¿Quiénes
son el Talibán?
Por
Anand Gopal (*)
TomDispatch, 04/12/08
Rebelión, 09/12/08
Traducido por Germán Leyens
Introducción
del editor de TomDispatch, Tom Engelhardt
Precisamente
cuando la presidencia futura de Obama aceleraba para
presentar su nuevo “equipo” de seguridad nacional y
reformular la política de EE.UU. en Afganistán y las
regiones fronterizas paquistaníes, la Guerra Afgana aumentó
de intensidad – y no porque haya habido otro ataque con
misiles de un avión teledirigido estadounidense en las
tierras tribales fronterizas de Pakistán, o porque hayan
muerto aún más civiles en operaciones militares de EE.UU.,
o incluso porque ataques de “los talibanes” hayan vuelto
a llegar a nuevos extremos.
No, la
agudización ocurrió en Bombay [Mumbai], India, donde los
planificadores de la orgía asesina de un grupo de
combatientes cachemiríes decidieron que sería ventajoso
provocar un buen enfrentamiento a la antigua entre las dos
nerviosas potencias nucleares del subcontinente. Una operación
de precisión que se las arregló para masacrar a casi todo
el que estaba a la vista (incluyendo a musulmanes indios)
amenaza ahora con cambiar la naturaleza de la Guerra Afgana,
aumentar la presión del conflicto en Cachemira, y enredar a
la región en una catástrofe aún más amplia, terminando
con un período de alivio de tensiones entre India y Pakistán.
Pakistán ya amenaza con transferir hasta 100.000 soldados
de las tierras fronterizas con Afganistán a la frontera
india.
Como
escribió Paul Woodward del sitio en la Red War in Context:
“Lo que vimos fue una jugada importante en el tablero de
ajedrez de política exterior del presidente electo Obama
incluso antes de que haya tenido la oportunidad de tocar
alguna de las piezas.” Tony Karon capturó la esencia del
momento político general de esta manera: “Provocar a
India no sólo realinearía los intereses de los militares
paquistaníes y de los islamistas, amenazaría los esfuerzos
de EE.UU. de reorientar a los militares paquistaníes hacia
la contrainsurgencia interior, y para mediar un acercamiento
más profundo con India – algo que analistas de EE.UU.
consideran crucial para resolver el conflicto en Afganistán.”
En otras
palabras, la guerra en Afganistán que ya está en expansión
– las rutas de suministro estadounidenses a través del
Paso Khyber, por ejemplo, han sido puestas en peligro
recientemente – se acaba de expandir un poco (o tal vez
mucho) más. Es un recuerdo aleccionador de un mundo que
puede estar fuera del control de cualquier equipo nacional
de seguridad. E incluso mientras esto ocurre, lo que aquí
sabemos sobre “el otro lado” en Afganistán, conocidos
generalmente como “los talibanes,” es ciertamente poco.
Por suerte, Anand Gopal, corresponsal del Christian Science
Monitor, presenta su segundo vívido reportaje para
TomDispatch, una mirada en el terreno sobre quienes son
realmente los talibanes – “un movimiento escurridizo que
se transforma de distrito a distrito.” Este oportuno artículo
representa un proyecto conjunto de TomDispatch.com y de
Nation Magazine, donde aparece una versión impresa más
breve. (Tom)
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“¿Quiénes
son el Talibán?”
Por
Anand Gopal
Si hay un
lugar exacto que marque los fracasos de Occidente en
Afganistán, es el modesto punto de control policial ubicado
en la carretera principal a 20 minutos al sur de Kabul. El
puesto indica el borde de la capital, una ciudad en una
tensión espectacular, con muros de protección contra
explosiones, y tráfico paralizado. Más allá de ese punto,
los edificios polvorientos, bajos, y las estrechas calles de
Kabul ceden el paso a una vasta planicie de serenas tierras
agrícolas enmarcadas por arenosas montañas. En este valle
en la provincia Logar, el gobierno de Afganistán respaldado
por los estadounidenses ha dejado de existir.
