoyo
continuado y resuelto de los Estados Unidos. La sociedad de
Arabia Saudí no había comenzado siquiera a moverse más
allá de sus límites tradicionales cuando se descubrió
petróleo bajo su suelo. Se concluyó entre las dos partes
una alianza entre el imperialismo y la clase dominante
tradicional, sellada de inmediato, que dio un nuevo arriendo
de vida al Islam político wahabí. Por su parte, los británicos
tuvieron éxito al quebrar la unidad de la India,
persuadiendo a los líderes musulmanes de que creasen su
propio Estado, atrapado en el Islam político desde su mismo
nacimiento. Hay que hacer notar que la teoría con la que se
legitimó esta curiosidad –atribuida a Mawdudi– había
sido esbozada por anticipado por los orientalistas ingleses
al servicio de Su Majestad. [2]
Resulta fácil, por tanto,
comprender, la iniciativa tomada por los Estados Unidos para
romper el frente unido de los estados asiáticos y africanos
establecido en Bandung (1955), creando una “Conferencia
Islámica” inmediatamente promovida (desde 1957) por
Arabia Saudí y Pakistán. El Islam político penetró en la
región por estos medios.
La mínima conclusión que
puede extraerse de las observaciones aquí realizadas es que
el Islam político no es el resultado espontáneo de la
afirmación de las auténticas convicciones religiosas por
parte de los pueblos afectados. El Islam político lo erigió
la acción sistemática del imperialismo, apoyada, por
supuesto, por fuerzas obscurantistas reaccionarias y las
clases compradoras subordinadas. Que este estado de cosas es
también responsabilidad de las fuerzas de izquierda que ni
vieron ni supieron cómo enfrentarse a este desafío sigue
siendo algo indiscutible.
Cuestiones relativas
a los países de la Línea del Frente (Afganistán, Irak,
Palestina e Irán)
El proyecto de Estados
Unidos, apoyado en grado diverso por sus aliados subalternos
en Europa y Japón, consiste en establecer un control
militar sobre todo el planeta. Con esta perspectiva en
mente, se eligió Oriente Medio como región para el
“primer golpe” por cuatro razones: (1) mantiene los
recursos petrolíferos más abundantes del mundo y su
control directo por parte de las fuerzas armadas
norteamericanas otorgaría a Washington una posición
privilegiada, situando a sus aliados –Europa y Japón– y
posibles rivales (China) en una incómoda posición de
dependencia en su suministro energético; (2) se encuentra
en la encrucijada del Nuevo Mundo y facilita poner en pie
una amenaza militar contra China, India y Rusia; (3) La región
está experimentando un momento de debilidad y confusión
que permite al agresor asegurarse una victoria fácil, al
menos por el momento; y (4) la presencia de Israel en la
región, aliado incondicional de Washington.
Esta agresión ha colocado a
los países y naciones ubicados en la línea del frente
(Afganistán, Irak, Palestina e Irán) en la particular
situación de ser destruidos (los tres primeros) o
amenazados de destrucción (Irán).
Afganistán
Afganistán experimentó el
mejor período de su historia moderna durante la llamada república
comunista. Se trataba de un régimen de despotismo ilustrado
que abrió el sistema educativo a los niños de ambos sexos.
Tenía por enemigo al obscurantismo y por esta razón
disfrutó de un apoyo decisivo en la sociedad. La reforma
agraria que había llevado a cabo consistió, en su mayor
parte, en un grupo de medidas destinadas a reducir los
poderes tiránicos de los líderes tribales. El apoyo –al
menos tácitamente– de la mayoría del campesinado
garantizaba el éxito probable de este cambio que había
empezado bien. La propaganda que transmitían los medios
occidentales, así como el Islam político, presentaba
este experimento como un totalitarismo comunista y ateo
rechazado por el pueblo afgano. En realidad, el régimen
distaba de ser impopular, en buena medida como Ataturk en su
época.
