Quién
sabe si hubiera conservado estos nueve años el poder de no
haber sido por el 11 de septiembre y la “guerra contra el
terrorismo”
Musharraf
fue sordo a los gritos de dolor de su pueblo
Por
Tariq Alí (*)
The
Independent / La Haine, 20/08/08
Traducido por Àngel
Ferrero
El general
Pervez Musharraf actuó rápida y despiadadamente cuando tomó
el poder y se convirtió en el cuarto dictador militar de
Pakistán en octubre de 1999: se proclamó a sí mismo
presidente del ejecutivo del país. Cuando perdió la
confianza de dos de sus miembros clave –los Estados Unidos
de América y el ejército pakistaní–, accionistas
mayoritarios de Pakistán S.L., se dio cuenta de que había
llegado su hora. Después de un discurso vagaroso e
incoherente a la nación, repleto de las más pueriles
autojustificaciones, dimitió. Debería de haberlo hecho
cuando expiró su mandato, pero ávido de poder, su mente
permaneció impenetrable a los gritos de tormento que venían
de abajo.
Quién sabe
si hubiera conservado estos nueve años el poder de no haber
sido por el 11–S y la “guerra contra el terrorismo”.
Un dictador anterior a Musharraf, el general Zia–ul–Haq
(1977–88), se convirtió de modo similar en parte del
engranaje de la máquina de guerra imperial durante la
ocupación soviética de Afganistán. Musharraf y sus
generales tuvieron que resolver la única victoria que el
ejercito de Pakistán ha logrado: la conquista de Kabul a
través de los talibanes. En un giro casi completo de su política,
las bases militares pakistaníes fueron puestas a disposición
de los EE.UU. para la ocupación de Afganistán.
Desde la época
del general Zia, a los soldados se les había venido
inoculando ideología islamista. Después del 11–S,
Musharraf se encontró a sí mismo explicando a esos mismos
soldados que el objetivo había cambiado. Tenían que matar
a “terroristas”, esto es, a otros musulmanes. Casi le
costó la vida (dos intentos de asesinato estuvieron a punto
de acabar con él), pero Musharraf permaneció leal a
Washington y vicevecersa.
Sus aliados
occidentales no veían ninguna contradicción en apoyar al
general Musharraf, cuando la “democracia y los derechos
humanos” eran las virtudes predicadas al resto del mundo.
Las órdenes de arresto contra los yihadistas lo volvieron
impopular entre los soldados, que empezaron a abandonar el
ejército en masa.
La gota que
colmó el vaso fue el enfrentamiento con un turbulento
presidente del Tribunal Supremo, Iftikhar Chaudhry, quien
empezó a dictar sentencias favorables a las víctimas de la
brutalidad y corrupción estatales y a investigar las
desapariciones de ciudadanos en nombre de la guerra contra
el terrorismo. El presidente del Tribunal Supremo fue cesado
y los abogados, descontentos por la decisión, iniciaron una
campaña para restituirlo en el cargo. Musharraf se echó
para atrás, pero sólo para imponer el estado de emergencia
y cesarle de nuevo y, de paso, también a otros jueces.
Si todo
esto hubiera ocurrido en un país que no estuviera
favorecido por la OTAN, se hubiera armado una buena. Pero no
es el caso. En enero, el presidente del Tribunal Supremo
escribió a Nicolas Sarkozy, Gordon Brown, Condoleezza Rice
y el presidente del Parlamento Europeo.
La carta,
que permanece incontestada, explica las verdaderas razones
tras las decisiones de Musharraf : “Puede que usted se
pregunte por qué he utilizado al comienzo de esta carta las
palabras 'proclamándose jefe del Estado'. Ha sido
deliberadamente. El mandato constitucional del general
Musharraf finalizó el 15 de noviembre del 2007. Su petición
de prolongar el mandato a partir de entonces es objeto de
una viva controversia en el Tribunal Supremo de Pakistán.”
“Mientras
su petición era estudiada por... el Tribunal Supremo, el
general arrestó a la mayoría de aquellos jueces, además
de a mí, el 3 de noviembre del 2007. De este modo el propio
Musharraf socavó las bases del proceso judicial, que
permanece en punto muerto en estos momentos. Además de
arrestar al presidente del Tribunal Supremo y a los jueces (¿acaso
puede haber mayor atropello que éste?), pretendió
suspender la constitución y purgar por completo el poder
judicial de todos los jueces independientes.”
“Ahora sólo
los jueces más dóciles, escogidos a dedo por él, estarán
dispuestos a 'validar' cualquier cosa que les pida. Y todo
esto es contrario a una orden expresa anterior, aprobada por
la Corte Suprema el 3 de noviembre del 2007.”
Con la caída
de Musharraf, las reivindicaciones para restituir al
presidente del Tribunal Supremo aumentarán: los abogados
amenazan con una nueva campaña en las calles.
Una
encuesta elaborada el pasado mayo para la New America
Foundation reveló que el 28% de los pakistaníes están a
favor de que el ejército juegue un papel político, en
comparación con el 45% registrado en agosto del 2007; que
el 52% ve a EE.UU. como responsable de la violencia en
Pakistán; y que el 74% se opone a la “guerra contra el
terrorismo” en Afganistán.
Una mayoría
de ellos está a favor de un acuerdo negociado con los
talibanes; un 80% hace responsables al gobierno y a los
empresarios del país de la carestía de alimentos; sólo un
11% ve a India como enemigo principal. Nada de esto parece
interesar a los gobernantes del país, quienes prefieren
vivir en su propia burbuja.
El Pakistán
posterior a Musharraf seguirá avanzando a trompicones, con
un pueblo atrapado entre el martillo de una dictadura
militar y el yunque de la corrupción política.
Hay una
manera de salir de todo ello, pero los dirigentes políticos
y militares, y sus socios occidentales, siempre la han
ignorado: una seria reforma agraria, la creación de una
infraestructura social adecuada y el establecimiento de al
menos una docena de universidades para formar los maestros
que sean la base de un buen sistema educativo. Es lo que
Malaisia ha hecho. ¿Por qué no Pakistán?
(*)
De origen paquistaní, Tariq Ali es novelista, historiador,
agitador político y uno de los editores de la “New Left
Review” de Londres. The Independent.
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