En lugar de
funcionarios gubernamentales, hombres con enlodados
turbantes negros y rifles de asalto en bandolera patrullan
la carretera, buscando ladrones y “espías”. La carcasa
carbonizada de un camión cisterna, que debía entregar
combustible a las fuerzas internacionales más al sur, yace
boca arriba al borde de la ruta.
La policía
dice que no se atreve a entrar a esos distritos,
especialmente de noche cuando los guerrilleros dominan las
carreteras. En algunas partes del sur y del este del país,
los insurgentes incluso han establecido su propio gobierno,
que llaman el Emirato Islámico de Afganistán (nombre del
antiguo gobierno talibán). Imparten justicia en
improvisados tribunales sharia. Resuelven disputas por
tierras entre aldeanos. Dictan los planes de estudio en las
escuelas.
Hace sólo
tres años, el gobierno central todavía controlaba las
provincias cercanas a Kabul. Pero años de mala administración,
criminalidad rampante, y crecientes víctimas civiles han
llevado a una espectacular resurrección de los talibanes, y
de otros grupos relacionados. Hoy en día, el Emirato Islámico
tiene el control de facto de grandes partes del sur y del
este del país. Según ACBAR, organización que representa a
más de 100 agencias de ayuda, los ataques de los
insurgentes han aumentado en un 50% en el pasado año.
Soldados extranjeros mueren ahora a un ritmo mayor que en
Iraq.
El
incipiente desastre lleva al gobierno afgano del presidente
Hamid Karzai y a protagonistas internacionales a hablar
abiertamente de negociaciones con sectores de la
insurgencia.
Los
nuevos talibanes nacionalistas
¿Quiénes
son exactamente los insurgentes afganos? Todo ataque suicida
y secuestro es usualmente atribuido a “los talibanes.”
En realidad, sin embargo, la insurgencia está lejos de ser
monolítica. Por cierto, existen los mullahs de ojos sombríos
e intensos, y los estudiantes de religión meneando sus
cabezas. Pero también están los estudiantes universitarios
eruditos, pobre campesinos analfabetos, y veteranos
comandantes antisoviéticos. El movimiento es una mezcla de
nacionalistas, islamistas, y bandidos que se reparten incómodamente
en tres o cuatro facciones principales. Las facciones en sí
están compuestas de comandantes en competencia, con
diferentes ideologías y estrategias, quienes sin embargo
están de acuerdo en un objetivo esencial: expulsar a los
extranjeros.
No fue
siempre así. Cuando las fuerzas dirigidas por EE.UU.
derribaron el gobierno talibán en noviembre de 2001, los
afganos celebraron la caída de un régimen vilipendiado y
desacreditado. “Teníamos ganas de bailar en las
calles,” me dijo un kabulí. Cuando las fuerzas
respaldadas por EE.UU. entraron en Kabul, la capital afgana,
los restos del viejo régimen talibán se dividieron en tres
grupos. El primero, incluidos numerosos burócratas y
funcionarios basados en Kabul, simplemente se rindieron a
los estadounidenses; algunos incluso se sumaron al gobierno
de Karzai. El segundo, formado por la dirigencia superior
del movimiento, incluyendo a su líder Mullah Omar, huyó a
través de la frontera hacia Pakistán, donde permanecen
hasta la fecha. El tercer y mayor grupo – los soldados de
a pie, comandantes locales, y funcionarios provinciales
–desaparecieron silenciosamente en el paisaje, volviendo a
sus granjas y aldeas para esperar y ver hacia dónde soplaba
el viento.
Mientras
tanto, el país era repartido entre señores de la guerra y
criminales. En la completamente nueva carretera que une
Kabul con Kandahar y Herat, construida con millones de dólares
de Washington, grupos bien organizados de bandidos
aterrorizaban regularmente a los viajantes. “[Una vez] 30,
tal vez 50 criminales, algunos en uniformes de la policía,
detuvieron nuestro autobús y rompieron a tiros nuestras
ventanillas,” me dijo Muhammadullah, propietario de una
compañía de autobuses que utiliza regularmente la ruta.