El hecho de que los
dirigentes de este experimento, ambos provenientes de las
facciones principales (jalk y parcham), se describieran a si
mismos como comunistas no resulta sorprendente. El modelo de
progreso logrado por los vecinos pueblos de Asia Central
(pese a todo lo que se ha dicho sobre el tema, no obstante
las prácticas autocráticas del sistema) en comparación
con los desastres sociales de la gestión imperialista británica
que aún se dejan ver en los países vecinos (incluyendo
India y Pakistán) tuvo el efecto, aquí como en muchos
otros países de la región, de animar a los patriotas a
valorar en toda su extensión el obstáculo que representa
el imperialismo para cualquier intento de modernización. La
invitación enviada por una facción a los soviéticos para
que intervinieran con el fin de librarse de las demás tuvo
desde luego un efecto negativo e hipotecó las posibilidades
del proyecto modernizador nacional populista.
Los Estados Unidos, en
particular, y sus aliados de la Tríada, en general, han
sido siempre tenaces opositores de los modernizadores
afganos, comunistas o no. Son ellos los que movilizaron a
las fuerzas obscurantistas del Islam político al estilo de
Pakistán (los talibán) y los señores de la guerra (los líderes
tribales neutralizados con éxito por el llamado régimen
comunista), y quienes les entrenaron y armaron.
Incluso después de la retirada soviética demostró el
gobierno de Nayibulá capacidad de resistencia. Y
probablemente se habría mantenido de no ser por la ofensiva
militar paquistaní que vino en apoyo de los talibán y la
ofensiva posterior de las fuerzas reconstituidas de los señores
de la guerra, que hicieron aumentar el caos.
Afganistán quedó destrozado
como resultado de la intervención de los Estados Unidos y
sus aliados y agentes, sobre todo de los islamistas. No se
puede reconstruir Afganistán bajo su autoridad, apenas
disfrazada tras un fantoche sin raíces en el país,
propulsado allí por la transnacional de Texas de la que era
empleado. La supuesta “democracia”, en nombre de la cual
Washington, la OTAN y la ONU, llamadas al rescate,
pretendieron justificar la continuación de su presencia (de
hecho, ocupación), fue una mentira desde el principio y se
ha convertido en una inmensa farsa.
Hay una única solución al
problema afgano: que todas las fuerzas extranjeras abandonen
el país y todas las potencias se vean obligadas a dejar de
financiar y armar a sus aliados. A los bienintencionados que
expresan sus temores de que el pueblo afgano tolere entonces
la dictadura de los talibán (o los señores de la guerra),
yo les respondería que ¡la presencia extranjera ha sido
hasta ahora y sigue siendo el mejor sostén de esta
dictadura! El pueblo afgano se ha ido moviendo en otra
dirección –potencialmente la mejor posible–en un
momento en el que Occidente se ha visto forzado a tomar
menos interés en sus asuntos. Al despotismo ilustrado de
los “comunistas”, el Occidente civilizado ha preferido
siempre el despotismo obscurantista, ¡infinitamente menos
peligroso para sus intereses!
Irak
La diplomacia armada de los
Estados Unidos tenía el objetivo de destruir literalmente
Irak mucho antes de que se adujeran realmente pretextos para
llevarlo a cabo en dos ocasiones diferentes: la invasión de
Kuwait en 1990 y el período posterior al 11 de septiembre
de 2001, explotado con este propósito por Bush con un
cinismo y mentiras dignos del estilo de Goebbels (“Si
cuentas una mentira lo bastante gorda y sigues repitiéndola,
la gente terminará por creérsela). La razón de este
objetivo es sencilla y nada tiene que ver con el discurso
que convoca a la liberación del pueblo iraquí de la
sangrienta dictadura (lo cual ciertamente era) de Sadam
Hussein. Irak posee una gran parte de los mejores recursos
petrolíferos del planeta. Pero, lo que es más, Irak había
conseguido formar cuadros científicos y técnicos que eran
capaces, mediante su masa crítica, de apoyar un proyecto
nacional substancial y coherente. Ese peligro debía
eliminarse mediante una guerra preventiva que los Estados
Unidos se otorgaron el derecho de librar dónde y cuándo
decidieran, sin el menor respeto por el Derecho
internacional.
