Medio Oriente

Cómo hace la guerra Gran Bretaña

Por John Pilger (*)
New Statesman, 10/07/08
Sin Permiso, 27/07/08
Traducción de Camila Vollenweider

Soldados británicos ejecutaron al menos 20 prisioneros iraquíes después de haberlos mutilado. El último es de un chico de 14 años que fue forzado a practicar sexo oral y anal durante un tiempo prolongado.

El ejército ha erigido un muro de silencio en torno de su recurso frecuente a prácticas bárbaras, incluida la tortura, y hace lo imposible para eludir el escrutinio legal.

Cinco fotografías han quebrado este silencio. La primera es la de un ex sargento mayor del regimiento gurka, Tul Bahadur Pun, de 87 años. Está sentado en una silla de ruedas frente a Downing Street 10. Sostiene una gran cantidad de medallas, entre ellas la Cruz Victoria, el mayor premio al valor, que ganó sirviendo al ejército británico.

Le denegaron la entrada a Gran Bretaña y a un tratamiento en el Sistema Nacional de Salud para curarle una seria afección cardíaca: una atrocidad que pudo salvarse tras una campaña pública en su favor. El 25 de junio llegó hasta Downing Street para devolverle su Cruz Victoria al Primer Ministro, pero Gordon Brown se negó a recibirlo.

La segunda fotografía es de un niño de 12 años, uno de tres chicos. Son Kuchis, nómadas de Afganistán. Habían sido alcanzados por bombas de la OTAN, estadounidenses o británicas, y las enfermeras están tratando de quitarles la piel quemada con unas pinzas. Durante la noche del 10 de junio, aviones de la OTAN atacaron de nuevo, matando al menos 30 civiles sólo en un poblado: niños, mujeres, maestros, estudiantes. El 4 de julio, otros 22 civiles murieron de esta forma. Todos, incluidos los niños quemados, fueron descritos como “militantes” o “presuntos talibanes”. El Secretario de Defensa, Des Browne, dice que la invasión de Afganistán es “la noble causa del Siglo XXI”

La tercera fotografía corresponde al diseño computarizado de un portaaviones aun no construido, uno de los dos mayores mandados a construir por la Armada Real. El contrato de cuatro mil millones de libras esterlinas es compartido con la empresa BAE Systems, cuya venta de 72 aviones de combate a la corrupta tiranía gobernante en Arabia Saudita ha convertido a Gran Bretaña en la principal comerciante de armas del mundo, especialmente a los regímenes opresivos de los países más pobres. En un momento de crisis económica, Browne describió a los portaaviones como “un gasto asequible”.

En la cuarta foto puede verse a un joven soldado británico, Gavin Williams, que fue salvajemente golpeado hasta la muerte por tres oficiales. Este “castigo sumario informal”, que elevó su temperatura corporal a más de 41 grados, tuvo la intención de “humillar, llevar al límite y herir”. La tortura fue descrita en la corte como un hecho de la vida militar.

La última fotografía es de un hombre iraquí, Baha Mousa, quien fue torturado hasta la muerte por soldados británicos. Tomada después de su muerte, la figura muestra algunas de las 93 terribles heridas que sufrió a manos de los hombres del Regimiento Queen Lancashire, quienes lo golpearon y abusaron durante 36 horas, encapuchándolo con sacos de arpillera bajo un calor sofocante. Era recepcionista de un hotel. A pesar de que su muerte tuvo lugar cinco años atrás, fue recién en mayo de este año cuando el Ministerio de Defensa respondió a los tribunales y accedió a una investigación independiente sobre el hecho. Un juez ha descrito esto como un “muro de silencio”.

Una corte marcial condenó sólo a un soldado por el “tratamiento inhumano” hacia Musa, a pesar de lo cual ha sido liberado disimuladamente. Phil Shiner, de Abogados de Interés Público, representante de las familias de iraquíes que han muerto bajo custodia británica, dice que la realidad es evidente: el abuso y la tortura por parte del ejército británico es sistémica.