“Registraron nuestro vehículo y a cada uno le robaron
todo.” Sindicatos criminales, a menudo con conexiones en
el gobierno, organizaban olas de secuestros en centros
urbanos como el antiguo baluarte talibán de la ciudad de
Kandahar. A menudo, los pocos que eran capturados eran
simplemente liberados después de untar a quienes
corresponde.
En este
panorama de violencia y criminales aparecieron de nuevo los
talibanes, prometiendo ley y orden. La dirigencia exiliada
basada en Quetta, Pakistán, comenzó a reactivar sus redes
de combatientes que habían desaparecido en las aldeas del
campo. Resucitaron las relaciones con tribus pastunes. (Los
insurgentes, históricamente un movimiento sobre todo pastún,
todavía tienen poca influencia en otros grupos étnicos
minoritarios en Afganistán, como los tayikos y los hezaras.)
Con fondos de acaudalados donantes árabes y entrenamiento
de la Inteligencia Inter–Servicios (ISI), el aparato de
inteligencia paquistaní, pudieron llevar armas y pericia
profesional a las aldeas pastunes.
En una
aldea tras la otra, expulsaron a los simpatizantes del
gobierno que quedaban mediante intimidación y asesinatos.
Luego conquistaron a la mayoría con promesas de seguridad y
eficiencia. Los guerrilleros implementaron una versión dura
de la ley sharia, cortando las manos de ladrones y fusilando
a adúlteros. Fueron brutales, pero también incorruptibles.
La justicia ya no se vendía al mejor postor. “Ya no hay
crímenes, como antes,” dijo Abdul Halim, quien vive en un
distrito bajo control talibán.
Los
insurgentes reclutaron a combatientes de las aldeas en las
que operaban, pagándoles a menudo 200 dólares por mes –
más del doble del salario típico de un policía.
Arbitraron en disputas entre tribus y entre terratenientes.
Protegieron campos de adormidera contra los intentos de
erradicación del gobierno central y de ejércitos
extranjeros – un paso que les gano el apoyo de campesinos
pobres cuyos únicos ingresos estables provenían del
cultivo de la adormidera. Áreas bajo control insurgente
fueron limitadas a no tener servicios ni de reconstrucción
ni de asistencia social, pero para aldeanos rurales que habían
visto tanta intervención extranjera y tan poco progreso
económico bajo el gobierno Karzai, no fue nada nuevo.
Al mismo
tiempo, la ideología talibán comenzó a experimentar una
transformación. “Luchamos por liberar nuestro país de la
dominación extranjera,” me dijo por teléfono el portavoz
talibán Qari Yousef Ahmadi. “Los indios lucharon por su
independencia contra los británicos. Incluso los
estadounidenses otrora condujeron una insurgencia para
liberar su propio país.” Esta veta nacionalista emergente
atrajo a los aldeanos pastunes que estaban cada vez más
cansados de la presencia de EE.UU. y de la OTAN.
Los
insurgentes también combaten para instalar una versión de
la ley sharia en el país. No obstante, los guerrilleros,
famosos por su puritanismo, han moderado algunas de sus
doctrinas más extremas, por lo menos en principio. El año
pasado, por ejemplo, Mullah Omar emitió un edicto
declarando permisibles la música y las fiestas –
prohibidas en la encarnación previa de los talibanes.
Algunos comandantes talibanes, incluso han comenzado a
aceptar la idea de la educación de niñas. Algunos
dirigentes de la línea dura, como Mullah Daddullah, un
hombre de legendaria brutalidad (cuyas orgías de decapitación
a veces resultaron ser demasiado hasta para Mullah Omar)
fueron muertos por fuerzas internacionales.