Más allá de esta observación
evidente, habría que examinar varias cuestiones graves: (1)
¿Cómo pudo parecer tan fácilmente que el plan de
Washington –aunque no fuese más que por un momento– sería
un éxito tan deslumbrante? (2) ¿Qué situación nueva es
la que se ha creado y a la que se enfrenta la nación iraquí
hoy? (3) ¿Qué respuestas dan los diversos elementos de la
población iraquí a este desafío? y (4) ¿Qué soluciones
pueden promover las fuerzas democráticas y progresistas
iraquíes, árabes e internacionales?
La derrota de Sadam Hussein
era predecible. Enfrentado a un enemigo cuya principal
ventaja consiste en su capacidad de proceder a un genocidio
con impunidad mediante bombardeos aéreos (el uso de armas
nucleares está por llegar), la gente solo dispone de una
respuesta efectiva: presentar resistencia en su territorio
invadido. El régimen de Sadam se dedicó a eliminar
cualquier medio de defensa al alcance de su pueblo mediante
la destrucción sistemática de toda organización y partido
político (empezando por el Comunista) que hubiera
contribuido a la historia del moderno Irak, sin descontar al
mismo Baaz, que había sido uno de los protagonistas
principales de esta historia. No es sorprendente que en
estas condiciones el pueblo iraquí permitiera que su país
fuera invadido sin lucha, ni siquiera que algunos
comportamientos (como la aparente participación en las
elecciones organizadas por el invasor o el estallido de
luchas fratricidas entre kurdos, árabes suníes y chiitas)
parecieran ser signos de una posible aceptación de la
derrota (sobre la que Washington había basado sus cálculos).
Pero lo que es digno de nota es que la Resistencia sobre el
terreno cobra cada día mayor fuerza (pese a todas las
graves flaquezas mostradas por las diversas fuerzas de
resistencia), que ya ha hecho imposible establecer un régimen
de lacayos capaz de mantener la apariencia de orden; en
cierto modo, ha demostrado ya el fracaso del proyecto de
Washington.
Se ha creado, sin embargo,
una nueva situación a causa de la ocupación militar
extranjera. La nación iraquí se halla de veras amenazada.
Washington es incapaz de mantener su control sobre el país
(dirigido a esquilmar sus recursos petrolíferos, que es el
objetivo número uno) teniendo como intermediario a un
gobierno aparentemente nacional. El único modo en que puede
continuar este proyecto supone, por tanto, deshacer el país.
La división del país en al menos tres estados (kurdo, árabe
suní y árabe chiita) fue acaso desde el principio mismo el
objetivo de Washington, alineado con Israel (los archivos
revelarán la verdad en un futuro). Hoy en día, es la
guerra civil la carta con la que juega Washington para
garantizar la continuidad de su ocupación.
Está claro que la ocupación
permanente es y sigue siendo el objetivo: es el único medio
por el que Washington puede garantizarse el control de los
recursos petrolíferos. Desde luego, no puede darse crédito
a las declaraciones de intenciones de Washington, tales como
“abandonaremos el país en cuanto hayamos restaurado el
orden”. Habría que recordar que los británicos nunca
dijeron que su ocupación de Egipto, que tuvo su inicio en
1882, fuese otra cosa que provisional (¡duró hasta 1956!).
Mientras tanto, por supuesto, los Estados Unidos destruyen
el país, sus escuelas, sus fábricas y capacidades científicas,
usando todos los medios, hasta los más criminales.
Las respuestas dadas por el
pueblo iraquí a este reto – hasta ahora, por lo menos–
no parecen estar a la altura de la situación. Esto es lo mínimo
que se puede decir. ¿Qué razones hay para ello? Los medios
dominantes de Occidente repiten ad nauseam que
Irak es un país artificial y que la opresiva dominación
del régimen “suní” de Sadam sobre chiitas y kurdos es
el origen de la inevitable guerra civil (que solo puede
suprimirse, si acaso, continuando con la ocupación
extranjera). La resistencia, por tanto, se limita a un núcleo
duro de unos pocos islamistas pro–Sadam del triángulo suní.
Seguro que sería difícil poner más falsedades juntas.