Shiner y sus colegas han presenciado declaraciones de testigos y corroborado crímenes prima facie de una especie especialmente atroz, usualmente asociado con los estadounidenses. “Mientras más casos sigo, peor se pone”, dice. Estos incluyen un “incidente” acontecido en las inmediaciones de la ciudad de Majar al–Kabir, en 2004, cuando soldados británicos ejecutaron al menos 20 prisioneros iraquíes después de haberlos mutilado. El último es de un chico de 14 años que fue forzado a practicar sexo oral y anal durante un tiempo prolongado.

“En la raíz del proyecto estadounidense y británico”, dice Shiner, “existe el propósito de evitar el tener que rendir cuentas de lo que se hace. La prisión de Guantánamo es parte de la misma batalla para evitar las explicaciones mediante jurisdicciones”. Los soldados británicos, dice, usan las mismas técnicas de tortura que los americanos, y rechazan que se les aplique a ellos la Convención Europea sobre Derechos Humanos, la Carta de Derechos Humanos y la Convención sobre la Tortura de las Naciones Unidas. Y la tortura británica es un “lugar común”: de modo que “la naturaleza rutinaria de este maltrato ayuda a explicar por qué, a pesar del abuso por parte de los soldados y los gritos de los detenidos, claramente audibles, todos, en particular las autoridades, hacen oídos sordos.

Increíblemente, continúa Shiner, el Ministerio de Defensa bajo Tony Blair, decidió que la prohibición sanitaria de 1972 a ciertas técnicas de tortura regía solo en el Reino Unido e Irlanda del Norte. En consecuencia, “muchos iraquíes fueron asesinados y torturados en centros de detención”. Shiner está trabajando en 46 casos terribles.

Un muro de silencio siempre ha rodeado al ejército británico, sus rituales arcanos, ritos y prácticas y, sobre todo, su desacato a la ley y la justicia natural en sus variados propósitos imperiales. Durante ochenta años, el Ministerio de Defensa y sus obedientes ministros se negaron a pedir perdones póstumos por los niños sobre los cuales tiraron a matar durante la masacre de la Primera Guerra Mundial. Los soldados británicos utilizados como conejillos de indias durante las pruebas de armamento nuclear en el Océano Índico fueron abandonados a su suerte, así como tantos otros que sufrieron los efectos tóxicos de la Guerra del Golfo de 1991. El trato que recibió el gurka Tul Bahadur Pun es el habitual. Habiendo sido devueltos a Nepal, muchos de éstos “soldados de la Reina” que no tenían una pensión están completamente empobrecidos y se les niegan los permisos de residencia o asistencia sanitaria en el país para el cual combatieron y para el cual 43.000 de ellos fueron muertos o heridos. Los gurkas han ganado no menos de 26 Cruces Victoria, aunque el “gasto asequible” de Browne no los contempla.

Un aún más imponente muro de silencio asegura que la población británica ignore en gran medida el asesinato industrial de civiles en las modernas guerras coloniales británicas. En su famoso trabajo Unpeople: Britain’s Secret Human Rights Abuses (Antigente: Los abusos secretos británicos de los derechos humanos.), el historiador Mark Curtis utiliza tres categorías principales: responsabilidad directa, responsabilidad indirecta e inacción activa.

“Las cifras totales (desde 1945) contemplan entre 8,6 y 13,5 millones de muertos”, escribe Curtis. “De éstas, Gran Bretaña tiene responsabilidad directa en la muerte de entre cuatro y cinco millones de personas. Estos datos son, si cabe, probablemente subestimados. No todas las intervenciones británicas han sido incluidas debido a la ausencia de fuentes”. Desde que este estudio fue publicado, el número de víctimas mortales ha alcanzado, según estimaciones fidedignas, un millón de hombres, mujeres y niños.