Mientras
tanto, una dirigencia más pragmática comenzó a tomar las
riendas. Agentes de inteligencia de EE.UU. creen que en
realidad la dirigencia de día a día del movimiento está
ahora en manos del experto político Mullah Brehadar,
mientras Mullah Omar retiene una posición sobre todo
decorativa. Brehadar puede estar detrás del impulso por
moderar el mensaje del movimiento a fin de ganar más apoyo.
Incluso en
el ámbito local, algunos funcionarios provinciales del
talibán están atemperando políticas talibanes al estilo
antiguo a fin de conquistar corazones y mentes locales. Hace
tres meses en un distrito en la provincia Ghazni, por
ejemplo, los insurgentes ordenaron que se cerraran todas las
escuelas. Cuando los ancianos tribales apelaron al consejo
religioso gobernante talibán del área, los jueces
religiosos revirtieron la decisión y reabrieron las
escuelas.
Sin
embargo, no todos los comandantes en el terreno siguen las
intimaciones contra la prohibición de la música y las
fiestas. En muchos distritos controlados por los talibanes,
tales diversiones siguen siendo ilegales, lo que apunta a la
naturaleza descentralizada del movimiento. Los comandantes
locales fijan a menudo sus propias políticas e inician
ataques sin órdenes directas de la dirigencia talibán.
El
resultado es un movimiento escurridizo que se transforma de
distrito a distrito. En algunos distritos controlados por
los talibanes en la provincia Ghazni, si atrapan a un afgano
que trabaje para una organización no gubernamental (ONG) le
espera una muerte segura. En partes de la provincia vecina
Wardak, sin embargo, donde dicen que los insurgentes son más
educados y comprenden la necesidad de desarrollo, las ONG
locales pueden funcionar con permiso de los guerrilleros.
Los
‘otros’ talibanes
Sin que
nunca falten armas y guerrilleros, Afganistán ha demostrado
ser un campo fértil para toda una serie de grupos
insurgentes aparte de los talibanes.
Naqibullah,
estudiante universitario de barba rala y habla en tonos
suaves, comedidos, no tenía 30 años cuando nos
encontramos. Estábamos en el asiento trasero de un Corolla
polvoriento aparcado en una ruta llena de hoyos cerca de la
Universidad de Kabul, donde estudia medicina. Naqibullah (su
nombre de guerra) y sus amigos en la universidad son
miembros de Hizb–i–Islami, un grupo insurgente dirigido
por el señor de la guerra Gulbuddin Hekmatyar, aliado de
los talibanes. Su círculo de amigos se reúne regularmente
en los dormitorios de la universidad, para discutir política
y ver vídeos en DVD de los recientes ataques.
Durante el
último año, su círculo se ha reducido. Sadiq fue
arrestado mientras intentaba un atentado suicida. Wasim murió
mientras trababa de armar una bomba en casa. Fuad se mató
en un atentado suicida exitoso contra una base de EE.UU.
“Los estadounidenses tienen sus B–52,” explicó
Naqibullah. “Los ataques suicidas son nuestras versiones
de los B–52.” Como sus amigos, Naqibullah, también había
considerado la posibilidad de convertirse en un
“B–52”. “Pero mataría a demasiados civiles,” me
dijo. Además, tenía planes para utilizar su educación.
Dijo: “Quiero enseñar a los talibanes sin educación.”
Durante años,
los combatientes de Hizb–i–Islami han tenido la reputación
de ser más educados y mundanos que sus homólogos
talibanes, quienes son frecuentemente campesinos
analfabetos. Su líder, Hekmatyar, estudió ingeniería en
la Universidad de Kabul en los años setenta, donde llegó
en cierto modo a la fama lanzando ácido a las caras de
mujeres sin velo.
Estableció
Hizb–i–Islami para contrarrestar la creciente influencia
soviética en el país y, en los años ochenta, su
organización se convirtió en uno de los partidos
fundamentalistas más extremos, así como el principal grupo
que combatía a la ocupación soviético. Implacable,
poderoso, y anticomunista, Hekmatyar resultó ser un aliado
capaz para Washington, que canalizó millones de dólares y
toneladas de armas a sus fuerzas a través del ISI paquistaní.