Tras la Primera Guerra
Mundial, los británicos tuvieron grandes dificultades para
quebrar la resistencia del pueblo iraquí. Absolutamente
coherentes con su tradición imperial, los británicos
importaron una monarquía y crearon una clase de grandes
terratenientes que apoyara su dominio, otorgando así una
posición privilegiada a los suníes. Pero a pesar de sus
esfuerzos sistemáticos, los británicos fracasaron. El
Partido Comunista y el Partido Baaz constituían las
principales fuerzas políticas organizadas que derrotaron al
poder de la monarquía “suní” detestada por todos, suníes,
chiitas y kurdos.
La violenta competencia entre
estas dos fuerzas, que ocuparon el centro de la escena entre
1958 y 1963, terminó con la victoria del Partido Baaz,
recibida con alivio en aquel entonces por las potencias
occidentales. El proyecto comunista llevaba en si mismo la
posibilidad de una evolución democrática; no sería cierto
decir lo mismo del Baaz. Este último era nacionalista y panárabe
en principio, admiraba el modelo prusiano de construcción
de la identidad alemana, y reclutaba a sus miembros entre la
pequeña burguesía secular y moderna, hostil a las
expresiones obscurantistas de la religión. El Baaz
evolucionó en el poder, de manera predecible, hasta
convertirse en una dictadura sólo a medias
antiimperialista, entendiendo por ello que, dependiendo de
las coyunturas y circunstancias, podía aceptar un
compromiso entre dos socios (el poder baazista de Irak y el
imperialismo norteamericano, dominante en la región).
Este acuerdo alentó los
excesos megalómanos de su líder, que imaginó que
Washington haría de él su principal aliado en la región.
El apoyo de Washington a Bagdad (la entrega de armas químicas
es buena prueba de ello) en la absurda y criminal guerra
contra Irán entre 1980 y 1989 pareció dar crédito a este
cálculo. Sadam nunca imaginó el engaño de Washington, que
la modernización de Irak era inaceptable para el
imperialismo y ya se había tomado la decisión de destruir
el país. Sadam cayó en la trampa cuando recibió luz verde
para anexionarse Kuwait (sumada en época otomana a
las provincias que constituyen Irak y desgajada por los
imperialistas británicos con el fin de convertirla en una
de sus colonias petrolíferas). Irak fue sometido a diez años
de sanciones destinadas a desangrar el país para así poder
facilitar la conquista del consiguiente vacío por parte de
las fuerzas armadas de los Estados Unidos.
A los sucesivos régimenes
baazistas, incluido el último en su fase de declive bajo la
dirección de Sadam, se les puede acusar de todo menos de
haber atizado el conflicto entre suníes y chiitas. ¿Quién
es responsable entonces de los sangrientos choques entre las
dos comunidades? Algún día sabremos de cierto cómo la CIA
(y sin duda el Mossad) organizaron muchas de estas masacres.
Pero más allá de ello, es verdad que el desierto político
creado por el régimen de Sadam y el ejemplo que dio de métodos
oportunistas sin principios a los aspirantes al poder de
todo pelaje que se han sucedido para seguir su camino, a
menudo protegidos por el ocupante. A veces, quizá, fueron
ingenuos hasta el punto de creer que podrían ser útiles al
servicio del ocupante.
Los aspirantes en cuestión,
ya se trate de dirigentes religiosos (suníes o chiitas),
supuestamente “notables” (paratribales), u hombres de
negocios notoriamente corruptos exportados por los Estados
Unidos, nunca tuvieron en realidad ningún ascendiente político
sobre el país. Ni siquiera aquellos líderes religiosos
respetados por los creyentes tenían una influencia política
aceptable para el pueblo iraquí. Sin el vacío creado por
Sadam, nadie sabría ni pronunciar sus nombres.
Enfrentados al nuevo universo
político creado por el imperialismo de la globalización
liberal, ¿tendrán medios para reconstruirse otras fuerzas
políticas auténticamente populares y nacionales,
posiblemente hasta democráticas?