El incremento geométrico del militarismo dentro de Gran Bretaña es poco conocido, aun por aquéllos que alertan a la población sobre la legislación que afecta las libertades civiles básicas, como la recientemente esbozada ley de comunicación de datos (Data Communications Bill), que le otorgará al gobierno el poder para tener registros de todo tipo de comunicación electrónica que se establezca. Al igual que los planes para la cédula de identidad, esta está en consonancia con lo que los estadounidenses llaman el “estado de seguridad nacional”, el cual busca el control del disenso interno mientras persigue la agresión militar en el extranjero. Los cuatro mil millones de libras destinados a los portaaviones son para tener un “papel mundial”. Por mundial, entiéndase colonial. El Ministerio de Defensa y el Foreign Office siguen los dictados de Washington casi al pie de la letra, como puede observarse en la absurda descripción de la aventura de Afganistán como una noble causa, por parte de Browne. En realidad, la invasión de la OTAN, inspirada por los Estados Unidos, ha tenido dos efectos: la muerte y desposesión de cientos de miles de afganos y el resurgimiento del tráfico de opio, que los talibanes habían prohibido. De acuerdo con Hamid Karzai, el líder títere de occidente, el maniobrar de los británicos en la provincia de Helmand ha conducido directamente al regreso de los talibanes.

La militarización de la forma en que el Estado británico concibe y trata a otras sociedades queda gráficamente demostrada en África, donde diez de los catorce países más empobrecidos y conflictivos son tentados a comprar armamento y equipos militares británicos con “créditos blandos”. Al igual que la familia real británica, el Primer Ministro simple y llanamente persigue el dinero. Habiendo ritualmente condenado un déspota en Zimbabwe por “abusos a los Derechos Humanos” –en realidad por haber dejado de servir a los agentes de negocios occidentales– y habiendo obedecido el último dictum estadounidense sobre Irán e Irak, Brown visitó Arabia Saudita, exportadora del fundamentalismo Wahhabi y parte importante del comercio de armas.

Para complementarlo, el gobierno de Brown está gastando 11 mil millones de libras del dinero de los contribuyentes en una gran academia militar privatizada en Gales, donde se entrenarán soldados y mercenarios extranjeros reclutados para la falsa “guerra contra el terrorismo”. Con fábricas de armamento tales como Raytheon beneficiándose de ello, la academia se convertirá en la “Escuela de las Américas” versión británica, un centro para la contrainsurgencia (terrorista) para el diseño de y el entrenamiento para las futuras aventuras coloniales.

No han tenido casi ninguna publicidad

Por supuesto, la imagen de una Gran Bretaña militarista contrasta con una conciencia nacional benigna, según escribió Tolstoi, formada “desde la infancia, por todos los medios posibles –manuales escolares, servicios religiosos, sermones, discursos, libros, diarios, canciones, poesía, monumentos [conduciendo] a las personas adormecidas en una sola dirección”.

Muchas cosas han cambiado desde que él escribió esto. ¿O tal vez no? De la mezquina, destructiva guerra colonial en Afganistán sólo se informa a partir de los datos ofrecidos por el ejército británico, con soldados rasos haciendo siempre lo correcto, y con los miembros de la resistencia afgana constantemente descalificados como “intrusos” e “invasores”.

Imágenes como la de chicos nómadas con la piel quemada por bombas de la OTAN nunca aparecen en la prensa o la televisión, ni los efectos de las armas termobáricas británicas, o “bombas de vacío”, diseñadas para aspirar el aire de los pulmones. En cambio, páginas enteras lloran a un agente de inteligencia militar británica porque sucede que era una mujer de 26 años, la primera en morir en actividad desde la invasión de 2001.

Baha Mousa, torturado hasta la muerte por soldados británicos, también tenía 26 años. Pero él era diferente. Su padre, Daoud, dice que la forma en la que el Ministerio de Defensa se ha comportado respecto de la muerte de su hijo lo ha persuadido de que el gobierno británico considera la vida de los otros como algo “barato”. Y está en lo cierto.


(*) John Pilger es un internacionalmente renombrado periodista de investigación y director de documentales. Su última producción es The war on Democracy. Su libro más reciente es Freedom Next Time (Bantam/Random House, 2006).