Después de
la retirada soviética, Hekmatyar y otros comandantes
muyahidín volvieron sus armas los unos contra los otros,
desatando una devastadora guerra civil de la cual Kabul, en
particular, todavía no se ha recuperado. Afganos cojos,
mutilados por los cohetes de Hekmatyar, todavía deambulan
por las calles de la ciudad. Sin embargo, no pudo capturar
la capital y sus patrocinadores paquistaníes terminaron por
abandonarlo a favor de una nueva fuerza islamista, aún más
extrema, que apareció en el sur: los talibanes.
La mayoría
de los comandantes de Hizb–i–Islami desertaron para
unirse a los talibanes, y Hekmatyar huyó estigmatizado a Irán,
y perdió gran parte de su apoyo al hacerlo. Permaneció en
una situación tan mala que fue uno de los pocos señores de
la guerra que no obtuvieron un puesto en el gobierno
respaldado por EE.UU. que fue formado después de 2001.
Fue, de
cierto modo, su buena suerte. Cuando ese gobierno fracasó,
volvió a su papel de líder insurgente, y aprovechando
frustraciones locales en comunidades pastunes tal como lo
han hecho los talibanes, resucitó lentamente Hizb–i–Islami.
Actualmente,
el grupo es una de las unidades insurgentes de más rápido
crecimiento en el país, según Antonio Giustozzi, experto
en insurgencia afgana en la London School of Economics. Hizb–i–Islami
mantiene una fuerte presencia en las provincias cercanas de
Kabul y en áreas pastunes en el norte y el noreste del país.
Colaboró en un complejo intento de asesinato del presidente
Karzai la primavera pasada y estuvo tras una prominente
emboscada que mató a 10 soldados de la OTAN durante este
verano. Sus guerrilleros combaten bajo la bandera de los
talibanes, aunque independientemente y con una estructura
separada de comando. Como los talibanes, sus dirigentes
consideran que su tarea es restaurar la soberanía afgana así
como establecer un Estado islámico en Afganistán.
Naqibullah explicó: “EE.UU. instaló aquí un régimen títere.
Fue una afronta al Islam, una injusticia contra la cual
deberían alzarse todos los afganos.”
Es
indudable que el Estado islámico independiente por el que
lucha Hizb–i–Islami sería comandado por Hekmatyar, no
por Mullah Omar. Pero, como durante la yihad antisoviética,
el ajuste de cuentas queda para el futuro.
El
nexo paquistaní
Los
contragolpes abundan en Afganistán. El antiguo agente de la
CIA, Jalaluddin Haqqani, dirige una tercera red insurgente
basada en las regiones de la frontera oriental de Afganistán.
Durante la guerra antisoviética, EE.UU. dio a Haqqani,
considerado ahora por muchos como el enemigo más temible de
Washington, millones de dólares, misiles antiaéreos, e
incluso tanques. Responsables en Washington estaban tan
enamorados de su persona que el ex congresista Charlie
Wilson una vez lo llamó “la bondad personificada.”
Haqqani fue
un temprano propugnador de los “árabes afganos”,
quienes viajaron en tropel a Pakistán en los años ochenta
para sumarse a la yihad contra la Unión Soviética. Dirigió
campos de entrenamiento para ellos y después desarrolló
estrechos lazos con al–Qaeda, que se desarrollo de las
redes afgano–árabes hacia fines de la guerra antisoviética.
Después de los ataques del 11 de septiembre de 2001, EE.UU.
trató desesperadamente de ponerlo de su parte. Sin embargo,
Haqqani afirmó que no podía ver con buenos ojos una
presencia extranjera en suelo afgano y tomó una vez más
las armas, ayudado por sus veteranos benefactores en el ISI
de Pakistán. Se dice que introdujo los atentados suicidas a
Afganistán, una táctica desconocida allí antes de 2001.