Hubo una época en que el
Partido Comunista era el núcleo organizativo de lo mejor
que podía producir la sociedad iraquí. El Partido
Comunista se estableció en todas las regiones del país y
dominaba el mundo de los intelectuales, a menudo de origen
chiita (¡hagamos notar de pasada que los chiitas producían
sobre todo revolucionarios o líderes religiosos, raramente
burócratas o compradores!). El Partido Comunista era auténticamente
popular y antiimperialista, poco inclinado a la demagogia y
potencialmente democrático. Tras la matanza de miles de sus
mejores militantes por las dictaduras baazistas, el derrumbe
de la Unión Soviética (algo para lo que el Partido
Comunista de Irak no estaba preparado), y el comportamiento
de aquellos intelectuales que creían aceptable el retorno
del exilio como palanganeros de las fuerzas armadas de los
Estados Unidos, ¿se encuentra el Partido Comunista
destinado a partir de ahora a desaparecer permanentemente de
la historia? Por desgracia, resulta perfectamente posible,
pero no inevitable, ni mucho menos.
La cuestión kurda es real,
lo mismo en Irak que en Irán y Turquía. Pero en este
asunto habría que recordar nuevamente que las potencias
occidentales han desplegado siempre, con gran cinismo, su
doble rasero. La represión de las demandas kurdas nunca
llegó al nivel de la violencia policial, militar, política
o moral ejercida por Ankara. Ni Irán ni Irak han llegado al
extremo de negar la propia existencia de los kurdos. Sin
embargo, a Turquía se le perdona todo por ser miembro de la
OTAN, una organización de naciones democráticas, como nos
recuerdan los medios informativos. Entre los eminentes demócratas
proclamados por Occidente estaba Salazar, de Portugal, uno
de los miembros fundacionales de la OTAN, y esos admiradores
no menos ardorosos de la democracia, ¡los coroneles griegos
y los generales turcos!
Cada vez que los frentes
populares iraquíes, formados en torno al Partido Comunista
y el Baaz en los mejores momentos de su turbulenta historia,
ejercieron el poder, encontraron siempre un terreno de
acuerdo con los principales partidos kurdos. Estos últimos,
además, han sido siempre sus aliados.
Ciertamente se produjeron
excesos contra chiitas y kurdos bajo el régimen de Sadam:
así, por ejemplo, el bombardeo de la región de Basora por
el ejército de Sadam tras su derrota en Kuwait en 1991 y el
uso de gases contra los kurdos. Estos excesos se produjeron
como respuesta a las maniobras de la diplomacia armada de
Washington, que había movilizado a sus aprendices de brujo
entre chiitas y kurdos. No por ello dejan de ser excesos
criminales, y además estúpidos, puesto que el éxito de
los llamamientos de Washington fue bastante limitado. Pero,
¿qué otra cosa podía esperarse de dictadores como Sadam?
La fuerza de la resistencia a
la ocupación extranjera, inesperada en estas condiciones,
parecería ser milagrosa. No es éste el caso, pues la
realidad básica es que el pueblo iraquí en su conjunto (árabes
y kurdos, suníes y chiitas) detesta a los ocupantes y está
familiarizado a diario con sus crímenes (asesinatos,
bombas, matanzas, torturas). Considerando todo esto,
se podría hasta imaginar un frente unido de resistencia que
se proclamase como tal, enunciando los nombres, listas de
organizaciones y partidos que lo componen, así como su
programa común. Este no ha sido, sin embargo,
realmente el caso hasta hoy por todas las razones antes
descritas, entre ellas la destrucción del tejido social y
político a manos de la dictadura de Sadam y la ocupación.
A despecho de tales razones, esta debilidad es un serio obstáculo,
lo que hace más fácil dividir a la población, da pábulo
a los oportunistas, hasta el punto de hacerles colaborar, y
arroja confusión sobre los objetivos de la liberación.
¿Quién conseguirá vencer
estos obstáculos? Los comunistas deberían estar situados
para ello. Los militantes presentes sobre el terreno ya se
están distanciando de los dirigentes del Partido Comunista
(los únicos conocidos por los medios dominantes) que,
confusos y azorados, intentan dar apariencia de legitimidad
a su adhesión al gobierno colaboracionista, ¡pretendiendo
incluso que se suman a la efectividad de la resistencia
armada gracias a ello! Pero, en estas circunstancias, muchas
otras fuerzas políticas podrían tomar iniciativas
decisivas orientadas a la formación de este frente.