Funcionarios de inteligencia occidentales culpan a la red de
Haqqani, no a los talibanes, por la mayor parte de los
ataques espectaculares en los últimos tiempos – como ser
un masivo coche bomba que destrozó parte de la embajada
india en julio.
Los
haqqanis mandan a la mayor parte de los combatientes
extranjeros que operan en el país y tienden a ser aún más
extremos que sus homólogos talibanes. A diferencia de la
mayoría de los talibanes y de los elementos de Hizb–i–Islami,
elementos de la red Haqqani trabajan en estrecha cooperación
con al–Qaeda. Es muy probable que la dirigencia de la red
esté basada en Waziristán, en las áreas tribales
paquistaníes, donde goza de la protección del ISI.
Pakistán
apoya a los haqqanis, dando por sentado que la red mantendrá
su guerra santa dentro de las fronteras de Afganistán. Esos
acuerdos son necesarios porque, en los últimos años, la
antigua política de Pakistán de ayudar a grupos islámicos
militantes ha llevado al país a una devastadora guerra
dentro de sus propias fronteras.
A medida
que restos de los talibanes y de al–Qaeda llegaban a
Pakistán después de la caída del gobierno talibán en
2001, Islamabad se sumó a la “guerra contra el Terror”
del gobierno de Bush. Fue una empresa lucrativa: Washington
suministró miles de millones de dólares en ayuda y
armamento avanzado al gobierno militar de Pakistán,
mientras miraba hacia otro lado cuando el dictador Pervez
Musharraf aumentaba su férreo control del país. Por su
parte, Islamabad atacó a militantes de al–Qaeda,
presentando cada unos pocos meses a un “alto” dirigente
capturado ante las cámaras, y dejaba incólume a la
dirigencia talibán en su territorio.
Aunque el
establishment militar paquistaní nunca erradicó por
completo a al–Qaeda – al hacerlo podría haber detenido
el flujo de la ayuda – mantuvo suficiente presión para
que los militantes árabes declararan la guerra al gobierno.
Para 2004, el ejército paquistaní había penetrado en masa
por primera vez las Áreas Tribales bajo Administración
Federal, una región semiautónoma poblada por tribus
pastunes (donde se habían refugiado combatientes de al–Qaeda),
en un intento de desarraigar a los combatientes extranjeros.
Durante los
próximos años, repetidas incursiones del ejército
paquistaní, junto con una creciente cantidad de ataques de
misiles de EE.UU. (que a veces mataron a civiles),
enfurecieron a las poblaciones tribales locales. Pequeños
grupos con base tribal, que se llamaban a sí mismos
“talibanes” comenzaron a aparecer; para 2007, ya había
27 grupos semejantes activos en las tierras fronterizas
paquistaníes. Los guerrilleros pronto lograron el control
de áreas en distritos tribales como Waziristán del Norte y
del Sur, y comenzaron a actuar como una versión recurrente
de los talibanes de los años noventa: prohibieron la música,
golpearon a propietarios de tiendas de bebidas alcohólicas,
e impidieron que las niñas asistieran a escuelas. Mientras
se mantenían independientes de los talibanes afganos, también
los apoyaban de todo corazón.
A fines de
2007, los diversos grupos talibanes paquistaníes se habían
fundido en una sola unidad, Tehrik–i–Taliban, bajo el
comando de un enigmático guerrillero de unos 30 años –
Baitullah Mehsud. Las autoridades paquistaníes culpan al
grupo de Mehsud, al que usualmente se refieren simplemente
como “talibanes paquistaníes”, por una serie de
importantes ataques, incluyendo el asesinato de Benazir
Bhutto. Mehsud y sus aliados tienen fuertes vínculos con
al–Qaeda y siguen librando una guerra intermitente contra
los militares paquistaníes. Al mismo tiempo, algunos
miembros de los talibanes paquistaníes se han infiltrado a
través de la frontera para unirse a sus compañeros afganos
en la lucha contra los estadounidenses.
Tehrik–i–Taliban
resultó ser sorprendentemente poderoso, derrotando a
unidades del ejército paquistaní cuyos soldados de a pie
aborrecían tener que combatir contra sus compatriotas. Pero
casi apenas había aparecido Tehrik, surgieron grietas. No
todos los comandantes talibanes paquistaníes estaban
convencidos de la eficacia de librar una guerra en dos
frentes. Parte del movimiento, que se llamaba “talibanes
locales”, adoptó una estrategia diferente, evitando
batallas contra los militares paquistaníes. Además, una
cantidad importante de otros grupos militantes paquistaníes
– incluyendo a muchos entrenados por el ISI para combatir
en Cachemira india – operan ahora en las zonas fronterizas
de Pakistán, donde se abstienen de combatir al gobierno
paquistaní y concentran su fuego en los estadounidenses en
Afganistán, o contra sus líneas de aprovisionamiento.
El
resultado de todo esto es un ovillo enrevesado de alianzas y
ceses al fuego en los que Pakistán libra una guerra contra
al–Qaeda y una parte de los talibanes paquistaníes,
mientras deja libre a otra parte, así como a otros grupos
militantes independientes, para que se dediquen a lo suyo…
Eso incluye que crucen la frontera hacia Afganistán, donde
los talibanes paquistaníes, al–Qaeda, y combatientes
independientes de las regiones tribales y de otros sitios se
suman a una mezcla que ha producido lo que un funcionario de
inteligencia occidental califica de “coalición
arco–iris” desplegada contra las tropas de EE.UU.
Vida
en un mundo de guerra
A pesar de
tales conexiones extranjeras, la rebelión afgana sigue
siendo sobre todo un asunto interno. Los combatientes
extranjeros – sobre todo de al–Qaeda – tienen poca
influencia ideológica sobre la mayor parte de la
insurgencia, y la mayoría de los afganos mantienen su
distancia frente a semejantes forasteros. “Algunas veces
grupos de extranjeros que hablan diferentes lenguajes pasan
caminando,” recuerda el residente de Ghazni Fazel Wali.
“Nunca hablamos con ellos y ellos no hablan con
nosotros.”
La visión
de una yihad global de al–Qaeda no tiene resonancia en las
escabrosas tierras altas y en los desiertos azotados por el
viento del sur de Afganistán. En su lugar, la principal
preocupación en gran parte del país es intensamente local:
la seguridad personal.
En un mundo
de guerra perpetua, con un gobierno depredador, bandidos
merodeadores, y misiles Hellfire, el apoyo va hacia los que
pueden crear seguridad. En los últimos meses, una de las
actividades más peligrosas en Afganistán ha sido una de
sus más festivas: las grandes fiestas matrimoniales que
tanto aman los afganos. Las fuerzas de EE.UU. bombardearon
una tal fiesta en julio, matando a 47. Luego, en noviembre,
aviones de guerra dieron en otra fiesta matrimonial, matando
a unos 40. Un par de semanas después volvieron a atacar una
fiesta de compromiso, matando a tres.
“Comenzamos
a pensar que no deberíamos salir en gran número o celebrar
matrimonios públicos,” me dijo Abdullah Wali. Vive en un
distrito de la provincia Ghazni donde los insurgentes han
ilegalizado la música y el baile en semejantes fiestas
matrimoniales. Es una vida austera, pero eso no impide que
Wali quiera que vuelvan al poder. Parece ser que matrimonios
aburridos, son mejores que ningún matrimonio.
(*)
Anand Gopal escribe frecuentemente sobre Afganistán, Pakistán
y la “guerra contra el terror”. Es corresponsal del
Christian Science Monitor basado en Afganistán. Para leer más
informaciones y despachos suyos de la región, visite su
sitio en la Red. Este artículo aparece impreso en la última
edición de Nation Magazine.
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