La cuestión sigue siendo
que, pese a su debilidad, la resistencia del pueblo iraquí
ha derrotado ya (política, si no militarmente) el proyecto
de Washington. Precisamente esto es lo que preocupa a los
atlantistas de la Unión Europea, aliados fieles de los
Estados Unidos. Temen hoy en día una derrota
norteamericana, puesto que fortalecería la capacidad de los
pueblos del Sur de forzar al capital transnacional
globalizado de la tríada imperialista a respetar los
intereses de las naciones y pueblos de Asia, África y América
Latina.
La resistencia iraquí ha
ofrecido propuestas que harían posible salir del callejón
sin salida y ayudar a los Estados Unidos a librarse de su
trampa. Propone: (1) La formación de una autoridad
administrativa de transición establecida con apoyo del
Consejo de Seguridad; (2) el cese inmediato de la acciones
de resistencia y de las intervenciones militares y
policiales de las fuerzas ocupantes; (3) la retirada en un
plazo de seis meses de todas las autoridades militares y
civiles extranjeras. Los detalles de estas propuestas se han
publicado en la prestigiosa revista árabe Al Mustaqbal
al Arabi (en su número de enero de 2006), que se edita
en Beirut.
El absoluto silencio con el
que los medios de información europeos se oponen a la
difusión de este mensaje testimonia la solidaridad de los
socios imperialistas. Las fuerzas europeas democráticas y
progresistas tienen el deber de desligarse de esta política
de la tríada imperialista y apoyar las propuestas de la
resistencia iraquí. Dejar que el pueblo iraquí se enfrente
solo a su oponente no es una opción aceptable: refuerza la
peligrosa idea de que nada puede esperarse de Occidente y
sus pueblos, y en consecuencia alienta los excesos
–incluso criminales– de las actividades de algunos de
los movimientos de resistencia.
Cuanto antes abandonen el país
las tropas de ocupación extranjeras y mayor sea el apoyo al
pueblo iraquí de las fuerzas democráticas en el mundo y en
Europa, mayores serán las posibilidades de un futuro mejor
para este pueblo martirizado. Cuanto más dure la ocupación,
más penosas serán las secuelas de su inevitable final.
Palestina
El pueblo palestino ha sido víctima,
desde la Declaración Balfour durante la Primera Guerra
Mundial, del proyecto de colonización de una población
extranjera, que le reserva el destino de los “pieles
rojas”, se reconozca esto o se pretenda ignorancia. Este
proyecto ha disfrutado siempre del apoyo incondicional de la
potencia imperialista dominante en la zona (ayer Gran bretaña,
hoy los EE.UU.), puesto que el estado extranjero de la región
formado por ese proyecto sólo puede ser aliado
incondicional, a su vez, de las intervenciones que se
precisan para forzar al Oriente Medio árabe a someterse a
la dominación del capitalismo imperialista.
Se trata de un hecho evidente
para todos los pueblos de África y Asia. Por consiguiente,
en ambos continentes se encuentran espontáneamente unidos
en la afirmación y defensa de los derechos del pueblo
palestino. En Europa, sin embargo, la “cuestión
palestina” provoca divisiones producidas por las
confusiones que mantiene vivas la ideología sionista, que
goza con frecuencia de un eco favorable.
Hoy más que nunca, en
conjunción con la puesta en práctica del proyecto
norteamericano del “Gran Oriente Medio”, se han abolido
los derechos del pueblo palestino. De igual modo, la OLP
aceptó los planes de Oslo y Madrid, así como la Hoja de
Ruta redactada por Washington. Israel es quien se ha echado
abiertamente atrás respecto al acuerdo, y ha puesto en práctica
un plan expansionista aún más ambicioso. Como
resultado, la OLP se ha visto minada, y la opinión pública
puede reprocharle con justicia que haya creído ingenuamente
en la sinceridad de sus adversarios. El apoyo proporcionado
por las autoridades de Ocupación a su adversario islamista
(Hamás), en un principio al menos, y la extensión de las
prácticas de corrupción en la administración palestina
(sobre las que guardan silencio los donantes de fondos –el
Banco mundial, Europa y las ONGs–, si es que no son parte
de ello) tenía que conducir a la victoria electoral de Hamás
(predecible). Esto se convirtió entonces en un pretexto
adicional postulado para justificar el alineamiento
incondicional con las políticas de Israel, cualesquiera que
éstas pudieran ser.
El proyecto colonial sionista
ha constituido siempre una amenaza, más allá de Palestina,
para los pueblos árabes vecinos. Sus ambiciones de
anexionarse el Golán sirio son testimonio de ello. En el
proyecto del Gran Oriente Medio se le otorga un lugar
especial a Israel, a su monopolio de la tecnología nuclear
militar y a su papel de “socio indispensable” (con el
falaz pretexto de que Israel posee una pericia de la que los
pueblos árabes son incapaces de alcanzar.¡Vaya
indispensable racismo!).
No es nuestra intención
ahora ofrecer análisis referentes a las complejas
interacciones entre las luchas de resistencia contra la
expansión colonial sionista y los conflictos y opciones políticas
de Líbano y Siria. Los regímenes baazistas de Siria han
resistido a su modo las exigencias de los poderes
imperialistas e Israel. Que esta resistencia haya servido
también para legitimar ambiciones más cuestionables (como
el control del Líbano) está fuera de discusión. Además,
Siria ha escogido cuidadosamente a los aliados menos
peligrosos del Líbano. Es bien sabido que el Partido
Comunista Libanés había organizado la resistencia a las
incursiones israelíes en el sur del Líbano (desvío de
aguas incluido). Las autoridades sirias, libanesas e iraníes
cooperaron estrechamente para destruir esta peligrosa base y
reemplazarla por Hizbolá.
El asesinato de Rafik
al–Hariri (un caso aún por resolver) dio evidentemente
oportunidad a las potencias imperialistas (los Estados
Unidos, frontalmente; Francia, por detrás) de intervenir
con dos objetivos implícitos: (1) forzar a Damasco a
alinearse de modo permanente con los estados árabes
vasallos (Egipto y Arabia Saudí) –o, en caso de fracasar
esto, eliminar los vestigios de un deteriorado poder
baazista–; y (2) demoler lo que queda de la capacidad de
resistir a las incursiones israelíes (exigiendo el desarme
de Hizbolá). Se puede invocar la retórica de la democracia
en este contexto, caso de resultar útil.
Aceptar hoy la puesta en práctica
del proyecto israelí en desarrollo supone ratificar la
abolición del derecho primario de los pueblos: el derecho a
existir. Este es el supremo crimen contra la humanidad. La
acusación de “antisemitismo” dirigida a quienes
rechazan este crimen es solo un medio de detestable
chantaje.
Irán
No tenemos intención aquí
de desarrollar los análisis que exige la Revolución Islámica.
¿Fue, tal como han proclamado los partidarios del Islam político
así como algunos observadores extranjeros, la manifestación
y el punto de partida de un cambio que últimamente debe
abarcar a toda la región, quizás a todo el mundo musulmán,
rebautizado como umma para la ocasión (la
“nación,” lo que nunca sido)? ¿O se trataba de un
hecho singular, sobre todo porque era una combinación única
de las interpretaciones del Islam chiita y la expresión del
nacionalismo iraní?
Desde la perspectiva
que aquí nos interesa, quiero hacer tan solo un par de
observaciones. La primera es que el régimen del Islam político
en Irán no es por naturaleza incompatible con la integración
del país en el sistema capitalista globalizado tal cual es,
puesto que el régimen se basa en principios liberales para
la gestión de la economía. La segunda es que la nación
iraní como tal es una “nación fuerte”, cuyos
principales componentes, si no todos, se niegan a aceptar la
integración de su país en el sistema globalizado en una
posición subordinada. Hay, por supuesto, una contradicción
entre estas dos dimensiones de la realidad iraní. La
segunda se refiere a las tendencias de la política exterior
de Teherán, que testimonian la voluntad de resistir los
dictados foráneos.
El nacionalismo iraní
–poderoso y, en mi opinión, históricamente positivo en
conjunto– es lo que explica el éxito de la modernización
de las capacidades científicas, industriales, tecnológicas
y militares desarrolladas por el régimen del Shah y el de
Jomeini que le siguió. Irán es uno de los pocos estados
del Sur (junto a China, India, Corea, Brasil, y acaso unos
cuantos más, ¡pero no muchos!) que dispone de un proyecto
nacional burgués. Si es posible o no realizar este proyecto
a largo plazo (mi opinión es que no) no es ahora el núcleo
del debate. Hoy en día, este proyecto existe y está en
vigor.
Precisamente porque Irán
forma una masa crítica capaz de intentar afirmarse como
socio respetado es por lo que los Estados Unidos han
decidido destruir el país mediante una nueva guerra
preventiva. Como es bien sabido, el conflicto se centra en
las capacidades nucleares que está desarrollando Irán. ¿Por
qué no tendría derecho este país, como otros, a buscar
esas capacidades incluyendo el llegar a ser una potencia
militar nuclear? ¿Se puede dar crédito al discurso que
sostiene que las naciones “democráticas” nunca utilizarían
esas armas como sí lo harían los “estados díscolos”,
cuando es cosa sabida que las naciones democráticas en
cuestión son responsables de los mayores genocidios de los
tiempos modernos, incluido el perpetrado contra los judíos,
y que los Estados Unidos han hecho ya uso de las armas
nucleares y rechazan hoy en día una prohibición general y
absoluta de su uso?
Conclusión
En la actualidad, los
conflictos políticos de la región mantienen a tres grupos
de fuerzas opuestas unas a otras: las que proclaman su
pasado nacionalista (pero no son en realidad nada más que
herederas degeneradas y corruptas de las burocracias de la
era nacional–populista); las que proclaman el Islam político;
y aquellas que tratan de organizarse en torno a exigencias
“democráticas” que sean compatibles con el liberalismo
económico. La consolidación del poder de cualquiera de
estas fuerzas no resulta aceptable para una izquierda que se
muestre atenta a los intereses de las clases populares. De
hecho, los intereses de las clases compradoras, ligados al
actual sistema imperialista, se expresan a través de estas
tres tendencias. La diplomacia norteamericana mantiene esos
tres hierros en la forja, puesto que se concentra en
utilizar los conflictos entre ellas para su exclusive
beneficio. Para la izquierda, intentar comprometerse en
estos conflictos a través tan solo de alianzas con una u
otra de las tendencias [3] (prefiriendo los regímenes ya
existentes a fin de evitar lo peor) es algo destinado a
fracasar. La izquierda debe afirmarse adoptando luchas en
terrenos en los que encuentra su lugar natural: defensa de
los intereses económicos y sociales de las clases
populares, democracia y afirmación de la soberanía
nacional, todo ello conceptualizado en conjunto como
inseparable.
La región del Gran Oriente
Medio es hoy central en el conflicto entre el líder
imperialista y los pueblos de todo el mundo. Derrotar el
proyecto del estamento político de Washington es la condición
que proporcionaría la posibilidad de éxito para avanzar en
cualquier región del mundo. Si esto fracasa, estos avances
seguirán siendo vulnerables en extremo. Eso no significa
que la importancia de las luchas llevadas a cabo en otras
regiones del mundo, en Europa, América Latina u otros
lugares, deban subestimarse. Significa solo que deberían
formar parte de una perspectiva totalizadora que contribuya
a derrotar a Washington en la región que ha elegido para su
primer golpe criminal de este siglo.
(*)
Samir Amin, economista egipcio de
prestigio internacional y larga trayectoria
antiimperialista, es director del Foro del Tercer Mundo en
Dakar, Senegal.
1.–
Teoría política basada en las “identidades culturales
colectivas” como algo central para la comprensión de la
realidad social dinámica. – Nota del editor.
2.–
El origen de la fuerza del Islam político en Irán no
responde a la misma conexión histórica con la manipulación
imperialista, por razones que se discuten en el siguiente
apartado. – Nota del editor.
3.–
Otra cosa son las alianzas tácticas surgidas de la situación
concreta, a saber, la acción conjunta del Partido Comunista
Libanés con Hizbolá para resistir la invasión israelí
del Líbano en el verano de 2006. – Nota del editor.
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